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El avión de Gérard Chaillot aterrizó tras un vuelo accidentado a causa de una tormenta en el aeropuerto de Lyon.

Situada al norte del corredor natural del Ródano y entre el Macizo Central al oeste y los Alpes al este, Lyon había sido durante la Segunda Guerra Mundial un centro neurálgico de las fuerzas de ocupación alemanas y un bastión de la Resistencia, algo que sabía muy bien Gérard Chaillot por propia experiencia.

La mercería de madame Cassel se hallaba en el corazón del pintoresco barrio de La Croix-Rousse, instalado sobre una colina al norte de la ciudad, rodeada de numerosos talleres de confección de telas de seda.

Marie Cassel no era, en principio, una testigo cualquiera. Había sido nada menos que la prometida de Michel Palacios, a quien este dejó plantada tras huir con su dinero cometiendo el primer delito del que la policía tenía constancia.

La señora Cassel hizo un alto en su trabajo para atender gustosa a Chaillot. Con casi cincuenta años, seguía siendo una solterona por culpa del cruel desengaño sufrido en su juventud, que le hizo desconfiar de los hombres para siempre.

—Como puede usted imaginarse, señor Chaillot, ha llovido mucho desde 1925.

—Casi tanto como cuando yo venía en el avión hacia aquí. —Sonrió Chaillot aliviado.

—Ya sabe que tras la tormenta viene la calma —dijo ella, mirando el sol radiante al otro lado de la ventana. Pero bueno, como le decía, yo era entonces una joven modista, huérfana de padre a los diez años, muerto en la batalla del Somme, durante la Gran Guerra.

La costurera seguía siendo una mujer atractiva: morena, ojos verdes, de estatura normal y menuda, tenía además una voz dulce y ceremoniosa.

—Entonces —prosiguió ella— yo era una chica muy mona. No piense usted que soy presuntuosa si le digo que Michel Palacios se fijó en mí enseguida.

—No me extraña en absoluto, señora Cassel.

Gérard percibió cierto rubor en su rostro, seguido de un ligero gesto displicente, como si no le agradasen ya los piropos provenientes de un hombre.

—La pregunta es qué vio usted en ese muchacho que pudiese atraerla —añadió el policía.

—Querrá decir qué no vi en él entonces. Era un chico de mi edad, que me cautivó con sus promesas y zalamerías. Yo era, al mismo tiempo, una jovencita soñadora y enamoradiza. De modo que no tardó demasiado en hechizarme por su encanto un poco canalla.

—¿Encanto canalla…?

—Me refiero a su prodigiosa habilidad para engatusarme, erigiéndose en abogado de los pobres. Me hablaba muchas veces con desprecio de las injusticias de un mundo en el que personas como nosotros estábamos a merced de la voluntad caprichosa de unos cuantos ricachones y burgueses.

—Le enseñó a odiar a los demás.

—Me animó a no humillarme jamás ante los poderosos.

—¿Trabajaba él entonces?

—Nunca supe a qué se dedicaba. Parecía no tener una ocupación estable, pero a veces disponía de dinero en abundancia. Luego, tras verme estafada, me convencí naturalmente de que Michel era un verdadero rufián que participaba en actividades al margen de la ley.

—¿Llegó a pensar en casarse con él?

—Por supuesto. Sucedió todo tan rápido, que a las pocas semanas de conocernos ya nos habíamos prometido en matrimonio. Reconozco que yo estaba enamorada de Michel.

—¿Locamente?

—Tan locamente que le confié mi talonario de cheques tras planear juntos unas vacaciones. Pocos días después otra mujer, haciéndose pasar por mí, acudió a la oficina del banco y retiró todos los ahorros de mi cuenta. En cuanto reparé en ello, denuncié a Michel por estafa, pero él ya había puesto pies en polvorosa.

—¿Identificaron a la mujer que vació su cuenta de ahorros?

—Era la amante de Michel y había huido con él. Me sentí desengañada por completo. Discúlpeme si…

Marie Cassel se echó a llorar. Sin quererlo, Gérard le había abierto la profunda llaga de su corazón haciéndole revivir la enorme tristeza y decepción que sintió entonces. Le robaron el dinero que había ahorrado trabajosamente durante tanto tiempo, y encima el hombre con el que pensaba casarse se largó con su amante. ¿Qué mujer, en su lugar, hubiese tenido fuerzas para enamorarse de otro hombre?

Tras secarse las lágrimas con un pañuelo, Marie añadió:

—Me costó mucho asumir la verdad de que Michel nunca me quiso. De hecho, me engañó desde el primer momento. Fui una presa fácil para un chico sin ningún escrúpulo como él. Todavía hoy recuerdo a veces con terror su fría e inexpresiva mirada, como la de un gran tiburón blanco. Unos ojos oscuros que parecían mirar a ninguna parte, pero que al mismo tiempo te infundían una extraña sensación de sometimiento a su voluntad. Era como si te magnetizase con aquellas pupilas imperturbables para que hicieses en cada momento su diabólica voluntad. Recuerdo también su cínica sonrisa, vengativa incluso, cada vez que hablaba de los poderosos, a quienes seguramente hubiese disfrutado viéndoles muertos.

