33

Da Costa y Mora acudieron por la mañana a la Tour Pointue, en el número 36 del Quai des Orfèvres, donde estaba la Dirección General de la Policía francesa.

Se encontraron allí con el comisario Leblanc y con sus subordinados, Chaillot entre ellos.

Da Costa tomó la iniciativa.

—Tenemos que informaros de algo muy importante —anunció, solemne.

—¿De qué se trata? —inquirió Leblanc.

—Hemos descubierto que Michel Palacios es el hijo bastardo del rey Alfonso XIII.

Los policías franceses se miraron estupefactos.

—¿Estáis seguros? —añadió Leblanc.

—Completamente —ratificó Mora.

—¿Cómo habéis llegado a semejante conclusión?

—El infante don Jaime de Borbón nos ha confirmado el nombre de la mujer a la que Alfonso XIII dejó embarazada, la madre de Michel Palacios.

—¿Carmen Sánchez? —dijo Chaillot, recordando su entrevista con Moretti.

—La misma —corroboró Da Costa.

—Entonces vamos en la buena dirección.

—Cada vez está más claro que el verdadero nombre de Cornelius es Michel Palacios.

La víspera, los fotógrafos de la policía se habían encerrado en el cuarto oscuro del laboratorio para obtener las ampliaciones de las imágenes del misterioso sujeto proporcionadas por el infante don Jaime. Los técnicos debieron esmerarse abriendo a tope el diafragma para enfocar mejor las imprecisiones del original. Apagaron la luz blanca y encendieron la roja de seguridad, logrando aumentar considerablemente el tamaño de aquel hombre con ayuda de una ampliadora.

Chaillot había pensado ya en el siguiente paso: los fisonomistas. Sus ojos eran excelentes, poseían claridad, agudeza, rapidez y firmeza. La precisión al observar era el alma misma de la fisonomía. Observar era seleccionar. Los policías y fisonomistas compartían esa vista excelente que reflejaba el ojo de Dios que percibía el alma. Debían ser capaces de desarmar el rostro de cualquier sospechoso como si fuese un reloj, y de examinar con paciencia infinita cada pieza del mecanismo. Cualquiera de ellas, por insignificante que pareciera, podía ser importante. Las púas de un bigote podían revelar el escondite de un felino; con una simple llavecita podía abrirse un portalón de hierro. Los rostros encerraban claves y llaves; las cosas más menudas respondían a veces grandes preguntas.

Como Gérard Chaillot contaba con la foto de Michel Palacios a los doce años, los fisonomistas de la policía dedujeron que había un ochenta por ciento de posibilidades de que Michel Palacios fuese el mismo hombre que aparecía en la sala de fiestas de Cayo Largo, así como entre el grupo de curiosos junto al cuerpo del infante don Gonzalo, en Austria. Hicieron simulaciones sobre cómo sería el rostro de Palacios veinte años después, y el resultado era casi idéntico al hombre que aparecía en las fotos del infante.

De hecho, el retrato obtenido por Chaillot durante su visita al archivo municipal de Rambouillet mostraba el rostro alargado de un niño muy serio con la mandíbula saliente, una amplia frente coronada por un pelo castaño oscuro, algo rizado en la parte superior, cejas apenas perceptibles y ojos carentes de expresión sobre una nariz que se adivinaba excesiva. La expresión reflejaba una inteligencia especial y aparentaba mayor madurez que la de un niño de su edad.

En la fotografía tomada en Austria se veía ya a un hombre de unos treinta años, de mirada más imperturbable y astuta, que mostraba un desarrollo mandibular desproporcionado —prognatismo, según la terminología médica—, una nariz prominente y unos ojos ligeramente fuera de sus órbitas.

Por último, la foto de Miami tomada cuatro años después mostraba a un individuo con los mismos rasgos faciales que el anterior. Era muy probable que esta vez los policías sí hubieran identificado a Cornelius.

Pero, aun así, Gérard Chaillot puso de manifiesto una evidencia.

