9. El pájaro pensante

1

El día de la propaganda electoral amaneció radiante. Para millones de ciudadanos significaría un día normal de trabajo que finalizaría escuchando, en la televisión mural, los discursos de los candidatos a la Presidencia exponiendo sus programas. Para miles de ciudadanos supondría la intervención en la campaña de protección y vigilancia de medios de comunicación, instalaciones estratégicas y colegios electorales, de tres días de duración. Para unas pocas personas, conocedoras de los planes de Adolf Sturm, supondría un día de fuerte tensión.

Melania y Celia, a pesar de sus protestas, habían quedado en el edificio del Servicio de Información. El Secretario, Morgan y Marcos habían acudido por la mañana al Centro Emisor de televisión, donde ya les esperaba el Director técnico, conocido de Marcos. Con él y otros técnicos del Centro repasaron detenidamente las instalaciones, sin encontrar nada anormal.

Marcos se encerró breves momentos con el Director técnico acordando algunas medidas complementarias de protección, que se ordenaron inmediatamente. No obstante, la intranquilidad continuaba.

Los helicópteros que sobrevolaban la zona informaron que por las cercanías no se observaban camiones de gran capacidad de ningún tipo. Los técnicos electrónicos informaron que el cable conductor a la antena no tenía fugas. Los contactos introducidos con el equipo que iba a registrar la intervención de Adolf Sturm desde su despacho de Nacional Democracia informaron que toda la instalación era correcta y que había que descartar la posibilidad de conexiones extrañas.

No obstante, seguía la intranquilidad.

A mediodía, un coche del Servicio de Información se acercó al Centro Emisor y entregó un paquete a Marcos. Éste lo abrió y extrajo un casco como de motorista, aunque ligeramente más abultado. Lo examinó por fuera y por dentro y lo dejó, complacido, a su lado.

No obstante, seguía la intranquilidad.

2

A las diecinueve treinta despegó el avión de pasajeros que hacía el recorrido Chicago-Washington. Disponía de un departamento para viajeros de primera clase, con doce asientos, que comunicaba por una puerta directa a la cabina de los pilotos. A los diez minutos de vuelo, los seis primeros pasajeros se levantaron, entraron en la cabina de mandos y redujeron a la tripulación; los restantes, fueron inmovilizando a las azafatas a medida que entraban en el departamento anterior. La tripulación, según las órdenes habituales, no se resistió.

Se obligó al piloto a ceder el asiento a uno de los asaltantes, que mostró ser perfecto conocedor del manejo del aparato. Desconectó el piloto automático, y desvió ligeramente el avión de la ruta trazada. Mientras, otro de los asaltantes habló por el teléfono interior a los pasajeros comunicando que debido a maniobras militares el avión debía aterrizar y permanecer durante dos horas en un aeropuerto auxiliar. Los retrasos y los cambios de planes de vuelo eran tan frecuentes que la comunicación sólo despertó unas débiles protestas.

El aeropuerto auxiliar aludido era una antigua base aérea cuya pista parecía recientemente preparada. En el momento de aterrizar, algunos pasajeros pudieron ver despegar a otro aparato idéntico; lo que no llegaron a apreciar fue que sus siglas de identificación eran las mismas que las de su propio avión.

El avión recién despegado tomó la ruta del primero. La maniobra se realizó en pocos minutos.

El interior de este avión se encontraba dividido en tres partes. La posterior era una sala con divanes y paredes aislantes. En ella, los tres Lamas jugueteaban, se hacían cosquillas, se daban palmaditas y se gastaban bromas. La parte central del avión se encontraba llena de aparatos electrónicos; dos técnicos aseguraban su funcionamiento. En la parte anterior, tres personas, a las órdenes del doctor Niedrig, manejaban unos complicados dispositivos. Se distinguían una gran antena parabólica apoyada por completo en la pared derecha del fuselaje, una pantalla de radar y un televisor, que transmitía el programa de la cadena nacional.

El avión siguió su rumbo hacia Washington.

3

Veinte horas.

La emisora central inició el programa especial sobre las elecciones. El locutor recordaba el derecho y el deber de votar de todo ciudadano. La locutora explicaba la forma de votar. El locutor, cómo se configuraría el Congreso según los votos logrados por cada partido. La locutora…

Veinte quince.

Adolf Sturm ya estaba preparado en su despacho. Leyó el papel que le habían pasado hacía un momento: «Pájaro viajero sustituido por pájaro pensador». El plan se desarrollaba perfectamente. Los consejeros de la campaña aún discutían el ángulo de iluminación más apropiado. (¡Cuidado con la mandíbula prominente!) Se imponía la tensa espera, observando el reloj y la televisión hasta que llegara el momento de actuar.

