10. El fin de un sueño
1
Marcos despertó cuando sintió que le echaban un cubo de agua fría por la cabeza y le abofeteaban las mejillas. Cuando se quiso mover, se sintió atado a la silla. Abrió los ojos y se encontró en una habitación no muy grande, por cuyas ventanas se vislumbraban los árboles de un jardín. La intensidad del sol hacía suponer que era media mañana.
—¡Despierta! ¡Despierta de una vez!
Era un hombre alto, fuerte, de aspecto rudo, que aún tenía en la mano el cubo de agua. Miró a su lado y vio a Melania, atada en una silla de igual forma que él, que también comenzaba a despertarse. Vio que estaba amordazada. Quiso llamarla, gritar, pero se dio cuenta de que también él estaba amordazado. Era curioso; el dolor de cabeza no le permitía darse cuenta de nada.
—Bien, ya has dormido bastante, ¿no? ¿La chica también? Despertaos, que viene el Jefe.
Salió de la habitación. Marcos y Melania se miraron: atados, los pies a las patas delanteras de la silla y las manos a la espalda, amordazados, chorreando ambos el agua que acababan de recibir, sucios, con el cabello revuelto, constituían la imagen misma de la impotencia. Y además, sin comprender en absoluto lo que ocurría.
«¿Quién será el Jefe?» —se preguntó Marcos.
Se abrió la puerta. Y enérgico —como nunca—, altivo —como nunca—, suficiente —como nunca—, mesiánico —como nunca— apareció, en brillante y extraño uniforme militar, el mismísimo Adolfus, seguido de dos ayudantes y varios soldados.
—Vaya, vaya —Adolfus se había situado de pie, imponente, ante los prisioneros—. Los viejos amigos se encuentran, ¿no es eso? —E imperioso, a los ayudantes— ¡quítenles la mordaza!
Lo hicieron. Adolfus comenzó a recorrer la estancia a grandes pasos.
—Así que creíais poder vencer a Adolfus, ¿eh? ¿Aniquilar mi trabajo de años? ¿Destruir la fabricación de mis blindados? —se iba exaltando progresivamente—. ¿Impedir mis planes para la renovación del Estado? ¡No! ¡De ninguna manera! ¡A Adolfus no se le vence tan fácilmente!
Marcos comprendió de pronto lo apurado de su situación. Si hasta ahora el problema había sido su persecución por los soldados del Emperador, ahora tenía ante él, tangible, terrible, la venganza de Adolfus, que hablaba, colérico, a grandes gritos.
—Pero perder una batalla no significa perder la guerra. Ahora se han clarificado posiciones y sabemos quiénes son amigos y quiénes son enemigos. Y nos vamos a lanzar a fondo.
»Tú, Marcos —y le señaló con el dedo— tienes suerte porque te necesito. Te tomo como prisionero de guerra. Trabajarás vigilado y encadenado, pero trabajarás para mí. Vamos a partir a nuestras nuevas instalaciones en Germania.
Marcos sintió un respiro: la muerte ya no parecía tan inmediata. Pero seguía aterrado. Preguntó:
—¿Partir… a Germania?
—En efecto. La situación en Roma ya es demasiado peligrosa. Pero los generales de Germania se han interesado en mi proyecto y en mis armas, y hemos establecido una base secreta. Desarrollaremos las armas bélicas hasta su máximo grado de perfección y dotaremos las legiones del Rin con el mejor armamento que hayan tenido en su historia. Luego invadiremos Roma y, ya no hace falta disimularlo, Adolfus será Emperador. Y al fin comenzará el Tercer Imperio, el Imperio de los Mil Años.
Se dirigió a uno de los ayudantes grueso, con aspecto bárbaro.
—Hermann —dijo— tú te encargarás del transporte y custodia de Marcos durante la expedición. En cuanto a la chica, debe desaparecer. Sabe demasiado. Que se encargue Heinrich: algo discreto, que parezca una muerte natural… No quiero complicaciones.
—Si, mein Jefe —dijo el llamado Hermann, con marcado acento extranjero— se hará con toda discreción.
