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Juanito tenía que descender a la sala sin ser visto para sorprender a Cornelius y Leblanc. No estaba seguro de que ambos fuesen armados, pero tampoco debía descartarlo. La maniobra que se disponía a realizar encerraba un peligro máximo. No se parecía, por desgracia, a los ejercicios de combate en la Academia, o a las batidas de caza con su padre por los cotos privados de Estoril. Nada de ensayos ni esparcimientos, sino un asalto real de cuyo éxito dependían nada menos que dos vidas humanas: la de Mafalda y la suya. Vino entonces a su memoria la escena en la que Errol Flynn se lanzaba en paracaídas sobre Birmania con la misión de destruir una emisora de radar japonesa, durante la Segunda Guerra Mundial. Había visto montones de veces esa película y cada vez le gustaba más. Cumplido el objetivo, el avión que tenía que sacarle de allí junto con sus compañeros no llegó nunca. Fue terrible. Tuvieron que recorrer más de ciento cincuenta millas infiltrados en las líneas enemigas, en medio de un calor sofocante. Pero ahora el calor era real. Juanito notó cómo el sudor le resbalaba por la espalda y le empapaba la camisa. El corazón le latía acelerado y tenía que parpadear para quitarse las gotas de sudor de los ojos, secándoselas con la manga. Buscó en los bolsillos del pantalón hasta encontrar una moneda de dos pesetas y media con la efigie de Franco. Sin pensárselo dos veces, la arrojó con fuerza al otro lado de la sala para hacer ruido y desviar la atención de sus enemigos. Aprovechó que ambos miraban en aquella dirección para descender a las entrañas de la cripta.
Una vez en ellas, se desplazó agachado entre los aparatos de tortura. Mafalda le vio y no pudo creerlo; por un momento cruzaron sus miradas. El príncipe buscaba la distancia adecuada para tener a tiro a Cornelius y a Leblanc. Se ocultó tras una columna; extendió el brazo derecho y apuntó con su pistola.
Pero justo en ese instante Leblanc, de espaldas a Juanito, vio su imagen reflejada en el espejo de un viejo armario de roble. Juan Carlos disparó milésimas de segundo después de que el comisario se hubiese tirado al suelo, eludiendo el proyectil. Cornelius abrió fuego contra el príncipe, pero sus balas rebotaron contra la columna que le protegía.
El comisario aprovechó para rodear la posición de Juanito sin ser visto por este, demasiado ocupado en que no le alcanzaran las balas de Cornelius. Ahora Leblanc estaba a su espalda. Y, antes de que el príncipe se diese cuenta, le embistió como un toro bravo. Se produjo una pelea. Rodaron por el suelo. Juanito estaba en forma, era fuerte y atlético, pero no pudo contrarrestar los casi noventa kilos de peso de su rival ni su mayor experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo. El comisario le golpeó repetidamente en la cara con un puño que parecía un pilón, hasta hacerle perder el conocimiento.
—¡No le mates! —chilló Cornelius.
—¿Qué falta nos hace ya? —repuso Leblanc, agotado y sudoroso.
—¡Cómo dices eso! ¿Quieres privarme del inmenso placer de hacerlo yo mismo, utilizando el machacador de cabezas?
—Pero ¿no ibas a intercambiarle por la chica en la guillotina?
—He cambiado de opinión.
—¿Entonces…?
—Mafalda morirá y Juan Carlos también, pero le mataré yo lentamente. Me ayudarás a introducir su cabezota en el aparato de hierro. Mediante un rodamiento se la apretaré poco a poco accionando la manivela de la parte superior, mientras él mantiene su barbilla inmovilizada en el tope de abajo.
—¿Cómo puedes pensar tan rápido?
—Pienso, luego existo, que decía Descartes. El problema es que los demás no pensáis tanto ni con la agilidad con que yo lo hago. Mira si no a la chica agonizante, y a su principito besando el suelo. ¿Crees que si hubiesen pensado con sensatez estarían ahora aquí, a las puertas del infierno? Ya verás cuando el Borbón vuelva en sí y le coloquemos en el machacador: sus dientes le estallarán o tal vez se le claven en los huesos de su mandíbula, los ojos se saldrán de sus cuencas por la brutal presión sobre el cráneo, y es posible incluso que parte de la masa encefálica empiece a brotarle por los oídos.
