1. Una reunión singular
Roma, la ciudad monumental, la protegida de los dioses, la residencia del Emperador —el general Tito Flavio Vespasiano— brilla como el oro bajo el sol poniente de los todavía muy calurosos días de finales del mes de septiembre. Algunos patricios inician el regreso a la ciudad desde sus residencias de verano. Las instituciones, tras el sopor estival, vuelven lentamente a funcionar. La administración del Estado rechina de nuevo. Y en las calles y en las plazas la vida sigue: se compra y se vende prácticamente de todo, se hacen toda clase de negocios, se circula, se vocifera, se murmura, se adivina, y el pueblo romano —con el Senado, naturalmente— se siente el amo del mundo y por eso con derecho al pan, al circo, a la vida, al aire, al sol y al amor. Hay preocupaciones diarias —las enfermedades, el calor, los impuestos, los precios— pero la estabilidad del Imperio es pétrea. No hay problemas. El hijo mayor del Emperador, Tito, extinguió hace poco la rebelión de los judíos. Las lejanas noticias de problemas fronterizos con los britanos, los germanos o los partos son tan habituales que forman parte de lo cotidiano y tienen, todo lo más, categoría de anécdota al lado de las noticias que realmente interesan al pueblo: la construcción de unas nuevas termas, la ampliación del abastecimiento de agua para la ciudad, o la convocatoria de unos nuevos juegos en el circo.
Sin embargo, algunas personas sí que se preocupan por el futuro del Imperio. En las afueras de la ciudad, en una villa apacible de jardines umbrosos y algo descuidados, con fuentes melancólicas, un noble, Cayo Lucio Denario, ha reunido en una llamada «cena de trabajo» a un grupo de intelectuales. Cayo Lucio Denario es una de las mayores fortunas del Imperio. Salido casi de la nada —una familia de lejanísima nobleza—, unas importaciones de trigo de Egipto, de aceite de Hispania y de esclavos de Numidia; un afortunado apoyo a ciertos senadores; unas oportunas ventas de terrenos para la construcción de viviendas para el pueblo, y la fortuna surgió, se multiplicó y fructificó espléndidamente en sus manos. Y con ello, una vida dedicada al negocio: ni dilapidó, ni ostentó, ni malgastó. Al contrario, parecía que el ganar cada vez más dinero le hiciera plantearse los problemas del dinero mismo, de la inversión, de la plusvalía, de los precios.
Cayo Lucio Denario estudió, hasta donde pudo, estos temas. Al no hallar en las bibliotecas tratados económicos tuvo que actuar como iniciador. Durante largas noches de meditación y de cálculo se enfrentó con el problema económico general recopilando todos los conocimientos sobre el tema en una magna enciclopedia —De re economica— cuyo primer tomo intuía que debía dedicar al capital. Sabía que debería trabajar intensamente, y que más pronto o más tarde alguien podría plagiarle la idea y convertirse en el paladín de la ciencia económica. Sin embargo, su intención era más práctica que teórica. Sus estudios demostraban el frágil soporte económico del Imperio, y la necesidad de iniciar una política hábil que fomentara la producción, enfocándola hacia una era industrial. Y el Imperio necesitaba un equipo de cerebros, una tecnocracia que organizara esa empresa de ochenta millones de habitantes con un mundo de recursos prácticamente inexplotados.
La llegada de los invitados a la villa fue discreta. No eran grandes gastrónomos, ni grandes políticos, ni grandes lujuriosos. Eran un grupo de intelectuales romanos que, imbuidos de la importancia del momento, fueron acomodándose en sus triclinios.
—Queridos amigos —comenzó Denario—, ante todo unas palabras de bienvenida.
La colocación, cuidadosamente estudiada, de los seis triclinios formando un semicírculo, le permitía dirigirse cómodamente a todos. Inmediatos estaban los manjares y las bebidas. A corta distancia, los esclavos, atentos al servicio. En la lejanía, una suave música ejecutada por una orquesta griega.
