CALLIOPE

Así que este es el piso mil —dijo Calliope.

—Lo sé —dijo Elise, imitando el tono de momentánea sorpresa de Calliope—. Yo me esperaba más diamantes.

Acababan de acompañar a Calliope y a su madre a la sala de estar, después de salir del vestíbulo del ascensor, que contaba con un ascensorista real, humano…, seguramente solo para las fiestas, razonó Calliope; porque no creía que se encargara de semejante trabajo siempre. Sacudió la cabeza con espíritu burlón.

—Es una fiesta de cóctel, mamá, no de gala. No es la ocasión adecuada para lucir diamantes.

—Nunca se sabe —respondió su madre mientras metía la mano en el bolso para cambiar su enorme pulsera de diamantes por otra más discreta, de oro. Siempre viajaba con joyas de distintos grados de ostentación desde aquel día, en París, en la que llamaron demasiado la atención en una fiesta por ir más arregladas de lo que se esperaba de ellas.

No, no era la falta de quilates lo que había suscitado el comentario de Calliope. Es que había supuesto que el ático de la Torre sería más… Bueno, simplemente más.

Bajo las festivas guirnaldas y las resplandecientes luces que engalanaban la habitación, las gigantescas flores de Pascua y el enorme árbol de Navidad que ocupaba una esquina entera de la sala, a Calliope el piso mil le parecía idéntico a las innumerables residencias caras que ya conocía. No era más que otro cuarto lleno de aburridas antigüedades, candelabros de cristal y papel pintado en colores tenues, con los mismos tacones de alta costura pisando las mismas moquetas que en cualquier otro sitio del mundo. Y ¿qué manía tenía aquella gente con tanto espejo? A Calliope le encantaba mirarse tanto como a cualquiera, pero esta vez, a tanta altura, no le importaba tanto su propio reflejo como mirar hacia fuera: hacia el mundo, hacia la luz, hacia las estrellas.

Qué desperdicio tan lamentable contar con las mejores vistas del mundo para acabar cubriendo las paredes de espejos y cortinas de brocado.

—Voy a explorar. Deséame suerte —dijo Elise a toda prisa, su atención ya absorta en los distintos invitados.

—No la necesitas, pero buena suerte.

La joven vio cómo su madre se movía por la sala con una intensidad casi salvaje, los ojos entornados para evaluar los distintos blancos en potencia, mientras hablaba unos segundos con algunos de ellos antes de despacharlos y seguir adelante. Buscaba el blanco perfecto: lo bastante rico para merecer el esfuerzo, aunque no tanto como para que resultara imposible acercarse. Y, por supuesto, lo bastante tonto como para tragarse las invenciones que, sin lugar a dudas, le contaría.

En momentos como aquel, a Calliope le encantaba observar a su madre en acción. Lo deliberado de sus movimientos (su risa, la forma en que se apartaba el cabello alborotado) atraía las miradas como si fuera un imán.

Mientras su madre se perdía en la conversación de un grupo de asistentes, Calliope se acercó al borde de la estancia. Por experiencia propia sabía que apartarse era el mejor modo de leer las complejidades de una fiesta, las sutiles corrientes de atracción, alianzas y dramas. Y nunca se sabía quién podía aparecer una vez que te alejabas de la acción y te convertías en alguien un poco más accesible.

Casi de inmediato divisó a Avery Fuller entre la multitud. Era como si la persiguiera su propio foco: iluminaba sus facciones perfectas y destacaba aún más sus marfileños pómulos y el reluciente azul de sus ojos. Calliope habría sentido celos de Avery por aquella belleza tan imposible de no haber estado plenamente convencida de sus propios encantos, que eran distintos, sin duda, pero no por ello menos efectivos.

Se dirigió a Avery pensando en darle las gracias por la invitación, pero se paró en seco cuando su anfitriona estableció contacto visual con otra persona, al otro lado de la habitación. En el rostro de Avery se dibujó una expresión de amor tan intensa que Calliope supo que acababa de toparse con un momento sagrado, privado. Volvió a toda prisa la cabeza en la misma dirección que Avery, curiosa por saber quién inspiraba semejante devoción, pero había demasiada gente y demasiado movimiento para verlo.