—¿Cómo eres tan malvado?
—Oh, querido, por un momento he pensado que eras tú el mismo Frankenstein diciéndome a mí que yo era un botarate.
—¿Cuánto tiempo le queda a la chica?
—Cinco minutos y… ¡zas!
Los disparos habían alertado a Da Costa, Mora y José Antonio mientras recorrían los túneles que, como bocas de lobo, conducían hasta el sótano. Los tres corrieron hacia la sala donde se había producido el tiroteo, temiéndose lo peor. En su carrera, José Antonio tropezó con el cuerpo del matón que seguía inconsciente en el suelo, del que poco antes se había deshecho Juanito. José Antonio trastabilló con los pies de aquel hombre y, al caer, se dio contra la rugosa pared y se abrió la ceja derecha.
—Toma un pañuelo y apriétatelo bien —le dijo Da Costa.
Llegaron al descansillo en el que desembocaba el corredor. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Asomados discretamente, distinguieron a Mafalda en el artilugio de tortura y al magullado Juan Carlos, atado y amordazado muy cerca de ella. Vieron cómo Leblanc le volcaba un cubo entero de agua helada en la cabeza para reanimarle y que pudiese asistir a la agonía final de Mafalda. Juanito dio un respingo en el suelo, se frotó los ojos y agitó los dedos de los pies para reactivar la circulación. El tiempo corría inexorablemente en contra de la joven. La hoja afilada debía encontrarse a tan solo veinte centímetros de su sedoso gaznate.
Los tres hombres mascullaron el siguiente paso que dar.
—Lo mejor sería esperar a que se pongan a tiro, y dispararles desde esta distancia —propuso Da Costa.
—Desde aquí solo tenemos una franja de visión de lo que hay abajo. Puede que no se pongan los dos a tiro —objetó Mora.
—Lo primero que deberíamos hacer es detener el mecanismo de la máquina de tortura en la que Mafalda está atrapada; es posible que podamos cortar la conexión de un balazo. Pero hay que ser muy certero. Si fallamos, será su fin —advirtió José Antonio, metiéndose el pañuelo ensangrentado en el bolsillo del pantalón.
Sin pensárselo dos veces ni consultarlo con los dos policías, José Antonio abrió fuego contra el artilugio y milagrosamente logró detenerlo justo cuando la cuchilla rozaba ya casi la garganta de Mafalda. Pero su disparo alertó a Cornelius y Leblanc. Da Costa y Mora saltaron desde las escaleras. Se produjo un intenso tiroteo. Las balas pasaron silbando en ambos sentidos. Leblanc resultó herido en un brazo, pero tuvo arrestos suficientes para lanzarse sobre el portugués antes de que le diese tiempo a volver a disparar. Da Costa y Leblanc se enzarzaron en una lucha titánica. El comisario arremetió contra su oponente con la fiereza de un oso herido. Agarró con sus enormes manos, que parecían tenazas, la cabeza de Da Costa y la presionó como si fuese a reventar una nuez. Pero un hábil puñetazo del teniente en los riñones del comisario le permitió desembarazarse de él. Da Costa le dio a continuación con toda la puntera de sus zapatos en los testículos. Leblanc se dobló, retorciéndose de dolor. Luego lo agarró por los pelos y tiró de la cabeza hacia abajo mientras le propinaba un rodillazo en la cara, partiéndole la mandíbula. Leblanc perdió el conocimiento con la cara ensangrentada.
José Antonio estaba liberando a Mafalda del suplicio. Abrió las argollas que sujetaban sus pies y manos, la despojó de la mordaza y desencajó finalmente su delicado cuello del yugo opresor. Ella se abrazó a él, rompiendo a llorar. No podía dejar de temblar. Tenía la voz quebrada y tampoco podía hablar. Poco después, José Antonio consiguió liberar también a Juanito de las ligaduras y de la mordaza.
Mora perseguía a Cornelius, a punto de atraparle. El agente le disparó mientras huía, pero no logró alcanzarle y Cornelius desapareció de repente, como por ensalmo, a través del cuadro de una de las paredes de la cripta. Mora intentó hacer lo mismo, pero chocó una y otra vez contra la horrible calavera de Alfonso XIII. Buscó el botón que accionaba el mecanismo de apertura, pero no lo encontró.