—Felizmente —dijo Adolfus, dirigiéndose a todos en general y a nadie en particular— los llamados bárbaros germanos han demostrado poseer lo esencial para la organización de un Imperio: la fidelidad al Jefe. Entregarían la vida por él. Y además han comprendido que su Jefe, su señor natural, soy yo.
¿Verdad, Hermann?
Los ojos de Hermann brillaban de admiración. Asintió con la cabeza.
—Los germanos, además, necesitan espacio vital; se encuentran demasiado apretados en sus fronteras naturales. Y ese espacio vital lo conseguirán a expensas del caduco y carcomido Imperio Romano.
Marcos se sintió irritado. Con su ímpetu que nunca hubiera imaginado, atado en su silla, gritó a Adolfus:
—¡Nunca lo conseguiréis! ¡Un grupo de bárbaros nunca conseguirá acabar con el Imperio Romano! ¡Sois unos aventureros, unos conspiradores, una pandilla de asesinos!
Adolfus se acercó iracundo a Marcos y le dio una violenta bofetada.
—¡Somos —dijo Adolfus— los señores naturales del mundo! ¡Entre las tribus germanas se encuentra más nobleza natural que en las más linajudas dinastías romanas! Estableceremos nuestro derecho de propiedad sobre todo el mundo conocido; un gobierno de dominadores que pondrán orden y disciplina en este Imperio decadente…
En aquel momento entró, presuroso, uno de los soldados de la guardia. Sin solicitar permiso se acercó a Adolfus y le murmuró unas palabras al oído. Éste se puso serio de repente.
Y se dirigió a Hermann:
—Hermann: organiza la defensa de la casa. Estamos sitiados por tropas romanas. No intervengáis hasta que yo lo ordene personalmente, a menos que intenten penetrar en el recinto.
Hermann salió a cumplir las órdenes dadas. Adolfus se asomó al balcón.
Al abrirlo, Marcos pudo reconocer dónde se encontraban: era la misma villa romana donde residía Celia y donde habían espiado su entrevista con Adolfus. La balaustrada frente al jardín descuidado, semicubierta por la hiedra, era idéntica; sólo que debían estar en otro ángulo de la casa porque su visión del jardín era algo distinta. Comprendió que tras el incendio Adolfus se había refugiado en la villa, donde había enlazado con sus partidarios en Germania.
—Estamos cercados —informó Adolfus al otro germano—. No son muchos soldados; quizás alguien les informó que yo estaba en la villa y quieren capturarme. Creerán que estoy solo, o con algunos esclavos.
—¿Les atacamos, Jefe? —preguntó el germano, deseoso.
—No. Prepararemos la salida para escapar a través de ellos. Realizaremos una maniobra de diversión por la puerta sur, para concentrarlos allí, y mientras escaparemos con los carros por la parte norte. Prepáralo para el anochecer. Tenemos fuerzas suficientes.
El germano dio un taconazo y salió a cumplir las órdenes.
—En cuanto a ti, Marcos, te tengo preparada una pequeña sorpresa. Desatadle.
Uno de los soldados sacó un pequeño puñal y cortó las cuerdas de las muñecas y los tobillos; Marcos sintió fluir de nuevo la sangre a las manos y los pies, y se frotó muñecas y tobillos.
—Ven conmigo, y no intentes escaparte, Marcos. En la casa están los soldados germanos, y en torno, los del Emperador.
Salieron, dejando a Melania atada en su silla. Adolfus bajó unas escaleras. Marcos iba detrás, sintiendo en la nuca el rítmico resoplido de la respiración de su guardián. Llegaron a un sótano iluminado por antorchas. En el centro, brillante, refulgente, se encontraba el automóvil a espíritu de vino utilizado por Marcos y Melania en su fuga. A su lado, un carro grande del tipo de arrastre por bueyes presentaba una rampa de subida preparada. Montones de fardos de paja se apilaban a un lado de la pared.
—¿Qué te parece? —dijo Adolfus, ante el asombro de Marcos— ¿eh?, ¿eres tan imbécil que crees que puede pasar desapercibida una pareja que pasea por las carreteras con un vehículo nunca visto y que, por supuesto, todos recuerdan? Una somera investigación nos ha permitido recuperarlo en una granja cercana a Roma.
—¿Y Vitelio? ¿Qué ha sido de Vitelio?
