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A la mañana siguiente, más temprano que de costumbre, Mosteiro abandonó Villa Giralda al volante de una de las tres rancheras Ford que don Juan se hizo traer de Suiza a Estoril junto con el Bentley, el Mercedes y un pequeño Mercury.

Nadie en la residencia de los condes de Barcelona sabía por supuesto que Eugenio Mosteiro se llamaba en realidad Carlos Alberto da Costa, ni mucho menos que era teniente de la Policía Internacional y de Defensa del Estado (PIDE) de Portugal, del régimen salazarista, considerado por muchos analistas como uno de los servicios secretos más eficaces del mundo.

La PIDE disponía de celdas secretas en todo el territorio portugués y sus agentes habían logrado infiltrarse en los movimientos opositores, como el Partido Comunista o las organizaciones independentistas de Angola y Mozambique. Su extensa red de colaboradores, los llamados «bufos», actuaban como espías entre la población civil propiciando arrestos y confinamientos en sus temibles cárceles.

Da Costa, y no Mosteiro, iba vestido impecablemente aquel día con un traje gris de alpaca bien planchado, lustrosos zapatos de puntera cuadrada y una insignia dorada de la flor de lis en el ojal izquierdo de la americana, simulando ser así monárquico, pues en realidad era republicano y católico. Pero que él aceptase trabajar para el Estado Novo como un perro fiel de su policía secreta no le impedía abominar de las ideas de Charles Maurras, principal fundador de Action Française y uno de los inspiradores del régimen de Salazar. Pese a no ser un ardiente colaborador de los nazis, Maurras era un antisemita condenado a muerte en Francia tras la victoria de los aliados, aunque al final se le conmutase la pena.

Tampoco comulgaba Da Costa con la censura y los métodos de propaganda del régimen, ni con sus organizaciones juveniles, como la Mocidade, o paramilitares, caso de la Legión Portuguesa.

Él era ante todo un profesional consciente de que cualquier régimen político del mundo necesitaba policías, porque un Estado sin agentes secretos era como un hombre sin ojos ni oídos. Al mismo tiempo, él era un patriota portugués que procuraba mancharse las manos lo menos posible en las acciones más sucias del Estado.

Podía considerársele también como un hombre conservador del tipo de Winston Churchill, que lo mismo detestaba a los nazis que a los comunistas. En alguna escondida aurícula de su corazón latía sangre probritánica. Hablaba en perfecto inglés, igual que muchos portugueses educados en la época. De ahí que Da Costa tuviese empatía con el conde de Barcelona, que era bisnieto de la reina Victoria de Inglaterra y sobrino del rey Jorge V nada menos.

Con su sombrero Fedora de fieltro de lana, como el que lucía Humphrey Bogart en Casablanca o su cantante favorito, Frank Sinatra, el agente Da Costa parecía más el jefe de la escolta privada de don Juan de Borbón que su simple ayuda de cámara. El mechón de cabello castaño que surgía bajo el ala del amplio sombrero le daba un aire de distinción.

Era un hombre de metro ochenta y cinco de estatura, muy fuerte, a quien el uniforme policial o la indumentaria de paisano caía con toda naturalidad, sin que tuviera que esforzarse para llevar la cabeza alta, el mentón adelantado o dar a la espalda el máximo de anchura. Los finos labios, que se abrían fácilmente a la sonrisa, dotaban al rostro de humanidad, ternura y comprensión. Los dedos, como garras de trapecista, eran capaces de estrechar con calidez una mano femenina. Sus ojos eran grandes y grises, cobijados bajo una frente poderosa y coronados por los arcos de unas cejas castañas y pobladas. Ojos camaleónicos, que cambiaban de color según la exposición del sol, igual que una tela de muaré: gris claro, gris oscuro, gris verdoso, y hasta gris azulado.

