8. Reunión de literatos
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Cuando se está algún tiempo fuera de Roma, al volver se descubre, de nuevo, su personalidad. Es cierto que se re vive la grandiosidad de sus monumentos —el Foro, el Mausoleo de Augusto, las Termas, el Campo de Marte—. Pero quizá el mayor encanto resida en visitar los barrios populares, los mercados, las tiendas. Las calles, estrechas, están repletas de transeúntes. Y como Roma es a la vez capital de provincia y capital de un Imperio, el observar el ir y venir de las diversas gentes es todo un espectáculo. Ciudadanos togados que se dirigen a realizar el homenaje de mañana a su protector; campesinos que han traído, como todos los días, sus víveres para el inmenso estómago de la ciudad; mujeres que van a la compra; esclavos que realizan diversos menesteres para sus amos. Pasan soldados, de servicio o de permiso. Se hacen grupos; se comentan las noticias políticas, pero también —sobre todo— los rumores a nivel de calle, de barrio. En Roma hay mucho ocio, y la ociosidad engendra el cotilleo, el comentario mordaz.
Hay, en las calles, puestos de vendedores ambulantes, y se vende prácticamente de todo: frutas, dulces, collares y pendientes, estatuillas, telas de todo tipo, esencias. En ocasiones hay que empujar, que apretarse, que detenerse, porque la muchedumbre aprieta, detiene o arrastra. Todo matizado por las incidencias del espectáculo diario. Hay un vendedor de aves tropicales —de aves que hablan— y la gente le rodea y escucha cómo el pájaro, cuando quiere, dice unas palabras y recibe unos granos de premio. Hay soldados, viejos, sentados o apoyados en una pared, que muestran sus heridas de guerra o sus muñones y cuentan cómo escaparon a la matanza de Varo en Germania, o cómo combatieron a las órdenes de Germánico o en la campaña de Britania. Ahora, en su vejez, desamparados —no quisieron, en su momento, ir a las colonias de veteranos— piden, en la Roma por la que expusieron su vida, unas monedas para subsistir. Hay también un negro que hace equilibrios con objetos: lanza varios vasos al aire y los va recogiendo hábilmente. Y cuando reúne un grupo en torno realiza peligrosos ejercicios con fuego, introduciéndose en la boca una tea ardiendo y sacándola sin que se haya apagado.
En las calles céntricas el público es más selecto. Aquí ya se trata de la venta de cosechas, de esclavos o de terrenos. Es cierto que el trato podría realizarse en unas termas, o en el domicilio del comprador o del vendedor, pero el romano ama la calle, la discusión pública con grandes gestos, lamentándose porque le obligan a vender a un precio bajísimo o porque debe comprar a cantidades exorbitantes que le van a arruinar. Pero después, llegados a un acuerdo, apretadas las manos, puede concluirse la conversación en la taberna más cercana ante unas jarras rebosantes. En las calles pueden verse funcionarios públicos, magistrados, sacerdotes que se dirigen al templo acompañados de sus ayudantes. Y puede admirarse el espectáculo de la circulación. Sillas de manos, carros, bigas y hasta cuadrigas intentan evolucionar en un espacio que, aunque es amplio, resulta demasiado pequeño para toda esta circulación. En ocasiones se deben colocar soldados que a toque de trompeta dan paso en una u otra dirección. El calor, en verano, llega a ser sofocante, y el polvo que levanta toda esta circulación hace que el paso por las calles romanas en las horas de mayor tráfico sea auténticamente difícil.
Marcos y Melania absorbían por todos sus poros la vida de la ciudad. La mañana era extraordinariamente luminosa, las gentes eran amables y la alegría de vivir se irradiaba en todos los rostros. Al pasar por el templo de Venus depositaron una pequeña ofrenda. En las calles comieron dulces y frutas. Llegaron hasta el Tíber, y durante largo rato estuvieron viendo el pausado fluir del agua, lanzando una moneda para volver a verlo una vez más. Apartaron a vendedores que ofrecían de todo, y finalmente entraron en una pequeña taberna, El laurel de Baco, que Marcos conocía. Allí pudieron tomar, junto con un selecto vino de Campania, una admirable minestrone, un extraordinario estofado y unos maravillosos postres confeccionados con nata y miel.
