4. El taller secreto

1

Al terminar la jornada de trabajo la villa vivía unos momentos de insólita actividad en sus caminos. Esclavos, libertos, técnicos, administrativos, hombres, mujeres, salían de sus naves y se dirigían a los pabellones de viviendas, a las tiendas, a las tabernas, a las termas, a los espectáculos. La organización Adolfus había previsto lo necesario para no dar opción ni al aburrimiento ni a la fatiga. Interesaba un trabajo continuo y eficaz, y para ello los trabajadores debían estar en las mejores condiciones. Por ello el vino era bueno y barato, había artistas de las diversas regiones de Italia, así como de lejanas tierras; las muchachas gaditanas alegraban con sus bailes y su compañía; y había rincones escondidos para los que quisieran gozar la paz del silencio. Los jardines de la antigua villa seguían cuidados; un campo de deportes, situado junto a las termas, permitía a los aficionados la práctica de diversos ejercicios. Los enamorados paseaban y procuraban esconderse de las zonas donde la luna les hiciera demasiado visibles. Los rincones umbríos, con el lejano rumor de las fuentes, eran propicios a la confidencia y al amor.

Marcos y Melania paseaban hablando íntimamente, cariñosamente, alejándose hacia una pequeña colina que dominaba el conjunto de la villa.

Cuando dos personas se miran a los ojos no acostumbran a fijarse en lo que hay en su derredor. Puede suponerse, por tanto, que no observaran la indicación que prohibía el paso. Puede achacarse, igualmente, a la casualidad, que el centinela de la zona estuviera a cierta distancia conversando con su compañero de guardia. Pudo coincidir, igualmente, que la gran nave situada en la zona de acceso prohibido estuviera brillantemente iluminada con profusión de antorchas y que el sendero de acceso a la colina permitiera observar el interior gracias a una ventana abierta. También pudo darse la coincidencia de que en aquel momento, en el interior de la nave estuviera finalizando una interesante demostración.

Lo primero que se podía observar era un automóvil, pero de un tipo muy especial. Las ruedas eran más grandes y más anchas que el prototipo en el que trabajaba Marcos. Su aspecto, pensó éste, no era en conjunto de automóvil de velocidad, sino de potencia. Porque todo el vehículo se encontraba recubierto de placas de hierro, como escudos yuxtapuestos, dejando sólo unas pequeñas rendijas para —era de suponer— que el conductor situado en el interior pudiera dirigirlo correctamente. La parte delantera presentaba dos formidables arietes. Y del centro emergía una pequeña torre, también recubierta de placas de hierro, de donde surgía un cilindro en posición horizontal, de utilidad desconocida pero de amenazador aspecto.

De pronto, en el campo visual de Marcos y Melania se introdujo un grupo de personas que avanzaban por la nave; todos ellos eran desconocidos excepto Adolfus, que iba en el centro, gesticulando. Tenía el aspecto enérgico y dominador de sus mejores momentos, y se dirigía a unos y otros. Conociéndole se le podía adivinar aclarando, sugiriendo, imponiendo, comentando. Era —como siempre— el alma de cualquier proyecto. Y el proyecto parecía importante.

Un ligero trepidar del extraño automóvil indicó que el motor estaba en marcha. Hubo un escape de vapor, y la impresionante mole comenzó a andar lentamente, saliendo del campo visual de Marcos y Melania. Éstos se miraron, comprendieron, y sigilosamente avanzaron entre las matas bajando por la ladera hasta llegar a un punto donde pudieron volver a observar, ahora con mayor amplitud, la escena.

Dentro de la nave habían construido un pequeño muro de bloques de piedra sólidamente unidos. El automóvil blindado enfiló hacia él, aumentó su velocidad, se lanzó con toda la potencia de su máquina, chocó con sus arietes y demolió la construcción. Los observadores, tras un momento de expectación, mostraron calurosamente su felicitación a Adolfus, que parecía enormemente satisfecho.

Marcos y Melania se dispusieron a irse, pero observaron que la prueba no parecía haber acabado. El automóvil blindado giró. Estirando el cuello pudieron ver que ahora se situaba frente a una torre de ladrillos que imitaba una fortificación. Pensaron que iría a embestirla de nuevo.