—El sospechoso del asesinato del cirujano Ludovic Dubois no se parecía mucho a este hombre —advirtió.

Compararon entonces ambos retratos-robot, colocando uno al lado del otro.

Mafalda había mantenido horas antes la conversación con el preceptor del príncipe, Carlos Martínez Campos, duque de la Torre. Las palabras del tutor no le dejaron a ella ninguna opción de continuar su relación con Juanito. El duque le había dicho, muy severo, que el príncipe era esclavo del deber, de su patria y de su rango, y que ella no debía ser tan egoísta como para obligarle a renunciar a todo eso.

Mafalda se sentía aturdida, noqueada, sin respuesta, incapaz de pedirle a Juanito que renunciara a un destino para el cual había nacido: ser rey de España. Él se enamoraría de nuevo y la olvidaría pronto. En realidad siempre lo había sabido, aunque no hubiese tenido el valor de afrontarlo. Pero ese momento había llegado ya.

Para ella, enamorada desde niña del príncipe, sabía que iba a ser mucho más difícil. Ahora estaba segura de que nunca podría olvidarle. Solo esperaba no volver a sentir algo parecido nunca más, no volver a sentir jamás tanta infelicidad. Su dolor era intenso, y no existía morfina alguna que lo calmase.

Pero en las últimas horas había tenido tiempo de recapacitar para ver las cosas claras de una vez, de una lacerante vez. Su historia de amor con Juanito resultaba imposible, por mucho que ella se empeñara en mantenerla viva.

La noche clara y estrellada contrastaba con los negros nubarrones que cubrían los corazones de Mafalda y de Juanito mientras aguardaban en el sombrío andén la llegada del tren que debía conducirla a ella inexorablemente de regreso a Barcelona, donde tomaría un vuelo con destino a París. Rostros contraídos por el sufrimiento y la certeza de que ya nunca volvería a ser como antes. Podían percibirse ya los últimos sonidos de una eterna despedida.

—No soportaba la idea de dejarte, pero ahora sé que ese momento tenía que llegar —balbuceó ella, como si hablase al borde del abismo de la muerte.

—Yo te quiero, Mafi, y te querré durante el resto de mi vida. El amor es lo único que importa —contestó él con voz ronca, haciendo acopio de fuerzas.

Juanito hubiese querido gritarle a Mafalda sus últimas palabras, inmortalizar todos los instantes vividos junto a ella, esparcirlos sobre la tierra, sobre las montañas y las anchas avenidas… Pero no pudo. Fue tan sublime aquella hora, que siempre le conmovería.

—Yo también te quiero. Ojalá no te quisiese tanto. Pero el amor no es lo único que importa, hay otras cosas en tu vida. Cosas que te corresponden.

—Pero por ellas tengo que pagar un precio demasiado alto. No te tendré a ti… Perdóname, Mafi…

Una sonrisa atónita e inexpresiva crispó su cara, como el sollozo oculto de los hombres que no saben llorar.

—¿Perdonarte por qué?

—Por haberte amado, por seguir amándote, por haberte causado tanta tristeza.

—Te perdono.

Mafalda perdonaba sin olvidar: jamás traicionaría los bellos recuerdos que ahora oprimían su corazón.

—Quiero que me prometas una cosa, Mafi. Prométeme que aunque ahora te sientas desgraciada pronto volverás a ser feliz.

—Te lo prometo.

—No sé cómo despedirme, no encuentro palabras…

—No son necesarias. Tengo que marcharme ya…

Su voz resonó extraña en sus propios oídos.