Con la tarde por delante, Marcos y Melania se dispusieron a realizar el programa trazado. Según el informe de Vitelio, el Emperador iba a asistir a una cena de escritores y artistas ofrecida por Alodio en su villa. Alodio era un mecenas que periódicamente organizaba reuniones literarias donde a una conversación aguda y ágil se unía una comida y bebida de gran calidad. Es cierto que en ocasiones los invitados se iban de la lengua más de la cuenta —lo que estuvo a punto de costar la cabeza a Alodio en tiempos de Calígula y Nerón—, pero también es cierto que Vespasiano favorecía todo lo que significara cultura y aguantaba con aire de campesino socarrón todas las críticas que se le hacían, y que se relacionaban casi siempre con su proverbial tacañería.
La reunión se iniciaría al atardecer. Marcos y Melania podrían entrar en complicidad con un amigo de Vitelio, proveedor de la cocina, que les llevaría como ayudantes suyos y colaboradores del servicio.
Así pues, Marcos y Melania se dirigieron, lentamente, viviendo la plenitud de la atmósfera romana, hacia la villa de Alodio.
2
—No es una cena como las que tú frecuentas, querido Marcial —decía Alodio—. Primero las hicimos al estilo habitual, reclinados en los triclinios y tomando allí plato tras plato y copa tras copa. Pero esto sólo conviene a los convites familiares y a los de los nuevos ricos. No permite la conversación, el intercambio de ideas, el contacto mutuo. Por eso ahora las realizamos como ves.
La cena se celebraba en la gran sala de Alodio, que comunicaba con una amplísima terraza que daba a los jardines. Los laterales se encontraban bordeados con mesas alargadas repletas de las más exquisitas comidas y bebidas. Los servidores atendían rápidamente a los invitados, ya desde las propias mesas, ya pasando continuamente fuentes entre los grupos.
Cada vez llegaban más invitados. Alodio, en la plenitud de los sesenta, cabellos blancos, rostro sereno, túnica impecable y una cierta aureola vital permisible en quien había pasado con vida los tres últimos emperadores, saludaba a los que iban entrando y aludía con habilidad al último poema, obra histórica o pensamiento filosófico de quien saludaba.
Marcial examinaba el conjunto con ojo crítico: sabía muy bien qué pasiones humanas se ocultaban tras cada gesto, tras cada afeite, y estaba dispuesto a retratarlas en versos acerados.
—¡Mi querido Quintiliano! —exclamaba en aquel momento Alodio, dirigiéndose a una persona alta, discretamente obesa, cercana a los cuarenta, que en aquel momento entraba—. ¡Qué alegría verte por aquí! ¡No sabes lo que he disfrutado con tus Instituciones!
—¿De verdad? —decía Quintiliano, complacido—. No es más que una breve síntesis de mis clases, pero he intentado recoger lo fundamental para la formación del orador.
—Un resumen sencillamente genial —insistía Alodio—. Esa teoría de corregir con humor es de lo más sensato que he leído últimamente. ¡Qué lejos estamos ya del viejo Catón! Desde luego, tu resumen castigat ridendo mores, es de lo más eficaz —y bajando la voz le susurró al oído—, aunque te diré que yo, a mi vez, tenía un aforismo parecido: «perdona a tu enemigo… no hay nada que más rabia le dé».
Se introdujeron, sonrientes, en la sala, mientras Alodio, a la vez que hablaba, espiaba con el rabillo del ojo para atender a cualquier nuevo invitado.
Marcos y Melania, en la cocina, ayudaban a transportar unos grandes cestos de frutas. En la cocina el ambiente era de trabajo intenso, pero ordenado. Bajo las férreas órdenes del cocinero jefe, se cocía, se freía, se asaba, se trinchaba, se preparaba y así salían finalmente las bandejas hacia las mesas del salón. Marcos y Melania vieron que en el extremo de la cocina se situaban los portadores de las bandejas, y allí se fueron acercando. El encargado de la distribución les llamó:
—A ver, vosotros, no estéis ociosos. No os había visto antes. ¿Cómo os llamáis?
—Marcos.
—Melania.
—Está bien. Llevad estas bandejas a las mesas de la sala y volved en seguida.