Pero no: sucedió algo muy distinto. El automóvil blindado quedó quieto, pero su torre central giró. Y el cilindro alargado ascendió cuidadosamente hasta llegar a cierto ángulo. Y entonces, sonó la explosión.

Del extremo del cilindro surgió un proyectil envuelto en nubes de vapor. El proyectil alcanzó la torre y la destruyó; su parte superior quedó convertida en un conjunto de maderas rotas y ladrillos fragmentados.

Pero a continuación ocurrió otra explosión. Y ésta fue mucho más impresionante. Nacida del interior del automóvil blindado, lo destruyó por completo. Chorros de agua hirviendo se desparramaron, mientras nubes de vapor subían al techo de la nave oscureciendo la iluminación. Los dos conductores salieron despedidos por el aire, y uno de ellos chocó precisamente con la torre mientras el otro caía al lado opuesto de la nave. Todos los asistentes corrían buscando la salida, sin lograr encontrarla entre la bruma del vapor. Algunas antorchas se apagaron, mientras trozos de madera se incendiaban. Se abrieron las puertas, saliendo empavorecidos al exterior.

Los vigilantes se acercaron, corriendo.

Aprovechando la confusión, Marcos y Melania escaparon hacia los pabellones de la villa.

2

Domiciano, el hijo segundo del Emperador Vespasiano, se encontraba ya ebrio. En la sala del banquete, algunos comensales yacían por el suelo; otros, aún en sus triclinios, roncaban fuertemente. Las odaliscas y bayaderas yacían aquí y allá, entremezclando sus desnudeces con las de los invitados.

En aquellos momentos, Domiciano sentía la cabeza nublada y un principio de pulsaciones en las sienes. Pero sus ideas seguían siendo muy claras: quería ser César, y lo conseguiría, pasando por encima de su padre Vespasiano, actualmente reinante; dechado de justicia y eficacia, según decían; dechado de aburrimiento y tacañería, según él bien conocía. Pasando por encima de su hermano Tito, que si en tiempos fue un buen compañero de juergas —pendenciero, alegre, alborotador— ahora se había entregado con ahínco al conocimiento de la administración del Estado.

Y para eso no valía la pena ser Emperador. Él, Domiciano, quería serlo con toda su alma, pero no para llevar una vida de trabajo y sacrificio, sino para mostrar a sus conciudadanos lo que suponía ser, en todo su esplendor, Emperador de Roma. En los Juegos, en el lujo, en el deslumbramiento, en las pasiones. Y lo conseguiría.

Bebiendo de nuevo recordaba —ahora con rabia— la ingenuidad de sus primeras conjuraciones burdas de aficionado. La clemencia de su padre Vespasiano y del timorato de su hermano Tito le habían perdonado. Y había aprendido la lección. El próximo golpe debía ser perfecto, organizado, total. Una acción rápida, unas ejecuciones controladas —tampoco, claro está, demasiado derramamiento de sangre— y el Imperio sería suyo.

Por eso había ideado nuevos métodos de acción. Y por eso había buscado a Adolfus, el hombre organizador, que tras la capa de sus extrañas fabricaciones iba disponiendo, en la sombra, los medios necesarios para alcanzar el poder.

Como en sombras vio que entraba en la sala el propio Adolfus. Tuvo un hipo y se incorporó. Apartó bruscamente a Cornelia, su último descubrimiento erótico, que aún estaba medio echada sobre su costado y la dejó en el suelo, con cuidado, delicadeza extraña en él. Buscó un recipiente con agua y se lavó la cara cuidadosamente. Algo más despejado, se encaró con Adolfus.

—¿Y bien? —preguntó.

—Los primeros ensayos, perfectos. Tenemos un carro de guerra, de enorme potencia, capaz de derribar cualquier obstáculo.

—¿Y qué más? ¿El tubo lanzador?

—Funcionó perfectamente y destruyó la imitación de torre de fortaleza. Sólo que…

—¿Qué pasó?

—Que con la potencia del disparo reventó la caldera.

—¡Maldición! Y el carro…

Adolfus titubeó un instante. Luego dijo:

—El carro… ha quedado destruido.

