AVERY

Avery estaba tamborileando con el lápiz óptico en la tableta, con el ceño fruncido ante un problema de física, cuando alguien llamó a la puerta. Por un instante glorioso y terrible pensó que podría tratarse de Atlas, pero después recordó que ya no se hablaban y, además, Atlas siempre había llamado con más brío y confianza.

—¿Sí? —dijo mientras se daba la vuelta en la silla, con las piernas cruzadas.

Su madre apareció en el umbral. Llevaba puesto un vestido de tarde rojo y negro, medias y una chaqueta corta de color negro.

—Solo quería cerciorarme de que sabías lo de la cena —respondió con una sonrisa—. Sarah va a preparar costillas de cerdo.

Avery abrió los ojos de par en par.

—¿Qué se celebra? ¿Ya ha decidido papá cuál va a ser su siguiente proyecto?

Las costillas de cerdo de verdad (de las que no se cultivaban en laboratorios) eran muy difíciles de encontrar, e incluso para los Fuller simbolizaban una ocasión especial. La adquisición de un nuevo inmueble, por lo general.

—¡Atlas ha aceptado el puesto en Dubái! —exclamó Elizabeth—. Ya es oficial, tu padre y él han repasado el contrato punto por punto.

Se le escapó una risita, como si la idea de que Atlas tuviera que negociar el sueldo con su propio progenitor le pareciera hilarante. En fin, pensó Avery, eso explicaba que sus padres se hubieran mostrado tan de buen humor los últimos días.

Aunque sabía que esto era inevitable, la noticia le dolió más de lo que debería.

—Ojalá pudiera —replicó de inmediato—, pero es el cumpleaños de Risha e íbamos a salir a cenar todos juntos.

Ni loca pensaba quedarse allí con sus padres y Atlas, fingiendo brindar por la noticia que amenazaba con desmenuzar su corazón, ya destrozado, en fragmentos aún más pequeños.

—¿En serio? ¿No podéis aplazarlo? —insistió Elizabeth, pero Avery se mantuvo en sus trece.

—¡Que es su cumpleaños, mamá! Lo siento.

Tras unos instantes de vacilación, su madre asintió con la cabeza y cerró la puerta.

Con paso mecánico, Avery se metió en el cuarto de baño para salpicarse la cara y agarró una toalla del dispensador equipado con rayos ultravioleta para secársela. El suelo, que se activaba al contacto, irradiaba calor contra la planta de sus pies descalzos. En la gigantesca superficie del tocador, de prístino mármol blanco, no se veía ni rastro de huellas dactilares o motas de suciedad. Y la rodeaba una hueste de espejos: curvos, planos… Había incluso un antiguo espejo de mano, regalo de su abuela por su primer cumpleaños. Estaban colocados de tal forma que apuntaran en todas direcciones, como si Avery pudiera necesitar mirarse constantemente desde nuevas e inesperadas perspectivas.

Por lo general programaba los espejos para que proyectaran imágenes del océano; detestaba el modo en que su madre había decorado ese cuarto de baño, convirtiendo a Avery en el centro de atención también allí, al igual que en todos los demás aspectos de su vida. Apoyándose en las palmas de las manos, se inclinó hacia delante y estudió su reflejo. Una réplica espectral de sí misma, pálida y ojerosa, le devolvió la mirada.

Vio cómo el fantasma tecleaba una serie de instrucciones en su difusor de maquillaje, embelleciendo a Avery, al parecer, sin la menor intervención de su auténtico yo. Cerró los ojos mientras una fina nube de partículas le rociaba la cara, aligerando al instante las sombras que le rodeaban los ojos, oscureciéndole las pestañas y realzando la majestuosa arquitectura de sus pómulos. Cuando levantó la cabeza, se sintió casi como si volviera a ser la misma Avery Fuller de siempre.

Cogió el dispensador de cristal que contenía su loción de jazmín y se extendió una dosis sobre los brazos desnudos. Había sido un regalo de Eris, que la adquiría por encargo en una diminuta boutique de las Filipinas, y su fragancia siempre se lo recordaba. El olor era tan agradable y relajante, tan dolorosamente familiar, que a Avery le dieron ganas de echarse a llorar.