Llegados a las mesas, se quedaron tras ellas para ayudar a servir. Llegaban cada vez más personas, pero el tono de la fiesta era distinto a las típicas orgías. Los invitados se reunían en grupos, hablaban, más o menos apasionadamente. En ocasiones alguno sacaba del bolsillo de la toga un rollo de pergamino y leía algún párrafo que los del grupo comentaban, según parecía, con benevolencia. En un extremo del jardín unos músicos griegos colocaban una iluminación de antorchas sobre una gruta artificial donde se preparaba un recital de música y baile.
Alodio seguía, incansable, en su papel de anfitrión, recibiendo, presentando, agrupando. Era el relaciones públicas nato. Aunque no tenía obra literaria propia, parecía brillar con el esplendor de la realizada por los demás.
—¡Qué honor para nosotros, Tácito! —y abrazaba a un joven que había entrado con el desconcierto de quien se encuentra más a gusto en las bibliotecas que en las reuniones—. Tienes mucho que contarme, muchacho. Ya he leído los últimos tomos de tus Anales. Cada vez te superas.
—Muy amable, Alodio. Siempre tan exagerado en tus afectos…
—Nada de eso, Tácito. Sólo tengo el disgusto de que no confíes a tu viejo amigo todos tus proyectos. Porque me han dicho que estás preparando una recopilación sobre los germanos que va a ser, sencillamente, sensacional.
—Pero si sólo estoy reuniendo el material… —se defendía Tácito—. Tengo intención de comenzarla pronto, eso es verdad, porque hay mucho de leyenda y poco de historia veraz sobre las tribus germánicas, pero veo que es un trabajo difícil, sobre todo desde el punto de vista crítico.
—Pero tú eres la persona idónea, sin duda. Pasa, Tácito, y no dejes de comunicarme cómo va tu trabajo. Puedo relacionarte con quien necesites. Sin ir más lejos, Silio Itálico ha dicho que quizá vendría esta noche.
El proyecto de Marcos era contar a Vespasiano todo lo relacionado con la conjura. Para ello tenía que estar al tanto de la llegada del Emperador y poder acercarse a él sin dificultad. Luego estaba seguro que el Emperador le oiría y comprendería. Automáticamente iba cortando lonchas de carne asada y colocándola, con gelatina, en los platos que se le tendían. Melania, a su lado, llenaba los vasos vacíos con un exquisito vino de Falerno.
Cerca de ellos se oía una animada conversación.
—No, Quintiliano —le decía Marcial, en un pequeño grupo—. Lo tuyo nunca será arte. Escribir un libro con instrucciones para ser orador es como hacer arte del oficio de trinchador de bueyes o del calafateador de naves. Entrará, si quieres, en la categoría de los manuales, pero no en el de las obras literarias.
—Pero Marcial —intervino un defensor de Quintiliano—, también han quedado como clásicas las obras de Columela sobre agricultura, o de Vitrubio sobre arquitectura, o incluso las de Celso sobre medicina.
—Exacto: son clásicos, son manuales clásicos de su especialidad, pero no literatura —remachaba Marcial—. Lo que pasa es que nuestro amigo Quintiliano ya ha conseguido un puesto de profesor oficial, ha llegado al funcionariado, y escribe ya como un perfecto funcionario —Quintiliano iba incomodándose progresivamente—. ¿Habéis visto escritos de funcionarios? ¿Habéis leído las cartas de un gobernador de provincias? Pues ése es exactamente el tono que adopta nuestro querido Quintiliano.
Éste, enrojecido, iba a contestar, cuando un joven se introdujo en el grupo.
—¿Alguien me ha aludido? —comentó con desparpajo. Se trataba de un muchacho de unos veinte años, de aspecto deportivo, rostro inteligente y mirada bondadosa—. Permítanme que me presente: me llamo Plinio, igual que mi tío, tan conocido entre todos ustedes, pero para distinguirme de él algunos han dado en llamarme Plinio el Joven, y a él Plinio el Viejo. Por supuesto, no escribo tanto como mi tío. Mi función es administrar —esto es, ser funcionario del Estado, como se decía aquí hace un momento— y sólo escribo informes oficiales.
—Pero —indicó Marcial—, no pretenderéis hacer una obra literaria…
—De ninguna manera; sólo pretendo informar al Emperador, lo más lealmente posible, de los acontecimientos, costumbres, sucesos, recursos; en fin, de todo lo observable en los territorios bajo mi mando para que sus leyes y decretos sean lo más justos posibles, porque justicia es acomodar los mandatos a la realidad.
