9
Alfonsito reparó extrañado aquella tarde en que alguien había dejado olvidada la llave con borla en la cerradura del secreter de su padre.
La primera vez que pasó junto al mueble de caoba lacada en color crema, con jaladeras de bronce, pareció no apercibirse de ello. Pero un reflejo inesperado le hizo volver enseguida sobre sus pasos y acabar clavando su mirada de asombro en aquella llave de bronce tallada con la flor de lis que podía abrirle las puertas del paraíso. Corría el 29 de marzo de 1956. Era Jueves Santo.
—¡Juanito…! —gritó.
Nadie respondió. Su hermano debía de estar arriba, entretenido en su habitación, con la puerta cerrada.
Alfonsito retiró entonces la silla tapizada en seda de shangtú con casquillos de bronce en las patas delanteras, a juego con el secreter, para poder girar más fácilmente la llave y abrir el primer cajón. Ante su absorta mirada surgió entonces la pistola que su padre creía haber guardado allí a buen recaudo para que sus hijos no volviesen a jugar con ella.
El chaval cogió el arma como si fuese un cuerno de oro, y corrió escaleras arriba, en busca de su hermano.
—¡Juanito, Juanito…! —volvió a gritar, abriendo de golpe la puerta del dormitorio.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¡Menudo susto acabas de darme! —replicó el hermano mayor.
—Mira qué pistola tan chula —dijo, mostrándole el mismo revólver de salón con el que habían estado jugando las pasadas Navidades.
—¿Quién te la ha dado?
—La he cogido yo.
—¿Del secreter de papá?
—Alguien se ha dejado la llave puesta.
—Habrá sido él, con las prisas. Recuerda que hace un rato dijo que tardaría unas horas en volver a casa.
—¿Y a qué esperamos entonces nosotros para jugar?
—¿Disparas tú primero o lo hago yo?
—Te cedo a ti tan inmenso honor; a fin de cuentas, eres mi hermano mayor —dijo haciéndole una reverencia, mientras trazaba en el aire con un gorro invisible el saludo de un mosquetero del rey.
—¡Pues arriba las manos, miserable! —ordenó Juanito, apuntándole al pecho.
—¡No dispare, señor, se lo ruego! —suplicó Alfonsito de rodillas.
El príncipe apretó con fuerza el gatillo y se oyó el ruido hueco del percutor en señal de que no había munición.
—¡Estás muerto! —celebró al ver a su hermano tendido en el suelo.
—¡Ahora me toca a mí! ¡Te vas a enterar!
—¿Se puede saber dónde vas a dispararme ahora, asqueroso matón?
—En la cabeza seguro que no tendrás tanta suerte.
El infante acercó la pistola a la sien de su hermano y apretó el gatillo. Otra vez sonó el disparo hueco tan familiar.
Desplomada en el suelo, la víctima fingía estar muerta hasta que súbitamente decidió «resucitar».
—¡Ya verás cómo a la tercera va la vencida…!
Empuñando la pistola, Juanito apuntó ahora a un palmo de la frente de su hermano y apretó decidido el gatillo. Esta vez sí que sonó un disparo real tras golpear el martillo del percutor sobre el fulminante. En cuanto se oyó la deflagración, don Juan, que regresaba en ese momento inesperadamente a casa, subió desconcertado como una exhalación por la escalinata, seguido de cerca por su ayudante Eugenio Mosteiro, en dirección al cuarto de la segunda planta donde hasta hacía un instante jugaban animadamente los dos hermanos.
Una vez arriba, observaron ambos que Juanito giraba como un autómata con el revólver humeante todavía en la mano derecha alrededor de su hermano pequeño, que yacía desangrándose sobre la moqueta verde. Parecía un soldadito de plomo al que hubiesen dado cuerda. Buscaba incesantemente una salida, como el buceador a pulmón necesitado de subir a la superficie para respirar una bocanada de oxígeno. Pero una y otra vez parecía asfixiarse al rebotar contra un arrecife invisible.
—¡No puede ser, no puede ser…! —repetía, ensimismado, sin cesar de dar vueltas alrededor del hermano agonizante.
Don Juan se arrojó sobre su hijo pequeño tratando de taponar con sus dedos los orificios de entrada y salida por donde la sangre manaba a borbotones, mientras Mosterio, de pie a su espalda, sacudía impotente la cabeza. Era una gran mancha negruzca, con la que se mezclaba el púrpura violáceo de la sangre.
—¡Avisad a Loureiro! ¡Que venga Loureiro de inmediato! —vociferó el conde de Barcelona.