Da Costa y Mora no veían otra manera de salir del sótano que volviendo por el pasadizo que les condujo hasta allí.
—Es mejor que permanezcáis aquí. Aunque parezca mentira, estaréis más seguros en este horrible lugar —dijo Da Costa a Mafalda, Juan Carlos y José Antonio.
—Quedaos los dos con las pistolas por si Leblanc volviese en sí —indicó Mora a los cadetes de la Academia.
—Mora y yo avisaremos desde el coche para que acuda enseguida la policía. Nosotros debemos irnos ya rápidamente antes de que Cornelius consiga escapar.
—Un momento —le atajó Mafalda.
—¿Qué sucede?
—Cornelius ha dicho que se marcharía con Leblanc a un aeródromo cerca de Fontainebleau.
—De modo que han conseguido un avión… ¿Está lejos de París?
—A unos sesenta kilómetros —dijo Juanito.
—Treinta minutos en coche. No hay tiempo que perder, Mora.
Una vez solos, Juanito, José Antonio y Mafalda se fundieron en un abrazo.
—Ya pasó todo, Mafi. Ha sido José Antonio el que nos ha salvado la vida.
Mafalda y José Antonio se miraron a los ojos. Él no pudo contener el rubor que invadía sus mejillas.
—¿Te duele? —dijo ella.
—Es solo un rasguño —contestó él, restándole importancia.
—Déjame limpiarte la ceja con mi pañuelo.
Da Costa y Mora salieron al porche, atravesaron el jardín como dos gamos y subieron al coche, aparcado en la calle, frente a la verja de la residencia de Cornelius. El vehículo de este debía de estar ya lejos de allí. Dieron enseguida un aviso por radio: «A todas las unidades, detengan a un Mercedes 300SL Gullwing, de color negro, conducido por Armand Mathieu, alias Cornelius, presidente de la Société Crédit Français; averigüen la matrícula, creemos que se dirige a un aeródromo privado cerca de Fontainebleau».
Los policías pensaban que, si lo que les había dicho Mafalda era correcto, Cornelius se dirigía en ese momento al aeródromo. Ellos pusieron rumbo hacia allí, con Mora esta vez al volante y Da Costa de copiloto consultando un mapa de carreteras secundarias. Dieron orden de instalar controles policiales en las carreteras lo más rápido posible.
Cornelius conducía a una velocidad endiablada. Pronto tuvo el pequeño aeródromo privado al alcance de su vista. Observó con satisfacción cómo el DC-3 le esperaba en medio de la pista. Fabricado en 1943 y, a juzgar por su lamentable aspecto, con las alas remendadas y el fuselaje descascarillado, el avión debía de tener más horas de vuelo que Matusalén.
Cornelius irrumpió con su automóvil en la pista de despegue. Detuvo el coche junto al avión. Se bajó y desde fuera hizo una seña al piloto para que pusiese en marcha los motores, que enseguida empezaron a escupir nubes de hollín. Pero, al perder fuerza, se calaron. El comandante accionó de nuevo el aparato; mientras se calentaba, abandonó la cabina para abrir la puerta al pasajero.
En ese momento, el automóvil de Da Costa y Mora irrumpió en el horizonte. Desde lejos, ambos repararon en lo que estaba a punto de suceder: la huida definitiva de la cabeza de la organización criminal más peligrosa de toda Europa. Pero eso no iban a consentirlo de ningún modo. El vehículo invadió la pista. Da Costa asomó la pistola por la ventanilla del copiloto y abrió fuego a discreción. Las balas rebotaron en la puerta abierta del avión. Cornelius aún no había subido a bordo. El teniente también disparó contra el fuselaje donde estaba almacenado el combustible. Varios chorros de fuel empezaron a manar de las tripas del avión. Otra ráfaga de disparos desencadenó la primera explosión, que arrancó de cuajo la puerta de pasajeros y desplazó a Cornelius unos metros hacia atrás, derribándole de espaldas en el suelo. Entonces se produjo la gran explosión. La aeronave reventó en una nube incandescente de humo y fuego, estallando en mil pedazos.
