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Da Costa se apeó del coche, con Leblanc a sus espaldas. El teniente trataba de controlar los movimientos del comisario con la mirada, girando levemente su cabeza con disimulo. Leblanc llevaba la mano derecha demasiado pegada a la cintura, como si fuese a desenfundar su arma de un momento a otro. Entonces se oyó un violento frenazo unos metros detrás de ellos. Da Costa se dio la vuelta y observó con inmenso alivio que era un coche de la policía, del que salió su compañero Mora como un rayo.

—Supuse que necesitaban refuerzos —dijo el brigada español, casi sin aliento, como si acabase de llegar a la meta tras una disputada carrera.

—¿Cómo sabía que estábamos aquí? —repuso el comisario, sorprendido.

Da Costa se anticipó a su respuesta.

—Yo le informé de mis planes, pidiéndole que me acompañase antes de que usted me invitara tan amablemente a subir a su coche. Mathieu es demasiado peligroso y creí prudente avisar a más compañeros. Deberíamos solicitar también una orden judicial para el asalto.

Leblanc dejó de fruncir el ceño y reaccionó positivamente.

—Tiene razón, Da Costa. Hablaré ahora mismo con el juez Broussard desde el teléfono-patrulla.

Poco después, tras obtener el permiso verbal de su magistrado amigo, Leblanc reunió a ocho hombres frente a la casa de Mathieu; entre ellos, los agentes Florent, Gautier y Jean-Ives. El presidente del banco vivía en un gigantesco ático cuya terraza daba la vuelta completa al lujoso edificio de apartamentos. Si se miraba hacia arriba, podía verse el sólido enrejado desde fuera.

Los policías tomaron posiciones para proceder al asalto, siguiendo las instrucciones de su jefe. Consiguieron penetrar en el portal, tras identificarse ante el conserje.

—¿Está el señor Mathieu en su domicilio? —preguntó Florent.

—Puedo llamarle para comprobarlo.

—Ni se le ocurra avisarle —ordenó el agente, haciendo como que sellaba sus labios con el índice.

Dos agentes subieron por la escalera principal, y otros dos por la de servicio. Leblanc, Da Costa y Mora utilizaron un antiguo y señorial ascensor, y la pareja restante empleó el montacargas. De esta manera cubrieron todos los accesos posibles. Cuando el ascensor se aproximó al último piso, los tres ocupantes sacaron sus revólveres ocultos tras las americanas.

Llegaron hasta arriba y esperaron a que se reuniesen los cuatro grupos: Da Costa, Mora y Leblanc, los agentes que subían por las dos escaleras y los del montacargas. Una vez todos juntos, se colocaron frente a las dos puertas de la vivienda, la principal y la de servicio. Y las forzaron sin violencia, haciendo el menor ruido posible. Eran nueve hombres en total los que irrumpieron en el ático, avanzando con lentitud y cubriéndose unos a otros. Después de recorrer el piso entero —pasillos, salones, dormitorios, cocina, cuartos de baño y la enorme terraza— comprobaron que no había allí ni un alma. Parecía que Mathieu se estuviese burlando de ellos desde un cuadro que le retrataba sonriente en medio del salón principal de la casa.

Juan Carlos y José Antonio Andrade llegaron en un DC-4 de Iberia al aeropuerto de Orly, en París. Los dos amigos habían acudido allí con presteza tras la llamada de Mafalda a la Academia de Zaragoza, efectuada el día anterior.

Consciente de que no podía telefonear directamente a Juanito a raíz de la prohibición impuesta por su preceptor, Mafalda siguió escrupulosamente las instrucciones de Cornelius-Mathieu, mientras este le encañonaba la sien izquierda con un pistolón. La joven se hizo pasar así ante el recepcionista por una amiga de José Antonio Andrade y le transmitió luego a este un sorprendente mensaje destinado al príncipe Juan Carlos. Notoriamente alterada, le hizo saber que había averiguado la existencia de una conspiración secreta contra la familia de los Borbones, y que la vida de su padre, el conde de Barcelona, y tal vez la del propio Juanito podían correr peligro. Añadió que había reunido varias pruebas que el príncipe debía ver en persona cuanto antes, para poder valorarlas y tomar las medidas oportunas. Por ello rogó a José Antonio que se citaran ella y Juanito al día siguiente, sábado, a las tres de la tarde, en la plaza Vendôme, junto a la columna del mismo nombre. Juanito debía acudir solo, pues por el momento era mejor mantenerlo todo en secreto y extremar las precauciones.