Se habían arrastrado los dos hasta la estación de tren como si el desencanto hubiese consumido sus miembros. Ella se apoyaba en el brazo de él y caminaba reclinando su cabeza sobre su hombro. Hablaron sin mirarse a los ojos. Ninguno de los dos pudo sumergir ya la mirada en la del otro, como en el horizonte del océano Atlántico o en la orilla del Ebro, en el calmado espejo del agua. Miradas huidizas y desesperadas, como las de dos náufragos a punto de ahogarse. Pero él la miró por última vez esa noche y todas, y vio dos lágrimas rodar por sus mejillas. Entonces la abrazó, sintiendo en su pecho todo el ardor de su cuerpo tembloroso. Mafalda sollozaba sin cesar. Sentía como si alguien le hubiese abierto las venas y toda su sangre afluyese de repente al corazón. Súbitamente, oyeron el traqueteo del tren, que se aproximaba. Había llegado el momento de separarse. Ella le dijo adiós y apretó el paso en dirección al vagón sin volver la vista atrás, sabiendo que era seguida por su mirada. La postrera mirada de un sonámbulo. La locomotora lanzó un agudo silbido, y el interventor, con un pie en el estribo del vagón, avisó a los viajeros: «¡Salida del tren a Barcelona!».

El convoy arrancó. Las vivencias del pasado empezaron a huir desde entonces tan velozmente como los postes telefónicos ante la endiablada locomotora, que, como una bala oscura, iba dejando a su paso una brillante estela dorada, azul y plateada.

División del FBI en Miami, en el corazón de la Second Avenue de North Miami Beach.

—No hay tiempo que perder, muchachos: debemos detener e interrogar a la señorita Annette Sheldon —ordenó el jefe de la División, Nelson Banks, un hombre fornido de cincuenta y tres años, curtido al sol y la brisa de los cayos.

—¿La dueña del Sycamore Club? —repuso con extrañeza el agente especial Lucas Donovan, de cuarenta y nueve años, que conocía de sobra aquel local nocturno de South Beach.

—¿Y por qué razón debemos detenerla, jefe? —preguntó Pete Ridnour, el agente especial más joven, de veintiocho años.

—Acabamos de recibir un requerimiento de la Interpol, según el cual esa mujer aparece implicada en la muerte en 1938 del hijo del rey de España, en Miami.

Todos en la oficina, excepto las secretarias, tenían el mismo look, impuesto hacía años por el director J. Edgar Hoover: el pelo cortado a cepillo, los trajes oscuros y las camisas blancas, los sombreros de fieltro, que sucedieron a los Canotier de paja introducidos por los inmigrantes italianos en Estados Unidos.

En la sede principal del FBI en Florida, el ritmo de trabajo era intenso, pero todo parecía más organizado y menos histérico que en las comisarías de policía europeas. También un poco más pulcro y confortable.

Junto al sello del FBI, en el que podía leerse el lema de la organización: «Fidelidad, bravura e integridad», había un cartel con los retratos de los diez fugitivos más buscados en 1956.

Los agentes especiales salieron rápidamente del edificio. Subieron al Chevrolet Bel Air, que en lugar de estar pintado de blanco y negro, como la mayoría de los coches policiales, era solo negro para pasar inadvertido, y se dirigieron al South Beach por la autopista de la playa.

Los dos agentes especiales eran como la noche y el día: el mayor, Lucas Donovan, era un hombre endurecido por años de trabajo desagradable que habían ido sacando lo peor de sí mismo; ya fuese persiguiendo conspiraciones comunistas, reales o imaginarias, asustando a pervertidos sexuales o investigando crímenes de una violencia que, según él, había dejado de hacerle mella. Pero su propia vida familiar se había visto afectada por sus cada vez más frecuentes accesos de ira incontenible.

El más joven, Pete Ridnour, con su título de Psicología aún reciente, conservaba la ilusión por un trabajo que consideraba toda una aventura. Para él, cada jornada en el buró era diferente: un día podía estar testificando en una corte federal, al siguiente ejecutando una orden de búsqueda y acumulando pruebas sobre actividades ilegales, otro practicando un arresto o reuniéndose con su equipo en la oficina y preparando papeleo.

A finales de mayo, la cálida noche de Miami rondaba los veinticinco grados centígrados. Aparcaron el vehículo frente al Sycamore Club.

