1. Reunión en el castillo
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Y Ahora, señores, vamos a comenzar esta sesión extraordinaria de la Academia de Sabios.
Unos cincuenta académicos ocupaban uno de los grandes salones del castillo de Fleury, cerca de París. En un estrado improvisado se encontraba la mesa presidencial con tres personas: el Presidente, anciano de porte noble y altivo, el Secretario, que acababa de hablar, joven y apasionado, y el anfitrión, el marqués de Bonvivant, hijo del propietario del castillo y miembro de la Sociedad.
—Debemos agradecer, en primer lugar —seguía el Secretario— a nuestro noble anfitrión, el marqués de Bonvivant, aquí presente, y a su padre, el conde de Fleury, tan apreciado por todos nosotros, la amabilidad que han tenido al alojarnos durante estos días en su castillo, confirmando una vez más su conocido amor a las ciencias. Rogamos disculpen la ausencia del señor conde, que se encuentra recluido en sus habitaciones por motivos de salud.
(El marqués de Bonvivant se estremeció ligeramente al recordar las invectivas que, momentos antes, su padre le había lanzado en sus habitaciones. Desde su silla de ruedas, donde debía desplazarse desde que un enfriamiento le había paralizado ambas piernas, le había insultado violentamente a causa de los trabajos de un tal Priestley, que negaba la existencia del flogisto, y aún más, afirmaba que el aire no era un elemento sino una sustancia compuesta, una de cuyas partes, a la que llamaba oxígeno, se consumía en la combustión. «¿Y a esto llamáis ciencia? —le había dicho el anciano, iracundo—. ¿Al desprecio de lo establecido por Aristóteles, por Galileo, por Harvey? ¡Sois unos iconoclastas los jóvenes de ahora!, ¡eso es lo que sois! Ah, y no esperes que baje al salón a oír vuestras estupideces sobre esa fuerza nueva… electricidad, creo que la llamáis.»)
—También deseo agradecer —siguió el Secretario—, el esfuerzo que han hecho para acudir a esta reunión extraordinaria de la Academia nuestros ilustres invitados. Permítanme que los vaya mencionando, porque la fama que ya aureola cada nombre hace inútil cualquier intento de presentación.
(El Secretario de la Academia se sentía importante. Tenía ante él algunas de las mentes más claras del momento y le correspondía sintetizar sus conocimientos de la obra de cada científico.)
—En primer lugar, el abate Nollet. Todos ustedes conocen sus experiencias sobre la electricidad, rama en la que es un auténtico pionero y un verdadero experto. Autor del libro La electricidad de los cuerpos, no sólo va a colaborar en las sesiones teóricas, sino que participará también en la sesión experimental con la que clausuraremos esta reunión.
(El abate Nollet saludó cortésmente desde su sillón. Era bajo y regordete, con aspecto de cura de pueblo. Se le veía más adecuado en un confesionario que en una sesión académica.)
—Tenemos también entre nosotros —y señaló con la mano— al conde Alessandro Volta, que ha tenido la amabilidad de desplazarse desde su residencia en Como, Italia. Todos conocen su invención del electróforo, a la que debemos añadir sus trabajos recién iniciados sobre la producción química de la electricidad, tema sobre el que tratará, teórica y experimentalmente, durante estos días.
(El conde Alessandro Volta, joven de unos treinta años, elegante y aristocrático, saludó cortésmente desde su asiento.)
—Tenemos, además, el orgullo de contar como invitados extraordinarios a esta reunión a dos figuras descollantes de la cultura y de la ciencia. Nos referimos, en primer lugar, a Franfois Marie Arouet, más conocido por Voltaire…
(Un enorme aplauso resonó por toda la sala obligando a levantarse a un anciano de cuerpo bajo y delgado, casi esquelético, de aspecto enfermizo, pero con un rostro que irradiaba sagacidad y picardía. Emocionado, saludó a los asistentes que no cesaban en sus demostraciones de admiración.)