Pero el médico llegó cuando el chiquillo ya había expirado. Roto por el dolor, el recio hombre de mar perdió en unos segundos el rumbo de la historia. La tragedia se había cebado con su hijo de casi quince años, mientras jugaba con su hermano Juan Carlos, de dieciocho, que disfrutaba de un permiso militar en la Academia de Zaragoza.
Tras arrinconar a su primogénito, don Juan se encaró con él conminándole a responder como si compareciese ante el juez supremo.
—¡Júrame que no lo has hecho a propósito! ¡Júramelo…! —bramó.
—¡Te lo juro, papá! ¡Solo estábamos jugando! —gritaba una y otra vez el príncipe, entre sollozos.
—¿Jugando con una pistola?
—¡Lo siento, papá, lo siento, yo no quería…!
—¿Por qué tuviste que coger la maldita pistola? ¿Por qué…?
Entonces le arrebató el arma.
—¡Aguarde un momento, señor! —le previno Eugenio Mosteiro.
—¿Qué quieres? —contestó don Juan, llevado por la inercia.
—Déjeme la pistola un momento, señor.
Don Juan se la entregó para que su ayudante pudiese inspeccionarla. Mosteiro quitó el cargador, comprobando que en su interior no había un solo cartucho de los diez que cabían. Acto seguido volvió a colocarlo en su sitio y accionó el seguro de aleta situado en la parte izquierda del armazón.
—Hummm… Es una semiautomática Star FR Sport, del calibre veintidós, fabricada en Eibar, España… —dijo para sus adentros.
—¡Devuélvemela! —le apremió el conde de Barcelona.
—Ahora sí, señor, tómela —asintió Mosteiro.
Con el arma en el bolsillo del pantalón de vestir, don Juan salió al pasillo y bajó los peldaños de la escalera al mismo ritmo con que un pianista interpretaría una fugaz serenata. Mosteiro oyó desde arriba cerrarse la puerta principal y encenderse poco después el motor de un coche que arrancó como si tomase la salida en la carrera del siglo.
—¡Juan…! ¡Adónde vas, Juan…! —gritó su esposa, arrodillada como una plañidera sobre el cadáver de su hijo pequeño.
Minutos antes, al oír la detonación, doña María había salido despavorida de su saloncito privado. De su pared principal, sobre la amplia chimenea de madera y mármol, colgaba un óleo de su hermano Carlos, muerto en el frente de Guipúzcoa casi veinte años atrás, durante la Guerra Civil española. Al lado, sobre el tresillo de color palo de rosa, había un retrato a la sanguina de su hijo Alfonsito, al que acababa de perder también.
—¡Oh, Dios mío, qué horror, qué horror…! —sollozó la condesa de Barcelona tapándose la boca con la mano, mientras el doctor Loureiro cubría el cadáver de Alfonsito con una sábana. Pálida, descompuesta y con las piernas de popelina, doña María tuvo que apoyarse en el galeno para ponerse de pie.
Eugenio Mosteiro fue el último en abandonar el cuarto de juegos de los infantes. Permaneció allí todavía alrededor de veinte minutos en completo silencio, preguntándose si había sucedido acaso algo más que a todos se les escapaba. Mientras cavilaba, reparó de pronto en que, debido a la enorme tensión, todo el mundo había pasado por alto un detalle elemental: «¿Dónde estaba la vaina metálica, cuyo proyectil acababa de perforar la frente de Alfonsito, provocándole la muerte casi instantánea? ¿Adónde diablos había ido a parar el casquillo?».
Miró a su alrededor, pero no vio el objeto que buscaba. Se acercó entonces al cadáver de la víctima, retiró la sábana que lo cubría, y desplazó cuidadosamente el cuerpo hacia la pared. Enredada entre los pantalones del difunto, la vaina metálica sonó como un cascabel al caer al suelo. Alguien debía de haberla hecho rodar hasta allí con la puntera del zapato sin percatarse de ello. Comprobó que correspondía al calibre veintidós y que, al igual que el arma empleada, era de fabricación española. Acto seguido examinó el orificio de entrada de bala en la frente de Alfonsito, convenciéndose de que el mismo proyectil que antes del disparo permanecía fusionado a la vaina había provocado aquel terrible agujero. Alfonsito, en efecto, había fallecido a causa de un solo disparo efectuado por la pistola que don Juan acabaría arrojando al mar tras recorrer las angostas carreteras de Estoril en su Bentley negro. En el salpicadero había una foto de sus cuatro hijos que colocó doña María, advirtiéndole: «Para que nunca olvides que no tienes derecho a arriesgar tu vida…».
