15
—La Historia, estimados discípulos, es una ciencia. Los futuros historiadores como ustedes deben formular hipótesis y plantear problemas. Jamás pierdan de vista que los hechos fundamentales de la Historia son complejos y que por eso mismo pueden cambiar. Tengan siempre presente que el documento escrito no es ya una fuente indiscutible de conocimiento, como en el siglo anterior, sino que ahora lo es la actividad humana en sí misma. Por encima de todo, recuérdenlo siempre, nos interesa el ser humano que vive en sociedad. Tampoco olviden que el historiador es un profeta que mira hacia atrás o, si lo prefieren, que el mejor profeta del futuro es el pasado.
Ferdinand Corbel, catedrático de Historia en la Sorbona de París, ejercía un extraño magnetismo sobre sus alumnos cada vez que disertaba desde la tarima. Aquella mañana, explicando la corriente actual de los Annales, de Lucien Febvre, uno de los historiadores franceses más importantes de su tiempo, exhibió su brillantez y elocuencia habituales.
Mafalda y Dafne abandonaron juntas el aula decorada en madera noble, con formidables arañas de cristal en el techo. Atravesando galerías y salas enormes, como la biblioteca o el anfiteatro, llegaron hasta el hall de entrada, acogedor y luminoso. En la fachada enrejada estaba la puerta de salida. Fuera lucía un sol primaveral muy agradable. Fundada en 1257 por Robert de Sorbon y mandada reconstruir cuatro siglos después por el cardenal Richelieu, cuyos restos mortales se conservaban allí bajo una hermosa cúpula tallada, la universidad se levantaba sobre la llamada Montaña Santa Genoveva, en el corazón del Barrio Latino de París.
—Soy tan feliz… —suspiró Mafalda, mientras paseaba con su amiga alrededor del estanque octogonal situado en el centro de los jardines de Luxemburgo, a cien metros de la Sorbona y del Panteón.
—¿Se puede saber qué te pasa? —repuso Dafne, advertida de que dos muchachos altos, uno rubio y otro moreno, se les habían quedado mirando.
—Amo a Juanito con toda mi alma y él me corresponde. ¿No te parece razón suficiente para estar contenta? Solo me preocupa que él pueda verse afectado para siempre por la muerte de su hermano.
—Chica, creo que te pasan cosas increíbles.
—¿A qué te refieres?
—¿Te parece normal enamorarte perdidamente de un príncipe?
—¿Y qué tiene eso de malo?
—De malo, nada, pero reconocerás que es algo insólito.
—El amor no tiene fecha ni condiciones.
—Oye, no te pongas cursi.
—Simplemente le quiero y hago planes de futuro.
—¿Qué tipo de planes?
—Sé un poco imaginativa, mujer.
—¿No irás a decirme que piensas casarte con él? —dijo mirándola como si se hubiese vuelto loca de repente.
—¿Ves cómo sí que lo eres?
—No tienes arreglo.
—Me da igual si algún día te escandalizas al verme como reina consorte de España.
—¿Quieres dejar de decir tonterías?
—Soñar es libre. A lo mejor incluso él tiene que renunciar a la Corona para casarse conmigo. Pero eso no me gustaría nada, la verdad.
Mafalda sabía que, en cuestión de amor, la lógica rara vez funcionaba. Actuaba la imaginación; e imaginar algo era todavía más edificante que recordarlo.
—Además —añadió ella—, si Grace Kelly acaba de casarse con el príncipe Rainiero de Mónaco, ¿por qué razón no puedo hacerlo yo, que soy tan plebeya como ella, con otro príncipe como Juanito?
Dafne calló, pues sabía que el argumento de su amiga era fundado.
—La novia estaba guapísima por televisión —dijo al fin.
—Su vestido era de ensueño.
—Diseñado por la americana Helen Rose, ¿no te fastidia?
—La misma que le hace todos los trajes para sus películas de la Metro Goldwyn Mayer —añadió Mafalda.
—Sí. Me fijé muy bien en el vestido. Era precioso, la verdad, tan ajustado, con cuerpo de encaje francés de cuello alto y manga larga, y falda ligeramente abullonada, unidas por un fajín que realzaba su cintura.
