27
Gérard Chaillot tropezó con un objeto contundente al principio del pasillo en penumbra, reparando enseguida con alivio en que se trataba solo de una mesa de cristal pegada a la pared frontal del recibidor, de la que colgaban diez diplomas enmarcados de Ludovic Dubois que acreditaban su participación en varios congresos internacionales de cirugía plástica.
Si todavía quedaba alguien en la casa, debía de estar ya al tanto de su presencia. Pero, a juzgar por el silencio sepulcral que allí reinaba y por el hecho de que él acabase de encontrar la puerta principal entreabierta, no debía de haber ya nadie. A la izquierda de la mesa plegable, en el suelo, distinguió un arcón. Justo enfrente, accedió a un cuarto trastero repleto de bultos, a cuyo lado había un amplio dormitorio con dos ventanas que daban al exterior, y un aseo incorporado. Todo parecía estar en orden. Junto al dormitorio principal y con acceso desde el recibidor, había una segunda habitación más pequeña con un armario grande.
Gérard siguió avanzando por el pasillo de puntillas, pistola en mano, hasta toparse a su izquierda con una tercera habitación. A continuación se encontró con la cocina y, enfrente, al otro lado del corredor, con el segundo cuarto de baño. El pasillo desembocaba en una oscura estancia que despedía un olor pestilente. El corazón le daba martillazos en el pecho.
Casi a tientas, se acercó a la persiana y la levantó. Vio entonces iluminarse el pavoroso escenario. Una arcada violenta le sacudió las entrañas y se puso a vomitar. Tendido sobre una mesa de operaciones, en lo que parecía ser el quirófano de una consulta privada, yacía, amarrado de pies y manos con un correaje de cuero, el cadáver semidesnudo de Ludovic Dubois.
El infeliz cirujano, o lo que quedaba de él, había traspasado ya la alta y accidentada ribera de la muerte. Gérard se acercó al cuerpo y comprobó que estaba aún caliente, pese a que acababa de entrar en la fase que los forenses denominaban livor mortis, caracterizada por el color azulado o grisáceo de la piel a causa del paro de la circulación sanguínea.
De pronto, descubrió con estupor que alguien le había sacado los ojos como si extrajese un caracol. En lugar de utilizar uno de los bisturís que había en una vitrina acristalada con el resto del material quirúrgico, el sádico había preferido clavar sus propios dedos encorvados en sus órbitas hasta hacérselas saltar por los aires. Mientras hundía sus huesudos punzones, debió de amenazarle para regodearse todavía más con su sufrimiento: «¡Te sacaré los ojos, puerco de mierda!». La sangre le había salido a borbotones por las cuencas y aún le inundaba la boca, amordazada con un trapo empapado. Mezcladas con los coágulos de sangre distinguió una especie de púas blancas similares a las de un erizo africano, y supo nada más observar el labio superior que aquella bestia se había ensañado hasta límites insospechados con su víctima, arrancándole el bigote canoso, pelo a pelo, con unas pinzas metálicas.
Sin ser un blandengue, Gérard volvió a sentir náuseas. Tenía la cara sofocada y con una mano se tocaba el cuello bajo la nuca, como si quisiera aliviar la herida producida por un mordisco. Pero esta vez logró reprimir el vómito, tal vez porque acabase de expulsar el desayuno entero. Olía a orín que apestaba. Aquel monstruo había regado al doctor con la primera o segunda micción de la mañana. ¿Lo embadurnó mientras le torturaba salvajemente, antes de morir? Gérard se convenció de que aquel psicópata se había deleitado humillándole de manera tan repugnante cuando aún estaba consciente.
Junto a la camilla vio una silla con el respaldo de piel en la que debió de sentarse el malvado en algún momento y, justo al lado, una mesita con ruedas giratorias sobre la que había posado un vaso vacío de whisky. Posiblemente el criminal pasase un trapo por todas las superficies en las que hubiese podido distraer sus dedos; o tal vez no hubiese tenido necesidad de hacerlo provisto de guantes.
Ludovic Dubois había muerto desangrado también por el brutal apaleamiento al que le había sometido su verdugo con un látigo probablemente de cuero y colas rematadas con esferas de plomo, a juzgar por las profundas heridas y cardenales repartidos por el tórax, las cuatro extremidades y los genitales. Como remate, un afilado escalpelo permanecía clavado en su corazón, habiendo atravesado el pericardio y penetrado con toda seguridad en algún ventrículo. Debió de clavárselo al tuntún.
—¡Florent, Gautier, Jean-Ives…! —gritó Gérard a sus compañeros, desde el vestíbulo.
—¡Diantre! —exclamaron los tres policías al contemplar poco después el espeluznante escenario.
—¿Por qué no abrimos la puerta de la terraza? —sugirió Gautier algo mareado.
—Aquí no hay quien respire —asintió Florent.