El hallazgo del casquillo convenció finalmente a Eugenio Mosteiro de que la muerte de Alfonsito había sido un lamentable accidente.
Poco después de que él abandonase el escenario de la tragedia, y aprovechando que don Juan aún no había regresado, un misterioso personaje penetró sigilosamente en el mismo cuarto de juegos y entornó la puerta. Parecía buscar afanosamente algo, pero al cabo de un rato dio la impresión de salir de allí con las manos vacías.
Aquella noche, Mosteiro oyó el portazo de un coche proveniente del jardín. Asomado al balcón, comprobó que era don Juan. Caminaba como si llevase bolas de plomo en los zapatos. Iba en mangas de camisa pese al fresco de esa hora. Cuando parecía a punto de entrar, el conde de Barcelona regresó al vehículo para recoger la americana y la corbata olvidadas en el asiento del copiloto. Entretanto, Mosteiro se había precipitado escaleras abajo para recibir al señor.
Minutos después, don Juan desahogaba sus penas con el ayudante en su despacho de la primera planta.
—Acabo de estar con el embajador Nicolás Franco —anunció con voz áspera, dando un largo trago al Dry Martini «tamaño rey», que tantas veces le servía de consuelo.
—¿Y qué dice sobre lo ocurrido, señor? —inquirió Mosteiro.
—Le ha costado admitir que fuese verdad, lo cual no me sorprende en absoluto, porque a mí, que soy el padre de la criatura, todavía me parece mentira.
—Y a mí también, señor.
—Le he dicho a Nicolás que lo único que deseo es enterrar cristianamente a mi hijo. Nada más. No quiero autopsia ni investigación judicial alguna.
—¿Y qué ha respondido él?
—Ha telefoneado delante de mí al Caudillo para informarle de lo que acababa de suceder y, en cuanto le ha tenido al otro lado de la línea, me ha pasado el auricular para que hablase yo con él. «Alteza, lamento profundamente la pérdida de su hijo. Carmen y yo rezaremos por su alma», me ha dicho con voz atiplada.
—¿Ha comentado algo sobre la autopsia?
—Me ha prometido que ningún juez ni fiscal español o portugués se inmiscuirá en el asunto.
—¿Entonces…?
—Entonces nada, Mosteiro. Capilla ardiente, entierro y funeral. Pero nada de escándalos. Alfonsito se merece que le dejen descansar para siempre en paz —zanjó don Juan recobrando la energía de su voz.
—Comprendo… ¿Y sobre las circunstancias del penoso accidente?
—Difundiremos un comunicado explicando que Alfonsito manejaba la pistola y que esta se le disparó sin querer.
—Pero, señor, permítame decirle que eso no es cierto. Usted y yo lo sabemos.
—Es la única forma de proteger la reputación de Juanito por mucho que ahora me pese. Te recuerdo que es mi inmediato sucesor, y que encima acaba de privarme de un recambio sucesorio matando a su hermano.
Don Juan apuró el Dry Martini con intención de servirse otro de un viejo mueble bar de nogal.
—La señora —informó Mosteiro— ha dispuesto que la capilla ardiente se instale en su saloncito privado. Mañana traerán el féretro de caoba que ella misma ha encargado.
—Esta noche acompañaré yo a Alfonsito con mis oraciones. Por cierto, ¿sabes algo de Juanito?
—Lleva toda la tarde encerrado en su habitación sin querer hablar con nadie.
—Pues la verdad es que yo tampoco quiero hablar con él.
—Pero se trata de un accidente, señor. Él no tiene la culpa…
—Si no hubiese jugado con esa maldita pistola, Alfonsito estaría ahora vivo y tú y yo no estaríamos manteniendo esta dolorosa conversación.
Informado de que no habría autopsia ni investigación judicial de los hechos por orden de instancias superiores, Mosteiro procedió a tomar por su cuenta las huellas dactilares pertinentes antes de que las doncellas arreglasen las habitaciones a la mañana siguiente, y de que empezasen a llegar los invitados para dar el pésame a los condes de Barcelona y rendir tributo a la memoria del infante muerto.
Recordaba aún Mosteiro el gran impacto que le produjo la lectura de Una vida en el Missisippi, del genial Mark Twain, publicado en 1882. Nadie había logrado explicar aún cómo al célebre autor americano se le había ocurrido en fecha tan temprana la importancia de las huellas dactilares para resolver un caso de asesinato; aunque Mosteiro, tras el decisivo hallazgo del casquillo, estaba convencido de que la muerte de Alfonsito había sido un mero accidente.