Se oyó una fuerte tos al otro lado de la sala de estar y, a pesar de la cacofonía (las exclamaciones de los que se saludaban; las secas conversaciones de negocios y los lánguidos flirteos líquidos; el agitar de las cocteleras y los rasgueos del cuarteto de cuerda del rincón), el sonido reverberó a través de la consciencia de Calliope como una descarga eléctrica. Respondió a la tos de un modo más instintivo que ante su nombre, ya fuera real o supuesto. Aquella tos significaba que su madre necesitaba el respaldo de Calliope. De inmediato.

Al menos, el tío era guapo, pensó cuando encontró a su madre hablando con un caballero mayor. Tenía facciones marcadas y el pelo gris muy corto, lo que le aportaba un atractivo distinguido, a pesar de que el sencillo traje oscuro fuera bastante serio. Elise se reía de la broma que acabara de contar el hombre; su madre presentaba un aspecto exótico y emocionante con su vestido verde intenso y su alegre sonrisa. Calliope ya se la imaginaba afilándose las uñas, preparada para entrar a matar.

—Hola —saludó la chica con educación al acercarse.

Era el acercamiento más seguro, dado que desconocía su papel en el timo hasta que Elise la llamaba.

—Querida, me gustaría presentarte a Nadav Mizrahi —exclamó Elise antes de volverse hacia el hombre con el que hablaba—. Nadav, esta es mi hija.

—Calliope Brown, encantada de conocerlo —respondió mientras se acercaba para estrechar la mano de Nadav.

Se alegraba de interpretar de nuevo a una hija; siempre era lo más divertido.

A veces, Elise la presentaba como a una prima o una amiga… o peor, como una persona sin relación familiar alguna, como una nueva ayudante del despacho del blanco o una doncella. Su madre insistía en que el papel que le asignaba dependía de lo que le pidiera la situación, pero Calliope sospechaba que a veces los elegía solo porque ser la madre la hacía sentir vieja. Aunque no lo era, en absoluto. Qué demonios, si se había quedado embarazada con solo diecinueve años, apenas mayor de lo que Calliope era ahora. Eso sí que era como para meditarlo.

—Tengo una hija más o menos de tu edad. Se llama Livya —le comunicó Nadav con una cálida sonrisa. Bueno, eso lo explicaba todo.

—El señor Mizrahi trabaja en el campo de la cibernética. Acaba de mudarse a Nueva York desde Tel Aviv —añadió Elise.

Y por eso se había concentrado en él con tan mortífero empeño: olía la sangre nueva a un kilómetro de distancia. Los recién llegados eran más confiados con los desconocidos, puesto que, para ellos, cualquiera era un desconocido; y las probabilidades de que se percataran de un tropiezo eran mucho menores.

Una aerobandeja pasó flotando, cargada de copas de champán llenas de algo rosa y espumoso. Calliope, hábil, recogió tres de ellas de la parte de arriba.

—Señor Mizrahi —le dijo mientras le pasaba una copa—. No estoy muy familiarizada con la cibernética. ¿Me podría explicar lo más básico?

—Bueno, la cibernética se define, técnicamente, como el estudio de los subsistemas tanto de los humanos como de las máquinas, aunque yo trabajo en una división que intenta replicar patrones sencillos…

Calliope sonreía mientras se desconectaba del monólogo. Si le dabas al blanco la oportunidad de lucirse, de parlotear sobre algún conocimiento especializado, sentía afecto por ti de manera automática. Al fin y al cabo, no había tema de conversación que la gente disfrutara más que hablar de sí misma.

—¿Qué le ha parecido Nueva York? —le preguntó Calliope en una pausa de la conversación mientras le daba un trago a su bebida.

En el borde había pegajosos cristales de azúcar, y, en el fondo, relucientes semillas rojas de granada.

Así que su madre y ella se fueron alternando, acomodándose en su familiar rutina, tan ensayada. Flirtearon, coquetearon y acribillaron a Nadav a preguntas, y nadie salvo Calliope parecía ser consciente de la fría crueldad que se escondía tras todo aquello. Observó que los pálidos ojos verdes de su madre (no era su color original, por supuesto) apenas se apartaban de Mizrahi, ni siquiera cuando él estaba mirando a otra parte.