Los cuatro agentes salieron a la terraza para llenar los pulmones con bocanadas de aire fresco.
—Hay que llamar inmediatamente a la jefatura —indicó Gérard.
Poco después, telefoneaba él mismo a la comisaría desde un aparato del salón.
—Pásame con el comisario Leblanc —dijo a un compañero.
—Hable…
—Chaillot al aparato.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leblanc.
—Acabamos de encontrar a Ludovic Dubois.
—Traedlo aquí inmediatamente.
—Será mejor que vengan a recogerlo en un coche fúnebre.
—¡Muerto…!
—Yo diría que hecho más bien picadillo. Cornelius o uno de sus esbirros se ha despachado a gusto con él. Ni Jack el Destripador se hubiese ensañado así con la más codiciada de sus víctimas.
—No toquéis nada. Ahora mismo aviso a los de huellas dactilares para que vayan allí, y al forense para que examine el cadáver y se encargue luego de la autopsia. Mientras tanto, mirad a ver si encontráis algo interesante, pero con cuidado.
—Tranquilo, jefe.
Los policías empezaron a buscar cualquier cosa que pudiese ofrecerles alguna pista sobre la organización de Cornelius. Aprendieron de memoria en la escuela que el verdadero objetivo de la profesión de policía era la creación de una trama que explicase el móvil, en este caso, de Cornelius: impedir que Dubois cantase. Y Ludovic Dubois no daría ya ni una sola nota más en su vida. Su asesino debía padecer una perturbación horrible, a la vez que poseía un impresionante autocontrol para desaparecer como por ensalmo.
Al otro extremo de la mesa de operaciones, donde reposaban los restos de Dubois, estaba su escritorio y, justo detrás, un mueble biblioteca con estanterías de madera y pequeños armarios con puertas en la parte inferior. Vaciaron los cajones de la mesa y sacaron también todos los papeles de los armarios, introduciéndolos en las cajas de cartón que Jean-Ives había traído del trastero, donde tampoco había nada llamativo, más que muebles desvencijados, un gramófono y dos arañas de cristal. Previamente, Jean-Ives había abierto todos los armarios de madera que había en los dormitorios, donde solo encontró mudas, camisas de manga larga, pantalones, chaquetas y zapatos colocados ordenadamente en sus lugares correspondientes.
Los policías decidieron examinar luego toda la documentación con calma, en la comisaría.
—No llevará muerto más de una hora; he tocado el cadáver al llegar y estaba aún caliente —comentó Gérard con un escalofrío.
—El asesino debió ser el hombre con el que nos cruzamos en el portal —advirtió Florent.
—¿Os fijasteis bien en él?
Los agentes dudaron.
—Pues haced memoria de su jeta y de cómo iba vestido para que el dibujante pueda elaborar su retrato-robot al llegar a comisaría.
—Empecemos por el rostro: ¿era ovalado, anguloso, cuadrado, tal vez…? —preguntó el dibujante, sentado en su taller de la comisaría ante un caballete de madera con una gran cartulina en blanco y un carboncillo en la mano derecha.
—Anguloso —dijo Gérard, tras consensuar una vaga descripción del sospechoso con sus compañeros mientras regresaban a la jefatura a bordo del coche celular.
—¿Ojos?
—Castaños, creemos.
—¿Creemos…?
—Sí.
—¿Rasgados, redondos, almendrados…?
—Rasgados tal vez.
—¿Tampoco están seguros?
—No.
—¿Y la boca?
—Ni pequeña ni grande.
—Normal entonces.
—¿Bigote o barba?
—Pensamos que no.
—¿Mentón pronunciado?
—No lo recordamos.
—¿Pómulos?
—Tampoco.
—¿Algún defecto visible en la cara: picadura de viruela, verrugas, lunares…? ¿Quizás alguna cicatriz…?
—Puede que una cicatriz.
—¿Dónde?
—No podemos asegurarlo.
—¿Y la nariz?
—Normal.
—¿Curva o recta?
—Más bien chata.
—Bueno, eso ya es algo.
—¿Pelo?
—Entrecano.
—¿Cejas?
—Ni idea.
Mientras preguntaba, el dibujante había ido bosquejando con rápidos trazos el aspecto del sospechoso siguiendo las imprecisas y limitadas indicaciones de los testigos, hasta componer su retrato-robot.
—¿Es esta la cara del hombre al que vieron? —repuso finalmente, mostrándoles el resultado.
Los cuatro policías se miraron desconcertados, sin atreverse a responder.
—No podemos afirmarlo con rotundidad —reconoció Gérard.
—Entonces, ¿serían incapaces de identificarle si volviesen a cruzarse con él?
—Probablemente. Solo estamos en condiciones de asegurar que tenía unos cincuenta años, medía alrededor del metro ochenta de estatura, vestía un traje gris y llevaba sombrero. Eso es todo.