Domiciano quedó congestionado por la ira.

—Así pues —dijo finalmente—, estamos meses enteros preparando con el mayor secreto el arma decisiva que os dará la victoria sobre las legiones de mi padre y de mi hermano, y, al final, en el último ensayo, se echa todo a perder.

—Perdón, señor, pero quiero aclararos que aún se trataba de un prototipo; luego debíamos organizar la fabricación en serie. Sólo se nos plantea un pequeño retraso en la fabricación hasta que el mecanismo lanzador esté logrado.

Domiciano lanzó un eructo. Pensó. Preguntó:

—¿Y cuándo crees que se conseguirá?

Adolfus contesto, seguro:

—Muy pronto, señor. Sé cómo hacerlo.

Saludó y se marchó, dejando a Domiciano sentado en el borde del triclinio, meciendo las piernas. En un extremo de la sala un comensal cantaba, en voz baja y desagradable, «cuando las legiones llegaron a Germania», mientras una voz femenina ponía un contrapunto de risas agudas.

Domiciano tomó a Cornelia, que estaba completamente dormida, y cargó con ella a pasos tambaleantes. Pensó que era deseable ser Emperador.

3

Vespasiano se levantó pronto, como solía; antes del amanecer.

Era una costumbre de soldado y no veía por qué el ser Emperador debía cambiar sus hábitos. Observó a su amante Cénides profundamente dormida; ella sí que se quedaba en el lecho hasta bien levantado el sol, cuando comenzaba a ser atendida por sus esclavas. Pero él no podía; sentía la necesidad de trabajar, de actuar, de dominar. Rondando la cincuentena, vivía la plenitud de su capacidad de mando y de organización.

En su despacho, solo, estudió diversas cartas e informes.

Prefería enterarse a conciencia de los asuntos antes que ser informado por sus secretarios. El papel escrito era más objetivo; se podía analizar considerando el doble sentido que presentaban muchos informes y peticiones —porque todo tenía, al menos, un doble sentido, si no triple o cuádruple—. El haber sobrevivido a Emperadores tan quisquillosos como Calígula o Nerón había inculcado a Vespasiano un agudo sentido del detalle, del examen de un matiz, de una sugerencia o de una omisión.

Tomó su copioso desayuno y comenzó a recibir a sus secretarios. Asuntos de Estado, asuntos de la administración, asuntos judiciales, asuntos militares, asuntos religiosos. Todo como siempre. El Imperio funcionaba como una máquina bien ajustada. La administración proseguía, en Roma, su marcha. El Imperio era un organismo sólido. De Hispania a Siria, de Britania a Cirenaica, había buenas carreteras, buenos gobernantes y buena administración de la justicia. Y el Imperio seguiría funcionando, pensaba Vespasiano, por los siglos de los siglos.

Sin embargo, unos rumores retuvieron brevemente su atención. Se decía. Se susurraba. Se suponía. Un nuevo invento, unos grupos secretos. Cierta relación con su hijo Domiciano —ya está el idiota ese haciendo de las suyas; desde luego salió totalmente a su madre—. Nada preocupante por el momento.

Todo sigue igual en Roma, pensó Vespasiano.

Y siguió despachando con sus secretarios.

4

—¡Mi querido Marcos! —comenzó Adolfus con una sonrisa que quería ser encantadora—. Te he mandado llamar para que nos ayudes en algunos problemas que se nos han presentado en la construcción de los automóviles.

—Sí, señor. Pero los problemas que teníamos ya están prácticamente resueltos. La cuestión de las ruedas…

—No se trata de eso exactamente. Verás… —los dos estaban de pie y Adolfus le pasó la mano por el hombro, así caminaron juntos—. Hay algo que debes conocer. Junto a la línea de fabricación, digamos comercial, hay un proyecto especial. Un proyecto de alto secreto que nos ha encargado el ejército.

—¿El ejército? ¿Por orden del Emperador?

—No, por ahora sin conocimiento del Emperador. El Emperador está muy ocupado con los asuntos normales de la administración, y conocerá el proyecto… en su momento —pareció iniciar una sonrisa irónica, pero se contuvo—. Ya lo creo que conocerá el proyecto. Pero por ahora es un secreto militar. Nadie debe saber lo que estamos haciendo.

