WATT
Watzahn Bakradi se repantigó en la rígida silla del auditorio mientras observaba el tablero de ajedrez que ocupaba su campo de visión en esos momentos. «Mueve la torre tres casillas hacia la diagonal izquierda». El tablero, proyectado en espectral blanco y negro sobre las lentes de contacto de alta resolución que siempre llevaba puestas, se modificó en consonancia.
—Un movimiento desafortunado —susurró Nadia, el ordenador cuántico incrustado en el cerebro de Watt.
Su caballero voló de inmediato hacia delante para capturar el rey del muchacho.
A Watt se le escapó un gemido sin poder evitarlo, lo cual le granjeó unas cuantas miraditas extrañadas de los amigos y compañeros de clase sentados a su alrededor. Se apresuró a guardar silencio y concentrar la mirada hacia el frente, donde había un hombre con una americana carmesí en lo alto de un podio, enumerando la oferta de artes liberales que se impartían en la universidad de Stringer West. Watt desconectó, como había hecho con todos los demás oradores de esa reunión obligatoria de alumnos de primer curso. Como si después de haber terminado el instituto tuviera la menor intención de matricularse en historia o en inglés otra vez.
—Llevas perdiendo conmigo una media de once minutos más deprisa de lo habitual —señaló Nadia—. Sospecho que estás distraído.
«¿Tú crees?», replicó Watt, irascible. De un tiempo a esta parte tenía motivos de sobra para estar distraído. Había aceptado lo que parecía un trabajo de pirateo sencillo para una encumbrada llamada Leda, tan solo para enamorarse de la mejor amiga de esta, Avery. Hasta que descubrió que Avery en realidad estaba colada por Atlas, la misma persona que debía espiar para Leda. Después, por accidente, le había confesado ese secreto directamente a Leda, quien se había marchado hecha una furia, colocada y sedienta de venganza. Todo lo cual le había costado la vida a una chica inocente. Y Watt se había quedado de brazos cruzados, sin hacer nada por evitarlo ni por impedir que Leda saliera de rositas…, porque la asesina conocía la existencia de Nadia.
Ignoraba cómo se las habría apañado, pero lo cierto era que había desenterrado el secreto más peligroso de Watt. Leda podría delatarlo cuando quisiera, acusándolo de posesión de un ordenador cuántico ilegal. Nadia, por supuesto, acabaría siendo destruida para siempre. En cuanto a él, se pudriría en la cárcel de por vida. Con suerte.
—¡Watt! —siseó Nadia enviando una pequeña descarga eléctrica por su sistema.
El representante de Stringer estaba abandonando el estrado, sustituido por una mujer con el pelo castaño por los hombros y cara de pocos amigos. Vivian Marsh, directora del departamento de admisiones del MIT.
—Pocos de vosotros solicitaréis ingresar en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Menos todavía tendréis las notas necesarias para conseguirlo —empezó sin preámbulos—. Pero quienes logréis matricularos descubriréis que nuestro programa se sostiene sobre tres pilares fundamentales: la exploración, la experiencia y la evolución.
Watt oyó el suave tamborileo de numerosos dedos sobre las tabletas. Miró de reojo a su alrededor; varios alumnos de su clase de matemáticas avanzadas estaban tecleando frenéticamente, pendientes de cada una de las palabras de Vivian. Su amiga Cynthia (una chica medio japonesa, medio americana, muy guapa, que llevaba compartiendo aula con Watt prácticamente desde la guardería) se había sentado en el filo de la silla, con un brillo soñador en la mirada. Ni siquiera sabía que a Cynthia le interesase el MIT. ¿Tendría que competir con ella para obtener una de sus plazas, tan limitadas?
Nunca había pensado realmente qué haría si no entraba en el MIT. Llevaba años soñando con formar parte del programa de ingeniería de microsistemas, que era tremendamente competitivo. El equipo de investigación de ese mismo departamento había inventado el milichip, el software de entrelazamiento y los superimanes de temperatura ambiente que evitaban la decoherencia cuántica.
Watt siempre había dado por sentado que entraría. Caray, pero si a los catorce años ya había inventado un ordenador cuántico sin ayuda de nadie. ¿Cómo iban a rechazarlo?
Solo que no podía hablar de Nadia en su solicitud. Mientras observaba a los demás estudiantes, Watt se vio obligado a afrontar la más que factible posibilidad de que no lo aceptaran, al fin y al cabo.