Da Costa era una especie de James Bond muy valorado por el presidente del Consejo de Ministros, Oliveira Salazar, que no hacía más que ensalzar su brillante hoja de servicios; lo mismo que el ministro del Interior, quien, como máximo superior suyo en el servicio secreto, le había encomendado en su día desenmascarar y detener al alemán nazi Rudolf Freitag, principal colaborador del criminal de guerra Hans Frank, abogado personal de Hitler y exgobernador general de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.

A diferencia de Frank, ahorcado por crímenes contra la humanidad en octubre de 1946 tras el proceso de Núremberg, Freitag había logrado huir de Alemania y establecerse en Lisboa con su amante, Alice Streicher, esposa a su vez de un antiguo oficial de la Gestapo, en un céntrico apartamento cercano a la plaza del Comercio. El agente Da Costa se convirtió en la sombra de esta mujer, acechándola inadvertidamente día y noche, hasta hacerse finalmente el encontradizo con ella en el café Palladium de Lisboa y ganarse poco a poco su confianza. Fue así como Rudolf Freitag resultó condenado a cadena perpetua con toda justicia.

Portugal y la costa de Estoril y Cascais en particular se habían convertido en auténticos nidos de espías a principios de los años cuarenta, cuando se alojaban en el hotel Palacio los agentes británicos del MI6 Kim Philby y Nubar Gulbenkian, y el escritor Graham Greene, mientras que en el hotel Atlántico de Monte Estoril y en el del Parque se congregaba la plana mayor del espionaje del Tercer Reich.

A Carlos Alberto da Costa se debía nada menos que la desarticulación del plan para secuestrar a Eduardo VIII de Inglaterra, que en 1936 había abdicado para poder casarse con la divorciada Wallis Warfield Simpson, convirtiéndose en duque de Windsor. La controvertida decisión del monarca levantó una enorme polvareda entre la clase política de su país, empezando por el primer ministro Stanley Baldwin, quien advirtió con insistencia a Eduardo VIII de que el divorcio no estaba reconocido por la iglesia anglicana, de la que era jefe el propio rey.

Asediados por la opinión pública, Eduardo VIII y su nueva esposa huyeron de Inglaterra para refugiarse en Portugal. Alquilaron un palacete en Cascais, del cual muy pronto debieron trasladarse a vivir a la mansión del banquero Ricardo Lamela por estrictas razones de seguridad. Infiltrado en el comando de espías alemanes que actuaban en la zona de Estoril, el agente Da Costa pudo averiguar los detalles del plan de secuestro previsto para la noche del 26 de julio de 1940 en que el duque de Windsor debía ser conducido por la fuerza primero a España, y finalmente a Alemania, en un avión militar. ¿Con qué objetivo? Da Costa descubrió que se trataba en el fondo de una operación de imagen de la Alemania nazi para utilizar al exmonarca como gancho propagandístico de su causa y alejar de paso a Inglaterra del bando aliado en la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, Eduardo VIII había flirteado ya con el régimen nazi entrevistándose en secreto con Hitler, en 1937. De hecho, al rey no le dolieron prendas al afirmar poco después que le hubiese gustado un acercamiento de su país a la Alemania nazi, mostrándose impresionado por la figura del ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop. De ahí que Da Costa barajase incluso la hipótesis del «autosecuestro».

Sea como fuere, el espía portugués desenmascaró uno a uno a todos los participantes en la operación, desde su principal responsable, el miembro de las SS Walter Schellenberg, hasta el jefe de policía de Berlín, Reinhard Heydrich, pasando por el agente japonés Kijuro Suzuki y, naturalmente, por el comando alemán que operaba en Estoril.

Con razón, los jefes de Carlos Alberto da Costa pensaron en él cuatro años después de que don Juan de Borbón y su familia se instalasen en Estoril, procedentes de Suiza. ¿Quién mejor que Da Costa, antiguo trapecista de circo y dotado en ese mundo de una extraordinaria simpatía para ganarse a cocineras, jardineros o conductores podía proteger a los condes de Barcelona y espiarles de paso?

