18
—¿Gérard…? —preguntó Da Costa por la línea privada.
Gérard Chaillot era su enlace en París. Pertenecía al servicio secreto de la llamada Police Nationale, vinculada, como la PIDE portuguesa, al Ministerio del Interior. Su jurisdicción se extendía por los grandes pueblos y ciudades, a diferencia de la otra fuerza policial francesa, la Gendarmerie Nationale, encargada de las pequeñas zonas rurales y del control fronterizo.
—Dime qué necesitas ahora —repuso Gérard, acostumbrado a que Da Costa le llamase siempre para pedirle algo.
—Se trata de un asunto de la máxima prioridad.
—Eso me suena.
—Pero esta vez mi gobierno está muy preocupado.
—¿Por otra revolución, como la de hace veinte años? —ironizó.
Gérard aludía al golpe de Estado del 28 de mayo de 1926 protagonizado por un grupo de militares para derrocar al gobierno de la Primera República portuguesa.
—No tanto como tus reyes por la Revolución francesa, pero casi… —dijo Da Costa, siguiéndole el juego.
—Está bien, cuéntame.
—¿Conoces a un tal Cornelius?
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Sabemos que ese sujeto dirige con nombre real o en clave una organización criminal desde París.
—¿Aquí, en París?
—Necesitamos que lo investigues.
—Debe tratarse de una organización sin importancia, pues de lo contrario ya no existiría porque la habríamos desarticulado.
—No estés tan seguro, Gérard.
—De acuerdo, veremos qué podemos averiguar sobre ese individuo y su organización, si es que no son espejismos… ¿Cómo dices que se llama él…?
—Cornelius.
Mafalda se sorprendió al ver a Dafne aquel sábado embozada en un traje negro ajustado con los hombros al descubierto, a juego con su larga melena azabache, como el maquillaje de sus ojos, que parecían «a la funerala».
—¿Se ha muerto alguien? —preguntó.
—Es el uniforme existencialista. Lo verás en todas las cuevas y cabarets de París… Y tú… ¿cómo vienes así…?
—¿Acaso no te gusta mi vestido?
—Desentona.
Mafalda lucía un traje de Chanel ideal: chaqueta estilo cardigan, con la típica cadenita cosida en el interior, camiseta del mismo color que el forro de la rebeca, y una cómoda falda un poco más corta de lo normal. Todo ello, combinado con zapatos beige sin talón de puntera negra y un bolso en bandolera. Monísima.
—¿No dijiste que iríamos al Caveau de la Huchette? —observó Mafalda al ver que su amiga aparcaba el Citröen 2CV, negro también, en la Rue de Rennes, frente a un letrero intermitente de neón que indicaba desde el alero La Rose Rouge.
—Cambio de planes.
—¿Y eso?
—A última hora me he enterado de que esta noche actuaba aquí Juliette Gréco.
—Caramba, qué gran idea escucharla en directo.
—Te encantará.
—Una cosa, Dafne.
—Dime.
—¿Crees que haré el ridículo con este vestido?
—Tranquila. Dentro habrá otras chicas como tú.
Instalado en un subsuelo, el cabaret estaba ya repleto de gente a las once de la noche. Una espesa cortina de humo difuminaba el escenario sobre el que en unos instantes cantaría la gran musa del existencialismo.
Todo los que allí estaban, hubiesen leído o no a Sartre, frecuentaban el barrio de Saint-Germain-des-Près, en la orilla izquierda del Sena. Era el reino de la literatura, de las librerías, de los escritores y las galerías de arte… y de los cabarets como aquel.
Mafalda y Dafne se instalaron en una de las contadas mesas que aún quedaban vacías, algo alejada del escenario. El mobiliario del local era viejo y desvencijado, pero resultaba extrañamente acogedor. La Rose Rouge era uno de los refugios preferidos por los existencialistas para expresarse en completa libertad.
—¿Has visto quiénes están sentados allí? —indicó Dafne con la mirada.
—No me digas que son Simone Signoret y su marido, Ives Montand.
—¡Bingo!
—Y fíjate en aquella otra mesa: ¿no es Chaplin quien está sentado a ella?