El escritor americano se había anticipado incluso a los expertos sabuesos de Scotland Yard en su novela al narrar la vida de un hombre llamado Ritter, cuya mujer e hijo habían sido asesinados por soldados desertores durante la Guerra de Secesión. El asesino había dejado la huella de su dedo pulgar ensangrentado. Provisto de esta huella, Ritter se hizo pasar por adivino, dedicándose a leer el porvenir en las palmas de las manos con el objetivo de descubrir al criminal, lo cual logró tras examinar detenidamente las líneas del pulgar. Satisfecho por el éxito de su eficaz método, el propio Ritter lo explicaba así: «Cuando era joven, conocí a un anciano francés que durante treinta años había sido guardián en una cárcel. Me contó que en el hombre hay algo que no cambia jamás y que lo acompaña desde la cuna hasta la sepultura: las líneas que hay en las yemas de los dedos. Las fotografías no son de fiar, porque una persona puede cambiar su aspecto físico. Lo único seguro, para mí, era la huella del pulgar».
Eso mismo trató de obtener aquella noche Mosteiro por elemental cautela, tras enfundarse unos guantes blancos para tomar huellas de la llave del secreter y del cajón donde el conde de Barcelona guardaba la pistola, así como del marco y del pomo dorado de la puerta del cuarto de juegos.
A continuación intentó localizar la bala que había atravesado la cabeza de Alfonsito. El orificio de entrada en la frente revelaba, a juzgar por su forma estrellada, que el disparo se había producido a una distancia muy corta, casi a quemarropa. La víctima presentaba también un orificio de salida en la parte posterior de la cabeza, a la altura del hueso occipital. Mosteiro buscó el proyectil, pero no lo encontró. Finalmente, tomó varias fotografías al cadáver de Alfonsito con una cámara Leica.
Empezó con una filtración de insistentes rumores. Se habló de disparos, de un horrible accidente, e incluso de víctimas mortales… Todos, en la agencia francesa de noticias Havas, anhelaron saber entonces qué había sucedido aquella misma tarde en Villa Giralda.
La confusión y el revuelo persistían aún de noche en la redacción de París, cuando uno de sus jefes se apresuró a contactar con el secretario particular del infante don Jaime de Borbón y Battenberg, el periodista Ramón Alderete, para que tratase de confirmar la noticia antes de difundir un despacho.
—Es terrible… terrible…
La voz entrecortada, afligida, del exembajador español José Quiñones de León resonó instantes después al otro lado del teléfono mientras Alderete escuchaba en silencio.
—El tiro —añadió Quiñones con acento afrancesado— ha salido accidentalmente cuando el pobre Alfonso limpiaba su pistola… Todos los intentos han sido inútiles… El desgraciado ha muerto instantes después.
Bastó aquel testimonio desgarrado de quien fue albacea testamentario del rey Alfonso XIII para que Alderete marcase enseguida el número de la agencia y dictase la noticia 245, transmitida a las 23.31 horas, que decía así:
Se ha sabido esta noche en los medios monárquicos españoles de París que el infante Alfonso de Borbón, hijo segundo del pretendiente al trono de España, se ha matado el jueves por la noche mientras jugaba con una pistola en Villa Giralda, residencia de su familia en Estoril.
Mientras el teletipo escupía la crónica del periodista, Quiñones telefoneó a su amigo el diplomático Bruno Cornaro para informarle de la tragedia:
—Supongo que ya sabrás lo ocurrido esta misma tarde en Villa Giralda.
—¿A qué te refieres?
—El infante Alfonso ha muerto.
—¡Muerto!
—Jugando con una pistola.
—¿Seguro?
—Don Juan acaba de telefonearme. Estaba destrozado. Descubrió a su hijo pequeño con un tiro en la frente y nada pudo hacer por él. Murió desangrado poco después en sus brazos…
—¡Qué espanto…! ¿Y su madre…? ¿Y el hermano…?
—Doña María se encuentra en estado de shock, y don Juan Carlos seguía encerrado en su habitación desde que sucedió la tragedia.
—Tremendo.
—La agencia Havas acaba de difundir un despacho a todas las redacciones y supuse que tal vez lo sabrías.
—Pues no. He estado reunido toda la tarde con mi embajador, preparando la última jornada de la visita oficial del primer ministro Segni, quien, como sabrás, regresa mañana mismo a Roma.
—¿Irás al entierro en Estoril?
—¿Cuándo?
—Pasado mañana.
—Sí, claro. Podemos volar juntos.
—Buena idea.
—Es probable que Francesca me acompañe, porque Alessandro está fuera estos días.
—Yo iré con Teresa.
—Aunque, en cuanto se lo diga a Mafalda, seguro que también deseará venir…