—¿Quién es Vitelio?
—El dueño de la venta.
—¡Ah! Tu amigo. No te preocupes, está bien. Un pequeño golpe en la cabeza y asunto liquidado. No queremos complicaciones. Los asesinatos o, mejor dicho, las desapariciones oportunas, sólo deben hacerse en caso de necesidad. En su momento ya lo organizaremos todo de otra forma.
—¿Funciona el automóvil?
—Perfectamente. Lo probamos esta mañana y sólo tuvimos que hacer unos pequeños ajustes. Lo meteremos en este carro, disimulado entre la paja, y lo trasladaremos a nuestra fábrica secreta de Germania, donde trabajarás.
—¡No trabajaré! —dijo Marcos.
—¡Trabajarás! —afirmó Adolfus— ¡trabajarás para mí!
Una sonrisa cruel asomó a su rostro.
—Trabajarás para mí o te proporcionaré un agradable espectáculo. ¿Has oído cómo matan los germanos a sus prisioneros? Te lo voy a explicar. Supongamos que se les entrega una joven, ayudante de taller, llamada Melania. La necesitan para el sacrificio ritual a los dioses.
Marcos comenzó a palidecer.
—Son muy primitivos, lo reconozco, pero muy eficaces. Primero la introducirán en un cesto de mimbre, una especie de pajarera. Allí está agachada, encorvada, temblando de hambre y de frío, mientras se hacen las invocaciones de rigor.
—¡Basta! —exclamó Marcos.
—No, Marcos. Debes saberlo todo. Si tomas una decisión debes ser consecuente con las responsabilidades. Luego, encienden una gran hoguera y penden la jaula sobre ella, a distancia. Llega el calor y el humo, pero aún no quema. Luego, lentamente, la van descendiendo sobre las llamas.
—¡Basta! —Marcos sudaba, nervioso— ¡trabajaré!, ¡trabajaré en lo que sea!, ¡pero respetad su vida!
—Así me gusta, Marcos, que seas razonable. Si quieres te cuento también el final: cuando la carne comienza a humear y los chillidos…
—¡Trabajaré! ¡He dicho que trabajaré en lo que sea, pero que no la toquen!
—Está bien, luego trataremos el tema. Pero…
De nuevo otro mensajero se acercó, congestionado. Volvió a murmurar otras palabras en el oído de Adolfus. Su cara expresó la mayor perplejidad.
—¿Otros soldados romanos rodeando a los primeros? —repitió, sorprendido— ¿una legión entera rodeándonos a todos nosotros?
Y después de un momento de indecisión.
—Subamos a la azotea a conocer la situación. Llama a Hermann, que acuda inmediatamente.
Subió las escaleras a grandes zancadas. Marcos y su vigilante, sin órdenes concretas, subieron tras él. En la azotea ya se encontraban Hermann con otros germanos.
Observaron las posiciones.
La villa y el jardín se encontraban rodeados por un muro, tal como Marcos conocía desde su primera incursión.
En torno al muro se vislumbraba un primer grupo de soldados, rodeándolo. Parecían cumplir una orden de vigilancia rutinaria, como esperando que alguien diera órdenes complementarias. Como sabían por el primer informe, no eran muchos. Con un hábil golpe de mano se les podía esquivar.
Pero a cierta distancia se veía ya una considerable cantidad de nuevos soldados romanos; al menos una legión. Montaban un cerco más amplio, pero más compacto, sobre los primeros soldados y sobre la casa. Y estos últimos parecían no haberse dado cuenta de que estaban cercados.
—¿Cómo es esto? —comentó Adolfus— ¿cómo estamos cercados dos veces por el mismo ejército? Esto es absurdo por completo.
Un lugarteniente se acercó.
—Jefe, uno de nuestros espías nos ha informado de la situación. Al parecer los primeros soldados que rodearon la casa son tropas al mando directo de Domiciano, el hijo del Emperador, con órdenes de impedir la salida de nadie de la casa hasta su llegada. Parece que tenía el propósito de asesinaros personalmente.
Adolfus lanzó una risotada.
—¡Ese imbécil! ¡Qué poco me conoce! ¡Creer que le esperaría aquí yo solo, todo lo más con una espada y un escudo!