—¿Ves como te dije que conocerías a gente interesante?
—¡Mira ahora allí!
Las dos amigas reconocieron a Juliette Gréco. Charlaba con un joven Charles Aznavour, que había puesto letra a una escandalosa canción titulada Je hais les dimanches (Odio los domingos), con música de Florence Véran, que estaba a punto de interpretar aquella noche.
—¡Pero si va vestida igual que tú! —exclamó Mafalda.
—Soy yo la que viste como ella.
Había una docena de jóvenes de familias adineradas, como Dafne, con atuendos negros, largas melenas y camisas de hombre. El «estilo Gréco» empezaba a causar furor entre las mujeres.
Sobre la Gréco, apodada Jujube por sus amigos, el gran trompetista y compositor Miles Davies, solo comparable a otras figuras del jazz como Louis Armstrong, Duke Ellington o Charlie Parker, había comentado tras conocerla siete años atrás en el Tabou, el club de jazz más reputado de todo París: «Creo que fue la primera mujer a la que amé de verdad; separarme de ella casi me partió el alma…».
El propio Jean-Paul Sartre tampoco se mordió la lengua: «Gréco tiene millones de poemas en la voz», proclamó. Y no le faltaba razón, pues desde él mismo hasta Marguerite Duras, Françoise Sagan o Boris Vian habían escrito canciones para ella, con dulces melodías de Jacques Brel, Léo Ferré o Joseph Kosma.
—¿Os importa compartir la mesa con nosotros? —dijeron dos jóvenes con sendas camisetas negras y desgreñadas cabelleras.
—Por supuesto que no, ¿verdad, Mafalda?
—No.
En aquel momento Juliette Gréco, micrófono en mano, entonó la primera estrofa con voz aguardentosa y débil, como si tuviese escasa confianza en su indiscutible talento:
Tous les jours de la semaine
sont vides et sonnent le creux.
Bien pire que la semaine
y a le dimanche prétentieux
qui veut paraître rose
et jouer les généreux.
Le dimanche qui s’impose
comme un jour bienheureux.
¡Je hais les dimanches!
¡Je hais les dimanches!…
(Todos los días de la semana
están vacíos y suenan huecos.
Mucho peor que la semana
es el domingo pretencioso
que quiere parecer de color de rosa
y dárselas de generoso.
El domingo que se impone
como un día bienaventurado.
¡Odio los domingos!
¡Odio los domingos!)
—Esa canción dice la pura verdad —comentó Philippe, el rubio veinteañero sentado más cerca de Dafne; un muchacho alto y delgado, de anchos hombros.
—Basta ya de reglas impuestas —le secundó su amigo Alain, moreno, pero de edad y complexión similares a las de él.
—Yo pienso lo mismo —dijo Dafne.
—¿Y tú…? —preguntó Alain.
—¿Yo…? No sé… —balbuceó Mafalda.
—El domingo no se hizo para ir a misa, sino para divertirse.
—Bueno, no veo qué hay de malo en que cada uno haga lo que quiera.
Alain empezó entonces a filosofar con Mafalda sobre el existencialismo, mientras Dafne parecía congeniar con Philippe.
—Para ser existencialista —explicó—, uno tiene que ser capaz de sentirse a sí mismo, de conocer sus deseos, su angustia, su rencor… Porque si ignora su frustración personal es imposible que sepa cómo satisfacerla.
A Mafalda, aquel discurso le sonaba a chino; simplemente asentía por educación a las palabras solemnes de aquel chico antiburgués.
—Solo un francés —añadió Alain en alusión a Sartre, mientras se encendía uno de esos fuertes Gauloises con filtro que olía como si quemasen alquitrán—, tras declarar que el inconsciente no existe, pudo explorar la conciencia y prácticamente todos los frissons del devenir mental. ¿Para qué? Pues muy sencillo: para crear la teología del ateísmo y proponer que en un mundo de absurdos lo más coherente es el absurdo existencial.
—Hablas muy bien, Alain, pero me resulta complicado seguirte.
—Tranquila, mujer, ya verás cómo al final lo comprenderás todo.