—Monsieur Voltaire —seguía el Secretario—, cuya actividad intelectual se ha extendido sobre todos los campos del ingenio humano, se ha decidido por fin a visitar París desde el voluntario exilio de Ferney. Todos hemos sido testigos estos días del extraordinario afecto que el pueblo le ha profesado, y nos honramos con su asistencia pues sabemos que su mente ágil, que tanto popularizó entre nosotros la física de Newton, está en la actualidad muy interesada por los fenómenos relacionados con el fluido eléctrico.
(De nuevo resonó un aplauso en la sala. Voltaire volvió la cabeza desde su asiento, varias veces, hacia la concurrencia, agradeciéndolo.)
—Y finalmente —anunció el Secretario—, otro científico extraordinario, y a la vez gran político y diplomático se ha dignado a estar estos días entre nosotros. Me refiero a mister Benjamín Franklin, científico ilustre y embajador en nuestro país de los recién nacidos Estados Unidos de América, aún en lucha por su independencia.
(Otro enorme aplauso atronó el salón. Franklin era un personaje tan popular en París como podía serlo en su Filadelfia natal. Se levantó: de unos setenta años, bajo, regordete, con gafas diminutas y modesta casaca, parecía un sencillo comerciante o un honrado trabajador manual. Destacaba entre la concurrencia por su costumbre de no utilizar peluca, hábito que había mantenido —¡horror!— hasta en la audiencia oficial concedida por el Rey Luis XVI. Franklin se levantó sonriente, saludó y se sentó de nuevo.)
—Mister Franklin no sólo ha estudiado a fondo el problema de la electricidad, sino que, como ustedes saben, ha demostrado la existencia del fluido eléctrico en la atmósfera y ha conseguido atrapar el rayo mediante un ingenioso dispositivo. Esperemos que durante nuestras sesiones pueda proporcionarnos más datos de sus experiencias.
»Y ahora, señores, pasemos directamente a comenzar la sesión de la mañana. En primer lugar, el abate Nollet nos hará un breve resumen de los conocimientos físicos sobre el fluido eléctrico. Señor abate, por favor…
El abate Nollet se levantó y subió al estrado donde estaba situada la mesa de disertaciones cubierta por un mantel rojo y con jarra de agua y vaso preparado. Se aclaró la garganta ligeramente mientras ordenaba sus notas.
—Ilustrísimo señor Presidente, Ilustrísimos señores —comenzó—. Ya los antiguos griegos comprobaron que al frotar el ámbar, esta sustancia adquiría curiosas propiedades, como la de atraer hilos, pelusa o pequeños fragmentos de tejidos. Como el ámbar se denomina en griego elektron, dieron a esta fuerza desconocida el nombre de electricidad.
El abate siguió exponiendo ante la concentrada atención de su auditorio.
2
En una sala del sótano del castillo se habían colocado dos grandes mesas que ya estaban llenas de aparatos pertenecientes a algunos de los miembros de la Sociedad. Los entendidos habrían podido identificar rápidamente las máquinas de producir electricidad estática a base de una gran bola rotatoria de cristal; los electroscopios de panes de oro o las cuerdas de cáñamo humedecidas para conducir el fluido eléctrico. También hubieran visto las grandes botellas de cristal con recubrimiento metálico para acumular electricidad, e incluso unas pilas de discos metálicos y separadores de tela que había traído Volta desde Italia para mostrar sus descubrimientos. Los ayudantes procedían a la correcta instalación de los equipos, limpiándolos cuidadosamente y comprobando su funcionamiento. Supervisándolo todo, Adolphe, uno de los más jóvenes miembros de la Academia, daba órdenes con voz enérgica, como persona acostumbrada a mandar. Se había aceptado su propuesta de responsabilizarse de la organización de la sesión experimental y estaba dispuesto a cumplir su papel con brillantez.
Porque Adolphe se había especializado en el estudio de la electricidad, y no sólo con fines científicos. Era uno de los escasos miembros de la Academia que no eran aristócratas, sino que procedía de la burguesía. Aunque el no poseer título de nobleza solía imposibilitar el acceso a cualquier puesto destacado del país, la Academia, aunque con alguna reticencia, lo había nombrado miembro de la Junta Directiva atendiendo por una parte a sus trabajos en el campo de la electricidad, y por otra, a los cuantiosos donativos y ayudas que su condición de propietario de varios bancos y diversas empresas le permitían aportar, salvando en muchas ocasiones los problemas económicos de la aristocrática pero empobrecida institución.