«Lo importante es el contacto visual —recordaba haberle escuchado durante su primera clase en el aire de la seducción—. Mira fijamente a los ojos hasta que no logren apartar la vista».

Y entonces, en el momento más inesperado, Calliope oyó una voz conocida detrás de ella.

Le hizo un gesto casi imperceptible a su madre y se volvió despacio, alargando el instante antes de que él la reconociera. Aunque solo habían transcurrido cinco meses, parecía mayor y, en cierto sentido, más elegante. La sombra de barba del verano anterior había desaparecido, y en sus ojos veía una mirada glacial que antes no estaba. Nunca lo había visto con traje.

El único chico que había podido con ella; y allí estaba, en la otra punta del mundo.

Captó el preciso momento en que él se percató de su presencia. Parecía tan perplejo como ella.

—¿Calliope?

—¿Travis? —preguntó ella, puesto que era el nombre que le había dado durante el verano, por mucho que en aquella ocasión sospechara que era falso.

Aunque, claro, también lo era el suyo. Gracias a Dios había estado usando mucho el de Calliope en los últimos tiempos.

El chico hizo una mueca y miró a su alrededor, como si quisiera cerciorarse de que nadie lo hubiera oído.

—Es Atlas. No fui demasiado sincero contigo este verano.

—¿Me mentiste sobre tu nombre? —preguntó ella indignada, aunque, por supuesto, no le importaba en absoluto. Si acaso, estaba intrigada.

—Es una historia muy larga. Pero Calliope… —Se pasó una mano por el pelo, incómodo de repente—. ¿Qué estás haciendo aquí?

La chica apuró el resto de su champán de granada y dejó la copa vacía en una bandeja que pasaba por allí.

—En este momento estoy en una fiesta —contestó con aire frívolo—. ¿Y tú?

—Vivo aquí —respondió Atlas.

Mierda. Calliope se enorgullecía de estar preparada para cualquier cosa, pero incluso ella necesitó unos segundos para procesar el giro de los acontecimientos. El chico al que había conocido en verano, el que había golfeado por África con ella como si fueran un par de nómadas, era un Fuller. No solo era rico: su familia se encontraba en su propia estratosfera de riqueza, tan alto que contaban con su propio código postal. Literalmente.

Podía aprovecharse de la situación. Todavía no tenía muy claro cómo, pero estaba convencida de que surgiría la oportunidad, el modo de alejarse de Atlas con más dinero del que tenía al encontrarlo.

—Tanto tiempo regateando por el precio de la cerveza, ¿y vives aquí? —le preguntó entre risas.

Atlas se unió a sus carcajadas y sacudió la cabeza, admirado.

—Vaya, no has cambiado nada. Pero ¿qué estás haciendo en Nueva York? —insistió.

—Si me explicas por qué ocultabas tu nombre, te digo lo que me ha traído hasta aquí —lo retó Calliope, a la vez que intentaba recordar qué le había contado exactamente sobre sí misma. Sonrió; era la mejor de sus sonrisas, la que reservaba para las ocasiones especiales y florecía hasta convertirse en algo tan resplandeciente y deslumbrante que la mayoría de la gente se veía obligada a apartar la vista. Atlas no lo hizo. Y ella lo deseó aún más por eso.

Lo cierto era que deseaba a Atlas desde el primer momento en que lo vio.

Estaba de pie en la sala de espera de British Air del aeropuerto de Nairobi, intentando decidir adónde dirigirse, cuando él pasó junto a ella con una andrajosa mochila colgada del hombro. Su instinto (pulido a la perfección tras años de práctica) le gritaba que fuera a por él sin perder un segundo, así que lo hizo: lo siguió hasta el hotel de un safari, donde lo vio solicitar trabajo de botones. Lo contrataron al instante.

Ella siguió observando.