—Y en cuanto a las otras —prosiguió— son las tropas del Emperador Vespasiano, que al ser informado de la primera concentración a las orden es de Domiciano, temen que se inicie aquí una rebelión y tienen orden de exterminar a todos los traidores, menos, por supuesto, al propio hijo del Emperador.
—Bien, así ya es comprensible. Tendremos que planear la huida. En principio será con las primeras sombras de la noche.
Preparad los carros y aligerad los preparativos lo más posible.
Bajó la escalera rápidamente. Marcos pensó que se había olvidado de él. Pero Adolfus gritó, ya desde la planta baja:
—En cuanto a Marcos, que ayude a disimular el automóvil en el carro de paja…
Sintió un empujón, y de nuevo el aliento cálido en la nuca. Bajó también hacia el sótano.
2
Melania se retorcía en el asiento, intentando liberarse de sus ligaduras. Se habían olvidado de ella completamente. La villa resonaba de pisadas y golpes, pero la habitación seguía vacía. Agotada, dejó de moverse y procuró concentrar sus fuerzas en un nuevo intento. No veía el menor objeto cortante al que intentar acercarse para librarse de las ligaduras.
Sintió un ruido tras ella, intentó volver la cabeza, pero no pudo. Un perfume delicado la alcanzó. Sintió que cortaban primero las ligaduras de las manos. Pasó ahora delante de ella, y la reconoció, espléndida en su delicado traje, sus rasgos aristocráticos, su complicado peinado, era Celia, la amante de Adolfus, que ahora se agachaba para cortarle las ligaduras que le aprisionaban los pies.
Liberada, se frotó las muñecas con fruición.
—Ven conmigo. Te llamas Melania, ¿no es cierto?
Salieron y pasaron a otra habitación. Era la misma donde Celia recibiera a Adolfus.
Le pareció pasar a otro mundo. Como en la visita anterior, aunque la casa estaba escasamente amueblada, la habitación de Celia era la única que presentaba una suntuosidad y un lujo difícil de describir.
—Sí, esta es mi habitación —respondió a la muda pregunta de Melania—. No sé quién eres, Melania, ni por qué estás aquí, pero te necesito. Ponte cómoda.
En medio de lo complicado de la situación, con ruidos de órdenes, taconazos y transportes de objetos, parecía totalmente absurdo estar tranquilamente sentada con Celia como si fueran a tratar de nimiedades.
—¿Quieres un poco de vino dulce, un poco de hidromiel? —se interesó Celia.
—No, gracias —dijo Melania, aturdida—. No comprendo absolutamente nada. Me dicen fríamente que me van a eliminar de un modo discreto; se llevan a Marcos no sé dónde; oigo que la casa está rodeada de soldados romanos que nos van a exterminar a todos; me dejan atada en la silla sin saber nada de lo que ocurre, y ahora me encuentro en un sillón, me ofrecen hidromiel y supongo que sólo falta que salga una esclava y nos haga la manicura y los rizos del pelo.
—No te enfades, Melania. Tienes el arrojo de la juventud, pero te falta la serenidad que da el tiempo y la nobleza. Sí, no te enfades. Siempre hay una diferencia entre la forma de comportarse un patricio y un plebeyo. Y yo soy de familia patricia.
—¿Y qué tiene que ver eso en este momento? —exclamó ya Melania, irritada— pero ¿no se da cuenta de que todos nosotros estamos en peligro de muerte?
Celia la miró con compasión.
—Ésa es la cuestión, Melania. Que vamos a morir dentro de unos momentos. Todos nosotros. Y debemos afrontar la muerte con la mayor serenidad.
Melania palideció y comenzó a temblar. Sintió un sudor frío en la frente. Pero Celia seguía hablando con una tranquilidad absoluta, como quien expone a un niño rebelde por qué hay que ir a la escuela.
—Sí, Melania. Los nobles romanos recibimos una educación especial, y sabemos que una de nuestras misiones fundamentales es saber morir con dignidad en el momento preciso, ni antes, ni después.
—Y entonces, Adolfus, ¿también se va a suicidar?
