7. Escapatoria

1

Todo es terrible —dijo Marcos—. Sencillamente terrible.

Habían vuelto sin tropiezos. Tras la fiesta, la T guardia estaba relajada, incluso los saludaron al entrar en la villa y en el pabellón; la vigilancia era más para obstaculizar la salida que para vigilar la entrada de los conocidos.

—Ese hombre es muy peligroso —reflexionó Melania—. Sabe muy bien dónde quiere llegar, y tiene la voluntad y la astucia necesarias para conseguirlo.

—Tenemos que hacer algo.

—Sí, Marcos, pero ¿qué podemos hacer?

—Pensemos, Melania; algún recurso tendremos. Y no me digas que sólo soy una mente simple, porque supongo que si una mente simple enfoca un problema, le encontrará una solución simple.

—No te enojes, Marcos. Pensemos.

—Podríamos asesinarle.

—Marcos, eso no es posible. No creo que tuviéramos la sangre fría para hacerlo. Pero además, no podemos matar a una persona así como así. No es moral. No tenemos derecho a matar.

—¿Cómo que no? ¿No podemos matar a quien sabemos que va a derrocar al Emperador y establecer una tiranía? Y sabemos también que eso costará miles de muertes, en Roma y en las provincias. Debemos impedirlo como sea, aun asesinándole, si fuera preciso.

—Te comprendo muy bien, Marcos, pero sigo pensando que no podemos hacerlo. La vida humana, incluso la de un posible tirano, como Adolfus, es algo sagrado. No, no tenemos derecho a hacerlo.

—Melania, no estoy de acuerdo contigo. Si alguien me quiere matar directamente, porque empuña la daga, porque desenvaina la espada, me puedo defender. Si alguien amenaza matar miles de personas, también la sociedad se podrá defender contra él, aunque en este caso la sociedad sólo seamos tú y yo, los únicos que conocemos el plan.

—Marcos —Melania le tomó las manos—, no lo hagamos. Busquemos otra solución. Apelemos al César.

—¿Qué dices? ¿Llegar hasta Vespasiano? ¿Nosotros? Eso es imposible.

—No es imposible; sí nos empeñamos lo conseguiremos. Ya hemos salido de la villa en una ocasión y ha resultado sencillo. Podemos buscarlo, interesar a sus consejeros, conseguir una audiencia. ¿No has oído que el Emperador es comprensivo, que acude él mismo a los juicios, que atiende personalmente a los que reclaman sobre alguna injusticia? Debemos llegar al César y explicárselo todo.

—Quizá tengas razón. Pero eso nos puede llevar tiempo.

Marcos quedó en suspenso.

—Mira, Melania. Vamos a seguir tu plan, pero antes hay que impedir que la fabricación continúe. Hoy han salido los dos primeros automóviles blindados y en las cadenas hay veinte, en distintos grados de montaje. Tenemos que destruir todo ese armamento. No digo que con él Adolfus sea invencible, pero podría producir muchas bajas.

—Pues ése es tu problema, Marcos. Ingéniatelas para destruir los blindados y luego escapémonos para ver al César.

2

Adolfus observó distraídamente cómo Marcos entraba en la nave. «Este muchacho sigue trabajando —pensó—. Desde luego fue una revelación; gracias a él pudimos desarrollar el proyecto de los automóviles blindados. Y ahora disponemos ya del proyectil incendiario, hecho según las indicaciones de Vegetio. El antiguo fuego griego que ahora prende cuando cae sobre el objetivo.

»Veamos: el empleo de los automóviles blindados presenta algunos problemas tácticos: ¿les hacemos actuar individualmente o con el apoyo de la infantería? Tendré que tratarlo con Domiciano. Él opina que la base de toda conquista sigue siendo la infantería, por lo que los carros sólo deben abrir camino y disgregar al enemigo. Puede ser. Pero en mi opinión, empleados en grupo y con autonomía propia, constituirían una táctica revolucionaria. Daremos orden de que salgan los dos carros terminados y que hagan conjuntamente ejercicios de maniobra y tiro. Y mientras, consideraremos el asunto.