El vehículo que conducía el agente Da Costa aquella mañana tomó la carretera del litoral en dirección al cuartel general de la Policía Internacional y de Defensa del Estado, en las inmediaciones de Lisboa. Da Costa necesitaba hablar lo antes posible con su jefe inmediato. La línea telefónica no era segura y nadie debía saber que estaba investigando la muerte de todo un infante de España como si se hubiese tratado de un crimen. Su nariz recta y la firmeza de su boca denotaban un carácter reservado, mientras que la cabeza, sostenida por un cuello robusto, daban al policía una prestancia altiva.

A su llegada al hotelito de tres plantas, sede de la PIDE en la calle Antonio María Cardoso, encontró a Herminio Arcones sentado detrás de su escritorio hablando por teléfono con un cigarro en la boca; tenía las fornidas piernas cruzadas sobre un taburete de madera y el sombrero Borsalino colgado de un gancho detrás de la puerta. Al ver a Da Costa a través de la luna de cristal, le hizo un gesto para que entrase.

Arcones era un hombre bajito pero matón, con una hermosa tripa que parecía una sandía centrada en el diafragma, criada durante años con cañas de cerveza, o «zumo de cebada», como él solía llamarla, sustituida últimamente por el mejor whisky escocés.

Había nacido en 1899; tenía por tanto cincuenta y siete años. En 1926, siendo un joven policía de Lisboa, apoyó el golpe militar que derrocó al gobierno de la Primera República portuguesa e instaló un nuevo régimen de carácter autoritario, llamado Dictadura Nacional, precursor del Estado Novo impulsado por Oliveira Salazar en 1932. Al año siguiente se unió a la recién creada Policía de Vigilancia y Defensa del Estado (PVDE), que en 1945 fue sustituida por la PIDE. Arcones era un profesional de la policía secreta. En sus inicios trabajó como infiltrado en diversas organizaciones de la oposición política y fue especialista en la captación de confidentes. Era un interrogador duro y eficaz.

Participó, como jefe directo de Da Costa, en el desbaratamiento del intento de secuestro del duque de Windsor y en la detención del criminal de guerra nazi Rudolf Freitag.

Estaba en posesión de la medalla al mérito policial, entre otras condecoraciones.

—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —saludó Arcones, tras colgar el teléfono con su peculiar carraspeo de voz, parecido al sonido de las hojas secas en otoño.

—Estoy metido en un lío de narices —confesó Da Costa, sin rodeos.

—Vaya, eso no es nuevo —bromeó el jefe, haciendo aros con el humo de un robusto Partagás procedente de una de las cajas de habanos que a veces enviaba el presidente cubano Fulgencio Batista a su homólogo portugués y que este a su vez hacía llegar a la cúpula de Interior.

—Eres el único en quien puedo confiar.

—Tú dirás…

—Supongo que sabrás ya que ayer falleció el hijo pequeño de don Juan de Borbón…

—Supones bien, ¿y…?

—Lo que voy a decirte nadie más que tú y yo debe saberlo.

—Reconozco, Da Costa, que nunca te había visto tan enigmático. ¿Quieres decirme de una puñetera vez qué te preocupa tanto?

Da Costa miró hacia atrás para comprobar si alguien que pasase al otro lado de la mampara de cristal podía escucharle. Cerciorado de que era imposible, cantó como un mirlo blanco:

—Creo que el infante Alfonso de Borbón ha sido asesinado.

—Venga, Da Costa, no te tires así a la piscina, que puedes romperte la crisma.

Viendo que no le creía, el teniente extrajo de su chaqueta el casquillo y la bala hallados por la doncella en el cuarto de juegos de Villa Giralda, junto con el casquillo de la pistola Star que empuñaba Juanito y las huellas digitales obtenidas por él mismo de la llave del secreter y de la puerta de la habitación.

—¿Qué es todo esto? —inquirió el jefe.

—Los objetos que pueden demostrar si lo que te digo es cierto.