Se trataba de un posible objetivo, sin lugar a dudas, por más que vistiera el reglamentario uniforme caqui y que recibiera a los huéspedes para ayudarlos a cargar con sus maletas. Era de familia adinerada. Calliope se lo notaba en la reluciente sonrisa, en el modo en que alzaba la barbilla, en la forma en que recorría la habitación con la mirada, confiado y tranquilo, pero sin llegar a creerse el amo. Lo que todavía no sabía era de cuánto dinero estaban hablando.

Ese fin de semana apareció en la fiesta para empleados del hotel con un vestido de seda carmesí que llegaba hasta el suelo y se abrazaba a las curvas de sus caderas y su pecho. Debajo no llevaba ropa interior, y el vestido lo dejaba más que claro. Sin embargo, como siempre afirmaba su madre, solo tienes una oportunidad para que el pez muerda el anzuelo.

La fiesta se celebraba detrás del hotel, bastante más allá de la enorme cabaña en la que guardaban los deslizadores de plexiglás del safari. Había más gente de lo que se esperaba: decenas de empleados jóvenes y guapos reunidos alrededor de una de esas falsas fogatas (las holográficas que desprendían calor de verdad), todos bailando, riendo, cantando y bebiendo un líquido reluciente que parecía de limón. Calliope cogió una copa y, sin decir una palabra, se apoyó en un poste. Sus ojos de experta lo localizaron enseguida: estaba de pie con varios amigos, sonriendo a algo que habían dicho, cuando levantó la mirada y la vio.

Otras personas se acercaron, pero Calliope las ahuyentó. Después cruzó las piernas para lucir mejor la raja del vestido y las largas piernas que asomaban por ella. Nunca daba el primer paso, o, al menos, no con los tíos. Había descubierto que se tragaban el romance más deprisa si eran ellos los que iban a buscarte.

—¿No bailas? —le preguntó él cuando por fin se acercó a ella.

Sonaba a acento estadounidense. Bien. Era capaz de hacerse pasar por cualquier nacionalidad, pero prefería ser de Londres; y los chicos estadounidenses estaban fascinados por ese acento tan sexi.

—No con los que me lo han pedido hasta ahora —contestó, y arqueó una ceja.

—Baila conmigo.

Y ahí estaba otra vez, esa seguridad en sí mismo con un leve toque de osadía. Estaba representando un papel. Intentaba escapar de algo, puede que de un acto terrible o quizá de una relación que hubiera acabado mal. Bueno, ella sabía del tema: también huía de un error.

Calliope lo condujo más allá de la hoguera. Los pendientitos de campanillas que se había comprado en el mercado al aire libre de aquella mañana tintineaban con cada paso. Los altavoces escupían una música atronadora; era instrumental y salvaje, con un incansable retumbar de tambores.

—Me llamo Calliope —decidió.

Era uno de sus seudónimos favoritos desde que lo leyera en una anticuada obra de teatro, y siempre le había parecido que tenía mucha suerte cuando era Calliope. Las sombras de la holofogata parpadeaban sobre el rostro del chico, que tenía pómulos marcados, una amplia frente y unas pecas difuminadas bajo la leve quemadura solar.

—Travis —se presentó, y a ella le pareció detectar una nota de falsedad en su voz; no tenía práctica con la mentira. A diferencia de Calliope, que llevaba soltándolas desde hacía tanto tiempo que casi se le había olvidado cómo contar la verdad.

—Encantada de conocerte.

Cuando terminó la fiesta, Travis no la invitó a su habitación, y ella descubrió, sorprendida, que se alegraba. Sin embargo, al despedirse, se dio cuenta de que su madre tenía razón: los timos son mucho más fáciles de gestionar cuando el blanco es feo. Aquel chico era demasiado atractivo para el bien de Calliope.

Ahora, mientras los ojos de la chica se paseaban por Atlas (el único chico al que no había sido capaz de echar el anzuelo, al que ni siquiera había besado), sabía que tentaba a la suerte.

No era capaz de predecir lo que haría él, y eso lo volvía peligroso. A Calliope y Elise no les gustaba lo desconocido. No les gustaba perder el control.

Calliope sacudió la cabeza, dándole vueltas al desafío. Se había equivocado una vez con Atlas, pero ahora era más sabia y más decidida. Jamás se le había resistido un chico, si se empeñaba en conseguirlo. Atlas no tenía ninguna oportunidad.