Veinte veinte.

El avión procedente de Chicago sobrevoló el aeropuerto de Washington donde debía aterrizar. El piloto transmitió un angustioso mensaje: «Tren de aterrizaje atascado. Imposible aterrizaje normal.»

Oficial de vuelo: «Intenten de nuevo.»

Piloto: «Varios intentos fallidos. Completamente atascado.»

Oficial de vuelo: «¿Queda mucho combustible?»

Piloto: «Para unos treinta minutos.»

Oficial de vuelo: «Manténgase a esa altura hasta agotar el combustible. Prepararemos una pista con espuma para el aterrizaje de emergencia.»

Piloto: «Correcto. Mantendremos contacto.»

El avión comenzó a trazar un amplio círculo sobre la Capital Federal. En la pantalla de radar se perfilaba ya la torre de la emisora de televisión.

Veinte veinticinco.

El Secretario de Información, Marcos y Morgan están en un coche junto a la antena central de televisión, siguiendo el programa por un televisor portátil.

Todo estaba en calma total. Parecía como si Adolf Sturm hubiera desistido de sus propósitos.

Oyeron un lejano zumbido en el aire. Identificaron un avión de pasajeros que se iba aproximando.

—¿Qué avión es ése? —preguntó el Secretario.

—Parece un avión normal de pasajeros.

—A esta hora —dijo Morgan— tiene su llegada el avión de Chicago.

—Entonces, ¿por qué no aterriza?

—No lo sé, estarán en huelga de celo en el aeropuerto, o algo así. Últimamente pasan muchas cosas de ésas.

No obstante, se dirigió hacia el radioteléfono. Mientras, el Secretario de Información, inquieto, preguntó:

—Ingeniero Marcos, ¿podría instalarse en un avión un emisor de ondas psi?

—No se me había ocurrido esta posibilidad —dijo Marcos—, pero posiblemente sí; no habría ningún problema especial en realizar esta instalación.

—Pero la antena emisora debería sobresalir del fuselaje.

—No necesariamente. Las ondas psi no son electromagnéticas; por tanto no son absorbidas por los metales. Se podría instalar una antena dentro del avión sin que perdiera su capacidad de emisión al exterior.

Morgan colgó el radioteléfono.

—Señor Secretario —informó—, el Jefe del Aeropuerto me indica que es el vuelo normal de Chicago que tiene problemas con el tren de aterrizaje y está esperando hasta agotar el combustible para realizar un aterrizaje de emergencia.

—¡Nada funciona bien en este país! —casi gimió el Secretario—. Entonces, se trataba de una sospecha infundada. Sigamos vigilando.

Pero lanzó una mirada inquieta al aparato.

Veinte veintisiete.

El locutor exponía el programa de Nacional Democracia: orden, tranquilidad, trabajo, progreso, autoridad.

En el despacho de Adolf Sturm los técnicos contaban los minutos que faltaban para intervenir. Adolf tenía sobre la mesa el texto de su intervención, escrito en tipos gruesos.

Un ayudante le pasó un papel: «Ojo pensante mira a ojo transmisor.»

Adolf Sturm sintió una enorme confianza en sí mismo.

Veinte veintinueve.

—Señor Presidente, sólo falta media hora para su intervención.

En el despacho del Presidente Donovan, los componentes de su Consejo Asesor se arrellanaban en los butacones de cuero. Junto a la biblioteca se había colocado un podio con el emblema del Partido; el Presidente quería hablar como un candidato más. Los técnicos realizaban las últimas pruebas.

—Veamos qué dice el candidato de Nacional Democracia —dijo el Presidente del Tribunal Supremo.

—Yo esperaré en la habitación de al lado —dijo el Presidente Donovan—, repasando mi intervención. No quiero dejarme influir por lo que afirmen unos u otros.

De esta forma cumpliría también lo prometido al Secretario de Información, de no situarse directamente frente a la pantalla del televisor.

Se habían tomado todas las precauciones posibles, pero, si algo fallara, el Presidente debía quedar fuera del radio de acción de la fuerza psi.

Veinte treinta.

—Y ahora —dijo el locutor—, pasamos la conexión al despacho del Presidente del partido Nacional Democracia, quien hablará en directo a nuestros telespectadores.

(En el despacho se encendió una luz roja. Frente a Adolf Sturm los técnicos habían colocado un gran reloj para el control de los diez minutos concedidos. La aguja comenzó a avanzar.)