Además, tenemos el problema de las tripulaciones: hay que comenzar a adiestrarlas.

»Y el automóvil ligero ya está reformado, con el nuevo motor de espíritu de vino. Con el depósito lleno tiene una autonomía notable. Qué curioso, que el vino sirva para que funcionen las personas y los automóviles. Debería revisarlo con Marcos.

—Marcos —llamó—, ven conmigo para ver funcionar el nuevo motor.

Marcos terminó de repasar el motor del segundo automóvil blindado. Bajó la coraza y caminó por el borde de la nave. Hizo ver que iba a lavarse las manos.

—Voy en seguida —dijo—, recogeré a Melania para que también vea la prueba.

En el extremo de la nave se encontraban los toneles que contenían la resina inflamable para preparar los proyectiles incendiarios. Con disimulo, Marcos empujó con el pie los tapones situados en su parte inferior hasta sacarlos completamente. Esperó hasta que la espesa resina comenzó a esparcirse por el suelo. Luego salió a buscar a Melania. Momentos después admiraban el nuevo automóvil.

Al verlo, ya supo cómo iban a escapar.

3

—Melania —susurró—, todo está preparado. Nos vamos.

Melania abrió los ojos, con asombro.

—¿Cómo lo has organizado tan pronto?

—Muy sencillo. La nave de fabricación debe estar en este momento inundándose lentamente de la resina inflamable; basta echar un paño ardiendo para que todo se inflame. Así se incendiará rápidamente el pabellón, y se inutilizarán los dos carros blindados construidos y todos los que están en fabricación. Cuando vean las llamas, sonará la alarma general y todos acudirán a sofocar el incendio; nosotros tomaremos el nuevo automóvil, que está completamente preparado, y nos iremos.

—Tengo miedo, Marcos. Presiento que algo va a salir mal.

—Es necesario, Melania. No tenemos otra solución. Vamos.

Se acercaron a la nave de fabricación, tomaron un trapo y le prendieron fuego. Llegaron al extremo de la nave, donde estaban situados los barriles de resina inflamable, y Marcos observó que la mancha de resina ya se había extendido considerablemente por el suelo. Arrojó sobre ella la tea.

Primero fue una débil llamarada. Luego, unas pequeñas llamas que parpadeaban y se extendían sobre la mancha oscura de la resina. Finalmente las llamas fueron tomando más fuerza y comenzaron a devorar lo que encontraban. Producían un humo espeso y asfixiante.

Marcos y Melania salieron sigilosamente y se escondieron en las cercanías del automóvil.

Sólo quien prestara cierta atención hubiera podido ver desde fuera, un ligerísimo humo que ascendía por el reborde del tejado de la nave. Pronto aumentó su cantidad. Alguien se dio cuenta y dio la alarma. Sonó una campana, y hombres y carros se pusieron en movimiento. Mientras, junto con el humo se veían ya algunas llamas sobre la estructura. Se formaron cadenas de esclavos para pasar el agua, pero no se conseguía nada: la fuerza del fuego era ya demasiado grande.

Adolfus surgió entre la multitud. Se acercó corriendo a la nave y la miró, lleno de rabia. Comenzó a dar órdenes.

—¡Aprisa! ¡Avisad a todo el mundo! ¡Que no quede ningún brazo parado! ¡Haced varias cadenas para traer agua! ¡Que se acerquen los carros cisterna! ¡Vosotros, aprisa, traed los sacos de arena!

De pronto preguntó:

—¿Y Marcos? ¿Dónde está Marcos? Búsquenle en seguida y que acuda inmediatamente. Él conoce el almacén como nadie.

Subió a un tonel, para dar mejor las órdenes. La masa pareció organizarse bajo su influjo. Se formaron grupos, realizando cada uno la misión encomendada.

—¿Y Marcos? —seguía preguntando Adolfus—, ¿aún no lo han encontrado? ¡Que venga inmediatamente!

Y fue entonces cuando, al mirar hacia la avenida central, pudo ver la parte trasera del automóvil de esencia de vino que enfocaba el camino de salida.

