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Gérard Chaillot decidió acudir al archivo de la CGT, el sindicato anarquista al que Salvador Palacios Bocanegra estuvo afiliado en París. Confirmó allí que el anarquista español colaboró, a partir de 1913, con la sección local de la organización en Rambouillet, a cuarenta y cinco kilómetros de París.

Un hombre mayor, apellidado Dupont, le facilitó más datos mientras removía su bigote de hurón.

—En Rambouillet —explicó— tuvo su sede la escuela anarquista de La Ruche (La Colmena) entre 1904 y 1917. Si quiere más información de ese hombre, la encontrará allí.

—Descuide, que así lo haré —asintió Gérard.

—La escuela fue una creación del anarquista Sébastian Faure. La fundó para hijos de obreros y huérfanos. Decía de ella, con razón, que era la «escuela del futuro»…

Gérard Chaillot estaba como otro niño con zapatos nuevos al subir a su recién estrenado Renault Dauphine azul de cuatro plazas, cuyo primer modelo había salido de la fábrica de Flins en diciembre del año anterior. Tenía frenos hidráulicos a las cuatro ruedas, como el vehículo de Da Costa, y superaba los cien kilómetros por hora. A bordo de ese juguete rodante llegó poco después a Rambouillet, una localidad de apenas diez mil habitantes en la región de la Île-de-France, que pertenecía al distrito del mismo nombre. Pasó frente al bello palacio de Rambouillet, adquirido por el rey Luis XVI en 1783, y torció luego por una calle que desembocaba en el Archivo Municipal. Tras aparcar el coche, entró en un hotelito de tres alturas en cuya planta principal una puerta con una placa indicaba el sitio que buscaba. Una vez dentro, un amable cuarentón con una nariz bulbosa calzada con unas gafas sin montura visible a primera vista, le orientó sobre cómo hallar la información que deseaba. Se llamaba Marciel.

—Empecemos por el padre, si le parece —dijo el archivero.

Sobre su mesa se hallaban algunos periódicos nacionales: France-Soir, Paris-Presse, L’Information, Le Crépuscule… A Chaillot le llamó la atención distinguir también entre ellos un ejemplar de Le Libertaire, el mismo rotativo que leía Damien Moretti cuando le visitó en la tasca parisina. Intuyó entonces que el funcionario que le atendía también era anarquista.

—Aquí la tengo —añadió, tras indagar en un voluminoso archivador ordenado alfabéticamente.

—¿Qué tiene?

—La ficha del padrón municipal… Sí, en efecto: Salvador Cornelio Palacios, ¿verdad?

—Eso es.

—Estuvo empadronado en esta localidad durante cuatro años, entre 1913 y 1917.

—¿Y su hijo?

—Figura con él. Busquemos ahora en ese otro archivador —dijo, señalando un armario con patas de madera que se mantenían firmes de milagro con los montones de cajas de documentos almacenados en su interior.

—¿Qué espera encontrar ahí?

—La relación de alumnos de La Ruche. Una gran escuela, por cierto.

—¿Qué sabe usted de ella?

—Quedaba a tres kilómetros de Rambouillet, en un gran caserón. «La escuela del futuro», la llamaban.

—Lo sé; me lo dijo un señor en la CGT.

—¿Dupont?

—Sí, ¿le conoce?

—Claro. Es un buen hombre. Se merece que hayan inmortalizado su apellido en los lujosos encendedores de bolsillo —bromeó.

—Lo que ya no me he explicado Dupont es qué significa eso de «la escuela del futuro».

—Bueno, en aquellos años sin duda lo era. ¿Dónde se impartía si no enseñanza laica, sin intromisión de las autoridades públicas, a la vez que los niños y niñas podían estudiar juntos, en régimen mixto? Tampoco en ninguna otra escuela de entonces se aplicaba el método positivista, relacionando a los chavales con la naturaleza y velando por su autonomía y educación sexual. Además, la matrícula era gratuita, pues el colegio se financiaba con las aportaciones de los propios anarquistas.

—¿Encuentra algo?

—Tranquilo, hombre, ya verá como sí… ¿Lo ve?

—¿Qué?

—La ficha de Michel Palacios.

—¿Me deja echarle un vistazo?

—Cómo no.

—Entró en la escuela en 1913, con ocho años, y permaneció en ella hasta 1917 —comprobó Chaillot.

—El año en que se cerró el colegio, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial —explicó el archivero.

—En esta foto tenía doce años… ¿Puedo llevármela?

—Estaría mal que le dijese que sí.

—Después de todo, ¿a quién puede interesarle ya esta fotografía, desaparecidos sus padres y sin familiares que la reclamen?

—Solo a usted, por lo que veo.

—¿Puedo llevármela? —insistió Gérard.

—Yo no sé nada.

—Gracias, Marciel.

Gérard Chaillot había concertado una entrevista con el presidente de la Société Crédit Française para hablar sobre los dos cheques emitidos por la entidad a favor del marqués de Pimentel y del cirujano Ludovic Dubois.