Una vez comprobada la corrección de las instalaciones, Adolphe despidió a los sirvientes y se encaminó a un cuarto contiguo a la sala de experiencias que se había reservado. Allí, de nuevo, los entendidos quizá hubieran podido identificar unas grandes máquinas de extraña apariencia y unas enormes botellas condensadoras, colectoras del fluido eléctrico. Dos personas trabajaban en ellas: un mecánico habilidoso llamado —¿cómo lo han adivinado?— Marcos, y su joven ayudante Melania.
—¿Cómo va el montaje? —preguntó Adolphe.
—Terminado, señor —dijo Marcos—, dispuesto para realizar las pruebas.
—Espero que sea un éxito.
—No hay motivo para que falle, señor.
Adolphe miró complacido su obra. Él había dado las ideas, y por supuesto, el dinero. Marcos, ese maravilloso artesano, con su ayudante Melania, las habían hecho realidad. Y allí estaba: una máquina productora de electricidad por frotamiento según un nuevo concepto, y con una enorme potencia en comparación con las anteriores; unas botellas condensadoras que podían acumular una cantidad enorme de fluido eléctrico para liberarlo repentinamente. Y unos conductores de finos hilos de plata entrelazados que transmitían el fluido eléctrico a la distancia deseada sin que apenas perdiera potencia.
—¿Hacemos la prueba, Marcos?
—Cuando quiera, señor.
Tomaron la manivela de la gigantesca máquina electrostática y comenzaron a girar. La enorme rueda vertical inició el giro lentamente y luego cada vez más veloz, impulsada por su propia inercia. Unas escobillas laterales tomaban el fluido eléctrico producido por el frotamiento y lo conducían a una enorme botella condensadora mantenida en el aire mediante unos hilos de seda. Este proceso continuó durante un rato.
—¿Habrá bastante carga, Marcos?
—Creo que sí, señor.
—¿Hacemos la prueba con un conejo?
—Aquí está preparado.
Tomaron un conejo de una jaula y lo extendieron sobre la mesa. Adolphe se puso unos gruesos guantes de cuero y tomó, con cada uno de ellos, un terminal del conductor de hilos de plata entrelazada.
Aplicó uno de ellos fuertemente sobre la espalda del animal y el otro sobre la mitad de la espalda.
—¿Preparado, Marcos?
—Preparado, señor.
—¡Contacto!
Marcos apretó una palanca y la botella condensadora descargó todo su contenido de fluido eléctrico instantáneamente sobre el cuerpo del animal. El conejo hizo una violenta contracción y quedó rígido.
Adolphe lo examinó, con ansiedad.
—Ha muerto —dijo.
—Sí, señor —confirmó Marcos—, instantáneamente.
Adolphe vacilaba en comunicar sus pensamientos.
—Marcos, tú que has hecho los aparatos y las comprobaciones… ¿Crees que el fluido eléctrico de la botella condensadora es suficiente para matar un animal grande?
—Desde luego, señor. Pero, ¿grande cómo?, ¿como un perro?
—No, más grande aún —dijo Adolphe—. Como un caballo. O si no, al menos… como un cerdo —y se sonrió interiormente por su agudeza.
—Sí, señor. Estoy seguro que sí.
—No obstante, me gustaría hacer una prueba.
—Es muy difícil aquí, señor. Despertaría muchas sospechas. No estamos en nuestra casa, y el cuerpo del animal resultaría difícil de ocultar.
—Es cierto, Marcos. Y debemos extremar la prudencia. Nadie debe conocer nuestros aparatos… hasta el final de la reunión. ¿Está claro?
—Sí, señor. Melania y yo cumpliremos estrictamente sus órdenes.
—De acuerdo. Cuida que todo funcione perfectamente —y se despidió—. Adiós, Marcos. Adiós, Melania.
Salió de la habitación cerrando cuidadosamente la gruesa puerta.
Melania se acercó a Marcos.
—¿Qué se propondrá ese bruto, Marcos?
—¿Qué quieres decir, Melania? Quiere aportar sus experiencias a esta reunión científica.
