AVERY
Avery se encontraba en el ojo de un verdadero huracán de personas, riéndose a mandíbula batiente cada vez que alguien contaba algún chiste, acaparando todas las miradas con el llamativo (y exorbitantemente caro) vestido de novia que había comprado tras encapricharse de él para después cortarlo a la altura de las rodillas. Incluso los bots de hacer retoques se habían negado a operar un cambio tan drástico en aquella prenda exclusiva, por lo que Avery había activado las tijeras de su varita facial y se había encargado de modificarla con sus propias manos; ver cómo las algodonosas capas de tul, cubiertas de aljófares y cristales diminutos cosidos a mano, caían al suelo de su armario le había producido una surrealista sensación de distanciamiento. El vestido era tan recio que había necesitado varios minutos de concentrada determinación. En parte se sentía como si estuviera observándose a sí misma de lejos; la Avery normal habría puesto el grito en el cielo ante el sacrilegio de mutilar así semejante maravilla de la alta costura. Pero, por otra parte, la Avery normal parecía haberse replegado en el interior de un caparazón, y lo único que quedaba ahora era esta Avery irracional, volátil y sumamente impredecible.
No dejaba de observar de hito en hito a Calliope y a Atlas, el modo en que se tocaban sus cabezas, cómo sonreían y su comportaban con absoluta naturalidad. Verlos así le dolía más de lo que se atrevía a dejar traslucir.
Risha la cogió del brazo por sorpresa.
—Ay, Dios —jadeó sin aliento, mientras su mirada seguía la misma dirección que la de Avery—. ¿Esos no son los pendientes rosas de tu madre?
Avery se sintió conmocionada al ver los icónicos diamantes de su madre en las orejas de Calliope.
—Tienen toda la pinta —respondió esforzándose por aparentar que la pregunta la aburría para que Risha se olvidara del tema.
En la otra punta de la fiesta, Calliope estaba inclinándose hacia delante para susurrar algo, su vestido era tan fino que podría calificarse de inexistente. Avery sintió una oscuridad que crecía dentro de ella; una oscuridad vasta y vacía, como un pozo sin fondo. Se agachó ligeramente para acariciar el dobladillo irregular de su vestido. Por alguna razón, aquella imperfección deshilachada y defectuosa le pareció reconfortante.
—Atlas y ella deben de ir en serio —señaló Risha—, para que tu madre le haya prestado esos pendientes.
—Ni lo sé ni me importa. —Avery se dio cuenta de que estaba rechinando las muelas, provocándose un dolor sordo que se extendía por su mandíbula. Consiguió obligarse a esbozar una sonrisita tirante—. Voy a buscar una copa.
Giró sobre los talones de pronto, sin invitar a Risha a acompañarla, e intentó abrirse paso hasta la barra. Avery Fuller, sin embargo, no necesitaba sacar los codos ni pegar empujones entre el tumulto como una persona normal. La multitud se apartó instintivamente a su paso, como siempre; como si tuviera un foco apuntándola. Convirtiéndola en el centro de atención.
Todo era siempre lo mismo, ¿verdad? Las mismas mujeres deambulando por las terrazas al compás familiar que marcaban sus tacones; los mismos hombres murmurando entre sí en voz baja, hablando de los mismos temas de siempre, con el ceño fruncido en el mismo gesto arquetípico de preocupación. A Avery se le antojó tan fútil como insignificante. Allí estaban, en la otra punta del mundo, y sin embargo todos seguían atascados en sus bucles estériles; enfrascados en los mismos coqueteos manidos de siempre, abocados a la inevitable desilusión.
—¡Avery! ¡Te he buscado por todas partes!
Leda llegó corriendo hasta ella. Tenía las mejillas encendidas, y un feroz brillo de determinación le iluminaba los ojos.
—Pues aquí estoy —murmuró Avery, con apatía.
Sacó de su interior la mejor sonrisa que fue capaz de encontrar, pero se quedó en un bosquejo vacilante en sus labios. Al darse cuenta, Leda la observó con los párpados entornados, adoptando una expresión que parecía decir: «A mí no me engañas, que lo sepas».