Sintió que le invadía una ola de cólera. Gritó como un poseso:

—¡Es Marcos que escapa! ¡Detenedlo! Lo quiero vivo o muerto, pero no debe salir, no debe escaparse.

Algunos comenzaron a correr; otros fueron a buscar los caballos para perseguirle.

—¡Aprisa, aprisa! ¡No debe escapar!

El rostro de Adolfus estaba congestionado; el calor del incendio y de la ira le producía chorros de sudor que resbalaban por su frente.

—¡No escapará! ¡Dad orden a los carros blindados que disparen contra el automóvil!

Marcos y Melania corrían a toda la velocidad posible. De pronto, ante ellos, en el camino de salida, vieron la parte posterior de los dos carros blindados que circulaban lentamente. Marcos se inquietó. ¡Así que habían salido! Debió ser en el intervalo entre el repaso de los motores y el examen del nuevo coche. Por lo tanto sólo quedaron destruidos por el incendio los blindados en construcción, pero no los dos prototipos.

—Marcos, ¿qué hacemos? —dijo Melania, gritando, para oírse entre el estruendo del vehículo.

—Tenemos que seguir; debemos ir a ver al César. Déjame y verás.

Apretó al máximo el mando del acelerador y se fue aproximando a los vehículos blindados, que iban a marcha lenta. Encontrando espacio suficiente, pasó entre ambos, haciendo una ágil maniobra, y comenzó a dejarlos atrás con gran estruendo de vapor.

Los conductores de ambos vehículos se miraron asombrados sin saber qué hacer. Marcos seguía ganando distancia.

—Les ganamos terreno —dijo Marcos—, un poco más y llegamos a la carretera general.

Pero por detrás de los coches blindados llegó un mensajero sudoroso, a caballo. Gritó a los tripulantes.

—¡Disparad contra el automóvil!

—¿Cómo? ¿Que disparemos? —repitieron, incrédulos.

—Sí, inmediatamente. Órdenes directas de Adolfus. Hay que destruirlos.

Los conductores detuvieron los dos vehículos. Apuntaron el cilindro lanzador. Estaban ya equipados con los nuevos proyectiles incendiarios. Y el blanco era muy fácil: la senda de salida era recta hasta la carretera general.

Melania miraba hacia atrás e informaba a Marcos:

—Marcos, se han parado. Están moviendo la torreta. ¡Nos están apuntando!

Marcos apretaba más aún el mando de velocidad. La caldera se ponía al rojo. El escape de vapor dibujaba fibras blanquecinas sobre el motor.

—¡Marcos! ¡Van a disparar!

Se oyó un fuerte ruido, y a continuación otro. Melania cerró los ojos. Marcos seguía conduciendo. Esperaron un momento.

«¡Ahora llega! —pensó Melania—, el proyectil con resina inflamable, el incendio volante, la muerte abrasadora.»

Pero el proyectil no llegó. Y pasaron unos instantes, y siguió sin llegar, y Marcos ya alcanzaba la puerta de entrada, sin guardias, por haber acudido todos a sofocar el incendio.

Melania se atrevió a volver la cabeza hacia atrás y se giró de nuevo hacia Marcos, llorando.

—¡Marcos, es maravilloso! ¡Están ardiendo los dos carros, y la tripulación ha saltado! ¡Están ya casi destruidos…!

Y ya con una clara sospecha le preguntó:

—Marcos, ¿cómo lo has hecho? Porque no me niegues que esto es obra tuya.

Marcos sonrió. Con una mano sacó de su bolsillo dos pequeños tubos de metal con unas bolitas en su extremo.

—Aquí tienes la clave, Melania.

—¿Y eso qué es?

—Son los reguladores de la presión de la caldera. Funcionan para que no se produzca una sobrepresión al disparar los proyectiles con el vapor. Al quitarlos, el vapor ha entrado en el tubo lanzador a una presión excesiva, lo ha reventado y ha hecho explotar los proyectiles.

—Y todo eso…

—Todo esto gracias al caballero —hizo una irónica reverencia— que conduce a su adorada Melania a Roma para dar al César algunos informes que le van a interesar enormemente.