Eris habría comprendido esta sensación, pensó: la sensación de albergar un vacío espantoso en su interior, donde algo frágil y afilado emitía un hueco cascabeleo. Los fragmentos de su corazón roto, probablemente. Eris le habría dado un abrazo y le habría asegurado que era mejor que todos los demás combinados. Se habría sentado con ella para degustar galletas a mordisquitos, ocultándose del resto del mundo hasta que Avery se sintiese preparada para salir a hacerle frente de nuevo.

Pero Eris no estaba allí, y Avery tenía que salir del apartamento si no quería ver a Atlas esa noche.

—Redactar parpadeo. Para Risha, Jess… —titubeó un momento— y Ming.

Todavía estaba resentida con esta última por el modo en que había ridiculizado a Eris en su fiesta de cumpleaños, pero le apetecía rodearse del mayor número de personas posibles en estos momentos, y Ming era la clase de persona que necesitabas en noches así, alborotadora y dispuesta a todo, con una vena melodramática. En el peor de los casos, Ming evitaría que Avery se pasase todo el rato pensando en Atlas.

—Vamos a salir esta noche. Arreglaos. Nos vemos en Ichi, a las ocho.

—¿Qué pasa? —preguntó Jess cuando ya todas estaban sentadas en Ichi, unas horas más tarde.

A pesar de la escasa antelación, habían hecho acto de presencia las tres, como Avery sabía que ocurriría.

Avery se alisó el vestido negro cortado con láser, nerviosa, y alargó la mano en dirección a la bandeja de tempura de langosta que había encima de la mesa, ante ellas. Ichi era un sofisticado restaurante de sushi, uno de los favoritos de Eris, ubicado como una gema opulenta en el centro del piso 941. Carecía de ventanas que diesen al exterior, pero ese detalle encajaba a la perfección con el ambiente de club que le conferían la tenue iluminación, la música tecno y, sobre todo, las mesas bajas que obligaban a los comensales a sentarse en el suelo, entre montones de cojines de seda roja.

—Tenía ganas de salir a divertirme y celebrar una noche de chicas —respondió con una sonrisa radiante.

—Es miércoles —apuntó Risha.

—Intento evitar a mis padres —decidió confesar Avery—. Querían organizar una cenorra familiar en casa, pero estoy enfadada con ellos y no me apetece. No quiero entrar en detalles —añadió, y Ming, que ya había abierto la boca para formular la siguiente pregunta, volvió a cerrarla a regañadientes.

Apareció un camarero con el resto de lo que habían pedido: sashimi de anguila, tacos de tartar y un gigantesco suflé de miso horneado. Cuando empezó a colocar las copas, llenas de un líquido morado y brillante, frente a cada una de ellas, Avery levantó la cabeza de golpe, sorprendida.

—No hemos pedido martinis de lichi.

—Yo sí —anunció Ming volviéndose hacia ella con una sonrisa desafiante—. Venga ya, sabes que te apetece tomarte un trago.

Avery empezó a protestar; no estaba de humor para beber nada, en absoluto. Pero entonces se acordó de Atlas, sentado allí con sus padres, brindando por el trabajo que ella nunca había querido que aceptara. Una copa no le haría daño.

Todas las chicas estaban mirándola, aguardando su veredicto.

—Vale —claudicó mientras se llevaba el martini a los labios.

—¡Saquémonos una instantánea! —propuso Jess con un gritito.

Avery empezó a apartarse, como solía hacer. Siempre había detestado salir en las fotos: no podía controlar el modo en que las imágenes se propagaban por los agregadores y resultaba imposible saber quién las veía. Pese a todos sus denuedos, sin embargo, había demasiadas fotos suyas circulando por ahí, para su gusto. Pero algo la detuvo esta noche. Quizá no tuviese nada de malo que Atlas la viera con sus amigas. A lo mejor así podrían volver las cosas a la normalidad entre ellos.

—Espera, sacaos otra conmigo.

Incluso a ella misma le sonaron extrañas aquellas palabras. La atenazaban los nervios.

—Por supuesto. —Los labios de Ming se apretaron en una sonrisa angulosa mientras las demás se giraban para posar con ensayada naturalidad—. Pero, Avery, si tú nunca quieres salir en las fotos… ¿Intentas darle celos a alguien? —inquirió la muchacha con suspicacia.

—A todos —replicó Avery restándole importancia al asunto, y todas se rieron. Incluso Ming.