«¿Debería hacer alguna pregunta?», pensó para Nadia, nervioso. Lo que fuese con tal de que Vivian se fijara en él.
—Aquí no hay ronda de preguntas y respuestas, Watt —respondió Nadia.
De improviso, demasiado pronto, el representante de Stanford salió a la palestra y se aclaró la garganta.
Watt se puso de pie como impulsado por un resorte, sin pensar, maldiciendo mientras avanzaba a trompicones entre los asientos. «¿En serio?», silabeó Cynthia cuando pasó por encima de ella, pero a Watt le traía sin cuidado; necesitaba hablar con Vivian. Además, Stanford era su segunda opción, a lo sumo.
Cruzó la doble puerta del fondo del auditorio como una exhalación, haciendo como que no veía todas las miradas de reproche que se habían vuelto hacia él, y dobló corriendo la esquina tras la cual se encontraba la salida del centro.
—¡Señorita Marsh! ¡Espere!
La mujer se detuvo con una mano en la puerta y una ceja enarcada. En fin, por lo menos conseguiría que se acordara de él.
—He de decir que no todos los días me persiguen al salir del auditorio de una escuela. No soy ninguna celebridad, ¿sabe usted, jovencito?
A Watt le pareció oír una nota de humor seco en su voz, aunque tampoco podría jurarlo.
—Sueño con asistir al MIT desde que tengo uso de razón y quería… solo quería hablar con usted, nada más. —«¡Tu nombre!», le recordó Nadia—. Watzahn Bakradi —se apresuró a presentarse el muchacho, extendiendo una mano.
Vivian se la estrechó tras unos instantes de vacilación.
—Watzahn Bakradi —repitió ella poniendo los ojos en blanco; Watt sabía que estaba introduciendo su nombre en el buscador de sus lentes de contacto. La mujer parpadeó y volvió a concentrarse en él—. Veo que has participado en nuestro programa de verano para jóvenes ingenieros, con una beca. Y que no volvimos a invitarte.
Watt hizo una mueca. Sabía perfectamente por qué no le habían pedido que regresara: porque una de sus profesoras lo había descubierto construyendo un ordenador cuántico ilegal. Había prometido no avisar a la policía, pero aquel error le había costado caro, a pesar de todo.
Nadia había proyectado el currículo de Vivian sobre sus lentes de contacto, pero no le servía de mucho; lo único que le decía a Watt era que se había criado en Ohio y que había estudiado psicología en la universidad.
Recordó que debería decir algo más.
—Hace cuatro años de aquel programa. He aprendido mucho desde entonces, y me encantaría poder demostrárselo.
Vivian ladeó la cabeza para aceptar un toque.
—Estoy hablando con un estudiante —le dijo a quienquiera que fuese, seguramente algún asistente—. Lo sé, lo sé. Dame un momento. —Mientras se recogía un mechón de cabello detrás de la oreja, Watt atisbó el destello de un caro ordenador de muñeca de platino. Se preguntó de repente qué opinión le merecería a alguien así tener que bajar hasta la planta 240 para dar una charla, aunque fuese en una escuela de enfoque especializado. Era comprensible que tuviese tanta prisa por largarse de allí—. Señor Bakradi, ¿por qué es su primera opción el MIT?
Nadia había abierto el plan de estudios y la guía de objetivos del MIT, pero Watt no quería ofrecerle una respuesta insulsa y prefabricada. En vez de eso, se armó de valor y dijo con toda franqueza:
—Ingeniería de microsistemas. Me gustaría trabajar con cuants.
—Vaya, vaya. —La mujer lo miró de arriba abajo; Watt se dio cuenta de que había despertado su curiosidad—. Como ya sabe, ese programa recibe miles de solicitudes todos los años, pero solo se seleccionan dos aspirantes.
—Lo sé. Sigue siendo mi primera opción. —«Mi única opción», pensó Watt, dedicándole su sonrisa más deslumbrante, la que dedicaba a las chicas cuando Derrick y él salían de fiesta. Presintió que estaba empezando a predisponerla a su favor.
—¿Alguna vez ha visto usted un cuant, jovencito? ¿Sabe lo increíblemente poderosos que son?
«Adornar la verdad sería la estrategia óptima en este caso», le sugirió Nadia, pero Watt sabía que podría eludir la pregunta.