La sede del banco se hallaba en un imponente edificio del siglo XIX, muy cerca de la Ópera Garnier y de Galeries Lafayette, en el bulevar Haussmann.

La construcción era grandiosa, con bóveda artesonada de piedra en el interior y larga fila de balcones al exterior. Esculpidas en la fachada, se leían las siglas en dorado del banco, SCF, junto a una bandera de Francia.

El policía subió por una escalinata con baldosas de piedra blanca y franqueó luego la formidable puerta de hierro forjado con pilares de granito, que daba acceso a un amplio vestíbulo con esbeltas paredes forradas de ricos tapices y del retrato de su presidente y fundador, Armand Mathieu.

—Bonjour! —saludó un hombre menudo, embutido en un elegante traje gris de Pierre Balmain, con corbata azul de seda.

»Permítame que me presente: me llamo Jean Pierre Jussieu, y soy el director general de los Servicios Jurídicos del banco. El señor Mathieu le aguarda en su despacho. Acompáñeme si es tan amable.

Très bien, merci —correspondió Chaillot.

Atravesaron un patio interior con airadas columnas y una fuentecilla con motivos mitológicos, y accedieron a la parte más noble del edificio, donde estaban los despachos directivos y, en concreto, el de la Presidencia. Jean Pierre Jussieu empujó suavemente el pomo dorado de la puerta entreabierta.

—¿Da usted su permiso, señor Mathieu? —preguntó desde el umbral.

—Pasen, pasen —contestó el presidente del banco, incorporándose de su sillón de cuero repujado al fondo del despacho.

Acompañaba a Mathieu un hombre rubio y de mediana estatura, de unos cuarenta años, que se levantó también de una de las dos sillas situadas al otro lado del escritorio presidencial de madera de caoba.

Se respiraba el lujo en toda la estancia. Una réplica de la Venus de Milo en mármol blanco, de dos metros de altura, destacaba en uno de los laterales. Justo enfrente, un tresillo de terciopelo rojo formaba una «u» con dos butacones a juego sobre una gruesa alfombra Wilton de principios del XIX.

—Tenga la amabilidad de sentarse, caballero —indicó Mathieu al policía, señalándole uno de los butacones; el otro se lo reservó para él, y en el tresillo se acomodaron sus dos colaboradores.

—Le presento, señor Chaillot, a mi director general, François Arnaud. A Jean Pierre Jussieu veo que ya le conoce. Bueno, usted dirá…

—Como ya saben —arrancó Chaillot—, el asunto que me trae aquí es muy grave. Hemos detectado la existencia de dos operaciones realizadas con este banco. Vayamos, si les parece, con la primera.

—Adelante —dijo Mathieu.

—Una transferencia a nombre de Anastasio Pimentel de la Fuente, con fecha 12 de septiembre de 1955, por importe de un millón de pesetas a su cuenta abierta en la oficina de ustedes en Madrid.

—¿Es correcto? —interrogó el presidente, como si la cosa no fuese con él.

—Sí que lo es —repuso el director general.

—Pero lo curioso viene ahora —agregó Chaillot—: hemos descubierto que quien ordenó la transferencia, un tal Nicolas Briand Courtois, es un fiambre auténtico. Si se tomasen ustedes la molestia de visitar el cementerio de Santa Margarita, comprobararían que su tumba se encuentra allí junto a las de otros infelices que, como él, murieron guillotinados en la plaza de la Bastilla, en junio de 1794.

—Arnaud, Jussieu: ¿es cierto también eso? —inquirió Mathieu.

Los dos directivos se miraron desconcertados, sin saber qué responder. Chaillot lo hizo en su lugar.

—Lo que oyen. El tal Briand fue uno esos infelices que pasaron a mejor vida sin cabeza. Alguien tuvo la macabra idea de usurpar su nombre para realizar la transferencia a Pimentel.

—Si es verdad lo que dice este caballero, el asunto parece grave —comentó Mathieu a sus dos colaboradores.

—Aguarde un momento. Todavía debemos hablar del cheque que encontramos entre los papeles del doctor Dubois, firmado por Mosen Abraham Blamont, por importe de mil doscientos francos.

—Claro, claro…

Los banqueros se limitaban a escuchar al policía con aparente calma.

—Esta vez, el señor Blamont vivía cuando lo firmó, pero falleció curiosamente una semana después de hacerlo. ¿No les parece extraño?

—Pues sí, bastante.

—En cualquier caso, monsieur Mathieu, comprenderá usted que el banco tendrá un grave problema si no es capaz de justificar los hechos que acabo de recordarles. Y coincidirá también conmigo en que el delito de falsificación de firma no es ninguna broma.

—No le quepa a usted duda, monsieur Chaillot, de que el banco abrirá una investigación para averiguar lo sucedido. Pero, por lo que usted nos ha contado, todo parece indicar que hemos sido víctimas de un engaño.

