7. La mansión de Adolf
1
Morgan dio las órdenes por el radioteléfono. Se volvió hacia Marcos y Melania.
—Todo lo que habéis pedido para entrar en la casa lo encontraremos en las cercanías. Sólo una pregunta: ¿Lleváis vuestra identificación de Laboratorios Para?
Marcos asintió.
—Perfecto —confirmó Morgan—. Nos hubiera llevado algún tiempo conseguiros unas. Ahora, tracemos el plan. Según me comunican, Adolf Sturm aún no ha decidido desde dónde hará su discurso de candidato a la Presidencia, si desde los locales del partido o desde su propia casa. Quizá sea una medida de seguridad para descartar la posibilidad de un atentado. Por eso se va a instalar un monitor de televisión en cada local, esperando la decisión final.
»Todo esto nos favorece. Para entrar en la casa os haréis pasar por técnicos de televisión, procedentes de Industrias Para. Una vez dentro, todo queda a vuestra iniciativa, pero, por Dios, haced todo lo posible para encontrar los documentos relativos al plan de acción. Suponemos que estarán en la mesa de trabajo, y relativamente accesibles, porque Adolf Sturm confía sobre todo en la protección exterior de su residencia.
»Yo os esperaré en el coche, a corta distancia del edificio. Pero recordad que si os atrapan, ni yo ni mi Servicio podremos hacer nada por vosotros. ¿Entendido?
Marcos y Melania asintieron: habían entendido. Sabían su delicada misión y su responsabilidad. Morgan arrancó y encaminó el coche al barrio residencial.
—Y por lo que más queráis, lograd los documentos. El destino del país está en vuestras manos.
Circularon sin hablar. Cerca de la casa de Adolf Sturm esperaba un enorme camión de transporte sin ninguna identificación exterior. El chófer saludó a Morgan. Éste, con Marcos y Melania, se dirigió a la parte posterior donde llamó a una pequeña puerta metálica disimulada en la carrocería. Se abrió y penetraron en el interior.
Dentro del enorme transporte se veía una furgoneta del tipo de las utilizadas por las Industrias Para. Dos hombres con mono azul acababan se pintar el rótulo. Saludaron a Morgan y sus acompañantes, y les enseñaron el contenido de la furgoneta:
—Monitor de televisión, trípode, focos, alargadores… equipo de grabación… transformadores… Tenéis para un buen rato de instalación de material.
Morgan aclaró:
—Para sacar los documentos pasando el control podéis utilizar la caja de herramientas de doble fondo, o bien enrollarlos en las piernas bajo el mono sujetándolos con estas gomas. Aquí hay también un radioteléfono para que me llaméis en caso de necesidad, aunque no debéis emplearlo más que si es absolutamente preciso.
»Por último, aquí tenéis dos frascos de spray adormecedor rotulados como lubricante ultra fino. Mejor es que no los tengáis que utilizar.
Los ayudantes procedieron a abrir la parte posterior del camión y a colocar una rampa. Descendieron la furgoneta. Morgan dio la llave a Marcos.
—Adelante y buena suerte.
—Gracias, la necesitaremos.
Entraron en la furgoneta. Marcos arrancó y salió rumbo a la mansión de Adolf Sturm, presidente de Nacional Democracia, Director de Industrias Para y, según él, próximo Presidente de los Estados Unidos.
2
El edificio era sólido, de piedra oscura, circundado por un gran jardín inglés. A la entrada del parque, el policía paramilitar examinó con detenimiento las tarjetas de identificación de Industrias Para, comparando las fotografías con las caras. Seguidamente examinaron cuidadosamente el contenido de la furgoneta. Tras esto autorizaron el paso.
Circularon por un camino enarenado, de unos veinte metros, hasta llegar a la casa, cuya puerta ya se abría.
Una muchacha uniformada les esperaba. Era alta, rubia, sonriente, pulcra, perfecta.