—Bienvenida muy cordial —prosiguió Denario— para agradeceros vuestra participación. Y aunque algunos de vosotros ya os conocéis, permitidme realizar una presentación global para resaltar vuestras especiales capacidades cara a la empresa que hoy iniciamos.
»Ante todo me felicito de contar entre nosotros a nuestro querido y admirado Cayo Plinio. Todos conocéis su labor como historiador, en especial su obra sobre las guerras de Germania y su interesante historia contemporánea. Pero su presencia aquí tiene otro objetivo: aprovecharnos de su conocimiento exhaustivo de los recursos de la naturaleza. Su Historia Natural, como sabéis, compendia todo lo que de animales, vegetales o minerales puede haber en el Imperio y más allá de sus fronteras. Por ello su colaboración será de inigualable valor.
Plinio agradeció la presentación con una pausada inclinación de cabeza.
—Junto a él —indicó de nuevo Denario— Publio Fabricio, arquitecto. Tan conocido por sus edificios y obras públicas, y confirmado, además, en su gran valía por el Emperador, que acaba de encargarle la construcción de un Coliseo en Roma que será el mayor monumento de la ciudad. Es el heredero directo del genio constructor de Vitrubio y, también como él, investigador y tratadista en el campo de la ingeniería civil.
Fabricio, a pesar de su fama, aún era muy joven. Consciente de su reputación saludó, como acostumbrado a la alabanza pública, y sonrió levemente a la persona obesa e inexpresiva reclinada en el triclinio contiguo.
—A su lado —prosiguió Denario— os presento a Marco Machinio. De enorme valía, si bien poco conocido por preferir trabajar en la sombra, Machinio ha aprendido de Herón de Alejandría la construcción de máquinas, técnica que ha sabido adaptar a las necesidades del Imperio. Luego hablaremos más extensamente de sus inventos; permitidme que por ahora me limite a esta corta presentación en aras de la necesaria brevedad.
»El siguiente experto que ha aceptado a venir es Servio Vegetio. Es un gran entendido en el mundo de la química, conoce como nadie cómo se combinan los cuerpos entre sí, cómo se trabaja en la industria para la producción de tintes, barnices, esencias y jabones, y en la actualidad está investigando la posible utilización de unos aceites minerales provenientes del Oriente y que se llaman petróleos para sustituir la leña y el carbón como fuente de calor.
Vegetio saludó igualmente a los demás con una ligera inclinación de cabeza.
—Y por último deseo presentaros a quien es mi mayor colaborador en el montaje de mi taller de experiencias: Adolfus, experto en organización empresarial, que os presentará dentro de unos momentos una interesante demostración técnica.
Adolfus era grande, fuerte, musculoso. De su rostro destacaba la mandíbula prominente, que dibujaba en su expresión un rasgo de energía o agresividad. Daba impresión de poder y capacidad de acción.
—Perdón —le preguntó Plinio—. Su nombre no es muy corriente aquí, en Roma. ¿Es acaso de origen germano?
—En efecto —respondió Adolfus, con orgullo—. Procede de mi abuelo, un colono germano que se romanizó en la frontera y vino a vivir a Roma. Significa «lobo noble».
Tras la aclaración de Adolfus, Denario prosiguió:
—Bien, señores. Hechas las presentaciones flotan en el ambiente algunas preguntas que debo contestar. ¿Por qué les convoqué aquí? ¿Qué pretendo con esta reunión? Todos ustedes aceptaron generosamente acudir cuando les comuniqué que solicitaba su asistencia por el bien de Roma y del Imperio. También aclaré que no se trataba de una reunión política, pues hasta hace poco hablar en esta ciudad de una reunión por el bien de Roma suponía siempre planear un asesinato. Se trata solamente de una reunión técnica, para someter a vuestra consideración mis reflexiones y algunas de mis realizaciones.
