CALLIOPE
Calliope estaba bastante satisfecha con su decisión de acudir al Baile de la Sociedad Conservadora del Hudson con Brice Anderton.
A su madre y a ella siempre les había gustado hacer una entrada triunfal: que todos los ojos de la sala se sintieran atraídos sin remedio por ellas cuando llegaban a una fiesta; sobre todo en las ciudades nuevas, en las que la gente se preguntaba entre susurros quiénes eran y de dónde habían salido. A veces, Elise intentaba, sin mucho empeño, pasar desapercibida: «No es buena idea ser demasiado famosas, no es seguro», le recordaba a Calliope. Como si no adorara la atención incluso más que su hija.
A estas alturas, Calliope creía que ya estaba acostumbrada a llamar esa clase de atención. Sin embargo, no estaba preparada para la reacción de los presentes cuando entró en la sala de baile submarina al lado de Brice.
Esperaba que al menos parte de las miradas fueran porque hacían una pareja fantástica, ambos altos, esbeltos, de pelo oscuro y sonrisas traviesas. Pero tuvo que reconocer a regañadientes que Brice era el más fascinante de los dos. Todo el mundo le lanzaba miraditas sin ocultar su interés. Estaba claro que sabían quién era, que habían seguido sus distintas desventuras y se preguntaban quién sería la chica nueva que llevaba del brazo.
Y, sin duda, sirvió para que Atlas se fijara. Calliope se había asegurado de coquetear con él, aunque no gracias a los torpes intentos de Avery por unirse a la conversación y a su extraña insistencia en apartarlo de ella. Ya había tratado antes con hermanos y padres protectores, sobre todo cuando intentaba timar a los críos mimados de las escuelas privadas. No obstante, debía reconocer que Avery era una de las peores con las que se había encontrado.
Alzó la cabeza con orgullosa intención y examinó aquel dominio submarino, que rebosaba dinero, estatus y contactos. Su madre también estaba allí, con Nadav y su hija, Livya. Calliope había charlado unos minutos con ellos antes. Elise no dejaba de mirarla arqueando las cejas, con la clara esperanza de que le quitara a Livya de encima para poder concentrarse mejor en Nadav, pero Calliope no estaba de humor para jugar a ser la chica buena. Por lo que veía, Livya era una aburrida pálida y sosa, y hacerle de niñera era malgastar su talento.
Ahora estaba con Brice y un grupo de amigos suyos. Contaban la historia de una antigua broma, una vez que habían pintado unas letras de grafiti en un puñado de deslizadores, para que solo se vieran con unos ajustes concretos de las lentes de contacto. Sonaba tonto, pero Calliope se unió al coro de risas. Después miró a Brice, que también se reía, aunque un poco aparte del resto, con la elegante confianza en sí mismo que te da el ser un rico borracho dentro de una burbuja en el fondo de un río.
La música cambió, y Brice dio un paso adelante para cogerla de la mano.
—Baila conmigo —le pidió, más una orden que una pregunta.
Calliope dejó la bebida que sostenía por disimular (intentaba mantener la cabeza despejada) y lo siguió.
¿Por qué no flirtear un poco con Brice? Estaba claro que no podía timarlo; era demasiado arriesgado, teniendo en cuenta que había estado a punto de reconocerla. Por supuesto, Atlas también suponía un riesgo, dado que ya la había rechazado una vez. Sin embargo, él no iba a reventarle la tapadera.
Además, ahora que sabía lo rico que era, parte de Calliope estaba decidida a engañar al chico del piso mil. Dios, menuda historia sería. Aunque tampoco podría presumir de ella con nadie, salvo con su madre.
Cuando llegaron a la pista de baile, Brice se volvió y movió las manos con confianza por la cintura de la chica. Sobre ellos, unas medusas holográficas brillaban como velas flotantes, perseguidas por algún que otro tiburón de neón. La moteada luz azul bailaba sobre las facciones de Brice, sobre su nariz aristocrática y sus prominentes pómulos. No era un rostro diseñado para expresiones amables.
—Calliope —pronunció el chico con la misma irreverencia guasona, y ella se preguntó hasta qué punto estaría enterado de la verdad—. Háblame de Londres.
—¿Por qué? —le retó ella—. Seguro que habrás estado un montón de veces. No hay nada que pueda añadir para que cambies de opinión sobre la ciudad.
—Quizá no pretenda revisar mi opinión sobre la ciudad, sino mi opinión sobre ti.