—Los técnicos de televisión, ¿no? —confirmó—. Síganme, por favor.
Recorrieron, en la planta baja, dos salas de visita y pasaron a un enorme despacho, cuyos muebles eran grandes, pesados y sombríos, a tono con la casa. Dos paredes estaban ocupadas por estanterías con volúmenes encuadernados en piel oscura y escasamente manejados. Una gran mesa de despacho, muy ordenada, con bloques simétricos de documentos a sus extremos, juego de escritorio en cuero oscuro y dos teléfonos negros. En una pared, un cuadro al óleo mostraba a Adolf Sturm con el uniforme de la Nacional Democracia, y, en ordenada distribución, fotografías dedicadas de líderes. Un gran balcón daba al parque.
La muchacha alta-rubia-servicial-perfecta señaló la biblioteca:
—Las instrucciones son que preparen los equipos para que el señor Presidente pueda hablar teniendo la biblioteca como fondo. ¿Han traído video-tape?
—Sí, por supuesto.
—Muy bien. Es posible que quieran realizar una prueba previa. Les dejo. Si necesitan algo, pulsen el timbre y acudiré.
Se marchó, en un despliegue de belleza, perfección y eficacia.
—¿Te has fijado, Marcos? —dijo Melania, ya perspicaz—. Tiene un pequeño resalte en el cuello.
—Sí, me he fijado. Eso quiere decir que está viva. Es decir —aclaró—, que es una persona de verdad, y no una autómata.
—Sí, es una mujer auténtica, pero programada. Y a fin de cuentas, ¿qué diferencia vamos encontrando entre unas y otras?
—Supongo que sus necesidades fisiológicas.
—Sí, claro, que hacen más imperfectos a los humanos programados porque tienen que comer, beber, orinar, defecar… Además, envejecen, sufren caries, arrugas en la piel y reuma. Resulta que lo perfecto, entonces son los autómatas.
—No, Melania —dijo Marcos, con súbita indignación—. Los autómatas nunca podrán igualar a los humanos, por muy programados que estén. En el ser humano se programan actitudes o motivaciones, que el sujeto desarrolla según su modo de ser individual. En el autómata, la programación debe contener una respuesta hasta en los menores detalles.
—Bien, Marcos. No te enfades. Pero no deja de ser curioso que a fin de cuentas tengamos tantas dudas para adivinar si son humanos o autómatas. Incluso te diría que los humanos son más feos que los muñecos.
—No lo dirás por esta chica, Melania.
—No, Marcos, no lo digo precisamente por ella. Bueno, vamos a trabajar. Primero busquemos los enchufes… aquí están. Ahora, mientras tú entras cosas de la furgoneta, yo iré echando un vistazo a la mesa.
Marcos salió y volvió con dos grandes maletas en la mano. Mientras Melania repasaba rápidamente los documentos.
—No hay nada de interés, Marcos… Conferencias, notas de la organización del Partido, informes económicos.
—¿Y en los cajones?
—Ahora miro. Están abiertos.
Marcos entró ahora las grandes lámparas sobre los pies rodantes. Melania examinaba los cajones.
—¿Qué encuentras, Melania?
—Más o menos lo mismo. Parece un despacho de protocolo, de recepción. Pero Marcos, esto no es un despacho de trabajo. Adolf debe trabajar en otro sitio de la casa.
—Claro, por eso nos han dejado aquí con tanta tranquilidad. Pero tenemos que encontrar los documentos.
—¿Dónde trabajará Adolf?
—Supongo que tendrá sus habitaciones en el piso de arriba. Nos tendremos que asomar.
—Y… ¿si nos cogen?
—No tenemos más remedio, Melania. Nos arriesgaremos.
Se asomaron al pasillo y no vieron a nadie. Llegaron al pie de la escalera. Subieron quedamente.
Llegados al rellano del piso superior, miraron en torno. Varias puertas convergían a él. Quedaron en suspenso, sin saber qué hacer.