—Mi querido Adolfus… Él es otro tipo de hombre. Ni es romano, ni es noble. Yo le he amado mucho, y le sigo amando. Sabes, para las mujeres romanas los hombres de ascendencia bárbara tienen un atractivo especial. Frente a nuestros romanos actuales, tan sutiles, tan civilizados, tan decadentes, nos aportan la pasión, la fuerza, la potencia de sus bosques salvajes. Sí, Melania, le amo muchísimo aun sabiendo que él no me ama.
—¿Que no le ama? —preguntó Melania—. Entonces cada vez entiendo menos las cosas. Pero, ¿esta casa, estas entrevistas, esta cercanía a la fábrica?
—Melania, veo que sabes de mí más cosas de las que creía.
Pero no hay tiempo para aclaraciones. Sí, yo le amo, pero él buscó en mí algo distinto al amor. Yo he supuesto para él la posesión de la aristocracia romana, el sentimiento de un dominado que se hace con su dominador. Ha encontrado en mí un refinamiento, una educación, una conducta que le han hecho acomodarse a los patricios y ser aceptado por ellos. Ha tenido en mí un auditorio constante, que ha fingido creer sus sueños de dominación de Roma, del Imperio y del mundo.
—Pero esos planes monstruosos…
—Son monstruosos e irrealizables. Soy romana, y sé que el Imperio es indestructible. Podrá flaquear, se perderán algunas provincias o se fomentará o reducirá la corrupción. Pero los bárbaros no podrán nunca dominar Roma.
Entró una esclava —la misma que viera Melania en la anterior ocasión— por una puerta lateral.
—¿Todo está preparado? —preguntó Celia.
—Sí, todo —dijo ella, con voz apenas audible, bajando la cabeza.
—Pasa, Melania —se levantó y entraron al cuarto adjunto. En él había una gran bañera de mármol rosa llena de agua caliente. Ante el estupor de Melania, Celia se comenzó a desnudar, dejando ver su cuerpo maravilloso, modelado en la plenitud de la vida. Seguidamente se introdujo lentamente en el agua tibia de la bañera.
—Dicen que es la muerte más dulce —comentó con Melania— cortarse las venas y desangrarse lentamente…
—Pero ¡no puede hacer eso!
—¿Por qué, Melania? —tomó el estilete afilado que le tendía la esclava y se dio un corte en la muñeca. Introdujo la mano en el agua—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que huya, que me persigan, que me delaten por traición al Emperador y muera de cualquier forma horrible y afrentosa? No, Melania, amiga mía. Hay que afrontar la muerte con dignidad.
La esclava se arrodilló a su lado y le besó la mano.
—Mi buena Euterpe… —comentó Celia— Melania, te voy a confiar un secreto. Esta casa tiene un pasadizo oculto que te permitirá escapar. Euterpe lo conoce. Quiero que te vayas con ella, que escapes. Tú no tienes problema. No eres noble. No eres conocida. Puedes trabajar, ocultarte en cualquier parte. Euterpe te dará algunas de mis joyas. Ahora cuando muera, huye, escápate.
—Mi querida Celia.
La sangre enrojecía progresivamente el agua. Celia hablaba con voz cada vez más apagada.
—No me puedo quejar, Melania. Tuve una infancia feliz con unos padres amantísimos. He viajado, he vivido en la ciudad y en el campo, he conocido el amor juvenil y el amor intenso de la edad madura. He amado intensamente a Adolfus…
Celia se debilitaba por momentos.
—Un amor imposible, pero hermoso. Y qué hermosa es esta sensación. Es un dejarse llevar, un debilitarse lentamente…
—Mi señora… —decía Euterpe, afligida.
—Habladme, que yo no tengo fuerzas… Voy al otro mundo, donde espero… que la vida transcurra… plácida… y feliz…
Inclinó la cabeza a un lado, desfallecida. Su respiración era cada vez más débil.
Comenzaba a caer la tarde. Por el balcón se veía el sol ocultándose entre un esplendor de rojos y violetas.
Euterpe tomó a Melania de la mano.
—Vámonos, señora —dijo— cuanto antes mejor.
Melania miró por última vez el maravilloso cuerpo de Celia, envuelto en el agua rojiza como en un manto de púrpura, y lloró.
—Aprisa, señora, aprisa.