»Mi punto de partida es muy simple: la historia externa se escribe en el Foro y en las batallas; la historia interna depende de la economía de cada momento. ¿Por qué conquistamos Hispania? ¿Por la insolencia de Aníbal y de los cartagineses? De ninguna manera: fue para dominar el mercado del aceite y asegurar nuestro aprovisionamiento. ¿Por qué conquistamos Egipto? Para garantizar el suministro de cereales. En efecto, por debajo de la historia política y militar existen unos motivos más prosaicos, más a ras de tierra que las escaramuzas y las batallas, y que se llaman trigo, aceite, vino, esclavos, oro, estaño. ¿Por qué no concluimos la conquista de Germania? Porque sus tierras sólo tienen bosques, son improductivas y, como está demostrado, nunca darán origen a un país unido que tenga la menor importancia en la historia del mundo.
Plinio inició un gesto, como si quisiera hacer alguna objeción, pero se detuvo. Los esclavos comenzaron a servir comida y bebida. Denario siguió:
—Pero el problema que se nos plantea ahora es que el Imperio ha vivido económicamente de su propia expansión, de sus conquistas. Nos hemos anexionado tierras, esclavos y tributos que han incorporado mucho dinero a las arcas imperiales. Sin embargo hemos llegado al límite. Las fronteras están establecidas, ya no hay más conquistas, el número de esclavos disminuye, cada vez se extiende más la concesión de la ciudadanía, con lo que aumenta la cifra de ciudadanos libres que, por definición, no trabajan. Esto quiere decir que iniciamos un proceso de disminución de la mano de obra.
»Si esto es así, y todos los indicios confirman que lo es, cada vez habrá menos potencial humano para el trabajo, y no dispondremos de brazos en los campos, en las minas, en los barcos, en las fábricas. Necesitaremos una fuerza que los sustituya, o nos quedaremos bloqueados. Y este proceso, insisto, no es lejano: estoy detectando ya los primeros síntomas de lo que pudiera ser la disminución de la capacidad de producción del Imperio. Tengo aquí unas cifras…
—No, estadísticas no —interrumpió Fabricio—. Lo creemos. Y añadiré, Denario, que en principio estoy conforme contigo. De provincias me indican lo difícil que es encontrar trabajadores para las obras públicas, y sobre todo, técnicos especializados. Nadie quiere trabajar en el Imperio. Esta desafortunada política de protección al paro ha hecho que con pan y circo gratis nadie quiera ya complicarse la vida. Pero, ¿qué solución propones? Porque yo también he cavilado mucho sobre el asunto y no veo cómo resolverlo.
—En efecto, Fabricio, la solución no es fácil. Lógicamente, si hay una fuerza productiva que disminuye —la humana—, habrá que sustituirla por otra. En algunas zonas usan el viento, para mover molinos; de hecho lo empleamos habitualmente en el mar para impulsar las naves. En otras se emplean las corrientes de agua para hacer girar ruedas. Pero son recursos muy locales o poco aprovechables. La energía animal tiene también un límite; no podemos llenar el Imperio de caballos, bueyes o camellos. Pero hay un recurso: el vapor.
—¿El vapor? —preguntó Vegetio.
—¿Qué vapor? —precisó Plinio.
—¿Por qué el vapor? —concretó Fabricio.
—Calma, señores, calma —prosiguió Denario—. Como les iba diciendo, cuando me percaté del problema de la disminución de mano de obra humana en el Imperio comencé a examinar las fuentes de energía existentes para intentar utilizar las más aprovechables. Y repasando libros di con los recientes escritos de Herón de Alejandría, en especial su Mecánica, que me produjeron una gran impresión. Como saben, Herón ha diseñado con suma habilidad ciertos ingenios mecánicos tales como un artificio para abrir automáticamente las puertas de los templos, o una esfera que gira impulsada por el vapor producido mediante el calentamiento del agua en su interior.
»Comencé a estudiar esta esfera. Su funcionamiento es muy simple: calentando el agua lo suficiente, se transforma en vapor, aumentando considerablemente su volumen. Por lo tanto, el vapor debe salir con fuerza del recipiente donde está contenido. Y con diversos mecanismos se puede utilizar esta fuerza para producir un trabajo.