Y una de las puertas se abrió.
Apareció Celia, vestida con una bata de pintora que llegaba casi hasta los pies, con grandes manchas de colores. En la mano mantenía pinceles de diversos tipos. Se les encaró.
—Nosotros… —comenzó Melania.
—Les oí subir —dijo Celia—. Les estaba esperando con impaciencia. ¡Cuánto han tardado! Bueno, me presentaré. Me llamo Celia. Y ustedes son, por supuesto, los modelos que envía la agencia.
Y les examinó críticamente.
—De acuerdo, de acuerdo. Una pareja perfecta. Quizá —señalando a Melania—, un poco delgada para mi gusto, pero estética desde luego.
Melania se enfureció.
—Si lo que le gustan son las rollizas como usted…
—Melania, por favor —susurró Marcos—, di que sí a todo. Date cuenta de nuestra situación.
—Bueno —dijo Celia—, pasen al estudio. No se queden ahí como idiotas.
Y entró en la habitación. Marcos y Melania pasaron tras ella. La gran sala se había acomodado como estudio de pintura; disponía de dos enormes balcones y de luz cenital. En las paredes y apoyados en el suelo había numerosas pinturas de los más variados estilos, predominando el impresionismo. También los temas eran muy diversos: paisajes, bodegones, marinas, retratos, desnudos.
—Como veis —señalaba Celia—, pinto mucho. De pronto siento como un impulso súbito y me dedico a pintar intensamente. A veces días, enteros. Cuando me apasiono casi no duermo ni como. Me encierro en el estudio y pinto, pinto, pinto. Creo que a esto le llaman autor realizarse.
Algunos cuadros eran abstractos: líneas y superficies entrecruzándose en una simplicidad geométrica, descarnada y lisa.
Melania siguió la mirada de Marcos: lo imaginaba desde que vio a Celia. En efecto, en el cuello había un pequeño relieve. Lo comprendió en seguida: Celia estaba programada. Como las secretarias. Como los sirvientes. Quizá con un programa más complicado, pero programada. Una mujer hermosa con unos electrodos en su cerebro y un minicomputador dirigiendo sus sentimientos y emociones.
—Bien —dijo Celia—. Vamos a trabajar. Quiero hacer un estudio de desnudos. No tengo mucha experiencia. ¡Tengo tan pocas ocasiones de disponer de modelos!
Melania se indignó.
—Entonces pretende que yo, esto es, quiere que yo, bueno ¿que me desnude?
Celia la miró, asombrada:
—Pues claro que sí, querida. Si no, ¿a qué has venido aquí, vamos a ver?
La lógica de la pregunta desconcertó a Melania. Marcos la tomó del brazo y la empujó hacia el biombo situado al fondo del estudio.
—Vamos a desnudarnos —dijo, dirigiéndose a Celia—. Prepare el lienzo; en seguida estaremos dispuestos.
Celia tomó un gran lienzo y comenzó a aprisionarlo en el caballete. Marcos y Melania fueron tras el biombo y comenzaron a hablar en susurros.
—No pretenderás que sigamos el juego a esa loca, Marcos…
—Melania, escúchame. Hay que seguirle el juego. Ella es nuestra única posibilidad. Debe tener diversos programas…
—¿Qué dices?
—Que por lo que se ve ella es la confidente de Adolf; es decir, que es una persona real programada, Y seguro que Adolf lo comenta todo con ella.
—Es todo tan absurdo…
—Eso parece, pero visto así resulta muy lógico. Todo ser humano tiene una mínima necesidad de intimidad. De Adolf no sabemos que tenga ningún amigo íntimo, ninguna amante, nadie que goce de su absoluta confianza. Y aquí tienes la respuesta: resuelve sus necesidades con Celia.
—¿Y qué podemos hacer?