Avery se reclinó y, con discreción, echó un vistazo alrededor del restaurante. Todo el mundo era joven, iba bien vestido y tenía la piel lustrosa, radiante con el lustre elusivo que confería el dinero. Unos cuantos chicos les lanzaban miradas furtivas desde sus mesas, preguntándose a todas luces quiénes eran aquellas chicas de vestiditos tan cortos como largos eran sus rutilantes pendientes, pero nadie se había aventurado todavía a acercarse para abordarlas.

—Risha. Háblame de ti y de Scott —le ordenó Avery a su amiga para distraerse escuchando la voz de otra persona.

Ni corta ni perezosa, Risha les contó las últimas novedades de su romance intermitente con Scott Bandier, alumno de último curso de Berkeley. Avery se obligó a carcajearse para que nadie se percatara de su extraño estado de ánimo. Si se reía, sonreía y asentía con la cabeza lo suficiente, sería como si nada anduviera realmente mal.

Por dentro, sin embargo, sus pensamientos vagabundeaban erráticos, saltando de un tema a otro sin detenerse en ninguno. No lograba concentrarse en nada, se sentía como si tuviera la cabeza embotada mientras picoteaba los restos, ya fríos, del suflé de miso. El caleidoscopio de luz y sonido que la envolvía, al menos, mitigaba en parte la persistente congoja que le oprimía el pecho. Y no dejaba de probar un sorbito de martini tras otro; Ming debía de haberle llenado la copa de nuevo en algún momento, aunque ella ni siquiera se había enterado.

Su grupo fue volviéndose más nutrido de forma gradual. Al principio se les unieron otras dos chicas de su clase, Anandra y Danika; las habían visto sacándose fotos y querían apuntarse a la fiesta. Luego aparecieron más estudiantes de Berkeley, arracimándose en torno a la barra, pidiendo aquellos característicos martinis de color púrpura y subiendo las instantáneas a sus agregadores, atrayendo aún a más gente. Avery no tardó en sentirse como si medio Berkeley estuviera allí, desparramándose en apretados grupitos por el suelo de madera oscura de la pista de baile. Le pareció ver a Leda en algún momento, pero un trío de chicos (Rick, Maxton y Zay Wagner) se les acopló en la mesa antes de que pudiera cerciorarse.

—Zay ha roto con Daniela, ¿sabes? —susurró Ming con una sonrisita alcahueta.

Avery no reaccionó de inmediato a la noticia. Llevaba toda la noche sentada en el mismo sitio, un poco como una reina que presidiera sobre sus súbditos. No era algo intencionado; sencillamente nada había suscitado su interés hasta el punto de animarla a moverse.

Ming, sin embargo, llevaba razón. ¿Por qué no debería hablar con Zay? ¿Qué se lo impedía? Ya no estaba con Atlas, daba igual lo que hiciera.

Avery volvió a acordarse de Eris, la cual siempre había superado el trauma de sus desengaños amorosos lanzándose a coquetear ferozmente, en cuerpo y alma, con el primero que se cruzaba en su camino. Avery la había interrogado al respecto en cierta ocasión. «Para olvidar a alguien, nada como olvidarse de todo», había sido la respuesta de Eris, acompañada de una sonrisa traviesa y un destello de picardía en los ojos.

—¡Zay! —exclamó Avery un abrir y cerrar de ojos después mientras se ponía de pie muy despacio, como habría hecho Eris—. ¿Qué es de tu vida?

Zay pareció sobresaltarse ante la atención dispensada; al fin y al cabo, lo había rechazado varios meses atrás.

—Pues… sin novedad, gracias —replicó él con cautela.

Pero Avery estaba decidida a que no la ignoraran. Elevó su coqueteo a la máxima potencia y le regaló a Zay la más deslumbrante de sus sonrisas. El pobre no tenía la menor oportunidad.

Se disponía ya a conducirlo a la penumbra de la pista de baile cuando alguien le dio a Zay un golpecito en el codo.

—¿Te importa que tome el relevo?

Cord cogió del brazo a Avery y, sin esperar respuesta, se la llevó. Zay se quedó plantado en el sitio sin atreverse a protestar, con la boca entreabierta como un pez destripado.

—Esa es la frase más manida del mundo, incluso viniendo de ti —lo acusó Avery, aunque en realidad la traía sin cuidado.