Chaillot y sus compañeros se preguntaron si el hombre que había pasado a su lado en el portal y había estado a punto de rozarles con su cuerpo era Cornelius en persona o solo uno de sus secuaces. Sea como fuere, nunca habían estado tan cerca del criminal más sanguinario que hubiesen podido imaginar. Un engendro de hombre, que ya se había salido con la suya ordenando disparar sobre el infante Alfonso de Borbón, ahorcar a una indefensa mujer en Lisboa y envenenar a Eduardo Almeida. Pero la carnicería que acababan de presenciar con espanto en el cuerpo martirizado de Ludovic Dubois solo podía compararse con las atrocidades cometidas con los judíos por el cirujano nazi Josef Menguele, apodado El Ángel de la Muerte, en el campo de concentración de Auschwitz; o con los horribles crímenes de la checa de Stalin. Gérard se reafirmó ahora con más fuerza aún en que Cornelius era una versión del mismo demonio: Mefistófeles, Belcebú, Satán, Lucifer, Asmodeo… Lo mismo daba.
La planta principal de la Dirección General de la Policía Nacional de París, conocida en el argot como la Tour Pointue por su edificio con torreón rematado por un tejado a cuatro vertientes, en el número 36 del Quai des Orfèvres, era un enorme rectángulo presidido por la bandera de Francia, junto a un retrato del jefe del Estado.
Decenas de mesas con teléfonos que no paraban de sonar se alineaban de un extremo a otro de la sala, dejando libre un amplio pasillo en el centro. Pegado a la pared de la derecha, según se entraba, estaba el despacho del comisario Leblanc, seguido por los de sus inmediatos subordinados.
La armería de la comisaría central se asemejaba a la de un batallón de infantería, incluidas algunas piezas de museo todavía en servicio: desde pistolas Browning 1910 y 1922 del calibre 7.65 milímetros para agentes uniformados, hasta Manufrance le Français del calibre 6.35 para policías vestidos de civil, ambas adquiridas en 1935. Tras la liberación de París, los agentes se pertrecharon con las pistolas que habían podido ocultar durante la ocupación alemana, más aquellas arrebatadas al enemigo y las recibidas del maquis. Gérard y el resto de sus compañeros utilizaban la Mle MAC 1950. En el almacén había también subfusiles Sten, MP40 y Thompson, además de rifles Mauser Kar 98K, junto a subfusiles más modernos como el MAS 1938 del calibre 7.65 largo, reemplazados a su vez en 1954 por la versión con culata de madera del MAT 49.
Gérard y sus tres compañeros examinaban la documentación incautada en el domicilio del infortunado Dubois en la sala contigua a la armería. No había rastro alguno del registro de pacientes, ni dietario o agenda que proporcionase algún hilo del que tirar. Tan solo informes de intervenciones quirúrgicas, alguna operación de nariz, de estiramiento facial o de recomposición del rostro a causa de graves quemaduras, junto a talonarios de recetas de medicamentos y algunas radiografías craneales… Nada que sirviese para acercarse, ni siquiera de lejos, a Cornelius. Las caras de Gérard y de sus tres compañeros eran el espejo de la desolación. De pensar en un principio que el cirujano les abriría de par en par las puertas de la organización, ahora se encontraban con que Cornelius se las había cerrado de un portazo en las narices. Ludovic Dubois era la pista más sólida que tenían, pero seguramente estaría ya a esa hora camino de la morgue. Mientras cavilaba sobre su nuevo fracaso sin dejar de inspeccionar documentos, Gérard Chaillot creyó encontrar de repente una nueva llave que podía abrir alguno de los siete cerrojos con que Cornelius protegía su organización.
—¡Muchachos! —exclamó Chaillot.
—¿Qué sucede? —preguntaron al unísono Gautier y Florent.
—Ya tenemos algo nuevo que investigar.
—¿A qué te refieres? —dijo Jean-Ives.
—A este cheque a nombre de Ludovic Dubois.
—El infeliz ya no podrá cobrarlo, pero nosotros podemos sacarle algún jugo, ¿no os parece? Por cierto, ¿a cuánto dinero asciende?
—Mil doscientos francos.
—Tiene pinta de ser un sueldo mensual.
—Me pregunto qué hizo Dubois para que alguien le matase antes de cobrar el cheque…
—¿Da Costa?
—¿Sí…?
—Tengo en mi poder un cheque a nombre de Ludovic Dubois —dijo Chaillot, como si esgrimiese un gran trofeo.
—Vaya, ¿a qué banco pertenece?
—A uno francés.
—Sí, pero ¿cómo se llama?
—Société Crédit Française.
—¡…!
—¿Da Costa…?
—¡Es el mismo banco a través del cual se pagó el soborno al marqués de Pimentel!