»Pero permítanme que pregunte; acudo con gran curiosidad y tengo ciertas dudas sobre lo que ustedes llaman literatura, obra de arte. ¿Qué es para ti, Marcial, y permíteme que te tutee, el escribir, ya que no calificas de literaria la obra de Quintiliano que para mí, pobre aficionado a las letras, me ha sido de gran utilidad, y que considero de enorme calidad literaria?
Marcial quedó un momento en silencio. Se le notaba más apto para aguijonear que para precisar.
—Es muy difícil definir, Plinio, qué es la obra literaria. Te voy a responder personalmente, diciéndote lo que es mi obra literaria, lo que yo siento, lo que me acontece al escribir. Veo la realidad ante mí, pero mis ojos, mi mente, traspasan esta realidad y penetran en las intenciones de las personas. Y estas intenciones son malas, retorcidas. En ocasiones, incluso siniestras. En el homenaje de la mañana se encuentra el deseo del heredero de que muera el testador para recibir la herencia. En el rostro empolvado de la mujer de edad se ve el esfuerzo por disfrazar las arrugas y el paso de los años. En el fuerte perfume de la boca se esconde la traicionera podredumbre de unos flatos putrefactos.
Los asistentes le miraban en silencio. Marcial bebió profundamente de su copa y comentó, con pesar.
—Vivimos en un mundo en descomposición y no nos damos cuenta. Dicen que el Imperio es sólido, pero ¿quién lo dice? Las autoridades, los generales, los gobernadores. El Imperio está agonizante, porque el Imperio se debe basar en las personas, y los ciudadanos de este Imperio son unos degenerados.
»Mirad las termas: gruesos comerciantes sebosos se hacen manosear sus rodajas de grasa por esbeltas esclavas a las que luego obligan a acostarse con ellos. Mirad las viudas: si son pobres, cómo acechan a algún rico para poder casarse con él, para luego matarle lo antes posible y disfrutar de su fortuna. Y si son ricas y viejas, cómo van rodeadas de una corte de jovencitos que huelen a perfume y recitan los últimos versos griegos del comediante de moda, todos con la esperanza de casarse con ella y conseguir en el lecho la fortuna que no han podido conseguir en la guerra.
»Mirad las vestales consagradas, si es que queda alguna virgen entre ellas. Mirad los comerciantes, si alguno da la calidad debida y el peso justo. Mirad los gladiadores, si alguno pelea de verdad y no hace farsa. Mirad los ecónomos, si alguno da las cuentas justas a su dueño y no se queda con la parte más sustanciosa de los productos de la finca. Miradlo todo: nuestro mundo se resquebraja, se hunde, está podrido…
»Y yo, Marcial, poeta a pesar mío, porque ser poeta es nacer con una llama que no se puede apagar, lo veo, lo retrato, lo escribo en versos jocosos e hirientes, y noto que mis poemas son aceptados, que se repiten, que se recopilan, que se recitan en las tabernas, en las calles y en el Foro, pero tengo la tremenda pesadumbre de que no se profundiza en ellos. Creen que soy un satírico, pero dentro de todo satírico hay un trágico.
»Yo os digo: leed, recitad, declamad. Reíros, reíros primero.
Con el agudo Marcial, con el divertido Marcial. Os reís porque aceptáis lo que os digo, porque comprendéis que es así. Pero ahora dad el paso siguiente: si de veras aceptáis que esto es Roma, y que así está el Imperio, llorad de rabia como yo lo hago.
Calló un momento y seguidamente se dirigió de nuevo a los asistentes.
—Perdonad —dijo— estas confesiones, propiciadas por el vino y por la pregunta de un hombre honesto, y permitidme que pasee un poco por los jardines hasta que recupere lo que se supone debe ser mi actitud oficial, una ironía aguda y displicente.
Bebió de nuevo un gran trago de vino y se dirigió, solo, hacia el jardín.
—¡Qué extraño está Marcial esta temporada! —comentó alguien.
—Sí —afirmó otro contertulio—, creo que sufre una crisis. El primer deseo de un escritor es ser conocido, como sea. Pero quizá sea más triste sentir que se tiene sobre él un conocimiento deformado. Y es cierto que muchos le consideran una especie de payaso oficial y consentido, sin penetrar en su profundidad.
