Final

De nuevo, y ya por tercera vez, comenzó la valoración de la vida de Marcos en la balanza de las obras buenas y malas para proceder al veredicto final.

Se había llegado a un acuerdo: suprimir los discursos. Valoración pura y simple de este caso límite, que tantas complicaciones mostraba.

Y de nuevo, una vez más, el fiel de la balanza quedó en perfecto estado de equilibrio.

—¿Otra vez? —exclamó desolado el Espíritu Decisor.

—Sin embargo —intervino el Espíritu Defensor—, y marque lo que marque la balanza, quiero que se considere que mi defendido fue engañado desde el principio respecto al destino de los aparatos eléctricos que construía. Él siempre pensó…

—Protesto —intervino el Espíritu Fiscal—. Él ha sido el causante de la muerte del conde de Fleury, y todos estamos de acuerdo en el valor de una vida humana. Además…

Pero fue cortado por el grito del Espíritu Secretario:

—¡Miren! —decía, asombrado—. ¡La balanza se mueve!

Todos miraron el fiel.

—¿Cómo es posible? —dijo el Espíritu Decisor—. Nunca ha ocurrido una cosa así.

Pero ocurría. El fiel se desplazaba, lentamente, lentísimamente, a la zona de predominio de las buenas acciones. Lo cual indicaba claramente el fin de la prueba, la superación de los problemas, la aceptación.

—Pero, ¿qué está pasando en la Tierra? —preguntó el Espíritu Decisor, mientras el Espíritu Secretario anotaba el veredicto en el libro en-el-que-todo-se-escribe.

* * *

En su enorme y oscuro dormitorio yacía el conde de Fleury rodeado de sus parientes y amigos.

De pronto pareció despertar ligerísimamente de su sueño mortal. Su respiración comenzó a hacerse apenas perceptible.

Uno de los familiares observó el repentino cambio.

—¡Respira! —dijo—. ¡Ha comenzado a respirar! ¡No está muerto!

Se arremolinaron, anhelantes, en torno suyo. La respiración se hizo más profunda. Entreabrió los ojos.

—¡Se está recuperando! —insistieron—. ¡Está vivo! —las exclamaciones eran cada vez más entusiastas.

El conde sonrió. Balbuceó algunas palabras.

—Me voy recuperando… —dijo quedamente. Pero su voz fue subiendo de tono—. Me recupero por momentos. Creo que sólo ha sido la impresión de esa tremenda descarga eléctrica.

Los familiares, los amigos, los sirvientes, miraban con admiración el súbito cambio.

—Me voy a levantar —dijo el conde—, acercadme la silla de ruedas.

—¿No convendría —sugirió su hijo— que te quedaras algunos días en cama?

El conde le miró con desprecio.

—No digas tonterías —respondió—. Me encuentro perfectamente. Sea lo que sea, ya pasó. Acercad la silla de una vez.

La acercaron. El conde se quitó las sábanas, se sentó en el borde de la cama y apoyó sus manos en los brazos de la silla de ruedas.

Le quisieron ayudar pero rechazó, indignado.

—Dejadme —dijo—. Sé trasladarme yo solo.

Se incorporó, apoyándose, para girar y sentarse. Pero no contaba con que la nueva silla era mucho más ligera. Al levantarse, apoyado en los brazos, la silla retrocedió. El conde, reclinado sobre ella, pareció caerse, pero instintivamente adelantó un pie. Y el otro. Y de nuevo el primero. Y dio un paso. Y otro. Y otro. Y siguió andando sobre sus piernas antes paralíticas, apoyado en la silla que retrocedía.

—¡Milagro! —se oyó—. ¡El señor conde ya puede andar! ¡Milagro!

Y el conde, apoyado en la silla, seguía andando, avanzando pausadamente por la habitación.

Marat se acercó rápidamente a comprobar el estado del enfermo. Lo observó con agudeza mientras los demás deliraban de entusiasmo.

Franklin se le aproximó.

—¿Qué piensa de todo esto, monsieur Marat? —le preguntó.

—Pienso —contestó éste con prudencia— que estamos observando la primera curación obtenida con un nuevo agente terapéutico: la electricidad.

El conde salió por el amplio pasillo hacia el salón, empujando pausadamente su silla de ruedas, rodeado de familiares y amigos, soportando con dignidad sus siglos de nobleza. Cada vez acudía más gente a ver el prodigio, y el recinto parecía la sede de una recepción antigua, cuando los reyes aún eran amados y todavía sanaban la escrófula con el leve toque de su mano. Se abrieron los ventanales, se llamaron los rezagados, acudió el servicio, se reunió discretamente la orquesta y, de nuevo, los compases del catalizaron la alegría desbordada, el júbilo radiante, la gratitud estremecida. Y en la música se fundieron lentamente mundos, historias, filosofías y esperanzas, odios y amores, miserias y ambiciones, en una espiral que subía, subía incesantemente hacia arriba.