9. Sobre la técnica
1
—Sabía que vendríais —les dijo Plinio, desde su sillón.
La sala de trabajo era amplia, con las S paredes ocupadas por estanterías hasta el techo, llenas de numerosos volúmenes. Los rollos de papiro mostraban en su extremo la localización por título y autor. Pero, entremezclados con ellos se percibían multitud de muy diversos objetos: conchas marinas, grandes trozos de minerales, algún animal disecado —aves de extraño plumaje— troncos de plantas, herbarios, cajas con escarabajos y mariposas. Unas luces discretas alumbraban la mesa del infatigable trabajador, sí como los sillones que ocupaban Marcos y Melania.
—Os esperaba —prosiguió—. Desde que se incendió la fábrica y se descubrieron los planes de Adolfus, sabía que vendríais. Y que me colocaríais en una situación muy difícil.
—Es nuestra última esperanza —apuntó Marcos.
—Lo sé, y ése es el problema. Marcos, te encuentras en una situación muy crítica. No me cabe duda de tu inocencia, pero todos los indicios están contra ti. Y el Emperador no entiende de sutilezas.
—Pero su intercesión…
—Es lo único en que podemos confiar, que haga caso de mi intercesión. Escribiré una carta personal para que se la entregues en mano. Sé que gozo de su confianza.
Tomó un trozo de papiro y comenzó a escribir. Se oía, en el silencio, el raspar del cálamo. En la noche, a lo lejos, graznaron unos cuervos. Unas rachas de aire fresco movieron las copas de los árboles.
Plinio entregó la carta a Marcos.
—Aquí la tienes. Le explico al Emperador que no tienes culpa de nada, que fuiste un mero artífice en manos de Adolfus y que no has tenido la menor intervención política en la conjura. Y por último, que tus conocimientos podrían ser de gran interés para el Estado, aunque en esto ya no tengo tanta confianza de que te atienda.
—Iremos hasta el Emperador y le suplicaremos clemencia.
—Tenéis que llegar a él. Es vuestro único recurso.
Se hizo una pausa. El amarillo de la luz resaltaba la palidez del rostro de Plinio frente a la morenez juvenil de Marcos y Melania. Éstos se miraron, como preguntándose si ya deberían irse.
—Ha sido una curiosa experiencia —dijo Plinio—. Curiosa y desastrosa experiencia.
Parecía querer monologar. El encontrarse con un auditorio atento le ayudaba a concretar sus propios pensamientos.
—Durante toda mi vida me ocupé en recoger datos. He escrito la Historia de Roma, la Historia del Mundo y la Historia Natural. He catalogado los hombres y los hechos con la misma curiosidad que empleé en catalogar los minerales, los vegetales y las plantas. Y he llegado a la conclusión de que me he quedado en la mera superficie, que no he podido profundizar en las fuerzas ocultas que existen dentro de la naturaleza, dentro de los seres vivos, dentro de la historia.
»En efecto, conocemos ya bastante sobre las apariencias de las cosas, pero conocemos aún muy poco sobre su esencia, sobre su dinámica interna. Disponemos de grandes catálogos, pero de pocas explicaciones.
»Y la ciencia debe ser más que una pura descripción. Cuanto más me alaban mis libros, menos satisfecho me encuentro de ellos. Se habla de la humildad del científico. Yo te puedo decir, Marcos, que la humildad es algo connatural del científico. Cuanto más cree la gente que sabe, más fútil, más superficial encuentra su conocimiento, y mayores son sus deseos de conocer realmente en profundidad.
»Pero también llega un momento en que un científico como yo se hace una pregunta clave: todo este saber, ¿para qué? ¿No se puede aplicar en beneficio de la humanidad? ¿No podemos revolucionar la agricultura, la metalurgia, la medicina, la tecnología? En suma, ¿podemos aplicar a la práctica los conocimientos que poseemos?
—Comprendo —Marcos seguía atentamente el rectilíneo razonamiento de Plinio—. Y entonces le hablaron de la posibilidad de fabricar motores de vapor.