Quien así hablaba era un joven de unos veinte años que había escuchado con gran atención la extensa confesión de Marcial. Quiso ir tras él, pero se contuvo y esperó para hacerlo más tarde.
Se llamaba Juvenal.
Los grupos se iban animando, y los servidores pasaban continuamente bandejas de copas y comida. Marcos, interviniendo en el reparto, iba recogiendo retazos de frases en su recorrido.
—Por supuesto, Estado es un plomo. Es totalmente insufrible.
—¿Un médico que cura el reuma aplicando agua?, pero ¿no dicen que el reuma proviene precisamente de la humedad?
—Los germanos, he ahí el verdadero problema. Los hispanos y los britanos ya están completamente romanizados. Pero esos germanos…
—Sí, un ligero retraso de la flota de Egipto que trae el trigo, pero no supondrá muchos problemas…
—Una auténtica belleza, en la casa de Apolodoro. La habitación es limpia y confortable.
—Por supuesto, la circulación está insufrible. Yo voy al Foro andando, porque se organizan unos atascos…
—Sí, he visto los planos del Coliseo. Una obra increíble. Va a costar una millonada.
—¿El Emperador? Dijeron que vendría, pero parece que unos asuntos urgentes.
Marco dio la vuelta al grupo con la bandeja. Procuró oír más detalles.
—Sí, ha salido urgentemente hacia el puerto. Parece que en Ostia han chocado dos grandes barcos, y hay muchos muertos.
—Pues habrá sentido no poder acudir hoy, porque hay que ver lo que disfruta en estas reuniones.
—Sí, parece mentira. Un viejo militar como él, y tiene un gusto literario bastante afinado.
—Incluso tiene gracia para citar. ¿Os acordáis lo que le dijo a aquel militar que se preciaba de ser tan alto y fuerte? Aquellos versos de la Ilíada: «marcha a grandes pasos, blandiendo su lanza de larga sombra»… Muy apropiado.
—Sí, pero lo que le dijo a su hijo Tito sobre los impuestos de los urinarios…
Conociendo ya lo que le interesaba, Marcos volvió con la bandeja hacia la mesa de servicio, cuando sintió una mano que le empujaba.
—Ven conmigo, muchacho —sintió susurrar.
Presa de pánico, giró la cabeza. Era Marcial, que le empujaba hacia el jardín.
—¿Cómo, señor?
—Deja esa bandeja y ven conmigo.
Dejó la bandeja en un banco y se sintió empujado por Marcial hacia una zona oscura. Comenzaron a oírse, a corta distancia, las melodías del coro griego.
—Nunca te había visto, muchacho, y conste que me fijo bien en los jóvenes, sobre todo en los de buena presencia como tú.
Marcos sintió unas palpitaciones de terror.
—Ya sé… Pensarás que soy un viejo poeta borracho, un parásito, que podría estar forrado de oro si se hubiera manejado hábilmente en la vida, pero que ahora no tiene donde caerse muerto.
—Yo no… —comenzó Marcos.
—Te comprendo, no hace falta que te excuses. Ven, siéntate a mi lado. Te ilustraré en algunas cosas de la vida. Tú aún eres joven e inexperto.
Marcos resistió, pero ante la presión de Marcial tuvo que acomodarse a él.
—Así está mejor. Mira, hay momentos en la vida en que se llega a un profundo escepticismo sobre todo. No se cree en nada. Ni en la sociedad, ni en la autoridad, ni en las artes, ni en el amor, ni en los dioses…
—¡Cómo, señor…! ¿Ni en los dioses…? —Marcos intentaba alargar la conversación.
—Ni en los dioses, ni en los hombres. ¿Cómo vas a creer en los dioses, si hemos hecho dios a un monstruo como Calígula o a un necio como Claudio? Ya Séneca le dio una buena tunda, je, je, «transformación de Claudio en una calabaza». Realmente ingenioso —exhaló un fuerte aliento a vino y se apoyó sobre el cuerpo de Marcos—, ¿qué te decía? ¡Ah, sí! Te iba a decir que también llegará un momento en que te hartarás de las cosas grandes y sólo hallarás placer en las pequeñas, en las inmediatas: dormir bien, darte un buen baño en las termas, disfrutar de una buena comida y acogerte a un cuerpo joven y bien proporcionado.