—¿A un monstruo así quiso usted, señorita?

—Entonces tenía una venda en los ojos.

El profesor Ferdinand Corbel entró en una farmacia de su barrio, situada en el Quai de l’Horloge. El boticario atendía en aquel momento a un cliente. Cuando este salió, el farmacéutico saludó a Corbel y le dijo:

—Ya tengo listo su encargo. Pase conmigo al almacén.

Una vez allí, le mostró el frasco con el preparado.

—Curioso recipiente —repuso Corbel.

Era una botellita de cristal en forma de corazón, en cuyo vértice inferior había un minúsculo orificio para verter el contenido, a modo de cuentagotas.

—Debe tener mucho cuidado a la hora de administrar el preparado de atropina —advirtió el farmacéutico.

—Lo tendré. Ya sabe que el médico me lo ha prescrito para estimular mi frecuencia cardíaca y que debo tomar una dosis muy baja.

Aun así, el boticario le replicó:

—¿Se acuerda usted de los romanos y de sus orgías? Las mujeres tomaban la planta de la atropina. Inhibía la sudoración, elevaba la temperatura y provocaba que perdieran el raciocinio.

—No se preocupe. Ya le he dicho que seré prudente.

—Sobre todo —insistió el farmacéutico—, nunca inhale la atropina o la mezcle con la bebida, pues puede hacer perder la voluntad de una persona de forma absoluta.

Arcones telefoneó a la Dirección General de la Policía Francesa para hablar con Da Costa y Mora.

—Escuchadme bien lo que voy a deciros. Es muy importante que lo sepáis.

Los policías permanecían atentos a través de un gran altavoz instalado en el despacho de Gérard Chaillot.

—Te escuchamos, capitán —asintió Da Costa.

—Los servicios secretos de Franco han interceptado una carta del infante don Jaime de Borbón, hermano mayor de don Juan, a su secretario Ramón Alderete.

—¿Y qué se dice en esa carta?

—El infante solicita una investigación sobre la muerte de su sobrino Alfonsito, pues piensa que ha podido tratarse de un atentado.

—¿Cómo diablos ha podido enterarse de eso?

—Tranquilo. No tiene la menor idea de que la Operación Giralda lleva ya varias semanas en marcha.

—Entonces ¿cómo lo sabe?

—Es solo una leve sospecha.

—Una sospecha que es en realidad una certeza.

—Por eso mismo he sido informado de ello. Es preciso investigar qué sabe exactamente el infante para creer que la muerte de su sobrino pudo tratarse de un crimen. Pero escuchad antes el contenido de la carta.

Arcones procedió a leerla pausadamente al otro lado del auricular:

Mi querido Ramón: Varios amigos me han confirmado últimamente que mi sobrino Alfonso ha sido víctima de un atentado contra su vida.

No fue, como se ha dicho, un mero accidente provocado por la insensatez de dos chicos que jugaban con una pistola, sino que posiblemente se trate de un crimen planeado por una organización desconocida.

Debo pedirte por eso encarecidamente que solicites en mi nombre, cuando lo estimes oportuno, una investigación judicial indispensable para aclarar oficialmente las circunstancias de la muerte de mi sobrino Alfonso.

Exijo que se proceda a esta encuesta judicial, porque es mi deber como Jefe de la Casa de Borbón.

—¿Una encuesta judicial?

—Calma. Es necesario hablar antes con él. Tal vez tenga cosas interesantes que contarnos. Además, vive en París…

Mafalda acudió a su cita con Juanito en Zaragoza. El sábado 26 de mayo habían quedado en el café Salduba de la plaza de España. Juanito quería aprovechar su permiso de fin de semana para estar con Mafalda en Zaragoza, donde se alojaba en la habitación 105 del Gran Hotel de la ciudad.

Mafalda había tomado el avión de París hasta Barcelona, donde cogió el tren rumbo a Zaragoza. En la estación, situada en la margen izquierda del Ebro, como le indicaba Juanito en su carta, tomó un taxi hasta la plaza de España. Llegó al café cinco minutos antes de la hora acordada, que eran las doce en punto. Juanito no estaba allí. Ella se sentó a una mesita esperando su llegada. Para hacer tiempo, pidió un café. Pensaba en la excusa que les había dado a sus padres para justificar su ausencia de París aquel fin de semana.