Ella dio una vueltecita para ganar algo de tiempo, de modo que los pliegues de su vestido le flotaran alrededor del cuerpo y después cayeran detrás de ella como una escultura.
—Bueno, de repente tengo curiosidad por saber cuál es tu opinión hasta ahora.
—Por favor, no soy tan tonto como para caer en esa trampa.
Brice tiró de ella para acercársela cuando la música ganó velocidad. Calliope quería retroceder un paso (estaba demasiado cerca, sentía el latido del corazón del chico a través de las capas de tela del esmoquin, olía su colonia, que era ligera y un poco acre). Sin embargo, la mano de Brice estaba jugando tranquilamente con la cremallera de atrás de su vestido, y a ella se le entrecortó el aliento.
—Ya que eres tan curioso, fui a St. Margaret’s. Es un internado de chicas en SoTo —le contó esperando redirigir su atención.
—Debo decir que me sorprendes. No eres la típica niña de internado.
Sin razón aparente, Calliope recordó a Justine Houghton, que probablemente se habría pasado la adolescencia en un internado, sujeta a la disciplina y la supervisión de los adultos, mientras que Calliope había viajado por todo el mundo. Y allí estaba, dando vueltas por una pista de baile submarina, rodeada de lujosos vestidos, risas y el inconfundible destello de los diamantes.
A Calliope no le cabía duda de quién había llegado más alto.
—En realidad no soy típica en nada —le respondió a Brice.
Él esbozó una lenta sonrisa mientras seguía bajando la mano por su vestido.
—Soy consciente de ello. No te pareces en nada a las chicas con las que suelo relacionarme.
—Lo recuerdo, todas esas chicas misteriosas a las que conoces en tus viajes.
Mientras daban vueltas despacio por la pista, Calliope notaba las miradas de las demás parejas deslizándose sobre ellos como una mano que le bajara por la mejilla. Dejó que la melena le cayera sobre un hombro con un presumido gesto de la cabeza y enseñó los dientes en una sonrisa.
Sin embargo, en aquel momento volvió a sentir la mirada de Brice, y le dio la impresión de que el chico interpretaba a la perfección cada movimiento de su cuerpo. Su sonrisa perdió ferocidad.
—Entonces ¿adónde vas en esos viajes, que no paras? —lo retó. Dudaba que hubiera viajado a algún lugar en el que ella no hubiera estado. Calliope era una profesional.
—A todas partes. Soy un cliché con patas. El chico que hereda un montón de dinero y después intenta gastárselo en viajes caros y caprichos.
Había dado su explicación con una cuidada indiferencia. No obstante, a Calliope le pareció detectar cierta melancolía. Se preguntó qué le diría si supiera que ella hacía lo mismo, solo que con el dinero de otra gente.
—Y eso ¿por qué?
Brice se encogió de hombros.
—Supongo que es lo que sucede cuando pierdes a tus padres con dieciséis años.
A Calliope se le cortó la respiración.
—Oh —consiguió articular bobamente.
¿Por qué no había encontrado esa información en los agregadores cuando lo investigó? Estaba perdiendo facultades, pensó; todo lo relacionado con Brice la hacía sentir insegura y embotada. Le sobrevino el aterrador presentimiento de que se le habían pasado por alto demasiadas cosas relacionadas con él. Debería extremar las precauciones.
En ese preciso momento, Atlas pasó como una exhalación por su lado. Calliope titubeó. Esta era su oportunidad; ahora tenía a Atlas para ella sola, sin que Avery pudiera entrometerse. No le llevaría más de un segundo entablar conversación con él y retomar el coqueteo de la noche anterior.
A Brice no se le había escapado el modo en que su mirada se había abalanzado al instante sobre el otro muchacho.
—¿En serio? ¿Fuller y tú? Jamás lo habría imaginado. —Sacudió la cabeza decepcionado—. No entiendo qué le veis todas las chicas, en serio.
Calliope conjuró la más imperiosa de sus actitudes, la que había aprendido de Justine hacía ya tantos años.
—No tengo ni la más remota idea de a qué te refieres —sentenció. Además, ¿qué era eso de «todas las chicas»? ¿Exactamente con cuántas se habría liado Atlas?
—Es demasiado aburrido para ti —continuó Brice como si no la hubiera oído—. No me malinterpretes, a mí me cae bien. Es solo que no podría ser más anodino, mientras que tú eres tan… complicada.