—Sé que solo quedan muy pocos —dijo. Había cuants en la NASA, por supuesto, y en el Pentágono; aunque Watt sospechaba que debía de haber muchos más ordenadores cuánticos ilegales sin registrar (como Nadia) de los que al gobierno le gustaría reconocer—. Sin embargo, creo que debería haber más. Necesitamos ordenadores cuánticos en tantos lugares…
«¿Como tu cerebro, por ejemplo? Un poco de sensatez, Watt», lo reconvino Nadia, pero el muchacho no la estaba escuchando.
—Los necesitamos ahora más que nunca. Podríamos revolucionar los sistemas agrícolas a escala internacional para erradicar la pobreza, podríamos terminar con los accidentes mortales, podríamos terraformar Marte…
La voz de Watt resonaba estridente en sus propios oídos. Se dio cuenta de que la mujer estaba observándolo fijamente, con las cejas arqueadas, y se calló.
—Habla usted asombrosamente como los escritores de ciencia ficción del siglo pasado, señor Bakradi —dijo Vivian al cabo—. Me temo que su opinión goza de escasa popularidad en los tiempos que corren.
Watt tragó saliva con dificultad.
—Creo que el Incidente con la IA de 2093 se podría haber evitado. El pobre cuant en cuestión no tuvo la culpa de nada. Aún no se habían instalado las medidas de seguridad indicadas, hubo problemas con su programación base…
Cuando los cuants aún eran legales, el programa de todos ellos contenía la misma orden fundamental: no perjudicar a ningún ser humano con sus acciones, con independencia de cuáles fuesen las instrucciones posteriores que se les impartieran.
—¿El «pobre» cuant? —repitió Vivian, y Watt cayó demasiado tarde en la cuenta de que estaba hablando del ordenador como si este fuese una persona. No dijo nada. La mujer suspiró—. En fin, debo reconocer que no me importaría revisar su solicitud en persona.
Cruzó la puerta y montó en el deslizador que la estaba aguardando.
«Nadia, ¿qué narices hacemos ahora?», pensó el muchacho, con la esperanza de que al cuant se le ocurriera alguna solución deslumbrante. Solía percibir sutilezas y matices concretos que a él siempre se le escapaban.
«Ahora solo puedes hacer una cosa», respondió Nadia. «Escribir el mejor trabajo que Vivian Marsh haya visto en su vida».
—Ahí estás —exhaló aliviada Cynthia cuando Watt hubo llegado por fin a la taquilla que compartían.
Técnicamente, era de ella: a Watt le habían asignado una, pero estaba al final del pasillo de artes, y, entre que nunca pasaba por allí y que no solía acarrear muchas cosas, se había acostumbrado a utilizar la de Cynthia. También su mejor amigo se encontraba allí, Derrick, con la frente surcada de arrugas de preocupación.
—Eso, ¿qué ha pasado? Dice Cynthia que te escaqueaste antes de que acabaran las charlas.
—Quería hablar con la directora del departamento de admisiones del MIT antes de que se fuese.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Cynthia mientras Derrick sacudía la cabeza, mascullando un «debería habérmelo imaginado» o algo por el estilo.
—No estoy seguro de que haya ido bien —suspiró Watt.
Cynthia se compadeció de él con una mirada de reojo.
—Lo siento.
—Bueno, si la pifio, por lo menos así aumentarán vuestras probabilidades de que os acepten —bromeó Watt, quizá con excesiva condescendencia; el sarcasmo siempre había sido su mecanismo de defensa.
—Yo nunca pensaría algo así —dijo Cynthia dolida—. La verdad, esperaba que los dos pudiéramos asistir juntos al MIT. Estaría bien tener un amigo, estando tan lejos de casa…
—¡Y yo iría a visitaros y os daría la lata a todas horas! —exclamó Derrick rodeándoles los hombros con los brazos a ambos en un gesto jovial.
—Nos lo pasaríamos genial —musitó Watt receloso, observando a Cynthia por el rabillo del ojo.
Ignoraba que compartiesen el mismo sueño. La muchacha tenía razón: sí que estaría bien. Pasear juntos por el campus cubierto de hojas secas, camino de clase; trabajar hasta las tantas en el laboratorio de ingeniería, codo con codo; almorzar en el inmenso comedor abovedado que Watt había visto en la i-Net…
Por otra parte, ¿qué harían Cynthia y él si al final solo consiguiera entrar uno de los dos?
«No va a pasar nada», se dijo, aunque tenía el presentimiento de que esta era otra de las muchas cosas en su vida que podrían acabar en desastre.
Comenzaba a acumular una preocupante colección de ellas.