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Avisado de la llegada de Leblanc, Mathieu abandonó la cripta subterránea donde mantenía secuestrada a Mafalda y subió en el ascensor interior hasta el salón, dos plantas más arriba.
—¿Qué me cuentas, André?
Mathieu reparó enseguida en su rostro alterado.
—¿Cuántos Gimlets te has bebido ya? —añadió.
—Todavía ninguno.
—¿Alguna cura etílica?
—No estoy para bromas.
—Tranquilízate, querido —dijo Cornelius, en tono paternalista.
—Tenemos que largarnos de aquí.
—¿Qué pretendes decir?
—La policía ya sabe quién eres.
—Pero tú eres la policía, comisario jefe Leblanc.
—Tuve que deshacerme de Chaillot, porque andaba pisándonos los talones.
—Lo sé… ¿Y no puedes seguir haciéndolo con todo aquel que trate de incordiarnos? En eso reconozco que eres el mejor… después de mí, claro. —Sonrió.
—Pero ahora el policía portugués y el español sospechan también de mí. Es solo cuestión de tiempo que descubran mi pertenencia a la organización.
—Hummm… Veo que estamos acorralados.
—Pues sí.
—Entonces no tenemos otra opción que escapar.
—El problema es cómo organizamos la huida en tan poco tiempo.
Cornelius volvió a sonreír.
—¿Se puede saber de qué te ríes ahora?
—Antes eras más rápido de reflejos.
—¿Acaso tienes un plan?
—Por supuesto: un bimotor DC-3 reluciente nos estará esperando en un aeródromo privado para conducirnos hasta el cielo. Por cierto, ¿puedo llamarte ya «excomisario»?
—Tú eres el jefe, además de un genio.
—Siempre he sido ambas cosas, y siempre las seré —se jactó con sarcasmo.
—¿Cuándo partiremos?
—Esta misma noche.
—¿Adónde?
—¿Qué tal a Petrópolis?
—¿Dónde?
—Huy, te veo muy flojo en geografía. Petrópolis, la ciudad fundada por el emperador Pedro II en el estado de Río de Janeiro.
—¡Brasil!
—En lugar de Gimlet, podrás beberte allí cataratas de caipirinha, como las de Igauzú, en la frontera de Argentina y Brasil, las cuales podremos contemplar también desde las pasarelas de la Garganta del Diablo. Nosotros viviremos allí a lo grande; no iremos a morir, como Stefan Zweig.
—No me digas que ya has encontrado casa.
—Palacete, más bien, en las montañas de la Serra dos Órgãos, rodeados de selva virgen y de bellas muchachas con las que bailar sambas y contagiarnos del fuego verde de las caipirinhas.
—Veo que has pensado en todo.
—¿Acaso no lo hago siempre? Mi querido Leblanc, el dinero todo lo puede. No es una despedida para siempre de París. Tal vez algún día volvamos aquí con otro rostro y con otra identidad.
Mientras ambos descendían en el ascensor hacia el sótano, Cornelius añadió, como si obedeciese ciegamente a la última voluntad de su madre:
—Antes de huir tengo que culminar la venganza contra el nieto de Alfonso XIII, que está a punto de llegar.
El chófer de Mathieu aparcó el Mercedes en el interior del recinto ajardinado. Juan Carlos y él se apearon del vehículo.
—¿Dónde está la señorita Cornaro? —preguntó el príncipe, inquieto y suspicaz.
—Dentro de la casa.
—¿De quién es esta casa…? ¡Aquí no vive Mafalda!
—No se preocupe, está todo en orden. Ella le está esperando dentro.
—Esto no es en lo que quedamos. Si no me da ahora mismo una explicación convincente, me negaré a entrar.
—¿Le parece poco convicente esta pistola? —dijo, apuntándole al pecho con ella.
Juanito acababa de darse cuenta de que había caído en una trampa; que le habían atraído hasta allí con engaños, aunque no entendía qué papel jugaba en todo eso Mafalda. El conductor le obligó a avanzar delante de él con los brazos en alto, hasta llegar al porche de la casa, donde les aguardaba otro matón armado, que tampoco se anduvo con rodeos.
—Vaya hacia delante despacio. Si hace algún movimiento en falso o si yo tropiezo, no tendré más remedio que volarle la tapa de los sesos. Así que tenga cuidado. ¿Lo ha entendido?
Juan Carlos asintió con cautela. Al hacerlo, notó que el cañón de la pistola le restregaba la espalda.
El chófer volvió al coche. De pie y apoyado en el vehículo, vigilaba el jardín arbolado y lleno de setos. Sacó un paquete de almendras y empezó a comérselas de dos en dos.
Dentro había otros dos esbirros sentados a una mesa, fumando y jugando a las cartas. El que vigilaba el porche no había dejado de encañonar al príncipe ni un instante.
—Vamos —le indicó, empujándole con el arma.
Bajaron por unas escaleras y atravesaron luego unos pasadizos largos, estrechos y turbios: túneles sin fin, madrigueras, nidos de murciélagos, cuevas de osos. Juan Carlos caminaba delante, erguido, sin dejar de sentir el contacto del cañón de la pistola en el centro de su espina dorsal.
Uno de los sicarios que jugaba a las cartas salió fuera a tomar el relevo del que vigilaba el porche.
Poco después, se oyó el sonido estridente de la bocina de un automóvil. El guardián del porche gritó al chófer:
—¡René!
Nadie contestó.