Este era precisamente el motivo por el que no debería pasar tanto tiempo en compañía de Brice. Era demasiado perspicaz, demasiado cauto y calculador; carecía de la ingenuidad y el temperamento necesarios para dejarse embrollar. Antes bien, con lo observador que era, cabía por entero la posibilidad de que ya hubiese descubierto sus intenciones.
Necesitaba poner tierra de por medio, y cuanto antes.
—No entiendo de qué me hablas. Y ahora, con tu permiso —replicó Calliope, envarada, antes de partir en la dirección que había seguido Atlas.
Lo encontró sentado a solas en el taburete de un bar, dándole vueltas a su bebida, encorvado como si quisiera disuadir de sus intenciones a todo el que se le ocurriera acercarse. Calliope enderezó los hombros y respiró hondo.
—Hola —dijo deslizándose junto a él.
Atlas dio la impresión de quedarse momentáneamente desconcertado, como si se le hubiera olvidado dónde estaba. Sus labios, sin embargo, no tardaron en adoptar su característica sonrisa ladeada, un poquito más amplia de lo habitual.
—Calliope. ¿Cómo está siendo tu noche?
—Ilustrativa —fue la misteriosa respuesta de la muchacha—. ¿Y la tuya?
—No como esperaba.
Seguía contemplando su copa de reojo. Ni siquiera estaba mirándola a la cara, pensó Calliope con creciente frustración. Si no le prestaba atención, ¿cómo iba a percatarse de lo espectacular y sola que estaba precisamente ahora, cuando más necesitado de compañía parecía él?
No le dejaba elección. Calliope estiró el brazo por encima de la mesa, agarró la copa de Atlas y la apuró de un solo trago, lanzando la cabeza hacia atrás para que el chico pudiera admirar la delicada curva de su cuello. Dejó que un aleteo sensual le cerrara los párpados. La bebida era muy fuerte.
Posó la copa vacía en la mesa con más ímpetu del necesario. El ruido sobresaltó a Atlas. Consiguió atraer su atención.
—Disculpa, me moría de sed.
—Salta a la vista —replicó Atlas, aunque no parecía especialmente enfadado. Levantó un hombro en dirección a la barra—. ¿Te apetece otra?
Calliope lo siguió mientras les pedía otra ronda, no sin cierta sorpresa ante la velocidad con la que dio cuenta de su segunda bebida. No lo recordaba bebiendo de esta manera en África. «Es una fiesta», se dijo; sin embargo, no pudo por menos de preguntarse qué era lo que tanto le preocupaba. En verano le había dado la impresión de estar mucho más contento. Tuvo la corazonada de que algo (su familia, probablemente) estaba reteniéndolo en Nueva York, impidiéndole marcharse de una vez por todas de allí, cuando eso era lo que en verdad anhelaba.
Se sacudió de encima aquel súbito arrebato de introspección, tan poco característico en ella. Atlas estaba aquí, ahora, y eso era lo único que importaba.
—¿Quieres bailar?
Atlas la miró, y Calliope supo de inmediato que algo había cambiado; su instinto lo notaba en el aire que mediaba entre ellos, tan fluctuante como el tiempo, como cuando estaban sentados en las montañas de Tanzania y la noche comenzaba a desplegar las alas a su alrededor.
El muchacho no dijo nada mientras Calliope, con decisión, tiraba de él en dirección a la pista de baile.
Cuando le guio las manos hasta sus caderas, Atlas respondió atrayéndola hacia él y ciñéndole el talle. Sintió la calidez de sus dedos en la piel desnuda.
—¿Me llevas a casa? —le susurró al oído, poco después.
Atlas asintió con la cabeza, despacio. Calliope lo tomó de la mano, lo guio escaleras arriba (el muchacho trastabilló ligeramente; quizá estuviera más borracho de lo que aparentaba) y cruzó la dársena para llamar a uno de los deslizadores que aguardaban allí. Perfecto. Ahora podría explorar su apartamento y empezar a planear qué iba a robarles. A lo mejor se llevaba algo, incluso, sin que nadie lo notara.
Utilizó el teclado para introducir la dirección de los Fuller, atenta a la reacción de Atlas. Cuando este no opuso ninguna objeción, bajó los labios hasta los de él y buscó los botones de su chaqueta en la penumbra, desabrochándolos uno por uno con decidida y brutal energía.
Se sintió asombrosamente redimida, demostrando que el único chico que alguna vez la había rechazado ahora la deseaba. Por fin. El condenado se había hecho de rogar.