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Tan solo cuarenta y ocho horas después del entierro de su infortunado hermano, Juanito partió de Lisboa en un avión DC-3 militar con destino a Zaragoza para proseguir sus estudios en la Academia General Militar acompañado por su preceptor, el teniente general Carlos Martínez Campos, duque de la Torre.
De regreso al acuartelamiento, sus compañeros temieron que nunca pudiese recuperarse de tan dolorosa prueba, pero los engranajes de la vida militar, con su cúmulo de exigencias, impidieron a Juanito sucumbir a los efluvios letales permitiéndole encontrar cierto grado de equilibrio aparente. Algunos retratos goyescos del cadete número 4.565 evidenciaban de hecho la tenaz melancolía instalada en su rostro durante aquellos días.
En la Academia reinaba la disciplina. Su director, Emilio Alamán Ortega, general de Infantería y diplomado de Estado Mayor, inspiraba un profundo respeto a los alumnos, y a veces hasta temor por su excesiva severidad, que no le impedía sin embargo mostrarse casi siempre ecuánime en sus decisiones.
Con el toque de corneta, a las seis y cuarto de la mañana, comenzaba la dura jornada. Había que formar en fila con rapidez, pues los dos últimos en hacerlo quedaban arrestados durante el fin de semana. Tras el desayuno, había gimnasia, clases de topografía y matemáticas, equitación, instrucción de combate con mosquetón, desfiles interminables marcando el paso, estudio y finalmente, tras la cena, toque de silencio a las diez en punto.
Juanito se refugiaba entonces en su zona reservada, muy próxima a la Tercera Compañía, a la cual se accedía por un vestíbulo donde había un cuarto de baño y un pequeño vestidor. Al fondo estaba el dormitorio, que hacía las veces de sala de estudio y de saloncito para recibir visitas. Aquella especie de apartamento privado era un verdadero palacio comparado con los históricos y grandes pabellones sin calefacción habitados por sus compañeros de armas, ateridos por el gélido viento procedente del monte soriano del Moncayo. Nadie sin autorización de los jefes podía visitar allí al príncipe.
Lejos del recinto castrense, en el Gran Hotel de la ciudad, inaugurado por su abuelo Alfonso XIII en 1929, Juanito disponía de la habitación 105, reservada para él y su preceptor.
Volviendo a sus dependencias privadas en la Academia, el mobiliario constaba de la mesilla de noche y la cama, una taquilla utilizada como biblioteca, dos sillas, una butaca y el escritorio de Juanito, presidido por un portarretratos con el lindo rostro de Mafalda, que parecía observar ardientemente sus ojos tristes desde la helada penumbra. A medida que la mirada de él se fundía con la de ella, remarcada por párpados turquesa y labios naranja, Juanito se reafirmó en que aquella mujer alegre era su único consuelo.
A su regreso en Villa Giralda, el agente Carlos Alberto da Costa recibió la llamada telefónica de su jefe, Herminio Arcones.
—¿Eugenio Mosteiro?
Da Costa reconoció enseguida la voz ronca de Arcones, quien, para no levantar sospechas, preguntaba por él con su falso nombre.
—¿Qué tal, Menéndez? —contestó Da Costa, empleando a su vez el seudónimo acordado para Arcones.
—Tengo muchas cosas que contarte.
—¿Cuándo nos vemos?
—Te espero esta noche, a las nueve, en mi casa.
—Allí estaré.
En cuanto colgó el teléfono, Da Costa pensó: «Algo muy importante debe querer contarme el jefe para quedar directamente en su casa…».
Al caer la noche, con puntualidad marcial, Da Costa pulsó el timbre de la puerta principal del domicilio del jefe de la policía estatal en los alrededores de Lisboa. Residía este con su esposa y sus tres hijos en un chalet petit-bourgeois parecido a un cortijo andaluz, de fachada blanca y construcción chata, disimulado en el entorno ajardinado. Aquella casa le recordaba mucho a Villa Giralda.
—¿Está el señor? —preguntó el visitante a la criada que le abrió la puerta.
—¿De parte de quién…?
—Eugenio Mosteiro.
—Pase, por favor. El señor le espera arriba, en el salón de invitados.
El teniente acompañó a la doncella por unas escaleras que desembocaban en un amplio pasillo, al fondo del cual una puerta entreabierta permitía distinguir la rolliza silueta de Arcones, sentado en un orejero tapizado en ocre. Parecía reconcentrado en la lectura de unos documentos.
—¿Arcones…?
—Pasa y siéntate… no vayas a caerte del susto —advirtió, desprendiéndose de sus gafas de lectura para aspirar con fruición el humo de un Partagás que poco antes reposaba en el cenicero.