Era francamente difícil seguir el rastro de Michel Palacios. Excepto por la denuncia de la modista Marie Cassel, su nombre no volvía a figurar en los archivos policiales franceses, ni en los del resto del mundo, según había confirmado la Interpol. Tampoco existía una ficha con sus huellas dactilares, pues nunca nadie había logrado detenerle; ni constaba en registro alguno una fecha de fallecimiento, por lo que era probable que aún estuviese vivo.

La policía sí había averiguado, en cambio, que Isabelle Decker, conocida como La Alsaciana, la mujer que huyó con Michel Palacios tras hacerse pasar por la modista y vaciarle su cuenta de ahorros, fue encontrada muerta en una cabaña de montaña en las estribaciones de los Alpes franceses, en febrero de 1926, pocos meses después de la desaparición de la pareja.

Según la policía de Grenoble, su cadáver presentaba un orificio de bala en la frente, del que manó un reguero de abundante sangre que enseguida se congeló en el interior del refugio alpino. Era un caso clamoroso de asesinato. A la víctima no se le encontró ni un mísero franco encima.

—¿Fue el primer asesinato de Cornelius? —preguntó el brigada Mora.

—Hasta donde sabemos, sí —respondió tajante Leblanc.

El comisario ordenó remover cielo y tierra para encontrar a Cornelius. Se distribuyó un retrato de la que podía ser su imagen actual y, tras una comunicación con la Interpol, se cursó la orden de detención internacional.

«Michel Palacios, alias Cornelius, es posible que utilice otros; 51 años; alrededor del metro ochenta de estatura, complexión delgada pero musculosa, cabello castaño oscuro, nariz prominente, ojos marrones con ligero grado de exorbitismo, mandíbula saliente; individuo extremadamente violento y peligroso; se le considera autor de varios asesinatos; en caso de apuro disparar a matar».

En las calles, la policía interrogó a todo el mundo: soplones, estafadores, delincuentes de toda ralea, argelinos, mendigos… Se efectuaron registros por sorpresa. A los sospechosos habituales se les presionó en comisaría. Para obligarles a hablar, se les amenazó con cargarles con infinidad de delitos. Pero nadie conocía a aquel hombre. Michel Palacios parecía haberse desvanecido en la nada.

—Vamos a ver, Bouvier, ¿quieres decirnos de una vez qué sabes de Michel Palacios? —inquirió el comisario Leblanc en presencia de Chaillot, Florent, Da Costa y Mora.

—Le juro que no sé nada, señor —gimió el ladronzuelo.

Leblanc volvió a fusilarle con la mirada, mostrándole una vez más las fotos de Michel Palacios en Miami y en Austria.

—¿Seguro que no le has visto antes?

—No, comisario.

Leblanc hizo un gesto con la barbilla al gorila para que le atizase de nuevo.

Un individuo con cuello de toro, que parecía a punto de estallar dentro del suyo de la camisa, y hombros como sacos de cemento se acercó al detenido hundiéndole el puño con toda su fuerza a la altura del esófago.

—¡Ay! —se quejó Bouvier, doblado por el derechazo.

—No te creo, Bouvier. Eres un miserable y vas a cantar ahora mismo todo lo que sabes sobre Palacios.

—Pero, señor, le juro…

Antes de terminar la frase, volvió a sentir aquel mazo de hierro aplastándole las entrañas. Bouvier escupió sangre y todo, sin dejar de toser.

Leblanc no tenía piedad con nadie. Arcones, a su lado, podía considerarse una hermanita de la caridad. Todo el mundo le temía dentro y fuera de la comisaría. Si se ignoraba algo que a él le interesase, era mejor inventárselo, siempre y cuando, claro, el comisario no lo descubriese, porque pobre de aquel que fuese sorprendido in fraganti en su piadosa mentira.

Da Costa cruzó una mirada indignada con Chaillot.

