RYLIN
La granja entera está diseñada como una gigantesca espiral de Fibonacci —estaba recitando con voz monótona el guía turístico—. Al asomarse y mirar hacia abajo desde el pináculo, se pueden ver todos los niveles y admirar la espectacular simetría de cada plano…
Era lunes por la mañana. A Rylin se le había olvidado por completo que ese era el día de la excursión con la clase de biología; solo se dio cuenta al presentarse en la escuela, momento en el que su tableta la urgió a montar de inmediato en el autobús lanzadera que la estaba esperando. Nunca le había importado tener que cursar esa asignatura, pero al verse allí, rodeada por toda la clase de novatos, le sobrevino una abrumadora sensación de injusticia. Esos críos tenían la edad de Chrissa.
¿Por qué no podía dejar el centro que se saltase esa clase, como a ella le gustaría?
Después del fin de semana que había tenido, aquella excursión era lo que menos le apetecía del mundo. Había regresado de Los Ángeles a primera hora del día anterior, tras cambiar su billete de vuelta para coger el tren que salía hacia Nueva York a las cinco de la madrugada, sin tomarse la molestia de informar a Xiayne de sus planes. Sabía que, de todos modos, recibiría una notificación automática de la empresa de transportes y, evidentemente, se imaginaría qué era lo que había motivado aquel regreso tan precipitado.
Todavía no le había contado a Chrissa lo que había ocurrido. Chrissa, que tan fervientemente creía en ella, que le había regalado una maleta nueva que no se podían permitir y le había dicho que persiguiera sus sueños. ¿Cómo podía confesarle a su hermana que se había equivocado, que su profesor era un individuo tan irreflexivo como corto de miras y que todo había sido una farsa?
El mero hecho de pensar en ello hacía que Rylin sintiera deseos de que la devorase un agujero negro. Debería haber llamado para decir que estaba enferma y pasarse el día entero acurrucada en la cama, aislada del mundo.
Sin embargo, ahí estaba, en la entrada principal de la Granja de la planta 700. Al igual que la Torre misma, la Granja era un lugar único en su especie; solo había una granja en todo Manhattan, porque no había espacio para más. Ocupaba una generosa porción de la Torre, elevándose en espiral por el centro del edificio desde la planta 700 casi hasta la 980. Cada una de las tres mil parcelas agrícolas que la formaban estaba cubierta de paneles solares y espejos inteligentes, los cuales se volvían reflectantes u opacos según la estación o la hora del día, controlando hasta el último fotón la cantidad de luz que recibían las plantas. Se regía por un sistema de recolección constante, lo cual significaba que daba igual en qué mes se encontraran, siempre había algún cultivo listo para ser cosechado. Rylin escuchó sin demasiado interés cómo el guía les explicaba que los cultivos más próximos a lo alto del edificio estaban experimentando el otoño en esos momentos, mientras que, más abajo, las condiciones climatológicas se correspondían con las de la primavera; los bots roturadores recorrían los surcos de un extremo a otro, plantando las nuevas semillas. Era el mayor ejemplo de cultivo de interior del planeta, declaró el guía, orgulloso.
—Las de Japón son mejores, claro, pero eso no lo va a reconocer nadie —dijo una voz junto a ella, e instintivamente Rylin enderezó un poco la espalda con el pulso acelerado. Cord era la última persona en el mundo con la que esperaba encontrarse en aquellos precisos instantes.
—¿Tenías antojo de colarte en una excursión de primero? —replicó desabrida. Ignoraba por qué, pero la presencia de Cord la irritaba, como si se hubiera presentado allí con el expreso motivo de estropearle a ella el día.
—Parece que tú has tenido la misma idea brillante.
Cord se meció sobre los talones. La comisura de sus labios se elevó como si estuviese intentando reprimir una sonrisa. Rylin no le devolvió el gesto.
—Desafortunadamente para mí, esta es mi clase. En mi antigua escuela no di biología. ¿Cuál es tu excusa?
—Soy el ayudante del profesor, claro. Estoy en la sección del profesor Norris. Lástima que no me hayan asignado a la tuya…, me lo habría pasado bomba corrigiéndote las redacciones.
—¿Ayudante del profesor, tú? —repitió Rylin sorprendida.