—Tenemos que hablar. En privado.
Leda atravesó la fiesta remolcando a Avery, hasta cruzar el enorme arco dorado que daba a las obras de un lujoso complejo de viviendas ubicado en la torre oscura. También allí había unos cuantos invitados, paseando por el espacio en construcción; todo se veía prístino y perfecto, bañado por el resplandor propio de las residencias que aún estaban sin estrenar. Avery había visitado muchas de las torres de su padre cuando todavía estaban desocupadas, y siempre la asaltaba el mismo desasosiego. Las ventanas vacías las observaban desde los recibidores de los apartamentos como ojos sin alma.
—¿Qué ocurre? —preguntó cuando Leda se hubo detenido por fin.
Al acercarse demasiado a una de las viviendas en venta, sus lentes de contacto se poblaron de ventanitas publicitarias flotantes. Se apresuraron a evitarlas dirigiéndose al centro de la calle.
—Tengo noticias sobre Calliope. —Leda respiró hondo y bajó la voz con gesto melodramático—. Es una estafadora profesional.
—¿Qué?
Leda se lo explicó todo con una sonrisita despiadada, cargada de peligro.
La historia que le contó parecía más ficción que realidad. Era la historia de dos mujeres, madre e hija, que conspiraban para pasearse a lo largo y ancho del mundo haciéndose pasar por quienes no eran y viviendo de prestado. Le contó a Avery cómo utilizaban sus artimañas para colarse en los hoteles más lujosos (y comer en los mejores restaurantes, y vestirse con la ropa más cara), esfumándose sin dejar ni rastro antes de tener que pagar nada; que la madre de Calliope se había casado por lo menos una docena de veces, tan solo para limpiar la cuenta corriente conjunta después de cada boda y desaparecer; que ella y su hija se movían constantemente de un sitio a otro, cambiando siempre de nombre, modificando sus huellas dactilares y sus retinas, siempre en busca de nuevos incautos de los que aprovecharse.
—No puedes hablar en serio —murmuró Avery, con un hilo de voz, cuando el relato de Leda por fin hubo tocado a su fin.
Leda sacó la tableta y le mostró a Avery las pruebas gráficas que corroboraban su historia. Calliope, en decenas de fotografías de los centros en los que había estudiado, con distintos alias. Su madre, detenida por fraude en Marrakech antes de fugarse de la cárcel en circunstancias inusuales. Los registros civiles de la madre de Calliope, con certificados de matrimonio firmados bajo toda una colección de nombres falsos.
—¡Te dije que esa chica me daba mala espina! —exclamó Leda sonando decididamente orgullosa de sí misma ahora que se había descubierto el pastel—. ¿No te das cuenta? ¡Atlas es su siguiente objetivo!
Avery dio un paso atrás, tambaleándose sobre los zapatos de tacón rojo, y los estúpidos anuncios inmobiliarios se volvieron a desplegar por su campo de visión. Zangoloteó la cabeza, furiosa, para eliminarlos.
—¿Cómo has conseguido averiguar todo esto, si siempre están reemplazando sus retinas?
Seguía sin creerse por completo la historia de Leda. Todo aquello sonaba demasiado estrambótico, demasiado imposible.
—Reconocimiento facial. No tiene importancia. —Leda restó importancia a las preocupaciones de Avery con un ademán—. ¿No lo ves? Atlas no tiene la culpa de nada… Está siendo manipulado por una estafadora de altos vuelos.
Una pequeña parte de Avery se maravilló ante el hecho de que fuese Leda, precisamente, la que estuviera intentando animarla a perdonar a Atlas.
—No lo entiendes. Hemos roto para siempre.
—¿Por qué? —preguntó Leda sin andarse por las ramas.
Avery deslizó un zapato sobre la reluciente calle de carbonita de aquella comunidad nueva y perfecta que había construido su padre.
—No quise escaparme con él. Nos fuimos de la fiesta acuática con distintas personas. Me parecía tan descabellado… No sé —suspiró—. Ya no estoy segura de que podamos darnos otra oportunidad.