Marcos intentó escabullirse, pero la presión de Marcial era fuerte.
—Debo irme, señor. Me estarán buscando.
—Nada de eso. Ven conmigo: debo instruirte en la vida —repetía con pesadez de borracho—. Me da la impresión de que aún eres uno de esos jóvenes inocentes expuestos a cualquier malvado. Ven, ven conmigo. Nos espera un lecho para contarnos intimidades.
Se levantó, y con ello aflojó la presión sobre Marcos.
—Mis mejores versos, que aún están ocultos… —siguió. Pero Marcos dio un estirón y se liberó de su mano. Marcial cayó sobre la hierba.
Comenzó a vomitar agrio.
3
Alodio hablaba con el Secretario de Vespasiano.
—¡Qué pena que no haya podido acudir el Emperador! Ya sabe lo que gozamos todos con su presencia, que no es sino una expresión más de su constante protección a las artes.
Escuchaba la explicación completa del Secretario.
—Lo comprendo… asuntos urgentes… algo me habían adelantado, por supuesto… espero que no sea una catástrofe.
Pero inmediatamente se recuperó, mirando hacia la puerta.
—¡Mi querido Denario! ¡Qué alegría que hayas podido acudir a esta reunión! Es preciso que los hombres de negocios comencéis a interesaros por la literatura… Pasa, te presentaré a unos buenos amigos…
4
—¡No va a venir! —dijo, desesperanzado, Marcos, al encontrar de nuevo a Melania.
—¡No viene! —comentó, contristada, Melania, al ver a Marcos.
—Lo han comentado junto a la mesa…
—Lo decían en un grupo…
—Salió hacia el puerto de Ostia.
—Dos barcos, que chocaron y se hundieron.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Tenemos que ir a Ostia como sea.
—Pero, ¿cómo vamos allá?
—Pensemos —dijo Marcos— alguna forma habrá de solucionarlo.
Situados junto a la mesa, vieron de pronto aproximarse a Alodio y Denario. Marcos y Melania quedaron aterrados. Antes de que les vieran, Marcos empujó hacia abajo a Melania:
—Bajo la mesa —murmuró—, que no nos vea.
Se situaron bajo la mesa, cubiertos por el mantel. Vieron acercarse las elegantes botas de Denario, y las no menos elegantes sandalias plateadas de Alodio, que se situaron ante ellos, por debajo del mantel. Se oyó ruido de platos y de servicio.
—Una auténtica conjuración —decía Denario— y bajo mis propios auspicios. Menos mal que se ha descubierto todo a tiempo.
—Algo he oído —respondía Alodio—. Todo organizado por un tal Adolfus, que tenías a tu servicio.
—En efecto —riquísimo el salmón, Alodio—. Se tramaba algo muy peligroso. Te puedo decir, con las mayores reservas, que parece implicado el hijo del Emperador, Domiciano.
—No me extraña; Domiciano conjura día sí y día también. Quieran los dioses proporcionar larga vida a Vespasiano y a su hijo Tito.
—Por supuesto; de lo único que se puede acusar al Emperador es de mostrar tanta blandura para con su hijo. Pero la conjura ha sido totalmente desmontada. La fábrica de ingenios bélicos con los que querían dar el golpe ha quedado completamente destruida.
—¿Y Adolfus?
—No se conoce su paradero. La última vez que se le vio fue durante el incendio de la fábrica. Primero organizando la extinción, dando órdenes, como siempre. Luego, cuando comprendió que todo estaba perdido, gesticulaba como un poseso, parecía un auténtico demonio. Desapareció entre las llamas y el humo y no ha vuelto a saberse nada de él. Por supuesto, se rastreó toda la zona incendiada sin que apareciera su cadáver.
Marcos y Melania se miraron inquietos. Las botas de Denario cambiaban de postura, y en las sandalias de Alodio los dedos se movían, peludos.
—Aún andan buscando algunos de los integrantes de la conjura. Por supuesto, ha quedado clara la buena fe de todo el grupo fabricante de los motores de vapor y de los automóviles. El mismo Emperador presenció una exhibición de una de nuestras máquinas sin concederle, por otra parte, demasiada importancia. Falta aún atrapar al artífice de los modelos, un tal Marcos —y Marcos sintió, bajo la mesa, un enorme vacío en el estómago—. Parece claro que estaba en total connivencia con Adolfus para la realización de sus máquinas de guerra.