Melania tomó a Marcos de los hombros y le miró fijamente a los ojos.
—Marcos, ¿de veras crees todo eso?
—Claro que lo creo. Hemos construido el aparato de mayor potencia existente en el mundo para producir fluido eléctrico, y podemos hacer una serie de experiencias de enorme interés: producción de chispas, conducción por un nuevo tipo de cables, descomposición del agua, muerte de pequeños animales. Adolphe quiere conseguir el aplauso de todos los socios, y quizá su promoción a Secretario en las próximas elecciones.
—Pues yo no lo veo así, Marcos. No me va con su carácter. Mira, Marcos; ya hemos acudido a varias sesiones de la Sociedad. Los académicos no trabajan de esa forma. Muestran sólo interés científico. Juegan limpio. Y Adolphe actúa de otro modo. Fabricamos los aparatos en el más absoluto secreto. Nos tiene aquí casi recluidos hasta el momento de las demostraciones. Y desea saber si la corriente puede matar animales grandes… Te lo digo, Marcos. Adolphe se trae algo entre manos. Y algo importante.
—Pero Melania, ¡qué desconfiada eres! No haces más que sospechar.
—En efecto. Y te diré otra cosa. Desde que empezamos a trabajar con Adolphe me pareció reconocerle. No a él en concreto, por supuesto, sino su forma de actuar, su carácter, su ambición. No sé si hemos vivido otras vidas —los orientales dicen que sí—, pero no me extrañaría que en alguna ocasión, en el pasado o en el futuro, ya hubiéramos topado con Adolphe.
—Es curioso, Melania. En alguna ocasión me ha ocurrido lo mismo. Pura sugestión, por supuesto.
—Marcos, tenemos que estar alerta.
Miraron la habitación a la luz del atardecer y comprobaron que todo estaba en orden. Salieron, cerrando con llave la sólida puerta de roble y fueron a pasear al parque en su calidad de ayudantes y sirvientes de Adolphe, miembro de la Academia de Sabios, huésped del castillo de Fleury.
3
La sesión de la mañana había constituido un completo éxito. Según el plan de trabajo, se había destinado a exponer lo conocido sobre el fluido eléctrico, la «puesta al día» de la cuestión. Tras una copiosa comida, regada por las generosas bodegas del conde de Fleury, se había realizado una breve sesión de intervenciones y comentarios. Las comunicaciones habían sido de todos los gustos, desde agudas e incisivas hasta pesadas y monótonas. A pesar de todo, siempre había académicos que para cualquier comentario debían remontarse a Aristóteles y Galileo, a Baglivi y Muschenbroeck, aprovechando la ocasión para hacer un alarde erudito más que una aportación sensata. No era de extrañar que a pesar del interés del tema se hubiera acogido el fin de la sesión con un discreto suspiro de alivio, pensando en lo acogedor de salones y jardines, y en la delicada cena que cerraría la noche.
Por ello los académicos se disgregaron por los salones y jardines del castillo. El atardecer doraba las piedras y daba una tranquilidad otoñal al magnífico parque, recortado y dominado como la inteligencia humana a la naturaleza, como los Reyes de Francia habían dominado el mundo con su diplomacia y con sus armas.
Una orquesta de cámara situada en el salón principal ejecutaba un repertorio elegido por el marqués de Bonvivant. Los aires del Concerto grosso de Haendel llenaban el ambiente.
Voltaire, sentado en un sillón del salón, rodeado de admiradores, se encontraba a gusto. Había seguido con interés la sesión de la mañana, pero después de la comida había dormido una pequeña siesta —su médico era muy severo, constantemente le recordaba sus ochenta y cuatro años—, y al levantarse había pasado un rato escribiendo. Finalmente había bajado al salón, donde se había convertido en el centro de un amplio círculo de intelectuales que bebían literalmente las palabras de quien en aquellos días era el ídolo de Francia. Con la agudeza de su ingenio, se explayaba ante su público.
—Sí, a medida que aumenta la edad, la mente se va haciendo más propicia a las síntesis. Por eso no puedo ocultarles que yo me encuentro ahora en el momento de las grandes síntesis.
Todos sonrieron ante la agudeza del maestro, animándole a proseguir.
