5. Presentación al César

1

—Realmente, no comprendo qué ventajas aporta esta máquina —comentó Vespasiano, levemente molesto.

Le disgustaba que hubieran alterado sus costumbres habituales —la recepción de los secretarios, el sacrificio en el templo de Júpiter, su actuación como magistrado— para llevarlo a la plaza del Foro, donde se construía el templo de Vesta, y donde los soldados habían despejado al público para dejar un amplio espacio descubierto.

—Es de suma importancia, César, que conozcas alguno de los avances de la técnica —explicaba Denario—. Roma tiene hoy una considerable cantidad de trabajadores, que son fundamentalmente esclavos. Pero esto se irá acabando. Y o bien disponemos de máquinas que trabajen, o tendremos que hacer trabajar a todos los ciudadanos romanos.

—Imposible —argüía Vespasiano—. Siempre habrá esclavos; la esclavitud es una de las instituciones más sólidas de la humanidad. Los habrá procedentes de las conquistas, o por impago de deudas, o por delitos políticos. No faltarán, Denario, no te preocupes.

Vespasiano era bajo y achaparrado. De gustos sencillos —demasiado sencillos para muchos—, detestaba los perfumes y los afeites y su cara parecía estar en una permanente contracción, que alguien había definido como si siempre anduviera estreñido. Pero poseía la clara sencillez del hombre simple a quien no enredan argumentos capciosos.

«En fin —pensó—, veamos qué prodigios realiza esa máquina.»

A una señal de Denario apareció una enorme grúa a vapor montada sobre ruedas. Plinio, Vegetio y Adolfus miraban, inquietos. Machinio realizaba gestos con la mano para dirigir al conductor. Fabricio estaba situado junto a un grupo de columnas situadas horizontalmente en tierra. Algo más alejados, Tito y Domiciano, los dos hijos del Emperador, también se interesaban por la demostración.

La máquina se había construido con uno de los más grandes motores de vapor salidos de la fábrica, y era el primer prototipo destinado a la ingeniería civil. Resoplando vapor avanzó, estruendosa, hasta el depósito de columnas. Llegado a él, del extremo de su largo brazo descendió un grueso cable; unos esclavos amarraron a él una de las columnas. A una señal, el brazo de la grúa izó la columna lentamente; la máquina se desplazó hasta el basamento del templo en construcción, donde se detuvo, bajando la columna que quedó situada en posición vertical en el lugar previamente señalado. Unos esclavos la afianzaron.

Vespasiano miraba la escena con cierta socarronería.

—Interesante como curiosidad —dijo—. Pero, ¿qué utilidad tiene el aparato?

Machinio, que se había acercado sonriente para recibir felicitaciones, mientras la máquina seguía transportando y colocando columnas, se encontró frente al escepticismo del César.

—Pero César —indicó—, esta máquina puede ahorrar el trabajo de cientos de personas.

—A las que dejaremos ociosas y conspirando para derribar el Imperio. No me interpretéis mal… Soy partidario del progreso, no soy un inmovilista. Pero del progreso que se realiza paso a paso, no del que hace avanzar leguas en un momento. No podemos desestabilizar la sociedad. Podemos admitir reformas, pero no revoluciones. Y eso —señaló la grúa de vapor—, eso no es un avance, es una revolución.

No atreviéndose a contradecirle, guardaron silencio.

Machinio, al cabo de unos momentos, insistió:

—Pero César, observa cómo sigue trabajando. En unos momentos ha colocado todo el frontal de columnas del templo.

Imagínate esas máquinas trabajando para la ciudad, para el ejército…

Al oír esta palabra el viejo militar se alertó.

—¿Al ejército? ¿Qué utilidad pueden proporcionar estas máquinas para el ejército?

—Numerosa, César: transportes terrestres, barcos, máquinas de asedios.

—Es posible; me cuesta creerlo pero es posible. Claro que también Aníbal introdujo los elefantes cuando nadie lo esperaba.