—En efecto. Fue una posibilidad como cualquier otra. De hecho disponemos ya, Marcos, de conocimientos capaces de revolucionar nuestra sociedad con tal de aplicarlos con cordura. Hay energía en el viento, en los ríos y en los mares; hay energía en el vapor, en las combinaciones explosivas de los minerales, en los aceites pétreos de Arabia y en los destilados etéreos del vino. Hay energía en los peces eléctricos y en la piedra ámbar, que atrae la pelusa cuando se la frota. Por una serie de coincidencias se me planteó la posibilidad de colaborar en la fabricación de motores de vapor, y acepté con gusto.
»No te niego que lo hice algo forzado. Un científico se encuentra más a gusto en su gabinete de trabajo o en su laboratorio que en una fábrica. Pero sentí una cierta responsabilidad sobre la aplicación práctica de mis conocimientos. Pensé que si había dedicado muchos años a estudiar la naturaleza, bien podía dedicar algo de mi tiempo a la aplicación práctica de parte de lo que conocía. En suma, me quise transformar de científico en técnico.
—Pero la idea era buena. Los motores funcionaron. Los automóviles también. Los carros de guerra eran eficaces; destruían puertas y muros.
—Sí, Marcos. En efecto, el motor era bueno, y los vehículos también. También funcionó el órgano de agua de Herón, y el fuego griego, y la máquina de abrir puertas de los templos, y los espejos incendiarios de Arquímedes. Pero hay inventos que sólo pueden fructificar en ciertas sociedades, y la nuestra no está madura para aplicar el motor de vapor.
»Oye esto, Marcos. El problema fundamental de la historia de la ciencia no será tanto describir los inventos que en cada momento se hicieron, sino razonar por qué algunos inventos no se realizaron. Un invento, un descubrimiento tiene que cuajar en su ambiente. Como la semilla del ser humano en la matriz, como la simiente en la tierra. De nada sirve un descubridor aislado, un inventor solitario, si la sociedad no ampara su descubrimiento, no lo desarrolla, no confía en él, no lo acuna. La ciencia no tiene una historia individual, tiene una historia social.
»He pensado mucho durante estos días si vale la pena volver a poner en marcha la fabricación del motor de vapor. Y he decidido que no.
—¿Que no? ¿Va a despreciar esta posibilidad? —Marcos casi lloraba de rabia recordando los días dedicados a la investigación y fabricación de los prototipos—. Pero si los motores son una maravilla, si suponen el fin del esfuerzo humano, si es el camino a la sociedad del futuro…
—Eso piensas, Marcos, porque confías en la bondad humana. Pero créeme: no estamos preparados aún para un descubrimiento semejante. El Imperio no tiene estructuras sociales para asumir la máquina de vapor: está basado en la mano de obra esclava, e introducir esta forma de energía supondría tal cambio social, que labraría su propia ruina.
Quedó en silencio, meditando.
—Este invento, como Cartago, debe ser destruido en bien del Imperio. No debe consignarse en libros de científicos ni de historiadores; lo que quede de los prototipos debe desaparecer, y todos nos debemos olvidar de este intento fallido. No se puede luchar contra la historia.
»Llegará algún momento en que exista una sociedad libre y abierta, no sólo para las clases dominantes, sino para todo el género humano; donde no exista la esclavitud; donde todos los hombres tengan derecho al disfrute de la plenitud de la ciudadanía. Entonces alguien repetirá nuestro invento. Y entonces sí que encontrará su cauce. La máquina de vapor trabajará las minas y las fábricas, impulsará los medios de locomoción de tierra y mar, y la humanidad podrá progresar en paz y armonía. Y algún historiador, recordando los antiguos romanos, pensará: ¿cómo, teniendo en su mano todos los medios, no fabricaron algo tan sencillo como el motor de vapor?
Se emocionaba mientras él mismo contestaba:
—Y la respuesta es: el Imperio no quiso albergar el germen de su propia destrucción. Mató los huevos de la serpiente antes que se desarrollasen en su seno y le emponzoñasen.
»Créelo, Marcos. Hay inventos terribles que pueden destruir la humanidad. Y hay que acabar con ellos antes de que ellos acaben con nosotros.
Plinio calló. Marcos jugueteaba con el mensaje. Melania contemplaba extasiada al noble anciano en el que, por encima de los acontecimientos, parecía hablar la historia.