—Tenemos que hallar el registro por el que se hace confidente de Adolf. Ayúdame. Tendremos que repasarle los diversos programas.
Salieron rápidamente de detrás del biombo y Celia les miró con ojos asustados. Sólo llegó a decir:
—¿Pero aún no se han…?
Quiso retroceder, pero ya Melania le sujetaba fuertemente las manos mientras Marcos le apretaba en el cuello.
Los ojos de Celia se tornaron soñolientos. Como si emergiera de otro mundo, les miró con cariño:
—Siempre es hermoso —dijo—, disfrutar juntos del encanto de la poesía. Precisamente leía… —y miró en torno—. ¿Dónde está el libro? ¿Por qué visto esta ropa tan extraña? ¿Dónde estamos? —y miró asombrada los cuadros—. No importa, es todo tan poético…
Marcos y Melania se miraron asombrados de las súbitas transformaciones.
—Ya recuerdo. Era como un sueño. Acariciar la mano. Acariciar la ola. Acariciar la nube. Acariciar la onda.
Marcos, con delicadeza, apoyó de nuevo sus dedos en la pequeña prominencia del cuello mientras Celia aún paladeaba el último verso. Y de pronto cambió una vez más.
Les miró, pero ahora femenina, provocativa, insinuante. Se irguió, y su busto destacó magníficamente bajo la bata. Movió la cabeza en vaivén, y sus cabellos rubios formaron una aureola dorada en torno a su rostro enormemente sensual en el que unos labios adelantados se entreabrían dejando ver la sonrosada punta de la lengua.
—De modo que dos nuevos compañeros, ¿eh? —dijo—. ¡Lo vamos a pasar en grande! Ven, acércate —dijo a Marcos—, acércate que te abrace, acércate…
Pero la que se acercó fue Melania, directamente al cuello. Celia intentó defenderse.
—Oye, muñeca —dijo—, contente, que ya te llegará tu turno.
Pero la presión sobre el computador le hizo desvanecerse ligeramente. De pronto comenzó un nuevo despertar.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Quiénes son ustedes?
Pareció considerar su estado e hizo un gesto de encontrarlo incomprensible. Con un leve movimiento arregló la bata de pintora para que alcanzara debajo de las rodillas, su cara cobró un aspecto profesional y su postura fue ya de una perfecta secretaria.
Les volvió a mirar, interesada.
—¿Tenían concertada cita con don Adolf Sturm? —inquirió.
—Desde luego —dijo Marcos—. Venimos, precisamente, para redactar las órdenes de conexión de la televisión.
—¿Órdenes? —dijo Celia, recordando a medias.
—Sí —insistió Marcos—. Del plan de conexión de la fuerza psi a la televisión. Venimos de las Industrias Para —sacó el carnet y se lo enseñó—, y necesitamos las instrucciones para el equipo técnico que realizará el enganche. Ya sabe de qué se trata.
—Sí, por supuesto que sí —Celia en su papel de secretaria ya recordaba el tema—. Está todo redactado. Seguramente querrán una copia.
—Eso es, en efecto. Una copia. Y también de los planes ulteriores.
—¿De los planes ulteriores? —Celia se esforzaba, de nuevo, en comprender.
—Sí —intervino Melania—, de los planes a desarrollar una vez ganadas las elecciones.
—¡Ah! ¡Sí! ¡Entiendo! —y lució una sonrisa segura y profesional—. Esperen un momento y lo tendrán todo.
Se levantó, volvió a mirar con extrañeza su bata de pintora y salió de la habitación.
—¡Lo conseguimos! —dijo Marcos a Melania—. Dentro de un momento lo tenemos. Sólo nos falta salir de aquí y…
—Marcos… —dijo Melania aterrada—, mira por el balcón.
—Por el sendero enarenado se acercaba a la casa una furgoneta auténtica, de las auténticas Industrias Para, conducida por un chófer auténtico, con auténtico uniforme, y llevando, al parecer, un auténtico equipo de televisión. De la caseta de control de la puerta del parque se acercaban dos policías paramilitares con expresión resuelta.