La tomó de la mano y salieron de la habitación. Fueron hacia la cocina. Estaba desierta. Se aproximaron a la chimenea.
La leña estaba apilada en una oquedad. Euterpe apartó los troncos y apareció una pequeña puerta. La abrió.
—Vamos, vamos… —y empujó a Melania.
Ésta, sin saber lo que hacía, como un autómata, se aventuró por el pasadizo. Al final se veía un débil punto de luz.
Pronto estuvieron fuera. Las sombras de la noche comenzaban a invadirlo todo.
3
Un nuevo emisario se acercó a Adolfus.
—Los soldados del cerco exterior han comenzado a aproximarse hacia la casa. Dentro de poco se encontrarán con los del cerco interior. No sabemos qué pasará, puede ser que haya lucha entre ellos.
—Ése sería el momento de salir —comentó Adolfus— estad atentos y avisad cuando ocurra.
No obstante, era difícil afirmar nada. Comenzaba a caer la noche y sólo se veían siluetas en la oscuridad; aguzando el oído se percibía algún sonido de armas metálicas, y alguna voz de mando. Se presentía el enfrentamiento. Los del cerco interior ya debían saber que estaban rodeados, y estarían dispuestos a la lucha.
Fue repentinamente. La oscuridad, llena de rumores estalló en un auténtico infierno. La lucha —romanos contra romanos, legionarios contra legionarios— llenó la noche de gritos, carreras, bramidos, lamentos, persecuciones.
—¡Ahora! —gritó Adolfus— ¡un grupo de germanos con armas por la puerta sur! ¡Los carros, con el mayor sigilo posible, por la puerta norte, hacia la carretera!
Los grupos indicados salieron presurosos a la lucha o a la huida; por un lado, los germanos, por otro, cinco carros con débil protección. Adolfus esperaba, nervioso, apretando los puños, el éxito de la operación.
Esperaron un buen rato, comidos de impaciencia.
Siguieron esperando.
Al perímetro de la villa no se acercaba nadie. La lucha continuaba entre los dos grupos de legionarios. No se sabía nada del éxito o fracaso de la salida.
Y de pronto se supo, de forma espectacular: uno, dos, tres, cuatro, los grandes carros cargados de armas, de víveres, de planos, de documentos, comenzaron a arder. Primero fueron pequeños puntos luminosos; luego cuatro enormes antorchas que iluminaban la noche. Desde el balcón se podían distinguir los soldados en torno de los carros, avivando el fuego y rodeando a los conductores.
—¡Idiotas! —exclamó Adolfus, con una tremenda ira—. ¡No he podido confiar en nadie, siempre han cumplido mal mis órdenes! ¡Estoy rodeado de ineptos! ¡Así es imposible crear un Imperio mundial! He sido traicionado siempre por todos mis colaboradores.
Las llamas de los carros comenzaron a bajar de intensidad.
De pronto, como si recordase, exclamó:
—Pero, ¿no eran cinco los carros? Han incendiado cuatro, pero ¿dónde está el que falta?
Un asustado ayudante le informó.
—Era el destinado a cargar el automóvil, pero no dio tiempo de prepararlo. Aún está en el sótano.
—¿El automóvil? ¿Qué aún se encuentra en el sótano? Que no lo suban al carro. Díganle a Marcos que lo prepare inmediatamente para la marcha.
Ordenó unas últimas disposiciones y bajó hacia el sótano.
Marcos estaba ya calentando el motor.
—Marcos —le dijo Adolfus, imperioso— tengo que salir de aquí y voy a hacerlo en el automóvil. Y tú vas a venir conmigo.
—¿En el automóvil? ¿De noche? ¿Entre los soldados? Pero eso es una locura…
—Locura o no, es la única forma de salir de este infierno. No permito que me cojan prisionero para ser la burla del César y de toda su pandilla de cortesanos.
El motor de esencia de vino ronroneaba. Adolfus indicó unas ánforas cercanas:
—Cargadlas en el automóvil. Necesitaremos combustible de repuesto.
Marcos se horrorizó.
—No podemos viajar así —dijo— con el calor que produce el motor no podemos llevar una carga adicional de combustible; basta con la que hay en el depósito.