—Bueno, nunca lo averiguarás si no lo intentas, al menos —señaló Leda en un alarde de pragmatismo inmisericorde. Observó a Avery con curiosidad—. Además, aunque no pase nada entre Atlas y tú, no irás a consentir que esa chica se salga con la suya, lo seduzca y lo estafe, ¿verdad? ¡Tenemos que librarnos de ella!
Avery se mordió el labio, aturdida, mientras todo un espectro de emociones se agolpaba en su mente.
—Es que me parece tan… increíble.
—Lo sé. —Hasta sus oídos llegaron las notas de un violín que, sin necesidad de nadie que lo tocara, sonaba a lo lejos—. ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Leda un momento después.
—Lo primero, arrancarle los pendientes de mi madre de los lóbulos —respondió Avery, ante lo que Leda reaccionó atragantándose de risa—. Después de eso, no estoy segura.
—Planees lo que planees, avísame si te puedo echar una mano.
Leda le dedicó una sonrisa minúscula, y de golpe y porrazo fue como si hubieran retrocedido en el tiempo y volvieran a ser el mismo dúo que formaban en séptimo, prometiendo velar siempre la una por la otra. Decididas a conquistar el mundo.
Avery la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos.
—Gracias. No sé cómo lo consigues, pero te lo agradezco —murmuró.
—Haría cualquier cosa por ti, Avery. Siempre.
Como si presintiera que su amiga necesitaba estar a solas un momento, Leda se retiró.
Avery se quedó allí un momento, paseando sin prisa por aquella ciudad fantasma de precio prohibitivo, repleta de casas engalanadas con suntuosos acabados, techos inalcanzables y rejas en los caminos privados de acceso. Necesitaba imponer un poco de orden en sus pensamientos, dolidos y desorientados.
Calliope era una farsante. Pretendía cazar a Atlas desde el principio, probablemente desde que se conocieron en África.
Rememoró la conversación que había mantenido con él después de aquella fiesta bajo el mar, cuando, a la fría luz del día, ambos habían decidido que su relación era demasiado complicada. Que deberían darse un tiempo para reflexionar. Intentó recordar cuál de los dos había sido el primero en decirlo. La atormentaba el desolador e ingrato presentimiento de haber sido ella.
De todas formas, ¿no había sido también ella la culpable de haber puesto el primer obstáculo en su relación al decirle a Atlas que no podían huir juntos pero negándose a explicarle por qué? En retrospectiva, Avery pensó que se había apoyado injustamente en Atlas tras la muerte de Eris; que se había dedicado a exprimirlo, exigiéndole cada vez más y más, sin pararse nunca a preguntarle cómo se sentía él. Aquello y el secretismo (el hecho de estar en vilo constantemente, viviendo con el temor de que sus padres los descubrieran) era más de lo que ninguna relación podría aguantar.
Y entonces había aparecido Calliope (o como leches se llamara realmente esa chica), con su sonrisa y sus palabras vacías, decidida a aprovecharse de Atlas. ¿En serio pensaba que podía entrometerse con toda tranquilidad en sus vidas, coger todo lo que quisiera y largarse de la ciudad como si no hubiera pasado nada? A esa zorra la aguardaba una buena sorpresa.
Avery echaba de menos a Atlas con tanta intensidad que la fuerza de sus sentimientos amenazaba con desgarrarle el pecho. Se enjugó las lágrimas con un brusco ademán. Ni siquiera se había percatado de que estuviese llorando.
El día que Atlas le dijo que la quería había sido el más feliz de su vida. Por primera vez se había sentido realmente viva. Como si el mundo hasta ese momento solo hubiese existido en tonos de blanco y negro, como esta ridícula fiesta, y de pronto hubiera estallado en una explosión de tecnicolor.
Amaba a Atlas y lo amaría siempre. Ni siquiera tenía elección. Lo llevaba grabado a fuego en su mismo ADN. Y Avery sabía que, en el fondo, aquel era el único amor que su corazón sería capaz de sentir mientras viviera.
Se encaminó de regreso a la fiesta con determinación renovada. No había tiempo que perder.