Mafalda miró en derredor, mientras Dafne seguía enfrascada con Philippe en su conversación, y vio a Juliette Gréco atravesar la cueva para sentarse en la mesa de Chaplin, que charlaba animadamente con una pareja. Le pareció reconocer a Picasso, que vivía desde mayo del año anterior con Jacqueline Roque en la villa La California, en Cannes; debía de ser esta la que sonreía a su lado. El pintor español era un asiduo de las cuevas literarias y del jazz desde que en 1937 se convirtió en vecino del barrio parisino tras instalar su atelier en el número 7 de la Rue des Grands-Augustins, donde concluyó el Guernica.
Alain acababa de cambiar de discurso para hablar de política:
—¿Qué opinas de nuestro presidente René Coty? —preguntó a Mafalda.
—Me parece un hombre moderado.
—Ese es su principal problema.
—¿Preferirías acaso que fuese radical?
—¿Sabías que Coty fue uno de los que votó en 1940 a favor de otorgar poderes extraordinarios a Pétain, y que eso propició la colaboración del gobierno de Vichy con los nazis?
—No lo sabía.
—Nadie parece saberlo ya, y mientras tanto tenemos que aguantar a un conservador pusilánime como él al frente de la República.
—Algo bueno tendrá…
—Nada absolutamente, igual que Madame Robert Schuman. Todo el mundo pensó que su presencia en la «Tercera fuerza» funcionaría.
Los Madames eran los democristianos. Se les llamaba así porque la sede de su partido estaba en la Rue Madame, mientras que a los socialistas republicanos se les denominaba Monsieurs porque sus oficinas estaban en la Rue Monsieur.
—Y funcionó: ¿quién crees si no que sacó a Francia de la crisis hace apenas dos años? Pues la asociación de fuerzas de centro izquierda de la que formaba parte Schuman precisamente.
—Ese hombre es un traidor.
—¿Por qué le acusas?
—¿Te parece poca traición enfrentarse al resto de la coalición en el debate sobre la enseñanza libre? La defensa del laicismo y el predominio de la enseñanza pública sobre la privada son dos cuestiones irrenunciables.
Al final de la velada, Philippe y Alain intentaron quedar con ellas para otra ocasión.
—Será un placer volver a vernos —aseguró Dafne.
—Podemos ir el próximo sábado al Lorientais de Claude Luter —sugirió Philippe.
—Me fascina oírle tocar el clarinete y el saxo al mejor estilo de Nueva Orleáns. ¿Te animas tú también, Mafalda? —dijo Alain.
—No sé si podré ir este sábado.
Mafalda observó a la salida, sobre el mostrador, varios panfletos publicitarios de la Fundación Solidarité Universelle que al entrar no debían de estar ahí. Cogió uno de ellos y leyó: «Utopías sociales: un estudio crítico sobre el uso de la violencia política en el siglo XX». Era un seminario gratuito. Pensó: «Menudo rollo», y lo dejó en su sitio.
—Es muy interesante —le dijo Alain.
—¿Cómo lo sabes?
—Los he dejado yo ahí para que se apunte todo el que quiera.
—¿Y tú?
—Ya lo estoy.
—Ah…
Da Costa y Mora viajaron a Madrid para hablar con el marqués de Pimentel, el noble por cuya recomendación había entrado Almeida al servicio de los condes de Barcelona, en Villa Giralda.
Los policías se encontraron con una ciudad de menos de dos millones de habitantes que daba muestras de cierta recuperación económica tras la apertura de los primeros supermercados, autoservicios y aparcamientos subterráneos. Por sus calles circulaban ya los primeros Seat 1400, junto a los célebres Biscuter comercializados desde hacía cuatro años. Quienes no disponían de coche propio, que era la inmensa mayoría, tomaban el tranvía previo pago de entre diez y veinticinco céntimos, dependiendo del trayecto, igual que el Metro.
Si alguien necesitaba hablar por teléfono, adquiría unas fichas doradas con hendiduras en el bar de la esquina, las cuales se le devolvían al término de la conversación.