—¿Y en qué consiste el proyecto, señor?

—Bien, te lo resumiré. Se trata de hacer un automóvil blindado, que sea invulnerable a los proyectiles (flechas, lanzas, piedras) y que tenga gran capacidad de empuje y de lanzamiento de proyectiles. Puedo decirte que hemos realizado algunas pruebas que han tenido un éxito parcial. Pero aún faltan por resolver ciertos detalles técnicos. Y para ello, Marcos, cuento con tu valiosa ayuda —y la presión del brazo se incrementó en lo que Adolfus estimaba un gesto afectuoso.

—Entonces, ¿ya se han hecho pruebas?

—Sí, alguna, pero parece que la caldera de que disponemos no es lo bastante resistente para obtener la presión necesaria para el lanzamiento de proyectiles. Hay que corregir el defecto donde esté, porque necesitamos disponer muy pronto de estos carros.

—¿Planea el ejército alguna misión especial, señor?

—Es posible. Sabes que las fronteras están siempre amenazadas y que, según los resultados que obtengamos, estos vehículos podrían ser de gran utilidad en Germania o en Britania. Pero antes habrá que probarlos… en Roma.

—En Roma… —repitió Marcos.

—Sí, en Roma, naturalmente —tranquilizó Adolfus—, ¿dónde van a hacerse las pruebas más que en Roma? De modo que te vas a trasladar al pabellón especial, con todo tu equipo, para trabajar en firme.

—¿Al pabellón especial?

—Por supuesto, allí se realiza todo el trabajo relativo a esta arma secreta. Tendrás algún inconveniente, como es lógico, también estarás aislado hasta terminar tu trabajo. Puedes pedir lo que quieras; nos interesa que te encuentres lo más cómodo posible. Pero no podrás salir ni comunicarte con nadie hasta que el automóvil blindado esté completamente terminado. ¿Comprendes?

Marcos comprendía. Un auténtico prisionero.

—¿Y ayudantes?

—El mínimo de los que necesites. Ya sé que querrás llevarte a esa joven experta en tejidos que te envié; no hay ningún inconveniente con tal de que sepa que también se encuentra en régimen de aislamiento. Llévate la joven, llévate material, llévate lo que te dé la gana, pero, por los dioses, trabaja intensamente y consigue lo antes posible el automóvil blindado. Es una orden.

Marcos asintió y se despidió. Comenzó a pensar en su nuevo trabajo.

5

Y Marcos comenzó a trabajar con el mayor interés. Melania constituía ya su auxiliar insustituible. Examinaron los planos, rehicieron los cálculos. Examinaron los restos del prototipo, de su caldera, de su cilindro lanzador. Y comprendieron el problema: hecho por aficionados, por unos completos aficionados. No habían calculado resistencias. El conmutador de paso del vapor era demasiado estrecho. No se había previsto un compresor adecuado. Y sobre todo, ¿a quién se le ocurría?, habían fabricado una caldera sin válvula de seguridad. Y al modificar uno de los motores tomados de la fábrica le habían aumentado el depósito de vapor sin pensar en la sobrepresión.

Una verdadera chapuza.

Había que comenzar por el principio, y aprisa. Unos planos adecuados. Los cálculos bien hechos. El diseño ágil, útil, funcional.

Y pronto, un nuevo tipo de automóvil blindado fue tomando vida. Más bajo, para adquirir mayor estabilidad en cualquier tipo de terreno. Con ocho ruedas en vez de cuatro, para poder pasar baches y desniveles. Con torre de giro total, para actuar desde cualquier ángulo. Y con una potencia de empuje increíble, para derribar cualquier puerta, muro o empalizada.

Y los disparos… Entre nubes de vapor salían los proyectiles que destruían las torres de prueba. Mucho más demolerían las débiles empalizadas de los campamentos bárbaros, y sus chozas, que según decían eran de piedras y barro.

Adolfus estaba encantado. Sus visitas a la nave secreta eran cada vez más largas. Con alegría infantil conducía él mismo el prototipo; era ya un experto en el disparo, alcanzando los blancos con gran precisión.

Se iniciaron los estudios para la fabricación en serie.