—Veo que empiezas fuerte —observó Da Costa, acomodándose en otro orejero gemelo.
—¡Elena! —gritó el anfitrión.
—Dígame, señor…
—Otro Chivas, por favor.
—Enseguida, señor. ¿Desea tomar algo también el invitado?
—Lo mismo —dijo este, convencido de que iba a necesitarlo.
—¡Exquisito…! —celebró Arcones el trago de Chivas Regal que le disolvía el barro de la garganta—. No me sorprende en absoluto que la reina Victoria de Inglaterra otorgase a este whisky su garantía real. ¡Qué arte, chico, de mezclar la cebada malteada, el agua de manantial y la levadura!
El teniente asintió con la cabeza.
—Antes de nada, Da Costa, quiero que tengas muy claro, meridianamente claro, que todo lo que tú yo hablemos desde ahora es un alto secreto de Estado. ¿Comprendes?
—Absolutamente.
—Nadie ajeno a nuestro gobierno debe saber que existen estos informes, ni mucho menos su contenido. Ten muy presente que está en juego la seguridad del príncipe Juan Carlos de Borbón.
—¿Cómo que la seguridad de Juan Carlos?
—Enseguida lo sabrás. ¿Por dónde empezamos?
—¿Por la pistola de Juanito? —tanteó.
—La pistolita, eso. Aquí tengo el informe: «Análisis de la vaina de un cartucho del calibre veintidós hallada junto al cadáver del infante don Alfonso de Borbón», titulan los compañeros de balística. La vaina corresponde probablemente a un cartucho de fogueo.
—¿De fogueo?
—Lo que oyes.
—Ahora entiendo por qué sigue sin aparecer la bala.
—Pero tú sí que encontraste otra.
—La bala que mató al infante.
—¡Bingo!
—El asesino —elucubró Da Costa— debió de introducir un cartucho de fogueo en la recámara de la pistola Star y dejó luego la llave puesta en la cerradura del secreter para que los chicos pudieran cogerla. Sabía que se morían de ganas de jugar con ella, sobre todo Alfonsito, por la sencilla razón de que les vigilaba estrechamente. Pero sigo sin entender por qué el criminal eligió un inofensivo cartucho de fogueo, en lugar de un proyectil armado.
—Tal vez quisiera asegurarse de matar él mismo a su víctima.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que el asesino ignoraba cuál de los dos hermanos apretaría el gatillo sobre el otro: «¿Juan Carlos o Alfonso?», debió de pensar. Era como jugarse a cara o cruz el objetivo del plan. En cambio, reservándose la bala de verdad se cercioraba de disparar él mismo sobre la víctima propicia.
—Haciendo coincidir ambos disparos.
—Exacto. Pudo aprovechar la confusión creada por la detonación del cartucho de fogueo para asestar al mismo tiempo el tiro mortal, como si se tratase de un solo disparo.
—Por eso oímos una sola descarga en Villa Giralda, comprobando luego que en la frente de Alfonsito no había más que un agujero.
—No, si tú y yo nacimos con fino olfato de sabuesos.
La doncella regresó con dos vasos de whisky cargados de hielo y un sifón con agua carbonatada, además de una bandejita con frutos secos y otra con aceitunas para picar, todo lo cual posó cuidadosamente sobre una mesa de centro.
—Prosigamos ahora con el informe de la bala encontrada —indicó Arcones, atrapando con los dedos unas almendras saladas. El capitán parecía un ciego que lentamente iba recobrando la vista. Las piezas sueltas empezaban a ensamblarse en la caja registradora de su cerebro, señalando la existencia de un crimen y la de un asesino.
—La única bala —añadió el jefe— encontrada junto al cadáver corresponde a un arma del calibre nueve milímetros, igual que la vaina. Y ahora prepárate, porque lo que voy a decirte no te va a gustar nada.
—Dispara de una vez —dijo Da Costa, impaciente.
—La bala ha sido convertida, afilando la punta, en un proyectil dum-dum para que produjese efectos más mortíferos en el cuerpo de la víctima.
—¡Miserable! Ni toda el agua de los ríos bastaría para lavar las manos ensangrentadas de ese homicida. Ahora me explico el tamaño del agujero —añadió el teniente con una mirada de ocho puntos en la escala de Richter.
—El asesino debió disparar a solo dos o tres metros de su víctima.
—El tiro no fue entonces a quemarropa ni a bocajarro.
—Ni falta que hacía con un proyectil semejante.
—El criminal pudo abrir fuego desde el umbral de la puerta del cuarto de juegos de los infantes. Alfonsito debió de verle frente a él, pues la trayectoria del disparo es perpendicular a la posición del criminal. Juanito, en cambio, debía de estar de espaldas a él.
—Parece lógico.