Iba vestida con el traje negro de Dafne. «¿Demasiado provocador, quizá?», titubeó para sus adentros. Su cabello rubio era ahora negro, como el vestido, cortado de la misma forma que el de su amiga. Como precaución adicional para no ser reconocida, llevaba unas hermosas gafas de sol. Se sentía por vez primera como la amante del protagonista infiel de alguna película de la época. Bebió el café a pequeños sorbos, tratando de apurarlo mientras llegaba Juanito. Estaba cada vez más nerviosa, porque él no aparecía. Trató de tranquilizarse recordando literalmente las palabras de su carta: «Sobre las doce del mediodía»; tenía una cierta indeterminación.

A las doce y veinticinco entró por fin Juanito por la puerta. Al principio no reconoció a Mafalda y ella tuvo que hacerle una señal. Pero el beso que le dio, estrechándola entre sus brazos, mereció todo el retraso del mundo.

—Te echaba tanto de menos, cariño… —Suspiró ella.

—Y yo a ti, Mafi, pero…

—¿Ocurre algo?

—Me gustas más como realmente eres.

—Bueno, me he limitado a seguir tus consejos.

—Aunque reconozco que estás guapa de todas formas.

—Eres un cielo.

—Y tú, princesa mía.

Juanito pasó su mano por la nuca de ella y volvió a besarla apasionadamente.

Se oyó al camarero de la barra, que había reconocido al príncipe, exclamar: «¡Olé, Su Alteza!».

—¿Nos vamos?

—Como quieras, amor mío.

—Voy a llevarte a la catedral del Pilar.

—En cualquier sitio estaré bien contigo.

—¿Es la primera vez que vienes a Zaragoza?

—Sí.

Juanito pagó el café y salieron del local cogidos por la cintura.

Mientras paseaban por la calle Alfonso I, que desembocaba casi en línea recta en la plaza del Pilar, hablaron de sus cosas íntimas.

—Te decía en mi carta el acoso al que me someten para hacer que me olvide de ti.

—Nunca lo harás, ¿verdad?

—Sería incapaz de ello, amor mío.

—Oh, Juanito… qué feliz soy a tu lado, y qué triste estoy cuando ya no estás conmigo…

—Y yo, mi vida. Contaba uno a uno los días que quedaban para verte.

—¿Qué han hecho con mi foto?

—La tienen retenida por orden de Franco.

—Pero es tuya. Yo te la di…

—Tuve una discusión fuerte con mi preceptor, un hueso duro de roer.

—Toma —dijo ella, dándole otra fotografía suya.

—Estás guapísima, cariño.

—Es pequeña, para que la puedas esconder mejor.

—Esta no me la quitarán jamás.

La pareja dejó a un lado el Tubo, un entramado estrecho de calles que albergaba la principal zona de tapeo de la ciudad. Al cabo de cinco minutos, llegó a la plaza del Pilar, que estaba a rebosar de gente aquel sábado. Era una amplia extensión rectangular con jardines y arbolado.

—¡Qué maravilla! —exclamó Mafalda al ver la catedral, con la fachada revestida de ladrillo al más puro estilo aragonés.

—Es el templo barroco más grande de España y el primero dedicado a la Virgen de toda la Cristiandad.

—¿Qué me dices?

—Dentro se venera el pilar que, según la tradición, fue colocado por la propia Virgen María, aparecida en carne mortal al apóstol Santiago el 2 de enero del año 40.

—¿Entramos?

—Estoy deseándolo.

El interior del templo se dividía en tres naves de la misma altura, cubiertas con bóvedas de cañón e intercaladas con cúpulas y bóvedas de plato que descansaban sobre robustos pilares. Accedieron a la nave central, separada por el altar mayor, bajo la cúpula principal.

—¿Dónde está la Virgen del Pilar? —preguntó Mafalda.

—Ven conmigo.

Bajo una de las cúpulas elípticas se hallaba la Santa Capilla de la Virgen del Pilar, junto al coro y el órgano.

—Aquí la tienes. Pídele lo que quieras; seguro que te escuchará.

Ella se arrodilló en un reclinatorio y permaneció en silencio unos instantes, con Juanito a su lado.

—¿Qué eso que hay detrás de la Virgen del Pilar? —dijo ella luego.

—¿Te refieres al obús que cayó sobre la catedral durante la Guerra Civil española y que milagrosamente no estalló?

—Tienes razón: es un proyectil.

—¿Se puede saber qué le has pedido a la Virgen?

—Ah…

—Yo le he dicho que, suceda lo que suceda, siempre sea lo mejor para los dos.

—Igual que yo.

A la salida de la catedral, mientras volvían sobre sus pasos por la calle Alfonso I, pasaron por delante de un hombre que permanecía de pie frente a un escaparate. El sujeto en cuestión se dio entonces la vuelta para hacer una seña a otro individuo que seguía a la pareja, a una distancia prudencial. El hombre que les vigilaba se palpó el revólver que llevaba oculto en la chaqueta.