Su sección de la clase tenía uno, pero se trataba de una muchachita muy callada cuyo nombre no conseguía memorizar. Ni en un millón de años habría adivinado que el otro era Cord.
—Lo sé, soy tan devastadoramente apuesto que nadie sospecharía jamás que también soy muy inteligente. Pero obtuve la puntuación más alta en el examen de colocación avanzada. —La sonrisa de Cord se ensanchó—. Además, Rylin, tú mejor que nadie deberías saber que la biología es mi especialidad.
Rylin puso los ojos en blanco y se apartó de Cord, como si estuviera escuchando al guía turístico. No le apetecía que le tomaran el pelo en esos momentos.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó Cord situándose delante de ella.
Ante la preocupación que denotaba su voz, Rylin sintió que se desmoronaba.
—La verdad, no. Ha sido una semana muy larga, y bastante ajetreada.
—¿Quieres que nos larguemos de aquí?
—¿Podemos?
La idea de escapar era tan dolorosamente seductora que Rylin ni siquiera se planteó lo que podrían pensar los demás si la vieran irse con Cord, sola.
—Mientras no salgamos de la Granja, ¿por qué no? Vamos.
Rylin lo siguió por los túneles de suelo de cultivo, dejando atrás sembrados de espirulina y estanques hidropónicos de frondosas espinacas, hasta llegar a una batería de anodinos ascensores de color gris. Las puertas se abrieron de inmediato. Una vez dentro, Cord pulsó un botón marcado como 880 y pisos superiores: solo para residentes y personal de mantenimiento. Levantó la cabeza y abrió bien los ojos para permitir que el escáner de retina hiciera su trabajo. Transcurrido un momento, las puertas se cerraron con un chasquido de aprobación y el ascensor se puso en marcha. Rylin enarcó una ceja ante todo eso, pero no dijo nada.
—En mi piso hay un parque privado que forma parte de la Granja. Todos los residentes tenemos acceso —le explicó Cord.
«Cómo no», pensó Rylin limitándose a asentir con la cabeza. Su tableta vibró con un mensaje entrante de Lux, pero oprimió rápidamente un botón para rechazarlo.
El parque al que habían salido le pareció, al principio, abrumadoramente formal y francés, con toda esa hierba esmeralda cortada a ras del suelo y los parterres podados que se extendían como un manto hasta un estrecho canal artificial. Después, Cord la llevó al otro lado de un muro de ladrillos con una anticuada verja de hierro, a una zona del jardín más reciente y menos cuidada. Rylin no sabía muy bien qué esperar, pero eso no.
—Ven —dijo el muchacho sentándose de golpe en el suelo bajo un árbol gigantesco cuyas ramas se desplegaban en todas direcciones.
Después de un momento, Rylin se acomodó junto a él, reclinándose con las palmas de las manos apoyadas en el césped. Le pareció oír ranas croando en los alrededores, aunque no vio agua por ninguna parte. Sobre sus cabezas, el cielo era de un azul tan hermoso como falso.
Resultaba sencillo olvidar que estabas en una Torre de acero en sitios como ese, llenos de vida, oxígeno y vegetación.
—Vale, Myers. ¿Qué pasa?
—Ejem…
No estaba segura de querer abordar esa cuestión; no con él, al menos. Se pasó las manos por los brazos, aterida de repente por el recuerdo.
Sin decir palabra, Cord se quitó la chaqueta de la escuela y se la ofreció. Rylin la aceptó agradecida. Se acordó de la última vez que se había puesto una chaqueta de Cord: en París, cuando él se la había prestado en un alarde de caballerosidad, acariciándole con las manos los hombros desnudos. Parecía que hiciese una eternidad de aquello.
—Gracias —dijo resguardando las manos dentro de las mangas.
Había un botón suelto en el bolsillo de la pechera. Jugueteó distraídamente con él, frío el plástico contra sus dedos. Era agradable saber que incluso a Cord se le podían caer los botones.
—Siento haber sido tan capullo contigo por lo de ir a Los Ángeles —volvió él a la carga—. Me pediste que me alegrara por ti, y lo hago. Por no hablar de lo tremendamente orgulloso que me siento de ti.
Rylin agachó la cabeza.
—Pues no lo hagas. Ni siquiera sé si me lo merezco.
—¿A qué viene eso?
—A que tenías razón.