—Viéndose así descubierto por Alfonsito —agregó Da Costa—, el asesino le disparó. Pero no tuvo tiempo de efectuar un segundo disparo sobre Juanito, alertado posiblemente por los gritos de don Juan, que subió corriendo por las escaleras delante de mí. El homicida solo pudo agazaparse en algún lugar y salir luego aparentando calma.
—Es una hipótesis razonable.
—Continúa ahora tú, Arcones…
—Sabemos que la pistola empleada por el asesino es una Walther P-38 de fabricación alemana.
—¡Vaya!
—Los malditos nazis se hartaron de disparar con ella a los judíos durante la guerra. El arma corresponde en concreto a una de las tres series «test», identificadas por un cero como prefijo a sus números de serie. Salió de la fábrica Mauser de Obendorf a principios de 1945, pues lleva el código «byf».
—¿Cómo están tan seguros los de balística de que es una Walther?
—La bala encontrada en el lugar del crimen tenía seis estrías orientadas hacia la izquierda, de modo que los expertos sospecharon que podía proceder de una pistola Walther, tras examinarla al microscopio. Previamente, envolvieron cada uno de los proyectiles amontonados en la misma masa que utilizan los odontólogos para fabricar dentaduras postizas. Obtuvieron reproducciones en molde del interior de los cañones. Abrieron la capa externa de los proyectiles y la tensaron para obtener una imagen más nítida de los mismos. Disponían también de un aparato que, como el sismógrafo, tocaba con sensibles agujas la superficie de una bala en rotación y permitía registrar todas las irregularidades. La pistola del asesino debía de estar en muy malas condiciones, pues las estrías normales eran difícilmente reconocibles. Además, en la bala aparecía una curiosa hendidura, que revelaba la existencia de una irregularidad en la boca del cañón. Tras estudiarla a fondo, los expertos la compararon en el laboratorio con la colección de millares de proyectiles y…
—¿A qué esperas? Continúa —imploró Da Costa.
—Pásmate con lo que ahora voy a decirte…
—No, si como sigas así me vas a matar tú a mí.
—Está bien —prosiguió Arcones, apurando el segundo whisky—, el jefe de Balística fue comparando uno a uno los proyectiles de la colección con la bala que supuestamente mató al infante Alfonso, hasta encontrar otras dos exactamente iguales.
—¿Cómo que iguales?
—Procedentes de la misma pistola Walther con la que intentaron asesinar al príncipe Juan Carlos hace ocho años, en octubre de 1948, antes de subir a bordo del Lusitania Express para estudiar en España. Lo recuerdas, ¿verdad?
—¡Pues claro!
Archivado el caso, la opinión pública jamás tuvo conocimiento de los hechos. Sucedió poco antes de llegar a la estación de tren de Rossio. El príncipe iba acompañado del duque de Sotomayor. Su coche se vio obligado a cruzar unas vías de tranvía y tuvo que aminorar la velocidad, momento que aprovechó un hombre para abrir fuego desde otro vehículo y huir poco después con su acompañante en un taxi que les esperaba a varias manzanas de allí.
—Eso significa, Da Costa, que la vida del príncipe Juan Carlos corre aún peligro. Por eso mismo no he tenido más remedio que informar finalmente de todo al subsecretario del Ministerio del Interior.
—Entiendo… ¿Y qué te ha dicho él?
—Tras hablar con el ministro y este a su vez con el presidente del gobierno, me ha puesto al frente del caso, advirtiéndome de que no diga ni una sola palabra a nadie. Nuestro gobierno y el de Franco no quieren que bajo ningún concepto el asunto trascienda a la opinión pública. No olvides, Da Costa, que la opinión pública es la peor de las opiniones.
Herminio Arcones consultó su reloj Omega de oro de dieciocho quilates con correa de cocodrilo: eran casi las doce. Sus hijos dormían ya a esa hora, mientras su esposa Esperanza pasaba unos días en casa de sus padres, en el pueblo de Nazaré.
—Es suficiente por hoy —concluyó con un bostezo.
—Yo también debo irme. Don Juan se preguntará dónde estoy a estas horas.
—Una cosa más, Da Costa: voy a necesitar tu ayuda. Tenemos que hablar con Quiroga, el agente que investigó el atentado frustrado contra el príncipe Juan Carlos hace ocho años. Es probable que él nos arroje algo de luz sobre este feo asunto.
Mientras regresaba a Villa Giralda, el teniente Carlos Alberto da Costa tuvo el presentimiento de que más pronto que tarde el asesino cometería algún error y podrían atraparle. Nada anhelaba tanto él entonces como ajustar cuentas con aquel canalla que ocupaba ya más espacio en su cabeza que un amigo en su corazón. La Operación Giralda acababa de ponerse en marcha.