Recuperado de la caída, Cornelius volvió corriendo hacia su automóvil. Lo puso en marcha y salió de la pista a toda velocidad, esquivando las balas de los policías, para tomar la carretera de regreso a París. Ahora circulaba seguido siempre de cerca por el coche policial. El fugitivo se saltó un control de acceso y salida a la ciudad que estaban colocando en ese momento, sorprendiendo a los distraídos agentes.
Da Costa y Mora le siguieron hasta la entrada de la ciudad. En el interior de París, el tráfico del sábado por la tarde era fluido, y la persecución se hizo peligrosa y llena de incidentes, también para los transeúntes y los demás vehículos. Cornelius se saltó un semáforo en rojo y su coche se estampó contra un turismo que cruzaba perpendicularmente la avenida. Ambos coches describieron varios giros de ciento ochenta grados, pero ninguno de ellos volcó. Cornelius logró detener su Mercedes en medio de la calzada; menos suerte tuvo el conductor del turismo, que, desplazado al otro lado del asfalto, fue arrollado por un vehículo que circulaba en dirección contraria y no pudo evitarlo.
Da Costa y Mora observaron a Cornelius abandonar su coche y salir corriendo calle arriba. Enseguida se apearon ellos también del suyo para seguirle a pie.
A lo lejos vislumbraron a Cornelius tratando de escabullirse entre una fila de gente que esperaba su turno para acceder a un gigantesco edificio en la orilla oeste de la Île de la Cité, muy próximo a la catedral de Notre Dame. Un nutrido grupo de turistas se agolpaba a la entrada. Era el palacio de la Conciergerie, que durante siglos sirvió como prisión y que ahora abría de par en par sus puertas al público como admirado monumento histórico. Da Costa y Mora cruzaron el umbral del edificio tras identificarse en el control.
En el interior del palacio, los policías se separaron para abarcar mejor el inmenso espacio que les rodeaba. Aquel lugar se ramificaba en diferentes edificios y pabellones.
En la sala de abajo, Mora recorrió primero los pasillos que conducían a las celdas reconstruidas de la época de la Revolución francesa. El grupo más numeroso de visitantes se congregaba frente a la de María Antonieta. Cerca de los calabozos, se exhibía la lista de los reos de la antigua prisión que murieron en la guillotina, junto a gran variedad de accesorios: cestas de mimbre con forros de cuero, grillos, serrín, escobas para la limpieza tras la ejecución y hachas o hachuelas, por si se producía algún fallo lamentable en el mecanismo. Entre la relación de reos de muerte había numerosos aristócratas, acusación suficiente para subir a la báscula, como se denominaba la plancha de madera móvil a la que se sujetaba al convicto para la ejecución. Los visitantes contemplaron también la lunnette, la pieza circular dividida en dos mitades en forma de media luna, en la que se introducía el cuello del condenado. Finalmente, el declic, la palanca que liberaba la hoja de la guillotina tras ser accionada por el verdugo, hacía que el filo cayese sobre la cabeza y esta rodase hasta una de las cestas de mimbre que había allí.
El agente Julio Mora no conseguía distinguir a Cornelius entre la multitud.
Mientras tanto, Da Costa rastreaba como un sabueso su presencia en la Sala de Gente de Armas, una inmensa estancia gótica sostenida por una hilera de pilares y cubierta por bóvedas con artesonado. El espacio estaba iluminado por los rayos solares filtrados por las numerosas ventanas, lo que facilitaba al teniente la tarea de identificación. Pero aun así no logró localizar al criminal y prosiguió la búsqueda, dirigiéndose ahora a las cocinas.
Mora llegó a la Sala de Guardia, dividida en dos naves abovedadas con ojivas. Recorrió de un extremo a otro la enorme estancia, pero tampoco vio allí a Cornelius.
Los dos agentes se encontraron con la mirada y fruncieron el ceño, encogiéndose de hombros. Repasaron con los ojos cada rincón, desesperados, temiendo haberle perdido.
Entonces Da Costa vislumbró en la lejanía la silueta de Cornelius, subiendo por una escalerilla interior. Hizo una indicación a su compañero y corrieron juntos hacia allí. Una vez al pie de la escalerilla, saltaron los peldaños hacia arriba de tres en tres. Pudieron ver, unos metros por encima de ellos, las suelas de los zapatos de Cornelius, que estaba a punto de salir a los tejados del edificio. Los agentes cruzaron también el umbral de la azotea. El fugitivo se desplazaba con sorprendente agilidad por la superficie de pizarra pese a su particular forma de moverse.