Cuando José Antonio le transmitió la noticia a Juan Carlos, este no lo dudó ni un instante y decidió viajar a París para ver a Mafalda. José Antonio insistió en acompañarle, pues pensaba que la cita podía entrañar algún riesgo. Recordó además las órdenes recibidas del director de la Academia, el general Emilio Alamán Ortega, quien le había dicho con su habitual seriedad con motivo del ingreso de Juanito en la enfermería: «Sé que está usted como una rosa, Andrade, pero es preciso que alguien de confianza acompañe en todo momento al príncipe». Con más motivo aún propuso él ahora al príncipe mantenerse a distancia, por si sucedía algún imprevisto, para serle útil. Ambos aprovecharon el permiso de fin de semana en Zaragoza, donde Juanito tendría que sortear la presencia de sus escoltas, convertidos en su sombra permanente durante sus estancias en la ciudad. Luego se las arreglaría con su amigo para alquilar un coche veloz y presentarse en el aeropuerto de Barcelona con el tiempo justo para tomar el primer vuelo hacia París y llegar a tiempo a la importante cita.

En el aeropuerto de Orly, siguiendo lo previamente acordado, Juan Carlos y José Antonio tomaron cada uno un taxi hasta la plaza Vendôme. Una vez allí, Juanito se situó junto a la columna, tal y como había quedado con Mafalda, mientras José Antonio le vigilaba a una prudente distancia. Mafalda aún no había llegado, aunque faltaban todavía unos minutos para que diesen las tres de la tarde en su Rolex modelo Datejust, el primer cronómetro con mecanismo automático de cambio de fecha. Apoyado en la columna de veintitrés metros de altura, erigida por Napoleón, y con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, Juanito sentía ansiedad por conocer las noticias que tanto le intranquilizaban, y por reencontrarse con Mafalda, pues, aunque hubiesen tenido que romper su noviazgo por razones de Estado, él seguía amándola.

Desde la columna, observó el glamour de las fachadas de los edificios, antiguos hôtels particuliers, que se remontaban al reinado de su antepasado francés Luis XIV, cuando se construyó la plaza con esa particular forma octogonal para servir de cobijo a su estatua. En una de las esquinas de la plaza divisó el hotel Ritz, en cuya tercera planta fijó su residencia Cocó Chanel, en 1937. Juanito sonrió al recordar que a Mafalda le encantaban sus perfumes, especialmente el número 5, cuyo tapón se había inspirado en la forma octogonal de Vendôme.

Justo a la hora señalada, un hombre con vestimenta de chófer se acercó discretamente a Juan Carlos.

—Disculpe, señor, la señorita Cornaro no ha podido venir, pero me envía para que le lleve hasta ella.

Un poco extrañado, pero sin pensárselo mucho, Juanito respondió lacónico:

—Está bien.

El príncipe le acompañó hasta un radiante Mercedes 300SL Gullwing, de color negro y motor de seis cilindros en línea, aparcado junto a la acera. Juanito subió a la parte trasera del automóvil, que el conductor se dispuso a poner en marcha.

Aquella tarde, el comisario Leblanc caminaba nervioso y apresurado por las calles de París, en estado de máxima alerta. Pese a que desde su privilegiada atalaya de la comisaría de policía había estado controlando todo el tiempo la investigación del caso Cornelius, no había podido evitar que el teniente Chaillot, atando cabos, llegase a sospechar finalmente del banquero Armand Mathieu. Por esa razón había tenido que eliminarle, pero no había contado con que Da Costa llegaría a la misma conclusión que su difunto compañero. Solo la inesperada aparición del brigada español Mora le había impedido acabar también con él. Por eso creía que Da Costa y Mora podían estar vigilando ahora cada uno de sus movimientos.

Al comisario le habían adiestrado en el seguimiento de sospechosos. Sabía distinguir de ese modo perfectamente las señales cuando alguien iba tras él, así como los distintos tipos de acciones elusivas que era preciso realizar para despistar a sus perseguidores. Todo eso se proponía comprobar él ahora.