—Entonces —preguntó Melania, descendiendo a la realidad— ¿qué piensa hacer ahora?
Plinio la miró con cariño.
—¿Quién? ¿Yo? Eso no tiene importancia —señaló la habitación—. Tengo mucho trabajo: debo revisar y terminar algunos libros. Créeme, es muy pesado catalogar el mundo y la historia. Comienza a pesarme tener que hacerlo todo yo solo.
»Os he dicho que tengo cierta influencia sobre el Emperador, y es verdad. Me ha propuesto para el cargo de Almirante Jefe de la flota del Sur. No es que yo entienda mucho de barcos, pero confía en mi capacidad de organizador, yo creo que en demasía.
—¿Y va a aceptar? —preguntó ahora Marcos.
—Tengo serias dudas. Siempre me cuesta separarme de mi trabajo. Pero por otra parte ese puesto tiene un enorme atractivo: podré seguir investigando.
—¿Sobre los animales marinos?
—No, no. Dejemos a los peces, que ya están suficientemente catalogados. Sobre algo más tremendo que ya hace tiempo me apasiona: las fuerzas ocultas de la naturaleza. Pienso acercarme al Vesubio e introducirme en su cráter. Y estudiar allí el porqué de las erupciones y la tremenda fuerza del vapor que se genera en el centro de la Tierra. Estuve allí alguna vez, pero sólo pude asistir a pequeñas humaredas y algún ligero temblor. Tengo la esperanza de poder estudiar una auténtica erupción desde cerca.
—Pero —dijo Melania aterrada— eso puede costarle la vida.
—Puede haber cierto peligro, por supuesto, pero no mayor que el del militar que asalta una fortaleza o que el del marino que navega con tempestades. Hay, en todo caso, un riesgo, y los riesgos hay que aceptarlos. Y además, ¡qué compensación!, ¡ver la potencia de la naturaleza en toda su plenitud de fuegos, humaredas, vapores, lavas!, ¡llegar a conocer el secreto que reside en el corazón de la Tierra!, ¿no es un premio extraordinario para intentar afrontar cualquier peligro?
De pronto Plinio, como un niño pillado en falta, se dirigió otra vez a ambos:
—Pero perdonadme. Ya conocéis lo que somos los científicos. Nos gusta hablar y hablar de nuestros temas y nos abstraemos. No os he ofrecido nada; yo trasnocho, y la verdad es que me olvido de comer o de beber, pero puedo llamar a algún esclavo para que os prepare algo.
Marcos y Melania aseguraron que no necesitaban nada, que prácticamente venían de una cena.
—Es verdad, me lo dijisteis al llegar. Ahora creo que para vosotros lo fundamental es ganar tiempo. Dentro de poco amanecerá, podréis encontrar cualquier combinación para acercaros a Ostia. El tráfico con el puerto es muy intenso. Mostrad esta carta al oficial de guardia del cuartel donde reside el Emperador y os facilitará la entrevista. Y ¡buena suerte!
Les acompañó a la puerta de la casa. Un esclavo silencioso, con una antorcha, les acompañó por el jardín hasta la cancela exterior.
2
Marcos y Melania avanzaron lentamente por la calle. El cielo mostraba una levísima claridad, preludio del amanecer.
—¡Qué persona tan extraordinaria! —comentaba Melania—. Tan atento, tan paternal. Y a la vez tan profundo.
—Cuando habla —añadió Marcos— parece que se comprende el mundo y la historia. Estaría horas escuchándole. Es un verdadero sabio; une el conocimiento de todas las ciencias a la preocupación por la humanidad y por cada persona concreta que conoce.
—Pero sus planteamientos dan miedo. Marcos, ¿tú crees de veras que hemos trabajado en algo que pudo cambiar el curso de la historia?
… Y de pronto se hizo la noche súbita. Un enorme golpe en la cabeza, un sentir zumbidos, estrellas, vértigos y de pronto la oscuridad profunda, la inconsciencia, la caída.
Los agresores tomaron los dos cuerpos y los introdujeron a toda prisa en un carro cerrado. Subieron y se dirigieron rápidamente a una villa situada en las afueras de Roma.