—¿El infante asesinado por él mismo…? Yo pensé que eso era un suicidio.

—Entérate bien, Arcones: Alfonso no manejaba la pistola, sino su hermano mayor.

—¿Juan Carlos?

—La versión oficial mantiene que al infante se le disparó el arma. Pero entre eso y el cuento de Caperucita no existe diferencia.

—¿Y qué te induce a pensar en un asesinato?

—Primero, que han aparecido dos casquillos procedentes de dos armas distintas en el lugar del crimen, a pesar de lo cual la víctima recibió un solo disparo en la frente. Segundo, que las huellas digitales tal vez revelen detalles importantes que ahora desconocemos. Tercero, que una rueda de interrogatorios entre el personal de Villa Giralda aclararía también otros extremos no menos interesantes… ¿Quieres más…?

—Está bien, ¿y qué pretendes que haga yo con todo esto?

—Muy sencillo: analizarlo.

—Ahora voy a informarte yo a ti: ¿sabes con quién hablaba por teléfono hace un momento?

—No.

—Con el subsecretario del Ministerio del Interior.

—Podía imaginármelo, entre otras razones porque anoche don Juan hizo lo mismo con Franco y este le prometió que nadie en Portugal ni en España se entrometería en la muerte del infante.

—A ver si te enteras, Da Costa: Franco habló también con Craveiro Lopes y este se comprometió a dar el asunto por zanjado… ¿Y pretendes tú ahora que yo me inmiscuya en él, desafiando a nuestro presidente de la República de Portugal?

—Solo te pido que me ayudes. Nada más.

—Claro, tú crees que ahora yo llevo todo esto al laboratorio de balística y huellas dactilares para que lo analicen y asunto concluido, ¿no es así?

—Pues sí, ¿qué problema hay?

—El problema de que está en juego mi trasero, pero a ti parece no importarte que yo sea padre de familia, ¿verdad?

—Arcones… —Sonrió Da Costa de forma cómplice.

—¿Arcones qué…?

—Ayúdame, te lo ruego.

—Está bien, veré lo que puedo hacer… ¡Joder, ten amigos para esto! —masculló.

—Una cosa más…

—¿Acaso vas a pedirme que te preste mil escudos?

—Tranquilo. Solo mira esto… —añadió, tendiéndole un sobre sepia.

—¿Otra de tus sorpresitas?

—Tú míralo.

—¡Caramba! —exclamó observando al trasluz las imágenes en el rollo de película que Da Costa había revelado esa misma madrugada.

—¿Qué te parecen?

—Brutales… Para perforar así la frente, la pistola debió de estar en contacto directo con la piel.

—¿A bocajarro?

—Sin duda. Pero ¿no dices que encontraste dos casquillos de armas diferentes?

—Exacto.

—¿Cuál de las dos manejaba entonces el hermano mayor?

—La semiautomática Star FR Sport, del calibre veintidós.

—¿Esa pistolita? Hummm… Me resulta extraño que ella provocase un agujero estrellado tan grande. Tuvo que ser la otra pistola de nueve milímetros.

—Eso creo yo también.

—Seguro que los compañeros de balística nos darán una explicación convincente.

Da Costa acompañó luego a los condes de Barcelona al cementerio de Cascais para depositar un ramo de flores sobre la lápida de Alfonsito, que descansaba ya para siempre en un ataúd de palosanto con incrustaciones de plata, a dos metros bajo tierra. La sepultura del infante quedó situada a la derecha de la entrada al camposanto. Era la cuarta tumba del fondo, contando desde la izquierda. Los padres y el falso ayudante de cámara entonaron finalmente un responso en memoria del difunto.

Desde su misma llegada a Villa Giralda, seis años atrás, Eugenio Mosteiro en este caso, había sido testigo directo del mutuo cariño entre los dos hermanos. Mientras los chiquillos disfrutaban de las vacaciones les vio montar y desmontar bicicletas innumerables veces, y hasta motos Vespa y Lambretta con una habilidad sorprendente. Recordaba el día en que regalaron a Juanito un precioso Bentley de juguete, cuyo motor armaron y desarmaron los infantes más de cincuenta veces como consumados mecánicos.