—Señoras y señores —comenzó Adolf Sturm, con enorme seguridad—, les agradezco que me permitan entrar en sus hogares para que reflexionemos juntos en este momento en que, con nuestro voto, podemos decidir el porvenir del país.

En millones de pantallas murales aparecía el rostro enérgico, persuasivo, de Adolf Sturm. También en los millones de televisores portátiles, sobre todo en los que por razón de viaje o de trabajo no podían permanecer en sus casas. Entre ellos se contaba el televisor situado en el coche del Servicio de Información, junto a la antena central. Y también el situado en la sala de mandos del avión controlado por el doctor Niedrig.

En el avión todos actuaban de modo eficaz y silencioso. Al sonar un zumbido en la sala final, los tres Lamas se sentaron en el diván y se colocaron sus cascos. Ante ellos, en una mesa baja y con grandes caracteres se leía el mensaje telepático que debían lanzar sincrónicamente al amplificador de fuerzas psi: «Mañana votaré Nacional Democracia.»

El piloto inició una trayectoria circular cuyo centro, a la derecha del avión, era la antena central de televisión.

El reflector parabólico, apoyado en el lateral del fuselaje, se focalizó con ayuda del radar, exactamente sobre la antena. La dirección de la emisión quedó perfectamente centrada.

Por los televisores se seguía la intervención de Adolf, rápido, enérgico y apasionado. Sabía que todo el país estaba pendiente de él, y que había llegado su momento.

—¿No es extraña la trayectoria del avión? —dijo el Secretario de Información, preocupado.

—¿Todo preparado? —preguntó el doctor Niedrig—. Sólo falta un minuto.

—Muy suave el discurso —opinó el Presidente del Tribunal Supremo—. Quiere captar votos como sea.

—Y pensar que lo sigo queriendo —decía Celia, mirándolo—. Un niño grande, eso es lo que es.

—Por eso —seguía Adolf Sturm—, por la reconstrucción del país, por la defensa de las libertades democráticas, amenazadas dentro de este ambiente de anarquía en que nos debatimos…

—¡Dispuestos! —dijo el doctor Niedrig, con el dedo en el pulsador rojo.

—… Yo os pido —seguía Adolf Sturm—. ¡Votad mañana Nacional Democracia!

(Los tres Lamas repetían concentradísimos: «Mañana votaré Nacional Democracia», «Mañana votaré Nacional Democracia», «Mañana votaré Nacional Democracia»…)

—¡Ya! —dijo el doctor Niedrig.

Y apretó el botón rojo.

4

Los telespectadores vieron, en aquel mismo momento, a Adolf Sturm abrir desmesuradamente los ojos, como si hubiera recibido un enorme mazazo en la cabeza. Se tambaleó, miró con ojos vidriosos y expresión incrédula, y cayó pesadamente al suelo, agitándose, con la respiración entrecortada.

El cámara, como hipnotizado, seguía enfocando aquel cuerpo que se retorcía y babeaba, presa de unas incontenibles convulsiones. Se vio el revuelo en el despacho, los ayudantes que se precipitaban a ayudar a su Jefe.

Y entonces se cortó la emisión.

La voz del locutor anunció: «Interrumpimos momentáneamente la emisión en directo hasta que podamos proporcionar más detalles de lo ocurrido al Presidente del Partido Nacional Democracia».

Apareció una foto fija y sonó música de circunstancias.

5

Mientras tanto…

Cuando el doctor Niedrig apretó el botón rojo, las tres personas situadas al pie de la antena, el Secretario de Información, Marcos y Morgan, comenzaron a sentir una sensación extraña.

—¿Qué ocurre? —preguntó el primero—. ¿Notan lo que yo?

Los demás asintieron.

—Como un cosquilleo interior, con una extraña sensación como si comenzara a comprender ¡Por fin!, que debo votar a Nacional Democracia.

—Salga del alcance del televisor —dijo Marcos—. Está ahora mismo delante de la pantalla.

—Pero yo no lo estoy —dijo Morgan—. Y noto exactamente lo mismo.

—Estaba equivocado, Marcos —le decía el Secretario de Información—, Adolf es realmente un hombre providencial. Nos traerá orden y paz.

—Maldición —dijo Marcos—. Yo siento lo mismo, pero sé a qué se debe. Es ese maldito avión, estoy seguro.

Marcos se precipitó al coche y sacó el casco que recibiera poco antes. Lo tendió al Secretario de Información.

—¡Póngaselo! —dijo—. ¡Inmediatamente!

Éste se lo puso.