—Tonterías; tenemos que exponernos. Sube conmigo.
Adolfus se sentó en el asiento del conductor, y Marcos a su lado. Adolfus ordenó abrir la puerta del sótano y la cancela exterior. Se oían rumores cada vez más cercanos de soldados que se acercaban a la casa.
—Y ahora, ¡adelante!
La luna iluminaba débilmente el camino. El automóvil rugió, como un poderoso monstruo en la oscuridad, y avanzó lentamente. Fue tomando impulso y alcanzó cada vez más velocidad. Adolfus y Marcos avanzaron por la avenida interna de la villa y llegaron a la cancela exterior, que ya estaba abierta.
Siguieron hacia la carretera. Adolfus, que conocía el camino al detalle, conducía hábilmente. De pronto vieron un grupo de soldados que les obstaculizaba el paso.
—¡Adelante! —dijo Adolfus— ¡vamos a por ellos!
Aceleró la marcha del automóvil y Marcos pudo ver, como en una sucesión de movimientos perfectamente encadenada, las fases de la reacción: primero, la mirada inquieta a la oscuridad para distinguir el ruido procedente de la casa; luego, asombro e incredulidad al ver el vehículo a gran velocidad, rodeado de vapor; por último, el apartarse rápidamente del camino tirándose al suelo lateralmente para no ser atropellados. Al volver la cara Marcos aún pudo verles desconcertados, mientras uno de ellos intentaba levantarse y dar órdenes.
—Nos van a perseguir —comentó Marcos.
—Procuraremos tomar una buena delantera —dijo Adolfus—. Acelera más el motor.
—Es peligroso. Puede reventar la caldera.
—Tonterías. Más peligroso es que nos alcancen. Acelera, te digo.
Marcos aceleró. El automóvil ya había alcanzado la Vía Apia y se alejaba de Roma. Había muy poca circulación en aquellos momentos.
Por detrás, a lo lejos, oyeron cascos de caballos.
—Y vienen —dijo Marcos.
Mirando hacia atrás, a lo lejos, a la débil luz de la luna, le pareció ver una polvareda que se aproximaba.
—Sigamos corriendo —dijo Adolfus— dudo que nos alcancen.
Pero de pronto el motor comenzó a fallar. Fueron pequeñas trepidaciones, explosiones falsas, un chorro de vapor salido a destiempo.
—¿Qué pasa? —preguntó Adolfus, intranquilo, mientras conducía.
Marcos gritó, entre el ruido del motor y del aire:
—Un escape de vapor por una de las junturas. Nos rebaja la presión.
—Pues aumenta la intensidad del fuego, echa más combustible.
—Es peligrosísimo.
Al disminuir la velocidad del vehículo Marcos pudo ya distinguir el grupo de jinetes que se aproximaba. Iban reduciendo la distancia.
—¿Se siguen acercando?
—Sí.
—Bien, vamos a prepararles una sorpresa —dijo Adolfus— rasga un trozo de tu traje.
—¿Cómo? —Marcos creía no haber oído bien.
—Que cortes un trozo de tu traje, aprisa. No estamos para explicaciones.
Marcos se arrancó un trozo de tela.
—Ahora quema el extremo en el hogar del motor.
Incorporándose hacia atrás, Marcos extendió el brazo; alcanzaba las llamas que calentaban la caldera. Quemó el extremo de la tela.
—Ya está ardiendo.
—Ahora coloca el extremo que no arde pegado a la brea que tapona el corcho de una de las ánforas de espíritu de vino.
Marcos sintió de pronto una indefinible admiración por Adolfus: en un momento habían confeccionado una auténtica bomba. No se podía negar que tenía recursos para todo.
—Ya comprendo. Y ahora lo lanzo a la carretera, ¿no es eso?
—En efecto, Marcos. Veo que has comprendido.
El galope de los caballos se oía cada vez más cercano. Ya se podían distinguir los rostros de los soldados, azuzando a los animales.