»Construí varios artificios como el de Herón, pero sin obtener ningún progreso. De modo que, utilizando sus mismos principios, planeé una máquina distinta inspirada en el funcionamiento de las bombas de agua. De esta forma pude construir un mecanismo capaz de realizar un trabajo intenso gracias a la producción de vapor. La he llamado, sencillamente, así: máquina de vapor. Y creo que ya es hora de que Machinio nos diga unas palabras.
Machinio enrojeció, se retorció las manos, jugueteó con la copa y comenzó:
—Perdónenme ustedes. Yo no sé expresarme bien. La verdad es que me encuentro más a gusto entre las máquinas de mi taller que en las reuniones literarias. Pero de máquinas entiendo, sin duda alguna.
»He construido máquinas muy diversas: es mi negocio. En especial he trabajado para las obras públicas y para el ejército. Estudié las ideas de Arquímedes, de Herón y de Vitrubio, y he desarrollado muchas de ellas.
»Cuando Denario me pidió que trabajara sobre la máquina de vapor, me entusiasmé. Es un concepto totalmente nuevo, totalmente revolucionario. No es una máquina que transforme el trabajo muscular, humano o animal, como hacen las máquinas que utilizamos habitualmente —la palanca, la noria, el polipasto, la catapulta—, sino que es una máquina que produce trabajo a partir de esta nueva energía.
»Hicimos una primera máquina de vapor: explotó la caldera. Hicimos una segunda máquina con caldera reforzada. También explotó. Es increíble la fuerza que puede acumular el vapor de agua aprisionado. Construimos mecanismos de seguridad: las máquinas comenzaron a funcionar correctamente. Tenemos en el taller varias de estas máquinas a pleno funcionamiento. Estamos ahora realizando acoplamientos para realizar trabajos muy diversos: extraer agua, cortar madera, golpear el yunque, moler granos, comprimir la uva o la aceituna… las posibilidades son ilimitadas.
Los invitados, asombrados, no perdían palabra de la explicación. En Machinio se traslucía la persona que vive una idea y que sabe comunicar su vivencia.
—Como digo, es un trabajo apasionante. Es tener ya en nuestras manos la energía que moverá el futuro. Porque no me cabe la menor duda de que ahí está el porvenir, en la explotación de las posibilidades de la máquina de vapor para ponerla al servicio de la humanidad. De esta forma, cuando las tareas penosas de nuestro mundo las realicen las máquinas, no cabe duda que el hombre tendrá tiempo de cultivarse y aumentar sus conocimientos, su bondad y su felicidad. La esclavitud ya no tendrá razón de ser y olvidaremos la cruda afirmación de que el hombre es un lobo para el hombre.
—Bien, Machinio… y decías que no sabías expresarte —Fabricio, como técnico, estaba interesadísimo en la exposición—. Pero, ¿dónde está esa maravilla? ¿Cuándo voy a tu taller a ver cómo funciona esa criatura artificial que trabaja con nubes comprimidas?
—La máquina —dijo Machinio— la podrás ver ahora mismo. He tenido la suerte de encontrar, como jefe de taller, a un liberto de una habilidad manual extraordinaria. Se llama Marcos. Es una persona de alcances limitados, pero muy eficaz en lo referente a la mecánica. Tuvo una idea sencillamente genial: ponerle ruedas a la máquina y hacer que ella misma se impulse.
—¿Como un carro que anduviera sin caballos?
—En efecto, como un carro con su propia fuente de movimiento, con su propio motor. Es increíble, pero… permítanme que se lo presente. ¡Ah! Le ha bautizado con un extraño neologismo. Le llama… automóvil.
Machinio hizo una señal a los esclavos situados en la puerta del fondo del gran salón. La abrieron.
Lentamente, majestuosamente, el automóvil de vapor entró en el salón.