También ridiculizaban a Franco, sobre todo Alfonsito. Primero, mostraban orgullosos varios sellos de don Juan III a sus amigos, diciéndoles: «Mirad, mirad, cuando papá sea rey». Y luego Alfonsito, aludiendo al Caudillo, hacía el gesto despectivo y gracioso de levantar la parte derecha del labio superior.

Otras veces, en lugar de divertirse, se asustaban. Cierta tarde, mientras Juanito huía de la persecución de su hermano pequeño se cayó en la piscina y tuvo que ser rescatado por no saber nadar. Colocado boca abajo, logró expulsar finalmente toda el agua que había tragado.

Evocando la infancia de los chicos, Carlos Alberto da Costa no pudo evitar recordar la suya, tan distinta, en torno al fascinante pero sacrificado e ingrato mundo del circo. Con doce años se ganaba él ya la vida barriendo la carpa del circo madrileño Price, donde su madre despachaba localidades para la función y su padre alimentaba a las fieras enjauladas. El chiquillo soñaba entonces con ser trapecista algún día. Se pasaba horas enteras contemplando embelesado las acrobacias de Dorita Puebla y Armando Escalante a quince metros de altura. Pronto oyó hablar de la increíble hazaña del trapecista mexicano Alfredo Codona, el primer humano en realizar un triple salto mortal. Su ejemplo de sacrificio y perseverancia cundió en Carlos Alberto da Costa, quien con catorce años daba ya la voltereta simple sobre el trapecio volante y ensayaba con ahínco en la pista central, ayudado por su maestra Dorita Puebla, la voltereta y media para ser agarrado por los pies. Llegó por fin el día en que Da Costa debutó ante el público que abarrotaba las funciones del Price. Para entonces, efectuaba ya con soltura el doble salto mortal aprendido de Dorita Puebla, con la que formaba pareja tras la retirada de Escalante. La actuación fue un éxito clamoroso. El público aplaudió a rabiar y los compañeros de Da Costa le felicitaron luego cariñosamente. Todos sin excepción, desde los payasos Charlie Rivel, Ramper, Pompoff y Thedy, hasta el faquir Daja Tarto, el mago Li Chang o el domador de leones Pablo Cortez, le dieron su más sincera enhorabuena. Con solo dieciocho años, Da Costa empezaba a brillar como los luceros. Curiosamente, había nacido el mismo año de 1913 que otro trapecista de fama mundial llamado Burton Stephen Lancaster, a quien un grave accidente durante una de sus funciones apartó sin remedio del balancín. En 1946 Burton debutó como actor en Hollywood junto a Ava Gardner en la película Forajidos. Ahora se llamaba Burt Lancaster. El destino quiso que, además de ser trapecistas ambos, Da Costa cambiase también de nombre y lo que era mucho peor: que se viese obligado, como Lancaster, a retirarse del circo tras sufrir un grave accidente con veinte años mientras ensayaba el triple salto mortal. La red colocada aquel día bajo el trapecio le salvó providencialmente la vida. Pero debió resignarse a renquear ligeramente de por vida. Desde entonces, se consolaba recitando una mítica canción convertida para él en una especie de himno vital. Interpretada la primera vez por Judy Garland para la película El mago de Oz, de 1939, Da Costa disfrutaba en realidad escuchando la versión de Frank Sinatra de Over the Rainbow (Sobre el arco iris), cuya estrofa preferida decía:

Algún día desearé una estrella

y despertaré lejos

donde las nubes estén detrás de mí,

donde los problemas se derritan como gotas de limón

lejos y por encima de las chimeneas,

ahí es donde me encontrarás tú.

Además de policía, Da Costa era un trapecista del corazón, un romántico incurable que perseguía los amores más difíciles.