Empezaban a llegar a la ciudad artículos importados, desde los pantalones vaqueros a las persianas Gradolux. Pero había también inventos nacionales muy curiosos, con vocación perenne, como la fregona y el chupa-chups.
Era el Madrid de las cancioncillas comerciales, como la del Cola-Cao, que patrocinaba la radionovela Matilde, Perico y Periquín. La mitad al menos de los madrileños sabía que el Real Madrid de Di Stéfano, Gento y Rial se jugaba el 13 de junio su primera Copa de Europa frente al Stade de Reims, en el estadio Parc des Princes de París.
El casco urbano se había transformado con nuevos edificios emblemáticos como el del Ministerio del Aire, la Casa Sindical, el hospital de la Princesa o el estadio Santiago Bernabéu.
El Madrid comercial se concentraba en la calle Preciados, la del Carmen o la de Carretas, repletas de pequeños negocios que poco a poco iban dando paso a grandes almacenes como Galerías Preciados o El Corte Inglés.
Se calculaba que había más de trescientos bares repartidos por la ciudad. La Puerta del Sol y sus alrededores contaban con numerosos cafés, entre los que destacaban el Barceló, el Levante, el Manila y el de La India.
Acababa de producirse también una cierta renovación cultural con la aparición en escena del dramaturgo Buero Vallejo, de los novelistas Camilo José Cela, Sánchez Ferlosio y Ana María Matute, o del poeta José Hierro.
Mientras recorría las calles de aquel Madrid emergente en un vehículo policial, Da Costa evocó su infancia y juventud en esa misma ciudad desde su llegada, a finales de 1925. Su padre, zapatero remendón, se había visto obligado a cerrar su pequeño taller en Lisboa como consecuencia de la fuerte inestabilidad política en todo el país durante la Primera República portuguesa, que disparó la tasa de paro hasta límites insospechados. De hecho, en los dieciséis años transcurridos desde el derrocamiento del rey Manuel II, en 1910, hasta el golpe de Estado militar registrado en mayo de 1926, Portugal tuvo ocho presidentes de la República, treinta y ocho primeros ministros, y cuarenta y cinco gobiernos distintos. Después de todo, resultó providencial que un tío paterno de Da Costa estuviese casado con una prima segunda de la nieta del empresario británico Thomas Price, fundador del Circo Price en 1868. Antonio da Costa, como se llamaba él, habló con su esposa y esta intercedió a su vez ante los nuevos administradores del circo para que contratasen a los Da Costa. Fue así como Carlos Alberto, a sus doce años, pudo trasladarse a vivir finalmente con sus padres a una vivienda próxima a la plaza del Rey, donde se levantaba la carpa del Price sobre un solar propiedad del conde de Polentinos. Aquel terreno había sido antes el jardín de la casa de las Siete Chimeneas, antigua residencia de Manuel Godoy, entre cuyos árboles y floridos setos había correteado de niño Victor Hugo, futuro príncipe de las letras, en tiempos del rey José Bonaparte.
Da Costa recordaba ahora con nostalgia, mientras se dirigía con el brigada Mora hacia el Hipódromo de la Zarzuela para hablar con el marqués de Pimentel, a las antiguas aguadoras que vendían agua en botijos, pipas o altramuces. Como al pobre Alfonsito, a él le encantaba también escuchar el tañido de la ocarina del afilador de cuchillos que pasaba cada mañana por delante de su casa, y jugar al fútbol, aunque fuese a patada limpia, en el descampado del barrio después del colegio. Recordaba el día en que pudo por fin despedirse del pupitre de dos plazas con dos tinteros, y de los palmetazos del profesor en las yemas de los dedos con una gruesa regla de madera, para ingresar como empleado en el circo Price. Un mundo desconocido y fascinante se abrió entonces ante su inquieta mirada. Pero un aciago día, ocho años después, tras haber acariciado el cielo con su trapecio, vio partir el tren irremediable de su última ilusión. Empezó el trasiego por los hospitales, las innumerables horas de quirófano, que acabaron postrándole en una silla de ruedas durante un año entero. Con solo veinte años, Da Costa puso a prueba su tesón y audacia intentando volver a caminar. Duros ejercicios diarios en el gimnasio, entre lágrimas de rabia y desesperación, unidos a los rezos de sus padres, obraron finalmente el milagro. El joven no solo logró levantarse para siempre de la silla de ruedas, sino que corrigió su modo de andar sin que apenas se le notase la cojera. En febrero de 1936, tras el triunfo electoral del Frente Popular, regresó solo a Portugal decidido a convertirse en policía. Y ahora ya lo era, y de los buenos…
Da Costa y Mora localizaron al marqués de Pimentel en la fila de una de las ventanillas de apuestas del Hipódromo de La Zarzuela, inaugurado en 1941 en sustitución del antiguo hipódromo de la Castellana.