—¡René! ¿Estás ahí? —insistió.
El gorila bajó entonces al jardín para comprobar lo que ocurría. Se aproximó al coche, pistola en mano, sin dejar de mirar a un lado y otro de la enorme parcela. Vio entonces al chófer desplomado en el suelo, junto al automóvil. Tenía las muñecas y los tobillos amarrados con una soga; comprobó que estaba también amordazado y sin sentido. Mientras le examinaba agachado, alguien le golpeó con violencia en la cabeza y perdió también la consciencia.
Desde dentro, el esbirro que aún quedaba en pie observó, a través de la cristalera, a un hombre desplazarse velozmente agazapado hacia la entrada. Casi tan rápido como una sombra fugaz. Le disparó varias veces, pero no consiguió alcanzarle.
Aprovechando el desconcierto causado por el tiroteo, Juanito propinó un codazo al hombre que le encañonaba por los pasadizos, dejándole fuera de combate con una llave marcial y apoderándose de su arma.
Nunca agradeció tanto las clases particulares de judo que le acreditaban ya como cinturón negro.
Entretanto, su amigo José Antonio, al que le había sorprendido el tiroteo escondido tras un seto del jardín, se dispuso también a entrar en la casa. Pero entonces sintió hundirse el cañón de una pistola en sus riñones.
—Si das un paso más, te liquido. Cuidado, que escupe plomo —oyó a alguien decirle por la espalda con un mal acento francés.
Tras eludir los disparos, Da Costa rompió de una patada la cristalera e irrumpió en la casa. Una lluvia de balas, proveniente del último secuaz, volvió a rozarle el cuerpo. Hubo un intercambio de disparos y el guardaespaldas de Mathieu cayó al suelo herido de muerte.
Poco después, Da Costa vio entrar a un hombre con los brazos en alto, encañonado por Mora.
—Fuera está despejado —indicó el brigada español.
Da Costa preguntó en francés al detenido:
—¿Dónde están los demás?
—No le entiendo —contestó este en castellano, algo aturdido.
—Nosotros somos policías… Pero ¿tú quién eres? —inquirió Mora.
—Me llamo José Antonio Andrade y soy compañero del príncipe Juan Carlos en la Academia de Zaragoza. He venido para cubrirle las espaldas.
—¿El príncipe está aquí?
—Me temo que sí.
—Tenemos que encontrarle como sea antes de que Mathieu acabe con él.
Mientras tanto, Juanito había llegado al final del pasadizo, hasta un descansillo desde el que podía observar, unos metros más abajo, la cripta donde se reunía la organización de Cornelius. Las antorchas iluminaban a Mafalda, haciéndola parecer un espectro atrapado en un artilugio mecánico letal. El eco del hablar pausado y complaciente de Cornelius era claramente perceptible desde su posición.
—Oh, madame Guillotine, ¿o debo llamarla, madame Cornaro…?
La risa estentórea de Cornelius no era de este mundo. A su lado, Leblanc vigilaba la estancia.
Mafalda yacía sobre una plancha maciza de madera de cedro, inmovilizada con argollas en pies y manos, una mordaza y un yugo en la cabeza. Colgado del techo, un cable trenzado de acero, de unos ocho milímetros de grosor, sostenía en un extremo una gran cuchilla en forma de medialuna. Juanito observó con espanto que la hoja afilada iba acercándose cada vez más al cuello de Mafalda, balanceándose en el aire con la velocidad y la fuerza de un botafumeiro.
—Ahora, la lámina de la guillotina, que pesa cuarenta kilos, se encuentra a cuatro metros de altura, pero dentro de quince minutos más o menos te habrá cortado de cuajo tu hermosa cabecita —añadió Cornelius, mirando el reloj acoplado a la máquina que él mismo había puesto en marcha.
Cornelius se moría de emoción por saber si el príncipe llegaría a tiempo de salvar a su princesa, ofreciéndose él como víctima inmolada en la guillotina al estilo de su antepasado Luis XVI.
Juanito solo podía ver a Mafalda, pero seguía escuchando el macabro monólogo de Cornelius.
—Juan Carlos de Borbón debe estar a punto de llegar. René ha ido a buscarle hace ya tiempo a la plaza Vendôme. ¿Sustituirá al final su borbónica cabeza por la tuya, Mafalda? Reconozco que esa incertidumbre me causa un inmenso placer. No sé todavía si cortaré hoy una o dos cocorotas. En cualquier caso, tú no sufrirás excesivamente como el pobre Alain, gaseado como una rata. Una vez aplicado el tajo a tu cabeza, no creo que tu cerebro tarde más de diez segundos en consumir toda su provisión de oxígeno y te haga perder la consciencia. He consultado documentos sobre algunas ejecuciones durante la Revolución francesa y hablan de movimientos de cejas y de ojos hasta treinta segundos después de la decapitación. Pero es posible que se tratase solo de reflejos post mortem. Tranquila, más que por el corte, empiezas a sufrir ya por la tremenda incertidumbre de si morirás o no. Ya solo te quedan doce minutos. Y luego nos largaremos tú y yo solitos al aeródromo que hay junto al castillo de Fontainebleau, ¿verdad, Leblanc?
Juanito echó un vistazo al fondo del pasadizo que le había conducido hasta allí, pero no vio a nadie. Ni rastro de José Antonio. Tendría que arreglárselas solo para impedir que aquel ser depravado acabase con la vida de la mujer a la que aún amaba.