Lo cierto era que Zay no le gustaba. Se sentía curiosamente ingrávida y a la deriva, tan solo eso, y necesitaba hacer algo, lo que fuese, para volver a poner los pies en la tierra.

Tampoco le habría importado que Atlas la viese en los agregadores, exultante, radiante y desinhibida.

—Vaya, y yo que pensaba que ibas a darme las gracias por el rescate.

—Zay no está tan mal —protestó Avery sin convicción.

Cord se rio.

—No estaba rescatándote a ti, sino a él. Le he evitado otro corazón roto. ¿Sabes, Avery?, a veces eres un poquito cruel —concluyó risueño el muchacho.

Avery lo observó de hito en hito. No habían vuelto a hablar desde la fiesta del fin de semana anterior.

—No sabía que fueses a salir esta noche.

—Ni yo, hasta que vi todas esas instantáneas.

—Cord —empezó a replicar Avery, sin estar del todo segura de lo que quería decirle.

Que no debería darle más vueltas al momento que habían compartido en aquel diván, por ejemplo; que se sentía vulnerable, dolida, y que debería mantenerse alejado de ella. Antes de que pudiese formular un pensamiento coherente, sin embargo, le entró el hipo.

Cord reaccionó con una carcajada. Siempre le había gustado su risa; la de verdad, no la versión cínica y sombría que entonaba en ocasiones, sino la auténtica. El muchacho se reía con todo el cuerpo, igual que cuando eran pequeños.

Antes de darse cuenta, Avery tenía sus manos en el talle de Cord y estaba bailando con él.

—Sigues sin querer contarme qué ocurre, ¿verdad? —murmuró el muchacho transcurridos unos instantes.

—Estoy bien —replicó Avery sacudiendo la cabeza para darle más énfasis a sus palabras.

—Mira, no sé quién es el chico ese que tanto te trae de cabeza, pero tendrás que apuntar más alto que Wagner si pretendes que se ponga celoso.

—¿Cómo sabes que se trata de un chico? —repuso Avery de inmediato preguntándose qué sería lo que la había delatado.

En los labios de Cord se dibujó una sonrisita triunfal.

—No lo sabía, hasta ahora mismo. Gracias por confirmar mis sospechas.

Ahora le tocó a Avery carcajearse. E hizo que se sintiera sorprendentemente bien; casi normal otra vez, por un segundo fugaz, si es que seguía teniendo cabida la normalidad en un mundo sin Atlas.

—Venga, tendrás que pegarte un poco más si quieres que se lo trague —le dijo Cord con voz grave.

Avery titubeó antes de arrimarse a él y rodearle los hombros con los brazos. Era realmente alto. Una parte de ella, pecaminosa y malsana, esperaba que alguien estuviera sacándoles fotos y subiéndolas a los agregadores. A Atlas le estaría bien empleado.

Pero a continuación se lo imaginó mirando las instantáneas, se preguntó qué opinaría de que se abalanzara así sobre Cord (otra vez) y dejó caer los brazos. Sin inmutarse, el muchacho empezó a darle vueltas con delicadeza, haciendo gala de su habitual desparpajo.

—Además —añadió—, somos amigos desde que íbamos a preescolar. Sé que no le darías la orden a toda la clase de salir entre semana sin un buen motivo.

—¡Yo no he dado ninguna orden, se han presentado todos espontáneamente! —protestó Avery, reparando con un latido de retraso en el hecho de que Cord había empleado la palabra «amigos».

La embargó una sensación de alivio. Se quedaron un rato meciéndose al compás de la música, con las luces eléctricas parpadeando sincopadamente de un color a otro sobre sus cabezas.

De repente, Avery se sintió exhausta. Habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo: el desmoronamiento de su mundo, todas las lágrimas derramadas, saber que Atlas pensaba marcharse de veras a medio planeta de distancia. Cerró los ojos y se concedió el lujo de apoyar la cabeza en el pecho de Cord.

—Gracias —murmuró sabiendo que el muchacho la entendería—. Por todo.

Cord no contestó, pero Avery notó que asentía con la cabeza.

«Y así empieza todo», pensó, como si estuviera respirando hondo antes de cargarse un peso imposible a los hombros. Necesitaba comenzar a recomponerse, trozo a trozo, porque este era el principio de su vida sin Atlas.