—Hablábamos de las artes… Invenciones del espíritu humano, pero cada una de ellas con sus reglas particulares y su técnica especial… Basta una pequeña consideración. Decimos que la pintura debe ser imitativa, y por ello nuestros pintores elaboran escenas de lo que es, lo que fue o lo que pudo ser. Sin embargo, la música no puede ser imitativa —¡qué horror si sólo estuviera compuesta de trinos de pájaros o trompetas de ejércitos!—, sino que es creadora. No sería de extrañar que algún día aparecieran pintores que, a imitación de los músicos, realizaran cuadros que no tuvieran ningún contacto con la realidad. Que buscaran las combinaciones de colores sólo por el puro efecto cromático, prescindiendo en absoluto de la forma real o de cualquier parecido con la naturaleza. Sería una aplicación de los principios de la música a la pintura.
—Pero eso sería terrible, maestro —intervino un joven—. ¿Cómo podríamos imaginar un cosa así? ¿Cuadros enormes que sólo fueran manchas de colores?
—No lo podemos predecir con detalle —siguió Voltaire—, pero podemos aventurar que quizá en algún momento se produzca el desarrollo de un tipo de pintura no concreta, sino llamémosle abstracta, que tendría sus propias leyes, buscando siempre, por supuesto, la belleza en el ánimo del espectador.
—Resulta increíble, en principio —añadió otro de los oyentes.
—Bueno, quizá no ocurra nunca —añadió Voltaire—. Pero a veces la razón se adelanta a los acontecimientos; el hecho es que las artes están sujetas a veces a límites marcados por nosotros mismos. No hay motivos para que no podamos romper estas cadenas. Ocurre como en la literatura…
—¿Qué pensáis que puede ocurrir con la literatura, maestro?
—También puede haber una gran revolución. Nos encontramos constreñidos por leyes elaboradas por nosotros mismos, y cuya transgresión no se considera correcta, no es de buen tono… Para no meternos con nadie, tomemos mi novela Candide. Un relato interesante, divertido, lo concedo, con una cierta intención en el fondo, también lo concedo —no les puedo ocultar que me carga ese optimismo idiota de Leibniz—, pero en el fondo, un relato lineal. Es decir, una historia que comienza en un momento determinado —el castillo de Westfalia—, que sigue con una serie de incidencias —la guerra de los siete años, el terremoto de Lisboa, los piratas, los turcos—, y que tiene un final que antes se insistía que debía ser edificante, pero que ahora permitimos que no lo sea con tal de que tenga coherencia con el relato. Bien, un novelista debe escribir así, y cualquier alteración de las reglas resulta de mal tono.
—Pero, ¿qué alteración podría introducirse, maestro?
—Ahí es donde no tengo más que atisbos… Pero volvamos a nuestro método. Después de todo, el examen científico de un problema debe realizarse siguiendo un método… Pues bien, ahí lo tienen ustedes.
Quedó callado, siguiendo con su diminuta mano los compases del de Haendel.
Todos callaron, esperando la explicación.
—Admiren la estructura de un concierto. Hay unidad en el conjunto, no hay duda. Pero se compone de partes bien distintas —Largo, Allegro, Larghetto…—, cada una de las cuales presenta sucesivamente una melodía distinta. Pero periódicamente se vuelve al tema original, que se repite con variaciones. Hay unidad de conjunto y en las partes. Pero no hay una programación lineal, sino, diríamos, una programación repetitiva… —y seguía con la mano el compás de la serenata—. ¿Cómo se podría aplicar esta técnica a la novela?
—No creo que resultase —intervino un académico que se preciaba de literato—. Precisamente en la novela, como en el teatro priva el argumento: planteamiento, nudo y desenlace. ¿Cómo se podría hacer una novela repitiendo varias veces el mismo argumento? Sería sencillamente absurdo.
Voltaire disfrutaba enormemente con este juego de inteligencias.
—Sí, parece absurdo, y sin embargo… ¿Saben ustedes que en el teatro griego lo de menos era la novedad del argumento? Se repetían, una y otra vez, los temas clásicos —Edipo, Electra, Ifigenia…—. Lo que importaba era la forma de tratarlos, la concepción del mundo en que se incluían —la Weltanchauung, que diría mi buen amigo Federico de Prusia—. Y el público llenaba los teatros donde se iban a representar obras cuyo argumento conocía ya de antemano.