El presidente acompañó a Chaillot hasta el vestíbulo. Era más alto que él, alrededor del metro ochenta de estatura, y caminaba de forma extraña, meciéndose en un suave balanceo, como si sus piernas arqueadas fuesen a quebrarse por el peso de su cuerpo.

Tras su entrevista con Mathieu, el teniente Chaillot telefoneó al diario Le Figaro desde su despacho de la comisaría. Mientras regresaba del banco, al volante de su coche, le vino a la cabeza su amigo Guillaume Boucher, responsable de la sección financiera de uno de los periódicos más longevos de Francia, fundado en enero de 1826, cuya cabecera se había inspirado en el nombre del célebre personaje creado por el dramaturgo Beaumarchais.

El policía y el periodista habían colaborado anteriormente en varios casos relacionados con delitos económicos. Chaillot sabía que Boucher era tal vez el reportero mejor informado en asuntos financieros de toda Francia, galardonado dos años atrás con el Premio Nacional de Periodismo Económico.

—Necesito tu ayuda, Guillaume.

—¿Otro pez gordo?

—A este hay que pescarle con un arpón especial.

—¿Cómo se llama el cachalote?

—Société Crédit Français.

—Necesitarás varios arpones de esos.

—¿Qué sabes?

—Rumores.

—¿De qué tipo?

—Nada buenos: se dice que el banco se fundó con dinero robado y que financia operaciones de dudosa legalidad.

—Tal vez si removieras un poco toda esa mierda…

—Son historias imposibles de demostrar.

—Para ti, no.

—Te agradezco la confianza.

—Utiliza alguno de tus cebos.

—Te prometo que haré lo que pueda.

Mafalda era incapaz de reprimir sus nervios ante el inminente viaje a Zaragoza para ver a Juanito.

—¿Sabes una cosa, Dafne?

Su amiga hizo un gesto de alarma.

—Tranquila, mujer, que es algo divertido.

—¿A qué esperas entonces para contármelo?

—He decidido copiar tu look.

—No puedo creer que quieras ser existencialista como yo.

—La verdad es que Juanito me ha sugerido cambiar de aspecto para que su preceptor no me reconozca en Zaragoza. ¿Y quién mejor que tú puede ser mi modelo?

—Menudo honor.

—Así que voy a teñirme el pelo de negro y a cortármelo como tú.

—Pues si ya dicen que nos parecemos, ahora vamos a ser gemelas.

—¿Recuerdas cuando nos preguntaron si éramos hermanas?

—Un montón de veces… ¿Sabes tú ahora otra cosa…?

—Sorpréndeme, anda.

—Yo también me voy a transformar.

—¿En quién?

—En ti, boba.

En el fondo, a Dafne le parecía todo como un vodevil o una absurda película de espías, pero le hacía gracia el juego y decidió seguirlo.

—Quiero darle una sorpresa a Philippe cuando le vea mañana por la noche —añadió.

—Será una broma de lo más divertida.

—Me teñiré de rubio platino y adoptaré tu corte.

—Podemos también intercambiarnos ropa…

—¡Qué gran idea!

—¿Te gusta alguno de mis pantalones?

—¿Por qué no me dejas los Capri de cuadros que te llevaste a Estoril?

—Sí, pero cuídamelos. Ya sabes que me los puse para ver a Juanito.

—¿Y tu cazadora de pana azul?

—Cuenta con ella.

—Yo, si quieres, te dejo mi vestido negro con los hombros al descubierto. Seguro que a Juanito le va a encantar.

—Genial.

Gérard Chaillot había celebrado por todo lo alto la localización de la costurera a la que estafó Michel Palacios en 1925. Se llamaba Marie Cassel y residía ahora en Lyon, donde regentaba una mercería. Mientras viajaba hacia allí en avión, el teniente recapituló en su cabeza el asalto a la armería de Auxerre y la carnicería cometida en aquel almacén donde tres militares fueron asesinados a sangre fría. Luego, tras averiguar por un soplón dónde se escondían los anarquistas con la dinamita robada, la policía les sorprendió en su guarida y acabó a tiro limpio con ellos, menos con Salvador Cornelio Bocanegra y Michel Palacios, de quien Gérard sospechaba que era hijo del primero. ¿Qué otra razón más poderosa que esa podía tener Bocanegra para rechazar el ofrecimiento de la policía de conmutarle la pena de muerte en la guillotina por una larga condena, si facilitaba datos que condujesen a la detención del fugitivo Michel Palacios?

El policía retirado que investigó el caso, Alphonse le Brun, con quien Gérard se había entrevistado ya, estaba convencido también de la existencia de esa relación paterno-filial. Los dos anarquistas pertenecían, según Le Brun, a la banda criminal de Los héroes del infierno, a la que se atribuía el asalto a la armería de Auxerre.

Gérard confiaba ahora en que el testimonio de la señora Cassel sobre Michel Palacios sirviese para armar en parte el prolijo rompecabezas de Cornelius. ¿Eran acaso Michel Palacios y Cornelius la misma persona? Gérard mantenía viva esa corazonada…