Se detuvo frente a los escaparates de una lujosa tienda de los Campos Elíseos y observó los reflejos, buscando a alguien conocido que se cubriese el rostro con el sombrero o con un periódico, pero no vio a nadie sospechoso. Cruzó la amplia avenida, lanzándose entre un tranvía y el carro de un panadero, y corriendo entre los coches hasta llegar a las dos estatuas ecuestres que había en el exterior del Palais de la Découverte. Rodeó las estatuas y giró luego con energía sobre sus talones para reemprender el camino recorrido. Siguió apretando el paso por la avenida hasta observar a una muchedumbre que salía y entraba de la boca del Metro. Escabullido entre ella, bajó las escaleras. Pasó el control de billetes y llegó hasta el andén, cerciorándose de que nadie le seguía. Esperó entre la gente la llegada del vagón y en cuanto este se detuvo en la vía abriendo sus puertas de par en par, se introdujo rápidamente en él; pero salió de un salto segundos antes de que se cerrasen. Fue hacia otro andén y tomó el coche siguiente. Antes de llegar a su destino, se apeó en una estación al azar y salió de nuevo a las calles. Cogió a toda prisa un taxi al que hizo detenerse poco después. Mientras callejeaba por los arbolados bulevares de una acomodada zona residencial, hasta desembocar en el bulevar Haussmann, con más de dos kilómetros de longitud, su mente se transportó unos años atrás, a la época de la ocupación alemana, cuando conoció al hombre que ahora se hacía llamar Armand Mathieu.

Leblanc era entonces un funcionario del régimen de Vichy: el secretario general de la prefectura de Gironda, con capital en Burdeos. Desde ese puesto, se encargó de la deportación de millares de judíos franceses a los campos de exterminio nazis. Fue entonces cuando entabló contacto con un destacado miembro de la Carlingue, la llamada Gestapo francesa. Su nombre: Charles Renaud. Y, a partir de entonces, iniciaron ambos una fructífera colaboración. Juntos crearon una organización secreta que se enriqueció rápidamente con los ingresos obtenidos sobre todo de la extorsión y del asesinato por encargo. Asaltaban también juntos los domicilios particulares de sus víctimas. Se fijaban en una casa que parecía ser un buen partido. Uno de ellos se acercaba a la puerta y llamaba. Si alguien salía a abrir, se limitaba a preguntar una dirección. Si no había nadie, iban a la parte posterior, forzaban una puerta y limpiaban los salones y los dormitorios. Algunas veces solo encontraban unos centenares de francos, pero en cuatro ocasiones se hicieron con un botín de más de cuarenta mil. El dinero de Cornelius le ayudó a mantenerse en su puesto tras la liberación de Francia. Leblanc aparentó ser gaullista y se salvó de las depuraciones.

Cornelius sabía muy bien que para prosperar en una carrera de crímenes un hombre necesitaba amigos poderosos. Ahí radicaba la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre un vulgar delincuente callejero y el rey del crimen. Su mayor astucia, según Leblanc, era la diplomacia. En esto se llevaba la palma. Opinaba que las negociaciones, los compromisos y las maniobras eran el mejor modo de cerrar un trato. Pero si pensaba que la mejor solución consistía en asesinar, asesinaba. Cuando podía, prefería usar la razón y los medios pacíficos para conseguir sus propósitos. Recordaba que una vez le dijo: «No somos políticos, pero hemos de meternos en política; es el único modo de sobrevivir. La política es el método de poder actual».

Y utilizaba la política para conseguir lo que quería.

El comisario Leblanc echó ahora una última mirada hacia atrás, comprobando una vez más que nadie le seguía. Se estaba aproximando a una suntuosa villa en la Rue Dumont d’Urville. Al llegar a la alta verja de hierro forjado, pulsó el botón del intercomunicador y dijo, jadeando:

—Soy Leblanc. Estoy solo. Ábreme.

Instantes después, un hombre fornido y rapado le abrió la verja, franqueándole el paso. El jardín y la casa tenían un encanto especial, que de ningún modo hacían pensar que en su interior se albergase el mismo infierno. Para los ojos cansados de la aridez de la ciudad, todo aquello era un verdadero remanso de paz. Los abetos erguían sus cúpulas verdes, y los arriates floridos por la primavera estaban repletos de tonos lilas, azules y rosados. Leblanc atravesó el césped azul de salvia y entró en la mansión. Subió la balaustrada de la escalera, que parecía de encaje. Todo allí era suntuoso: los cuadros, de los mejores artistas; las porcelanas, de Sajonia, Sévres y Capo di Monte; la cristalería, de Bohemia; las estatuas, de marfil; los bronces, de Pompeya.

El comisario llegó al salón del primer piso. Deslumbraba por su magnificencia y artística combinación de luces, grandes espejos, columnas de pórfido y jaspes de una sola pieza, divanes de talla dorada forrados de brocado de Lyon y una estatua colosal que sostenía la péndola de un reloj. Era como disfrutar del paraíso en pleno averno.

El chófer de Mathieu conducía a Juan Carlos por las calles de París. Al cabo de un rato llegaron a la misma villa de la Rue Dumont d’Urville en la que hacía poco había entrado Leblanc.