Melania se estremeció de gusto.

—¡Marcos! —dijo—, ¡te quiero! Qué absurdo que nos hayamos conocido en estas circunstancias…

El coche enfiló la Vía Apia, pasando de vez en cuando carros, campesinos, grupos de niños, que quedaban embobados mirando el automóvil de vapor.

A lo lejos aparecieron las cúpulas de Roma recortadas por el sol del atardecer.

—Mira, Melania, qué espectáculo, Roma en todo su esplendor… ¿No es maravilloso?

Melania miró la Ciudad Imperial. Por encima de los hombres y de los dioses, de los Emperadores y de los conspiradores, Roma brillaba al atardecer con todo su esplendor eterno.

—En efecto, Marcos —dijo Melania—, Roma es maravillosa.

4

La granja de Vitelio era una típica granja de labor romana. Constaba de un pabellón central, con la zona residencial, unas pequeñas termas adosadas y un pabellón accesorio que en ocasiones se alquilaba, a escaso precio, a parejas dudosas llegadas de Roma.

Marcos conocía a Vitelio hacía tiempo, y por eso se desvió de la Vía Apia y condujo, con cuidado, por los difíciles caminos de acceso. Tras los habituales comentarios de sorpresa —no todos los días se ven automóviles de vapor, aunque Vitelio había visto hacía poco en el circo elefantes y jirafas, y hasta enanos negros que hacían volantines— se abrazaron, como viejos amigos que eran y que no se veían hacía años.

—Podrás dejar tu automóvil, como le llamas, en la cuadra desocupada. Esta granja ya no es lo que era. ¡Si te contara!

Marcos le cortó —él también tenía sus propias preocupaciones— y le explicó su urgencia en hablar con el Emperador.

—Entonces, quieres hablar con Vespasiano —consideró Vitelio—. No será fácil acudir a él por los cauces normales. Es cierto que es abierto y afable, y por eso mismo tiene muchísimas audiencias, y los secretarios informan antes sobre cada caso. De modo que veo casi imposible que obtengas con él una conversación completamente privada.

»Sin embargo, hay un recurso. Como sabes, los romanos conocemos pronto las manías y aficiones de cada emperador. Aunque vivan en el Palacio Imperial, pronto se filtran sus intimidades. Y pronto sabemos, también, si los hemos de apreciar, de amar o de temer. Para hablar con Octavio había que ser funcionario. Con Tiberio, militar. Con Claudio, historiador. Con Nerón, poeta —siempre, por supuesto, inferior a él mismo—. Y ahora, con Vespasiano, tienes dos recursos: o presentarte como literato, o proporcionarle algún negocio que le produzca ganancias para él o para el Tesoro.

—Me temo que no le puedo proporcionar ningún negocio. Y en cuanto a literato, mis habilidades son más bien escasas.

—Pues tú verás lo que haces, Marcos. Vespasiano es un militar que de pronto ha descubierto el mundo de las letras. Le encanta ejercer de protector de artistas, iniciador de nuevos valores o padrino de los ya consagrados. Conoce las principales obras griegas y latinas, cita con oportunidad y frecuenta la compañía de los artistas, a los que invita a Palacio o bien acude él mismo a sus reuniones.

Marcos consideró esta posibilidad.

—¿Podrías enterarte de si hay alguna reunión estos días?

—Desde luego. Te lo puedo decir ahora mismo. Hay una reunión mañana por la tarde, organizada por un patricio llamado Alodio, y se espera que acuda el Emperador.

Y ante la extrañeza de Marcos, Vitelio aclaró:

—No temas; ni soy un espía ni soy un mago. Soy, simplemente, un granjero que provee de buenos comestibles las mejores cocinas de Roma. Por eso conozco bien el mundo de los banquetes. Piensa que en ellos no sólo hay literatura…

»Y basta de hablar, muchachos. Se os nota cansados. Necesitáis una buena cena, que os voy a pasar inmediatamente, y una noche de amor y de reposo. Mañana os procuraré la entrada en casa de Alodio. Así que a descansar.

Marcos y Melania se despidieron y marcharon a su habitación.