Desde los tejados podían observarse tres torreones góticos bajo el cielo azul de París. Aunque pareciese increíble, Cornelius había aumentado la distancia sobre sus perseguidores. El recorrido era extremadamente peligroso. Cualquier traspié podía resultar fatal. La resbaladiza superficie de la techumbre de pizarra podía convertirse en un tobogán letal con una caída libre de más de veinte metros hasta el suelo. Con semejante altura, hasta la crisma más dura se haría puré. Da Costa se reencontró con su viejo pánico a las alturas. Mora se dio cuenta y le adelantó.
Al fondo, los dos policías se quedaron atónitos al ver cómo Cornelius, jugándose la vida, saltaba de un edificio a otro entre los puntiagudos tejados de la grandiosa construcción. Parecía una cigüeña. Los dos agentes no tuvieron más remedio que seguirle. Al llegar al borde que separaba los dos edificios, Mora calculó que la distancia era salvable, pero la mirada de Da Costa le estaba diciendo que él no iba a ser capaz de saltar.
—Quédate aquí —le indicó Mora.
Tomando impulso, el policía español dio un enorme salto y pasó sin dificultad al otro lado. Continuó corriendo tras Cornelius, sin mirar ya hacia atrás. Parecía que el malvado se dirigía hacia una especie de atalaya rectangular, situada en el ángulo nordeste del palacio: era la Torre del Reloj. Quizá se propusiese entrar por el arco ojival de una de sus ventanas. Y entonces dio otro brinco increíble para pasar al siguiente edificio. Mora miró esta vez hacia atrás y vio a Da Costa acercarse corriendo hasta su posición.
—Me sorprendes, compañero. Nunca pensé en el fondo que fueses capaz de hacerlo —dijo el español.
Poco después, llegaron juntos a la última separación que acababa de salvar Cornelius. La distancia entre las dos cornisas era bastante más larga que la anterior. Ahora sí que era un salto arriesgado en el vacío. El ánimo de Da Costa pareció caerse redondo al abismo. Estaba seguro de que no podría hacerlo. Su miedo atenazaba los músculos de sus piernas. Pero un sentimiento de rabia por no poder superar el trauma de su juventud en el circo pareció darle alas de repente. Ante la mirada atónita de Mora, que intentó detenerle, Da Costa cogió impulso y dio el salto de su vida, pasando limpiamente al otro lado. El triple salto mortal.
En pie en el nuevo tejado, prosiguió la persecución. Ahora Da Costa le pisaba los talones a Cornelius, que parecía mucho más fatigado que él por el esfuerzo. Pero, aun así, el fugitivo consiguió llegar a la Torre del Reloj, y cuando se disponía a entrar por una de sus ventanas, el policía se le echó encima. En el cuerpo a cuerpo, Cornelius sacó su pistola y sonó un disparo. Da Costa había sido herido en la pierna izquierda, con la que cojeaba ligeramente. Perdió de súbito las fuerzas y se resbaló sin remedio hacia el abismo. En el último instante logró agarrarse a la cornisa con una mano. Se balanceaba en el vacío, por encima de la esfera coloreada del gran reloj, a merced de su oponente. Desde su posición solo podía verle sus elegantes zapatos de piel de cocodrilo, que se acercaban al borde con parsimonia. Cornelius se asomó con cuidado para disfrutar del sufrimiento de su presa. Le sonrió con maldad. Entonces levantó uno de sus zapatos y lo aplastó sin piedad contra la mano de Da Costa que le mantenía aún con vida. Sus dedos de antiguo trapecista se iban abriendo poco a poco, a punto de ceder por el intenso dolor. La caída parecía un hecho ineluctable. En ese momento sonó otro disparo. La suela de cuero que le aplastaba la mano dejó de hacerlo. Mora se asomó por el borde. Agarró de la mano a su compañero y logró izarle hasta el tejado tras un esfuerzo supremo. El cadáver de Cornelius se precipitó al vacío y cayó al patio de la Conciergerie. El mismo lugar donde su padre había muerto guillotinado treinta años antes.