Se acercaron Tito y Domiciano a saludar a su padre; el primero, de apariencia noble y dispuesta; el segundo, ocultando el efecto de la noche de orgía en sus toscas facciones. Vespasiano les saludó, festivo:

—¡Hombre! ¡Mis queridos hijos interesándose por los asuntos de Estado! ¿Cómo estáis? ¿Habéis madrugado, como todos los días? —como buen madrugador le molestaban los que no compartían este hábito—. ¿Qué os ha parecido la demostración?

Tito se adelantó:

—Extraordinario, padre, extraordinario. Esta máquina supone el inicio de una nueva era, de la que los Flavios seremos introductores.

—Bien, Tito; siempre tan optimista, pero pareces complacido. ¿Y tú, Domiciano? ¿Crees que este invento es de alguna utilidad? ¿Por ejemplo, para el ejército?

Domiciano pareció desconcertado. Sin querer comprometerse, dijo:

—Habría que estudiarlo, padre. En principio no parece verse ninguna aplicación* clara para el ejército.

Pero en su mente se dibujaba un automóvil blindado con un tubo alargado lanzador de proyectiles.

—De acuerdo, Domiciano. Yo también pienso que aún deben madurarse mucho las aplicaciones de este invento. De todos modos, no lo perderemos de vista.

Tito y Domiciano saludaron y se marcharon a inspeccionar de cerca la máquina. Vespasiano, señalándolos, comentó, con el grupo de Denario.

—Examinemos la opinión de mis hijos. Tito, el más sano, pero también el más infeliz, todo hay que decirlo, muestra apasionamiento. Pero no se fíen; eso le ocurre con cualquier nueva idea que le parece de utilidad para el pueblo. Hace unos meses —rió al recordarlo— quiso tratar con un alquimista que decía convertir los metales en oro… ¡en oro, nada menos! No se le ocurre al infeliz que si alguien consiguiera, realmente, convertir los metales en oro, lo mejor que podía hacer era callarse y no decirlo a nadie, y menos que a nadie, al hijo del César para que lo comunique a su padre.

»Claro, que yo he conseguido algo más difícil que lo que proponía el alquimista, que es convertir la orina en oro, ¡eso sí que es difícil!; más que la máquina de vapor.

En el rostro de todos se dibujó el estupor. Vespasiano parecía gozar intensamente.

—Claro, claro; ya sé lo que piensan, que este viejo chocho está desvariando. Pues no; se puede convertir la orina en oro mediante una palabra mágica, y esa palabra es… impuesto. Hace poco hice establecer un impuesto de utilización de todos los urinarios públicos; mi hijo Tito me lo recriminó. Pero cuando recaudé el primer tributo le llamé y le di a oler las monedas; le pregunté ¿huele a algo este dinero?; no, me contestó. Y yo le dije: y sin embargo, procede de la orina… ja, ja, ¿qué les parece?

Cuando comenzaba a hablar, Vespasiano era imparable.

—Y en cuanto a Domiciano, ahí lo tienen. Sin decir nada, sin comprometerse, pero sin duda urdiendo alguna conspiración. Ya le sacará algún partido a su invento para incorporarlo a su grupo de revanchistas y visionarios. Pobres, le están empujando para que sea César y no se pueden imaginar qué César tendrían.

Con decirles que cuando era pequeño su distracción preferida era cazar moscas y pincharlas en un largo alfiler.

Tito y Domiciano volvían ya de ver la máquina.

—Sé que muchos desean que mi mandato termine —seguía Vespasiano— pero estoy seguro que lo sentirán. No he sido cruel ni vengativo; he sido, simplemente, un funcionario del Estado, al que, dicho sea de paso, he puesto un poco en orden. ¡Si hubieran visto el Tesoro Imperial a mi llegada! No quedaba un céntimo. Hubo que comenzar a llenar las arcas, y claro, estas medidas son impopulares. Pero ahora tenemos una economía estabilizada, y, según me dicen mis expertos, hemos sorteado el peligro de la inflación.