—Extraordinario —comentó—. Ya no siento nada, no me afectan en absoluto esas ondas psi. Lo consiguió, Marcos, lo consiguió.

—Sí, señor Secretario… pero creo que yo también voy a votar Nacional Democracia.

En aquel momento Morgan les avisó urgentemente:

—¡Miren! ¡Miren el televisor!

La pantalla mostraba la horrible escena de Adolf Sturm, Presidente de Nacional Democracia, retorciéndose por el suelo y babeando.

—… Como estaba previsto —dijo Marcos.

El Secretario de Información le miró, con asombro.

—Creo, señor ingeniero —dijo—, que aún nos tiene que explicar muchas cosas.

—¡Ha cesado la emisión de ondas psi! —dijo Morgan—. Ya no siento el cosquilleo. Pero, a pesar de todo lo que me digan, votaré Nacional Democracia.

—Puede que yo también —dijo Marcos—, aunque el influjo que hemos sufrido no ha sido demasiado fuerte. Pero, o mucho me equivoco, o serán los únicos dos votos forzados obtenidos por el Partido.

6

—Primera pregunta —dijo el Secretario del Interior—. ¿Qué le ha ocurrido a Adolf? Porque no lo niegue, Marcos. Esto es obra suya.

Marcos introdujo la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de plástico con inclusiones metálicas.

—Ésta es la explicación —dijo—. ¿Qué es eso?

—Un circuito integrado que tiene diversos nombres. Vulgarmente se le denomina «filtrador». —¿Y qué hace ese… filtrador?

—Algo muy interesante. Según lo previsto por el doctor Niedrig, las ondas psi, una vez amplificadas y focalizadas, deberían, al llegar a la antena, reflejarse en ella —naturalmente, no empleo ahora un vocabulario técnico—, sumándose así a las ondas de televisión emitidas. Hicieron una experiencia colectiva de este tipo, la de Greensburg, ¿recuerdan? El famoso efecto del anuncio antitabaco. Y dio el resultado apetecido, de modo que se confiaron en sus suposiciones, esto es, que las ondas psi viajarían en el mismo sentido que las ondas de la televisión, adicionándose a ellas.

—¿Y no es así?

—No necesariamente. El doctor Niedrig será un buen parapsicólogo, pero no es, precisamente, un experto en comunicaciones. Él y su equipo dieron por sentado que en un sistema de este tipo sólo se pueden vehicular las ondas en un sentido, y eso no es cierto. En determinados circuitos electrónicos se pueden transmitir ondas en la misma dirección, pero en sentidos contrarios. Así ocurre, por ejemplo, en transmisiones telefónicas por cable.

»Pues bien, de acuerdo con el Director técnico de Televisión, de quien debo decir que captó inmediatamente la idea, colocamos un filtrador similar a éste en la salida de la antena, para que, si llegara alguna onda psi, la introdujera en el sistema de modo que circulara por él en sentido inverso hasta el final del circuito, que en este caso es precisamente el monitor de televisión instalado en el despacho de Adolf Sturm, con todo lo que tuviera delante en ese momento. De este modo, las ondas psi, como un rayo de terrible eficacia, se han concentrado sobre su creador, el Líder de la Nacional Democracia.

—Con unas consecuencias terribles.

—Desde luego. Ha sido víctima de su propio invento.

El Secretario del Servicio de Información meditó brevemente.

—Visto así —dijo por fin—, se explica todo. Pero, ¡qué inteligencia tan extraordinaria la de este hombre! ¡Qué habilidad al hacer instalar el equipo en el avión!… —y, acordándose de pronto, preguntó—: Por cierto, ¿dónde está el aparato?

—En cuanto ocurrió lo de Adolf Sturm —dijo Morgan—, tomó dirección noroeste y desapareció.

—Bien, supongo que las fuerzas aéreas estarán alerta. Daremos instrucciones concretas para que recojan el equipo con el máximo secreto; no debe haber la menor filtración. Pero sigamos con el turno de explicaciones. En cuanto al casco…

—En cuanto al casco, señor Secretario, resulta de una sencillez extraordinaria. La pregunta era si existía algún sistema capaz de proteger de las ondas psi. Todos los investigadores partían del punto de vista de que había que tratar dichas ondas como ondas electromagnéticas, base que hemos visto que es errónea. Por ello no tuvieron éxito los medios físicos de blindaje. Naturalmente, nada podía detener las ondas psi si no se aplicaban los medios adecuados.