—Creo que se utilizaron veinticinco metros de tafetán de seda y todo.
—Un derroche que al parecer mereció la pena.
—¿Y qué me dices de la tiara que llevaba, decorada con flores de azahar talladas en brillantes y perlas? Leí en Paris Match que cuando terminaron el vestido lo enviaron a palacio en una caja de aluminio especial, con papel de seda y algodón empapado en perfume de Chanel para que cuando lo abriera recibiese el aroma de millares de flores. En el interior no solo iba el vestido, también el velo y un camisoncito entallado al cuerpo. ¿No te parece romántico?
—Muy romántico, Mafalda —comentó su amiga algo recelosa.
Dafne se consideraba en el fondo una mujer moderna con otros intereses intelectuales que nada tenían que ver con la absurda fascinación de su amiga por los reyes y los tronos. Pero, al mismo tiempo, sentía cierta envidia de ella y trataba de disfrazarla de apatía y comentarios irónicos y burlones sobre su regio idilio.
—Me encantaría llevar un ramo de novia como el de ella el día de mi boda, un pequeño bouquet de lirios, la flor favorita de los Borbones —dijo Mafalda.
—Está bien, si quieres conocer gente interesante, podemos ir juntas un día a la Caveau de la Huchette —añadió Dafne, desviando la conversación.
—Alessandro me ha hablado muy bien de ese lugar.
—¿Te apetece que vayamos este sábado?
—Me parece estupendo.
El París de 1956 era la cuna dorada del existencialismo —enemigo declarado del racionalismo y del empirismo—, de los cafés literarios y las cavas del Barrio Latino donde se escuchaba jazz americano o a musas de la canción como Juliette Gréco; de las jóvenes como Dafne imantadas por la bohemia y por filósofos como Sartre o Simone de Beavouir.
El París de 1956 representaba la alternativa francesa a los beatniks americanos, con ideas e indumentarias anticonvencionales.
Dafne pretendía introducir a su amiga en aquella atmósfera, hacia la que una chica burguesa como Mafalda, empeñada en soñar con ser reina algún día, sentía ciertas reticencias.
Lo importante a la hora de visitar el café de Les Deux Magots, por ejemplo, no era probar una de sus múltiples y sosas ensaladas, sino recrearse con leyendas vivas de la cultura y del pensamiento como Simone de Beauvoir, garabateando en su cuaderno de notas sentada en un rincón, o James Baldwin y Richard Wright; por no hablar de Bréton y Camus.
Pegado a este establecimiento se encontraba el Café de Flore, cuyo comedor de la planta superior constituía la segunda casa de Sartre y Beauvoir, y donde a menudo se daban cita escritores como Laurence Durrell y Truman Capote. La Maison Balzac o la de Victor Hugo eran también lugares de visita obligada.
A Dafne le encantaba igualmente el Crazy Horse, un cabaret innovador, esteticista y vanguardista donde actuaban las mejores orquestas de jazz y cantautores de la ciudad. La terna Jacques Brel, Georges Brassens y Léo Ferré estaba en pleno apogeo. El primero, belga de nacimiento pero parisino de adopción, se había ganado a pulso el apodo de Gran Jacques tras poner en pie una y otra vez al auditorio con su entrega total al transmitir la ternura o ferocidad de sus personajes. Georges Brassens, además de poeta premiado por L’Académie Française, era considerado por muchos entendidos como el más grande cantautor viviente. Por último, el monegasco Léo Ferré, simpatizante comunista y anárquico, encandilaba no solo a los existencialistas, sino al gran patriarca del simbolismo, André Bréton, entusiasmado con su canción L’amour.
Para darle a probar a Mafalda aquel universo casi desconocido, Dafne había elegido un aperitivo que era en realidad un plato fuerte: la Caveau de la Huchette, un club de jazz repleto de cuevas subterráneas donde actuaban músicos de la talla de Count Basie, Sidney Bechet, Art Blakey o Claude Bolling.