—Marcos, nos han descubierto. No podremos salir.
—Tenemos que darnos prisa. Vamos a buscar a Celia.
Entraron en la habitación contigua. Era un cuarto de trabajo comunicado por unas puertas corredizas con una gran sala de estar. En la mesa ya figuraban tres carpetas de informes, no muy gruesas. Se veía sobre ellas el sello «Privado». Celia había cambiado su bata de pintora por un traje discreto, con un ligero adorno. Estaba acabando de arreglar su pelo transformándolo, de su exuberancia de mujer fatal, en un discreto moño.
Tomaron las carpetas, apresuradamente. Marcos se las enrolló en las piernas y las afirmó con las gomas. Celia le miró, extrañada.
—¿Qué hacen con los documentos? —preguntó.
—No hay tiempo para explicaciones —indicó Marcos— Adolf está en un grave apuro y tenemos que ayudarle. Debemos sacar estos documentos de aquí antes de que los encuentren los otros.
—¿Quiénes son los otros?
—Los espías del Gobierno. Se han uniformado como nosotros y pretenden atraparnos.
—Pero eso es imposible. Tenemos que ayudar a Adolf.
—Por supuesto.
Se oyó el aparcar de la furgoneta en la puerta. La sirviente programada salió, y se oyó una corta conversación. Parecía que los argumentos expuestos no entraban en la programación.
Celia pareció comprender la situación.
—Esperad aquí —dijo—, y lo arreglaremos todo.
Salió de la habitación y bajó las escaleras. Marcos y Melania intentaron oír las conversaciones provenientes de la planta baja.
—¿Crees que nos podemos fiar? —preguntó Melania.
—Creo que sí. Es la diferencia entre un autómata programado y un humano programado; el ser humano conserva su capacidad de iniciativa y de utilización de recursos propios.
—Esperemos que Celia lo haga.
Cuando Celia llegó al piso bajo, los técnicos reales de Industrias Para estaban explicando a la sirviente programada la necesidad de localizar a los técnicos anteriores.
—Estaban en el despacho —afirmaba ésta—, colocando los aparatos para la emisión… No sé dónde pueden estar.
—Yo sí que lo sé —intervino Celia—, están arriba. Y puedo hacer que bajen fácilmente.
—Vamos a por ellos —dijo el técnico jefe al ayudante y a los guardias.
—¡No sean infantiles! —dijo Celia—. ¿No ven que las ventanas son muy bajas y se pueden escapar fácilmente? Localizarles en el jardín sería complicado. Esperen aquí en el despacho y yo los traeré directamente.
Los introdujo en el despacho, y cerró la pesada puerta de madera. Bajó la palanca del cierre, suavemente. Se asomó por el hueco de la escalera.
—¡Bajad! —dijo—. ¡Bajad y escapemos!
Bajaron y salieron los tres. Subieron a la primera furgoneta. Cuando arrancaron vieron las expresiones de asombro de los recluidos en el despacho, que comenzaron a golpear los cristales.
—Aún queda por pasar el control de la entrada —dijo Marcos.
—Con sólo la mitad de la guardia —dijo Celia—. De los cuatro vigilantes que hay habitualmente, dos están encerrados en el despacho.
—De todas formas son bastantes —dijo Marcos.
—El spray adormecedor… —sugirió Melania. Y lo sacó de la bolsa de herramientas.
Llegaron a la puerta, con la barrera bajada. Uno de los guardias se acercó con aire desconfiado y el arma preparada.
—¡Ah, señorita Celia! —dijo al reconocerla. Y cesó en su actitud recelosa—. Quizás haya visto por ahí dentro…
Recibió en plena cara un chorro de spray adormecedor y comenzó a desplomarse lentamente al suelo.