»Pero volvamos a la máquina, ya que es a lo que he venido. Les voy a ser totalmente sincero: no veo, por parte del Estado, ninguna posibilidad de utilización. Mientras tengamos mano de obra barata, cualquier máquina resultará siempre más cara. Esto no supone ninguna prohibición de fabricación, ni mucho menos. Sólo supone indicarles que el Estado no adquirirá ninguna.

»No obstante, os quiero ayudar, y por eso os prometo una cosa: que el impuesto que ponga sobre su venta no será muy grande.

Los del grupo se miraron, confusos. Nadie había pensado en ningún tipo de impuesto por la venta de las máquinas.

—Bien, señores, les agradezco mucho la exhibición. Tenedme al corriente de vuestros avances y no olvidéis, en el momento preciso, tratar con el Tesorero Imperial.

Saludó, dio la vuelta y marchó hacia su carro. Pensándolo bien, se dijo, antes de acudir al Tribunal pasaría un rato en las Termas.

2

En el pabellón secreto Marcos y un pequeño equipo de ayudantes esperaban, inquietos. Adolfus había ordenado que lo tuvieran todo preparado para el atardecer. Y el segundo prototipo de automóvil blindado esperaba, el motor en marcha, el cilindro lanzador a punto, para iniciar su demostración.

Un ruido de caballos en la puerta y entró, envuelto en una capa oscura, un personaje con aire autoritario; tras él algunos ayudantes y entre ellos el propio Adolfus, que se adelantó y comenzó a explicar.

—Señor, vamos a ver la demostración del automóvil blindado. Como ya os indiqué, el primer prototipo realizó las pruebas perfectamente; pero tuvo un percance con la caldera que le impidió seguir funcionando.

«Qué tontería —pensó Marcos—, sencillamente, explotó.»

—Pero el actual —siguió Adolfus— puede decirse que reúne todas las garantías. Gracias al equipo de trabajo, y en especial a su jefe, Marcos, aquí presente.

El hombre importante se acercó a Marcos y le estrechó fuertemente la mano. Sus ojos brillaban, malévolos.

—Marcos —dijo Adolfus— te presento a nuestro príncipe, Domiciano.

Marcos quedó mudo de asombro. No comprendía por qué uno de los hijos del Emperador tenía que desplazarse hasta allí, si, según le dijera Adolfus, el propio Emperador ignoraba la fabricación.

—Bien, vayamos a la demostración —mandó Adolfus.

El automóvil blindado realizó con éxito las diversas pruebas a que fue sometido. Ejercicios de marcha sobre terreno normal, sobre terreno accidentado, remontando una pequeña cuesta. Se hicieron las pruebas de ariete, lanzando el automóvil a toda velocidad sobre puertas de distintos tamaños y sobre un muro que imitaba el de una fortaleza indígena. Se hicieron pruebas de resistencia, lanzándole flechas e incluso piedras de regular tamaño que rebotaban sobre el blindaje con ruido metálico. Y por último se realizaron las pruebas de lanzamiento de proyectiles que dirigió Marcos personalmente, consiguiendo notables impactos.

Al terminar, Domiciano pareció complacido. Marcos le vio hablar excitadamente con Adolfus. Por los gestos, parecían contar algo. Quizá el número de unidades que iba a necesitar el ejército.

Finalmente todo el grupo se marchó menos Adolfus, que quedó en la puerta hasta la salida del último visitante. Entonces, llamó a Marcos:

—Marcos, te felicito. Sabía mi acierto al contar contigo. La prueba ha sido un completo éxito. Vamos a comenzar pronto la fabricación en serie.

—¿Con destino al ejército, señor?

—¿Eh? —Adolfus le miró, suspicaz—. Sí, desde luego —aclaró rápidamente—, por supuesto que para el ejército.