—Es inútil, jefe, este hombre no sabe nada —alegó Chaillot.

—Veremos si es verdad. ¿Seguro que no tienes nada que decirnos, Bouvier?

—No, señor, se lo juraría una y mil veces —insistió, tembloroso.

—¿Dupuis…?

—Señor, le suplico que le diga a ese animal que no me pegue más. Yo no sé nada —imploró el detenido.

Bouvier sabía por lo menos una cosa: que Dupuis era una bestia salvaje con más de cien kilos de peso y metro ochenta y cinco de estatura. Un gorila adiestrado en los gimnasios de barrio donde había boxeado durante cinco años enteros haciendo morder la lona a la mayoría de sus rivales con sus guantes acolchados.

—Está bien, lárgate de aquí, asqueroso… ¿Cómo se llama el harapiento aquel? —preguntó a Chaillot, señalando a un hombre moreno, de mediana edad, al otro lado del cristal que separaba la sala de interrogatorios del resto de la comisaría.

—Deville, jefe.

—Tráemelo aquí enseguida.

Deville era un mendigo que sabía mucho más de lo que aparentaba. Su colaboración, a cambio siempre de una propina que para él solía ser una fortuna que le mantenía con vida, había servido para seguir el rastro de algún que otro sinvergüenza callejero: ladrones de poca monta, estafadores de pacotilla, borrachos violentos, chantajistas, embaucadores… Dormía en bancos de estaciones de metro y en albergues para vagabundos.

—¿Te dice algo el nombre de Michel Palacios? —inquirió Leblanc.

El mendigo hizo un gesto como si le hablasen en chino.

—Veo que te la trae floja. ¿Quieres contestar de una vez?

—No sé de quién me habla, señor.

Deville se había quedado sin dientes y, cuando hablaba, la mandíbula inferior se le movía de un lado a otro. Tenía la coronilla calva, pero el pelo de la nuca largo y rizado.

—De este individuo que ves aquí —dijo, enseñándole su fotografía.

—Jamás le he visto.

—¿Tú tampoco?

—No, señor.

Aquella mañana Leblanc se había puesto uno de sus mejores trajes para asistir a un importante almuerzo, probablemente con alguna de las mujeres de su colección. Tenía un aire de reconfortante limpieza, sin una mácula de polvo en su chaqueta azul, cuyo pantalón le hacía pliegues sobre los zapatos casi nuevos. Un bigote rizado y rubio le orlaba el labio superior, y un rictus maligno dejaba al descubierto unos dientes puntiagudos ideales para perforar gaznates como si fuesen quesos de Gruyère. Mientras su mirada descansaba sobre las puntas de sus zapatos, como si quisiera consultarles algo, repitió:

—¿Conoces a Michel Palacios? Contesta… Estás a punto de hacerme perder la paciencia.

—¿Palacios…?

—¿Estás sordo acaso?

—Le digo que no sé quién es.

Esta vez no fue Dupuis quien le propinó uno de sus terribles puñetazos, sino el propio Leblanc, tras despojarse de su americana para golpearle con el puño izquierdo en el costado.

—Duele, ¿verdad? —dijo con aire de satisfacción, volviéndose a colocar la chaqueta con parsimonia, como había hecho aquella misma mañana antes de salir de su casa.

—No sé por qué me pega, comisario.

—¿Vas a decirnos algo sobre Michel Palacios?

Da Costa aguardó a que el mendigo abandonase finalmente la sala para expresar su corazonada:

—¿No os parece muy extraño que nadie le conozca? Tal vez Palacios se haya sometido a una operación de cirugía plástica para cambiar de rostro.

—Hummm… ¿Cambio de rostro…? —reflexionó Leblanc.

—Conocida la relación del cirujano Ludovic Dubois con la organización…

—Además, Dubois hizo desaparecer las huellas dactilares de Almeida —recordó Mora.

Si sus sospechas eran ciertas, ¿bajo qué identidad y aspecto se escondía ahora el temible Cornelius?