Celia, al verle caer, llamó al otro centinela:
—Que se desmaya, que se desmaya… ayúdele.
De nuevo, al acercarse, el segundo centinela recibió otro chorro de spray adormecedor que le produjo el mismo efecto.
—Y ahora, adelante —dijo Celia triunfante—. Vamos a entregar los documentos a Adolf. Por cierto, ¿dónde se encuentra?
—Se encuentra aquí cerca —dijo Marcos—, dentro de un camión contenedor. Vamos a verle ahora mismo.
Recorrieron las bocacalles y giraron hasta llegar al enorme camión del Servicio de Información. Morgan, de pie en la acera, les hizo con la mano el signo de la victoria. Se abrieron las puertas, se bajó la rampa y la furgoneta penetró en el interior.
—¿Todo bien? —preguntó Morgan.
—Perfecto. Aquí traemos la documentación —dijo Marcos. Y comenzó a sacarla de las piernas.
—¿Y Adolf? ¿Dónde está Adolf? —preguntó Celia.
—¿Quién es esta señorita? —preguntó Morgan—. ¿Y qué está preguntando?
—Me temo, señorita Celia —dijo Marcos—. que le debo una explicación. Pero antes debo realizarle una pequeña intervención.
Abrió la caja de herramientas y buscó hasta localizar dos largas agujas de acero.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, asustada, Melania.
—¿Qué va a hacer? —preguntó, inquieto, Morgan.
—Es la única forma de resolver rápidamente esta situación —dijo Marcos—. Debemos actuar aprisa. Déjenme hacer, que yo asumo todas las consecuencias. Sujeten fuerte a Celia. Tú, Melania, de los brazos; usted, Morgan, de las piernas.
Obedeciendo al mandato, la asieron fuerte. Celia, sin comprender, se resistía y gritaba. La tumbaron en el suelo y la inmovilizaron.
—En seguida estará todo resuelto —aseguró Marcos. Y giró la cabeza de Celia haciendo resaltar la pequeña prominencia del cuello. Palpó cuidadosamente la zona, localizó un punto y apretó la aguja sobre la piel. Celia, al sentir el dolor, chilló. Melania y Morgan sujetaron.
—Marcos, ¿es necesario?…
—Lo es —cortó él—. Ahora debo de clavar la otra aguja.
Buscó, palpando, otro punto en el relieve del cuello y clavó la segunda aguja. Celia chilló de nuevo. Las dos agujas estaban ahora situadas, verticales, paralelas, sobre la pequeña prominencia. Unas gotitas de sangre coloreaban su base.
—Y ahora —dijo espectacularmente Marcos—, caso resuelto.
Juntó las dos agujas, y saltó una brillante chispa luminosa. Mantuvo un momento la unión y se notó un ligerísimo olor a piel quemada. Todo cesó de repente.
Y Celia, la auténtica, la original, despertó. Con la pregunta de rigor, por supuesto:
—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Quiénes son ustedes?
—Señorita Celia —dijo Marcos—, si es que es éste su verdadero nombre; acaba de ser desprogramada tras un período de tiempo cuya duración desconozco, en que ha estado bloqueada su verdadera personalidad por encontrarse bajo el influjo de los impulsos eléctricos enviados a su cerebro por un computador. En cuanto a la forma en que ha recuperado su verdadera personalidad, debo excusarme si ha sido algo brusca o dolorosa, porque no soy médico, sino técnico. Acabo de producir un cortocircuito entre los polos de la batería de alimentación de su computador, con lo que lo hemos inactivado completamente.
Celia asentía con la cabeza. Ahora, libre de influencias extrañas, se encontraba hermosísima, con un aire de infinita ternura.
—Y si me lo permite —aprovechó Morgan—, me gustaría que nos acompañara al Servicio de Información y respondiera unas cuantas preguntas.
El camión arrancó y se dirigió el edificio del Servicio de Información de los Estados Unidos.