Marcos hizo ademán de levantarse, para explicarse, pero Melania le contuvo violentamente y le indicó silencio.
—Hay algunas patrullas buscándole —seguía Denario—. Personalmente no sé qué pensar; era un buen muchacho, pero extremadamente influenciable. Adolfus pudo hacerle fácilmente uno de los suyos. Pero el Emperador lo ha tomado como cuestión de honor: hay que ajusticiarle para acabar con cualquier posibilidad de que ese formidable instrumental bélico pueda volver a fabricarse.
—Y nuestro querido Plinio, ¿qué piensa de todo eso?
—Acabo de visitarle; precisamente llego de su quinta, que está en este mismo barrio. Plinio mantiene una resignación filosófica y da por terminada la experiencia. Yo estoy llegando a la misma conclusión. No podemos adelantarnos a los acontecimientos.
—Perdona, Denario —cortó Alodio de repente—, veo entrar a uno de los Sénecas y ya sabes lo quisquillosos que son si no se les hace la debida acogida —y dirigiéndose al atrio—. ¡Mi querido Séneca!, ¡qué alegría verte de nuevo por aquí!, ¡un poco de olvido del Foro no te sentará mal!
Tras ver alejarse las sandalias plateadas de Alodio, Marcos y Melania observaron cómo las botas de Denario, giraban, inquietas. Imaginaron que miraba a una y otra parte mientras mordisqueaba algo, calculando a qué grupo sumarse. Por fin, tomada una decisión, las vieron alejarse lentamente de la mesa.
—Salgamos, Melania. Tenemos que cambiar nuestros planes.
—Sí. No podemos ir a ver directamente al Emperador.
—Desde luego. Nos atraparían antes de llegar a él, y perderíamos toda posibilidad de explicarnos.
—Lo mejor sería tratar de ver a Plinio, que vive aquí cerca. Vamos a su casa lo antes posible.
—Buena idea. Hablemos con él; siempre fue muy comprensivo. Él nos indicará cómo salir de este embrollo.
Se deslizaron al extremo de la mesa y se pusieron en pie. La sala estaba en su mayor esplendor. Los aromas de los alimentos y de las bebidas que se pasaban constantemente entre los grupos daban un agradable acompañamiento a las conversaciones. Se iba de un lado a otro, se comentaba, se criticaba. Algunos declamaban, otros parodiaban. Alodio atento, feliz, sonriente, amable, anfitrión perfecto, el-que-disfruta-cuando-los-invitados-están-a-gusto, era el alma de la reunión. A lo lejos la orquesta griega del jardín reunía grupos más animados que subrayaban el ritmo con palmadas.
Marcos y Melania se deslizaron junto a la pared en dirección a las cocinas. Justo en aquel momento, Denario giró y los vio. Primero quedó atónito. Luego murmuró un ¡eh! Inmediatamente gritó:
—Es él, es él, detenedlo…
—¡Corramos! —empujó Marcos a Melania—. Por las cocinas, a la calle.
—¡Los guardias!, ¡qué vengan los de la guardia! —gritaba Denario—. Le necesito, vivo o muerto. Necesito que lo detengan.
Los soldados, que habían acompañado al Secretario del Emperador y que aún se encontraban en la puerta, corrieron tras ellos. Todas las conversaciones habían cesado y los asistentes miraban fijamente a la pareja que corría hacia la puerta de la cocina y a los soldados que comenzaban a comprender lo que se les pedía e iniciaban la persecución.
Atravesaron rápidamente las cocinas. En la huida tiraron fuentes, chocaron con esclavos y esclavas portadores de bandejas, de jarras, de platos. Se hizo un estrépito infernal. Tras ellos los soldados pisaban las vasijas caídas, resbalaban, caían. Marcos y Melania llegaron a la puerta exterior y se sumergieron en la oscuridad de las calles romanas.
—Los hemos perdido —dijo uno de los soldados.
—Busquémosles. No puede estar lejos. Y si no les encontramos, alertaremos más patrullas.
En el quicio de una puerta, apretados uno junto al otro, Marcos y Melania intentaban orientarse para llegar a la quinta de Plinio.