»Mi punto de partida fue distinto. Desde que primero Melania y luego los habitantes de Little Falls fueron afectados por ella, me di cuenta que se trataba de ondas no electromagnéticas, sino biológicas. Así que deseché su posible absorción por protecciones metálicas o por circuitos electrónicos. Al contrario, me fijé en el hecho de que su actuación se realiza sobre el cerebro humano, lo que quiere decir que el cerebro, de alguna manera, absorbe las ondas psi. Por eso sugerí a los técnicos del Servicio de Información que construyeran este casco.

—Sí, transmití su petición, y debo confesar que lo recibieron con enorme escepticismo —dijo el Secretario de Información—, pero ha resultado eficaz.

—Pero, ¿cuál es la protección? Dijo impaciente Morgan.

—Cerebros, Morgan. Cerebros de mono triturados. Entre la capa externa del casco y la interna que se adapta a la cabeza hay un espacio relleno de una pulpa de cerebros de monos con un conservador biológico. Era sólo una hipótesis, pero que se ha comprobado eficaz: a un agente biológico, una protección biológica.

—Ingeniosísimo, Marcos. Mañana se lo podrá exponer personalmente al Presidente en la entrevista que nos ha concedido.

—Por cierto —dijo Morgan—, que comienza a hablar en este momento.

Los tres acudieron a la pequeña pantalla del televisor portátil. En ella aparecía la figura correcta, ponderada, inspiradora de confianza, del Presidente Samuel Donovan.

—Señoras y señores —comenzó a decir—. Un sorprendente acontecimiento cuyo desenlace hemos vivido todos por televisión hace unos momentos, en relación al Líder de Nacional Democracia, Adolf Sturm, me obliga a informar urgentemente al país en calidad de Presidente y no, como estaba previsto, como Líder del Partido político que dirijo.

»Sí. Según todos los indicios ha existido una conspiración para conquistar el país influyendo por medios no lícitos en la voluntad del electorado. Se pretendía utilizar para ello fuerzas de naturaleza aún no bien conocida y sobre las que están investigando nuestros técnicos. Sin embargo, y por causas extrañas, estas fuerzas, no bien controladas, han recaído sobre la persona del Líder de Nacional Democracia que en ese momento actuaba en directo ante las cámaras, dejándole en un estado de anulación mental, que, según los primeros informes de que disponemos, presenta una muy remota, si no nula, posibilidad de recuperación.

»Mañana acudiremos a las urnas. Como Presidente, debo pedirles que hagan una elección serena y reposada hacia quien les ofrezca conjuntamente el binomio de libertad y autoridad. Ni la libertad excluye la autoridad, ni la autoridad debe anular, necesariamente, la libertad. Debemos disponer de nuestra libertad para elegir nuestros gobernantes y nuestros legisladores. Los primeros deben aplicar toda su autoridad para hacer cumplir las leyes emanadas de la voluntad popular. Y los legisladores deben proporcionar a los gobernantes las opciones legales necesarias para manejar con firmeza, seguridad y autoridad, los mecanismos de gobierno.

»A veces, es cierto, pueden producirse exageraciones en uno u otro sentido. Durante estos últimos años los representantes populares han dictado leyes que hasta tal grado han intentado respetar los derechos individuales y corporativos, que han hecho muy difícil la tarea de gobernar con autoridad dentro de la Ley. Esta Presidencia ha procurado siempre conjugar las tareas de gobierno con un absoluto y total respeto a la legislación, para lo cual hemos contado siempre con la ayuda inapreciable del Tribunal Supremo.

»Esta situación no se puede mantener, tiene que cambiar, pero debe cambiar legalmente. Los próximos legisladores deberán comprender que para que el país camine hay que disponer de leyes eficaces para combatir las huelgas salvajes, la irresponsabilidad, el delito, en suma, el abandono en que se encuentra el país. Y el próximo Presidente, sea quien sea, deberá tener el respaldo mayoritario de las Cámaras para actuar con toda la energía cuando la situación lo requiera.

»La democracia de los Estados Unidos ha sufrido, el día de hoy, un grave peligro. Se ha podido salvar. Pero hay que consolidarla y robustecerla una vez más. Tenemos que comenzar una nueva era. Acudid mañana a votar demostrando, con vuestra asistencia mayoritaria a las urnas, la voluntad popular de respaldar nuestro país y su sistema de gobierno.

Terminada la alocución, la pantalla mostró el rostro del Presidente con una progresiva sustitución por el escudo presidencial, mientras se oían los acordes del himno nacional.

El Secretario de Información cortó la emisión.

—Bueno para ser improvisado —dijo—. Lo que hacía falta. Breve, pero suficiente.