Dafne estaba convencida de que su amiga empezaría a mostrarse más receptiva con todo ese mundo que a ella tanto la embriagaba.
Un caballero pulcro y elegante, a quien una sola mota de polvo le habría causado más dolor que una herida de bala, tomó asiento en la sala para someterse al interrogatorio policial en la comisaría central de Lisboa. Aparentaba unos cuarenta años y era rubio, corpulento y algo remilgado.
Eduardo Almeida, el segundo ayudante de cámara de don Juan, era tan petulante como un gallo que creía que el sol salía solo para escucharle.
—Y bien, señor Almeida, díganos dónde se encontraba usted cuando sonó el disparo… —inquirió Arcones.
—Arreglando unos papeles abajo, en mi habitación.
—¿Se puede saber qué papeles?
—Sí, claro: unos recibos de la última montería de don Juan. Cartuchería, renovación del permiso de caza, mantenimiento del rifle Mannlicher Schönauer con mira telescópica que perteneció al rey Alfonso XIII… Al señor le gusta salir a cazar de vez en cuando con él.
—Déjese ya de monsergas y conteste a mi pregunta: ¿qué hizo usted al escuchar el disparo?
—Subí enseguida a ver qué pasaba.
—¿Se cruzó con alguien por el camino?
—Vi a la señora salir muy agitada de su saloncito privado de la primera planta y me entretuve con ella, intentando calmarla.
—Pero ¿sabía ya usted que acababan de disparar sobre el infante?
—Oí los gritos del señor desde arriba, y enseguida oí a Mosteiro indicar que no subiese nadie.
—¿Obedeció?
—La señora insistía en subir, así que no tuve más remedio que retenerla en el descansillo de la escalera.
—¿Había alguien más con ustedes?
—Rosario, el ama de llaves.
—En ese caso, podía haberla dejado con doña María y subir usted a ver qué pasaba.
—Creí mejor evitar que otros miembros del servicio pudiesen irrumpir en el cuarto de juegos, ignorando la consigna que Mosteiro había vociferado por indicación del señor.
—Respóndame ahora: ¿sabía usted que intentaron asesinar al príncipe hace ocho años, muy cerca de aquí?
—Sí.
—¿Cómo se enteró?
—Don Juan me lo dijo.
—¿Qué le dijo exactamente?
—No lo recuerdo muy bien.
—¿Necesita que le refresque la memoria?
—Me explicó que alguien había disparado contra su hijo mientras se dirigía en coche a la estación para tomar el tren rumbo a España.
—Vaya, veo que se ha curado rápido de su amnesia.
—¿Por qué me ha preguntado eso?
—¿Le sorprende acaso que lo hiciese?
—Aquello sucedió hace ochos años, cuando intentaron asesinar al príncipe, pero ahora ha muerto el infante.
—Asesinado también…
—Eso ya no lo sé.
—¿Seguro que no lo sabe, Almeida?
—¿Tendría alguna razón para afirmarlo?
—La pistola.
—¿Qué pistola?
—Una Walther P-38 de fabricación alemana.
—No sé de qué me habla.
—¿Nunca ha empuñado esa pistola?
—Jamás en mi vida.
—¿Dejó usted el casquillo de nueve milímetros olvidado en la escena del crimen?
—Oiga, en todo caso el casquillo será el de la pistola que manejaba el príncipe, y no el de esa Walther que acaba usted de sacarse de la manga.
—Un detalle importante, Almeida: ¿por qué sabe usted que el príncipe disparó la pistola, si en el comunicado oficial se dice que fue su hermano pequeño quien lo hizo?
—Bueno, eso es lo que oí decir en Villa Giralda.
—¿A quién?
—Si se lo dijese sería un chivato, y yo aborrezco a los chivatos.
—Le recuerdo que está usted en comisaría, y no en una taberna de barrio, declarando como testigo en un caso de asesinato. Así que le conviene decir todo lo que sepa, siempre y cuando sea verdad.
—Lo sé muy bien, y no creo que eso cambie nada.
—Hemos terminado por hoy, pero ya le advierto de que volveremos a interrogarle pronto.