Sintiendo cómo se le encendían las mejillas a causa de la vergüenza, Rylin le contó que Xiayne la había besado la última noche, en la fiesta de celebración del reparto.
—¿Qué narices, Rylin? ¿Lo dices en serio? Deberían despedirlo por eso.
Cord empezó a levantarse, como si quisiera ir a enfrentarse con Xiayne de inmediato. Rylin apoyó una mano en la suya para detenerlo.
—No —le dijo despacio—. No quiero que lo despidan. Se portó mal, pero no fue agresivo ni… ni me obligó a nada. Cometió una estupidez, eso es todo.
Cord la observó fijamente.
—Sigue sin estar bien —habló al cabo.
—Claro que no.
Rylin se esforzó por encontrar la mejor manera de explicarle que no estaba tan enfadada por el beso como dolida por lo que este implicaba. Quería volver a ser la estudiante estrella de holografía, el portento cuyo oscarizado profesor había invitado a la otra punta del país para que le ayudara porque tenía mucho talento… en vez de ser lo que era ahora: la ayudante cuyo director le había tirado los tejos. Incluso ella sabía que no había un cliché más trillado en todo Hollywood, y solo había pasado allí una semana.
—Pensaba que me quería allí de verdad. Pero, al final, estabas tú en lo cierto —concluyó con desánimo.
Cord se encogió ante aquel recordatorio de sus palabras.
—Lamento muchísimo que tuviera razón.
—Da igual. Voy a dejar la clase.
—¡No puedes renunciar! —exclamó Cord—. ¿No te das cuenta de que, si lo haces, Xiayne se habrá salido con la suya?
—Pero ¿cómo puedo volver a mirarlo después de lo que ha ocurrido?
Cord exhaló un suspiro indescifrable, como si quisiera sentirse frustrado con ella, pero sin estarlo.
—Hay otra clase de holografía…, nivel de introducción, impartida por un profesor que lleva allí toda la vida. Los alumnos son casi todos novatos, y seguramente el ritmo será demasiado lento para ti, pero menos da una piedra. Si no piensas cambiar de opinión, por lo menos te deberías plantear esa opción.
Rylin murmuró unas palabras de agradecimiento, arrancó una brizna de hierba y la acarició con los dedos, contemplativa.
—A veces me pregunto si mi presencia en Berkeley no será nada más que un tremendo error. Por si no lo habías notado, no se puede decir que encaje allí, exactamente.
Se rio, con un sonido tan seco como las hojas que susurraban sobre sus cabezas.
—De error, nada. Tienes talento. No dejes nunca que nadie te diga lo contrario —declaró Cord con una convicción que la sorprendió.
—¿Y a ti qué más te da, de todas formas? —se oyó preguntar la muchacha. «Después de lo que te hice», pensó, pero no hacía falta que lo dijera en voz alta.
Cord tardó un momento en responder.
—Siempre me ha importado lo que sea de ti, Rylin. Incluso después de todo lo que pasó entre nosotros.
«Siempre me ha importado lo que sea de ti». Eso abarcaba hasta el momento presente, ¿verdad? Pero ¿le importaba como amigo… o como algo más?
Cord se sacudió el pantalón del uniforme, de color azul marino, y se puso de pie, y Rylin supo que el momento había pasado.
—Deberíamos ir pensando en volver. No puedo permitirme el lujo de perder mi puesto como ayudante del profesor. Es la única actividad extracurricular que constará en las solicitudes que envíe a la universidad —dijo risueño el muchacho.
Le tendió una mano para ayudarla a incorporarse. El contacto con su piel generó unos vórtices eléctricos que se propagaron desde las terminaciones nerviosas de Rylin hasta los pies.
—¿Qué, ir a toda pastilla por los Hamptons en coches de conducción manual no cuenta? —bromeó ella, y se vio recompensada por una sonrisa ante aquel recuerdo que compartían.
Durante todo el paseo de vuelta, Rylin notó la presión de una sensación nueva, contenida pero insistente, tan exultante como aterradora; no se atrevía a analizarla con más detenimiento por temor a estar equivocada.
Mientras el guía turístico continuaba desgranando su información sobre la Granja con voz monótona, la muchacha no dejó de lanzar miraditas furtivas a Cord, preguntándose qué querría decir todo aquello.