Vestido con chaqueta Conde de Teba de color camel y pantalones de franela gris, el marqués se disponía a apostar quinientas pesetas en el Derby Conde de Villapadierna, aprovechando que aquel mismo año se había duplicado el dinero destinado a los premios. El marqués no concebía la vida sin apostar por aquellos malditos pencos. Era capaz incluso de jugarse otros cien duros a cuál de dos moscas saldría volando primero de las crines de uno de aquellos cuadrúpedos.
Identificados como policías, Da Costa y Mora le condujeron hasta un lugar tranquilo para poder charlar con él.
—¿Conoce usted a Eduardo Almeida? —preguntó Mora, advertido por su compañero de que llevase él la iniciativa durante el interrogatorio.
—Sí, ¿le ha sucedido algo? —repuso el marqués, rozándose la comisura de los labios con el meñique de su mano derecha, en el que brillaba un pequeño zafiro gris.
—Nada en absoluto. Solo queremos saber por qué le recomendó usted para trabajar en Villa Giralda.
—Bueno, siempre me pareció un hombre responsable y discreto.
—¿Cómo le conoció?
—No lo recuerdo muy bien.
—Haga memoria.
—Tal vez en una recepción en casa del conde de Ribagorda, o en alguna cacería en la finca de los Montaner…
—No sabe entonces. Porque usted es amigo de don Juan, ¿verdad?
—Sí, lo soy.
—¿Y pensó que Almeida sería un buen ayuda de cámara para él?
—Ya le he dicho que es una persona cualificada para esa función.
—¿Le conoce usted mucho?
—De alguna reunión social, como también le he comentado.
—¿En cuántas ocasiones coincidió con él?
—No sé decirle exactamente… ¿cuatro…? ¿Tal vez cinco…?
—Supongo que en esas reuniones habría más gente además de usted y Almeida.
—Naturalmente.
—¿Y le parece lógico recomendar a una persona a la que apenas conoce para que trabaje en la residencia familiar del pretendiente de la Corona de España?
—Oiga, ¿qué pretende decir?
—Simplemente que nos sorprende su ligereza, teniendo en cuenta que para cualquier otro trabajo son capaces de contar hasta el número de pelos que el candidato tiene en la cabeza.
Da Costa y Mora habían investigado previamente al marqués de Pimentel y sabían por tanto que era un bon vivant que subsistía dando sablazos a la gente y aparentando una saneada posición económica. En solo seis años, había derrochado en francachelas, amoríos y aventuras la fabulosa suma de casi tres millones de pesetas. Era un hombre débil, voluble y falto de valor. Y, obviamente, un pésimo administrador de la fortuna de su padre, de quien había heredado a su muerte saldos importantes en bancos españoles e ingleses, así como valiosas propiedades inmobiliarias. Pero demasiado pronto, su desprecio por el dinero, el vicio de las apuestas de caballos y galgos, y la avaricia de una de sus amantes acabaron por reducir aquel inmenso patrimonio a la mínima expresión.
—¿Qué te ha parecido el marqués? —preguntó Mora a su compañero, de regreso al coche.
—Creo que trata de ocultarnos algo.
—Yo tampoco me fío de él.
—No me extrañaría que supiese algo de París.
—¿Qué tal un careo entre Almeida y él?
—Por nada del mundo me lo perdería.
—Hablaré con mi jefe para que le sigan.
—Es una brillante idea.