Antonio Quiroga, el policía que investigó el atentado frustrado contra el príncipe en 1948, había sido llamado para entrevistarse con Arcones, Da Costa y Mora. Mientras se dirigía al despacho del capitán, se cruzó por el pasillo con Almeida, que salía del interrogatorio. Quiroga se le quedó mirando fijamente a los ojos, como si le hubiese visto antes, frunciendo su poblado entrecejo, pero fue incapaz de recordar quién era. El agente llevaba bajo el brazo el expediente del atentado de 1948, donde figuraba la ficha policial de Fermín Correa, el hombre que supuestamente había intentado asesinar al príncipe, pero no había tenido tiempo de repasarlo desde entonces. Almeida miró a su vez a Quiroga como si le creciesen cuernos en la cabeza, y apretó el paso hacia la salida.
Poco después, entró en el despacho de Arcones un hombre menudo y delgado con unas Ray-Ban modelo Wayfarer de montura plástica y cristales polarizados sobre un curvado caballete. Su rostro reflejaba cansancio.
—Buenos días, Quiroga. ¿Recuerdas a Da Costa? —saludó Arcones.
El hombrecillo asintió con su cráneo de gavilán.
—Te presento al brigada Mora, que ha venido de Madrid para ayudarnos en la investigación —añadió el capitán.
La primera vez que vio a Da Costa, el propio Quiroga reparó en el impacto causado por su fealdad, y le dijo:
—¿Verdad, Carlos Alberto, que soy el hombre más feo de Portugal?
Y Da Costa le contestó, sin morderse la lengua:
—Querido Antonio, alabo tu humildad, pues no solo eres el más feo de Portugal, sino del mundo entero.
Quiroga era tan modesto que se creía inferior a sí mismo. Si no fuera porque Arcones y Da Costa sabían de antemano que era el jefe de policía de Setúbal, habrían pensado que Antonio Quiroga era funcionario de Correos o cobrador de impuestos. Enfundado en un traje gris, llevaba el cabello brillante de gomina y un lunar negro en la mejilla derecha, del mismo color que sus ojuelos de rapaz.
Arcones fue al grano.
—Sabemos que la pistola empleada en 1948 para asesinar al príncipe es la misma con la que han matado ahora a su hermano Alfonso.
—Correcto —asintió Quiroga—. Fermín Correa, a quien de detuvimos como sospechoso poco después del atentado, debió de utilizar esa misma Walther. Una mujer lo identificó, de hecho, como autor de los disparos, pero a última hora rehusó incriminarle alegando que no estaba segura del todo.
—Pero ¿el tal Correa estaba limpio? —terció Arcones.
—Nada de eso. Las huellas dactilares que le tomamos coincidieron varias veces con las de un hombre que había cometido diversos delitos, siempre con distintos nombres, y que los había pagado cumpliendo sucesivas condenas en las prisiones de Peniche y Caxias. Pero al final tuvimos que soltarle por falta de pruebas.
Quiroga abrió a continuación el expediente del atentado y fue pasando una a una las cuartillas con el pulgar lubricado en saliva hasta localizar la ficha policial de Fermín Correa.
—¿Te sucede algo, Quiroga? —dijo Arcones, al observar que palidecía.
—No puede ser, no puede ser… —repetía el hombrecillo mirando a un lado y a otro, como si intentase atrapar con los ojos un moscardón invisible.
—¿Qué diablos no puede ser? —le apremió el capitán.
—El hombre con el que acabo de cruzarme en la comisaría es el mismo de esta fotografía —afirmó, mostrándosela a sus compañeros.
—¡Eduardo Almeida! —exclamaron todos, perplejos.
Da Costa y Mora salieron corriendo tras Almeida, pero cuando se asomaron a la calle este ya había desaparecido.
—Avisad ahora mismo a todas las patrullas de la ciudad para que establezcan controles en las principales salidas. ¡Ojo también con los pasos fronterizos entre Portugal y España! Vigilad las líneas de ferrocarril, puertos, aeropuertos… La Interpol debe saber ya que Eduardo Almeida se encuentra en busca y captura —ordenó Arcones.