Marcos lanzó al aire con fuerza el ánfora llena de espíritu de vino con su mecha en la boca; el ánfora cayó con estrépito, y una enorme llamarada azul se extendió por toda la anchura de la carretera. Los jinetes, ante el obstáculo imprevisto, intentaron parar las cabalgaduras, pero sólo consiguieron reducir algo su marcha, sin impedir su entrada en aquel mar de llamas azuladas. Hubo un entrechocar de cuerpos, relinchos, gritos, intentos de salir del infierno azulado, mientras el automóvil se alejaba cada vez más del diabólico escenario.
—Ha resultado —comentó Adolfus— espero que ya no tengamos más perseguidores.
Marcos se dejó caer, agotado, en el asiento. De pronto sintió una extraña reacción afectiva hacia Adolfus, entre compañerismo y amistad. Se lo recriminó a sí mismo —¡cómo simpatizar con ese monstruo!— pero la convivencia del peligro, la sensación de persecución, el ingenio para esquivar lo inmediato, parecían unirle a Adolfus con un lazo del que en el fondo se sentía culpable.
Pudo ser el relajamiento de la tensión de la persecución, la sensación de haber superado el peligro, el contento de encontrarse ya libres. Lo cierto es que Adolfus, de pronto, comenzó a reír. Era una risa fuerte, potente, con carcajadas que brotaban como chorros. Marcos, por su parte, también rió, primero con risas breves, sueltas, casi nerviosas, luego relajadas, intensas, resonantes. Uno y otro se miraron y siguieron riendo. Adolfus conducía como congestionado por las carcajadas; de ambos ojos le brotaban lágrimas que apartaba con rápidos pases del dorso de la mano. Y Marcos reía, reía, recordando la persecución, el ánfora, la explosión, y sintiendo la noche, el aire, la velocidad.
Y entonces ocurrió todo. Entre las risas vieron, a lo lejos, una vaca lenta, pacífica, tranquilísima, que comenzaba a cruzar la carretera.
—Una vaca —avisó Marcos.
No se sabe por qué, el aviso provocó en Adolfus un nuevo ataque de risa.
Ya estaba situada en el mismo centro de la carretera. A ambos lados, los árboles bordeaban el camino.
Adolfus intentó reducir la marcha, pero el automóvil no respondía. Se acercaba al animal a toda velocidad.
—Por Júpiter —murmuró, súbitamente serio— ¿no se apartará del camino ese maldito animal?
Pero la vaca no se movía. Estaba completamente parada, cual una estatua, mirándolos con curiosidad.
—Frena, frena —gritó Adolfus angustiado—. Frena este condenado chisme.
Marcos estiró el freno con todas sus fuerzas; la manivela saltó con un chasquido y quedó con la empuñadura en la mano.
La vaca se veía casi inmediata.
Y para evitar el choque, Adolfus se desvió lateralmente, en un intento de pasar entre la vaca y los árboles.
El choque contra el árbol fue violentísimo, e inmediatamente sobrevino la explosión. Las ánforas que quedaban repletas de espíritu de vino actuaron como nuevas bombas incendiarias sobre toda la zona. El vapor escapó de la caldera en enormes chorros. Piezas incandescentes saltaron aquí y allá, golpeando los árboles y las losas de la calzada.
Marcos y Adolfus fueron proyectados a lo alto. Al caer, murieron instantáneamente. Ambos se fracturaron el cráneo.
Adolfus aún alcanzó a ver, antes de morir, la vaca causante del accidente que huía empavorecida, mugiendo. Y el hecho le pareció una tremenda ironía del destino.
4
Les sepultaron en las cercanías. Denario abonó los gastos, cerrando así un capítulo de su vida. Melania, escapada con vida gracias al pasadizo secreto, se encargó de la ejecución de las obras.
En la tumba de Marcos pusieron un lacónico epitafio. Decía así:
Quisiste mover máquinas con la fuerza de Eolo y del vapor que asciende presuroso a los cielos. Cual la ligera nube que escapó de tus manos sea para ti leve el peso de la tierra.
En la tumba de Adolfus no se puso ninguna inscripción.
Pero por toda Roma circuló, con enorme éxito, un epigrama que se atribuyó, sin datos ciertos, a Marcial. Decía así:
Quisiste, lobo ilustre, dominar otra Loba pero fuiste vencido por pacífica vaca. Más pueden los romanos animales de granja que el estúpido orgullo de bestias extranjeras.
Sin embargo…