Pero a Marcos le extrañó el tono de la respuesta. Quedó preocupado.

3

—Marcos, no puedo creer tus suposiciones; es demasiado monstruoso —decía Melania—, ¿cómo van a destinarse los blindados para combatir al propio Emperador?

—Melania, aunque sea torpe, aún tengo algún dedo de frente. Los hechos quizá no sean muy demostrativos vistos aislados. Pero cuando juntas uno, y otro, y otro, el conjunto empieza a tomar forma.

»Primero, la existencia de una nave de fabricación especial para el automóvil blindado, a la que nadie tiene acceso y cuyos trabajadores están aislados y vigilados. Ya se nos dijo que no podríamos salir de aquí hasta la conclusión del proyecto.

»Segundo, los extraños visitantes. Viene Domiciano, que ya en alguna ocasión ha dirigido algún complot contra su padre y su hermano; aparece en secreto, ve las pruebas del automóvil blindado y desaparece.

»Tercero: vamos a iniciar la fabricación en serie. No sé de cuántas unidades ni en cuánto tiempo. Pero te puedo decir una cosa; por los preparativos que se están haciendo, la fabricación va a ser masiva.

»Y cuarto y último: de la asociación que dio origen a la construcción del motor de vapor, conocemos la vida y milagros de cada uno —Denario, Plinio, Machinio, Fabricio, Vegetio— excepto de Adolfus. ¿Te das cuenta? No sabemos nada de él. Ni de su pasado ni de sus propósitos.

Calló. Melania confirmó sus opiniones.

—Sabes, Marcos, es posible que tengas razón. Y que hayas apuntado al núcleo del problema. Porque se da la paradoja que la persona más visible es precisamente la persona de quien menos se sabe.

Y concretó:

—Y es la clave de todo. Tenemos que conocerle bien para averiguar lo que se propone.

—Y creo —confirmó Marcos— que sus propósitos son muy ambiciosos. Y muy peligrosos.

4

La persona clave, Adolfus, había concluido su jornada. Durante el día había presidido varias reuniones, había controlado procesos de fabricación y examinado los prototipos de motor para aspiración de agua y para mover embarcaciones. Había dado sugerencias, órdenes, consejos. En dos ocasiones había enviado hombres de confianza a Roma; para recoger ciertos fondos y para enviar informes secretos a Domiciano. Había trabajado durante un par de horas con el administrador general del proyecto: varios secretarios, manejando ábacos, calculaban las inversiones realizadas y las provisiones de fondos necesarias. Durante un rato había nadado y luego jugado él solo a pelota en un pequeño frontón. Las comidas fueron rápidas, y por la tarde aún tuvo tiempo de desplazarse brevemente a una villa vecina donde había aposentado a una querida compañera. Nuevas pruebas y órdenes y, al fin, el descanso en sus habitaciones particulares cercanas al pabellón especial.

Y allí, sentado ante su mesa, Adolfus escribía. Su estilo era breve, conciso. Enumeraba los desastres de Roma y la corrupción del Imperio. La necesidad de un Imperio nuevo, continuidad y novedad respecto del antiguo. La renovación de la raza latina, que ya había cumplido su papel histórico, y su resurgimiento gracias a la nueva savia aportada por las razas germanas.

Y la necesidad de un caudillo indiscutible que fusionara en su persona la historia y el futuro, la tradición y la renovación, y que creara, por fin, el Imperio de los mil años.

Quedó pensativo mirando al vacío. Consideró su constante batallar por lo que algunos llamarían ambición personal, pero que en realidad era el cumplimiento de una misión histórica que sentía dentro de sí.

Repasó el manuscrito. Buscó el comienzo, donde aún estaba virgen el espacio destinado al título. Pero ya lo tenía decidido.

Con trazo firme escribió, encabezando el original: De pugna mea (Mi lucha).