—Pero, si no importa el argumento, ¿cuál es el valor de la novela?
—Joven, yo no estoy haciendo afirmaciones dogmáticas. Eso lo ha realizado, durante siglos, otra Institución —los oyentes esbozaron una sonrisa cortés—. Sólo estoy, en compañía de un excelente grupo de amigos, haciendo piruetas intelectuales y poniendo en cuestión todo lo que tenemos delante. Hablábamos de nuestra novela lineal y de una posible novela sinfónica, donde el argumento se repitiera una y otra vez, pero con posibles variaciones. Sería una experiencia curiosa. Unidad de tema, con variaciones en el desarrollo. Se podría variar el ambiente donde se realizara la acción. Cambiar la época, o el lugar, o ambas cosas a la vez.
—Y, ¿qué se conseguiría con ello? Para algo hay reglas en el arte… —intervino otro académico, mayor y poseído de sí.
—¿Qué se conseguiría?… Bien, uno va envejeciendo y ya ha visto muchas cosas. En cierto momento colaboré intensamente con ese fino espíritu que llamamos «Ilustración». «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» ¿no es eso? Seamos prácticos, señores, decíamos entonces. Todo, el arte, la ciencia, la política, debe servir para algo, y en especial para mejorar las condiciones de vida de la humanidad. Debemos ser enormemente prácticos. Y en cuanto a la novela, que enseñe o que moralice.
»Bueno, pues ya tengo edad suficiente para decir que estoy cansado de esta tendencia de ver solamente el lado práctico de las cosas. Sí, es verdad que escribí en la Enciclopedia. Pero mis artículos fueron más de tipo filosófico que industrioso o técnico. Y en cuanto a la novela…
»Permitidme una observación que os sonará como una herejía. ¿Cuál es, nos preguntamos el fin de la novela? Os diré mi conclusión particular: el único fin de la novela es liberar el espíritu del escritor. En efecto, se piensa que el escritor escribe por dinero o por vanidad. No. El escritor escribe porque es un artista, porque la novela ha nacido dentro de él en un determinado momento, ha crecido dentro de él y debe darle nacimiento, como la madre debe dar a luz al niño al fin de la gestación. Y no se pueden poner reglas a la literatura como no se pueden poner reglas al parto. Ambos se desarrollarán según determine la naturaleza, no según las absurdas pretensiones de los críticos literarios.
»Por eso preveo que sólo subsistirá una regla: que la novela sea auténtica. Que responda fielmente a lo que piensa el autor, y que presente, en realidad o en ficción, temas profundamente humanos. No es preciso que se traten expresamente; basta que se perciba, a través del relato, el mensaje vital que el autor quiere comunicar.
—¿Como en su Candide?
—Como intenté en mi Candide, o más bien como se consiguió en Don Quijote, donde a través de una acción —si se quiere ilusoria, si se quiere grotesca—, late una concepción de la vida extraordinariamente rica y humana.
—Entonces, maestro, ¿qué opina de las reglas?
—Opino que el imperio de las reglas está terminado. En mi tragedia Irene he tenido serios problemas por intentar adaptarme a las reglas. En mi opinión, y a pesar de los elogios del público de París, presenta una exposición fría, calculada, limitada, cuando, prescindiendo de las reglas, hubiera podido presentar una exposición de pasión. Nuestra Ilustración ya finaliza. Hemos coartado tanto la expresión artística que de nuevo va a brotar el espíritu en una explosión de libertad, saltándose todas las reglas y rompiendo todos los moldes. Crean a este pobre viejo… se nos aproxima una época de enormes convulsiones artísticas, sociales y políticas. Por una parte, me gustaría verla. Por otra creo que moriré antes de que este movimiento se inicie. Y estará bien. He sido un hombre ilustrado en obra y en espíritu, y no me encuentro con fuerzas para cambiar.
A lo lejos sonó un gong anunciando que la cena estaba preparada. Voltaire se incorporó con agilidad impropia de su edad y, seguido por su coro admirativo, se dirigió al comedor.