38

Mafalda y el profesor Corbel caminaban juntos por la calle. Ella iba tambaleándose un poco, como si le fallasen las piernas, apoyada en él para evitar estamparse contra el adoquinado.

—¡Taxi! —gritó Corbel de repente, alzando el brazo.

Un Renault 4 CV gris, con un letrero luminoso en el centro de la parte delantera del techo, sobre el parabrisas, se detuvo en seco.

Corbel subió con Mafalda a bordo del vehículo público.

—Al número 69 de la Rue de Croulebarbe —indicó él.

El conductor puso rumbo así al barrio Île de la Cité, cuyos vecinos que vivían al sur de la isla, en los edificios situados en ambos muelles del Sena, podían admirar cada día la maravilla gótica de la catedral de Notre Dame.

Mientras se dirigían hacia allí, Mafalda balbuceaba incoherencias, desplomada sobre el hombro de su profesor en el asiento trasero, a punto de quedarse dormida.

El taxista, observando lo que sucedía a través del espejo retrovisor, preguntó:

—¿Se encuentra bien la señorita?

—No es nada. Mi hija está muy cansada y no le ha sentado bien la comida, pero en casa se repondrá enseguida —dijo Corbel, para no levantar sospechas.

Mafalda, con los ojos entreabiertos, susurró:

—Usted no es mi padre.

Pero su voz pastosa apenas fue audible.

—¿Qué es lo que ha dicho? —insistió el taxista.

Corbel ignoró su pregunta, dirigiéndose a ella.

—Enseguida estamos en casa, cariño; duerme un poco mientras tanto.

El conductor le miró receloso. El automóvil se detuvo en un semáforo en rojo. Corbel temió que la chica pudiese decir algo que descubriese su mentira. Casi le tapó la boca con su mano, fingiendo que la acariciaba.

Un motorista de la policía se paró junto a ellos en el semáforo. El taxista giró su cabeza para mirarle. Corbel pensó que tal vez fuese una señal de advertencia. El motorista le correspondió con la mirada y luego echó una ojeada al asiento trasero del taxi viendo al profesor con Mafalda. Permaneció unos segundos observándoles fijamente, como dudando si intervenir o no. Pero en ese instante el semáforo se puso en verde, y el policía arrancó su motocicleta y continuó circulando, igual que el taxi. Corbel respiró aliviado.

Llegaron por fin a su destino. El profesor espabiló un poco a Mafalda para que pudiese salir del coche. Pagó el trayecto y la arrastró casi hasta el portal. El taxista permaneció unos segundos estacionado hasta comprobar que la puerta se cerraba por dentro.

Una vez arriba, en su apartamento, Corbel condujo a Mafalda hasta el dormitorio y la recostó sobre su cama. Ahora sí que estaba profundamente dormida. De pie frente a su alumna, la observó con deleite, recorriéndola entera con su lasciva mirada: la melena rubia desplegada sobre la colcha, su rostro juvenil con el cutis de alabastro, casi angelical, su pecho palpitante, sus torneadas piernas enfundadas en medias de satén… La descalzó con delicadeza, como si temiese lastimar sus pies de porcelana de Sévres.

Poco después, Mafalda sintió un peso enorme sobre ella. Abrió muy despacio los ojos, sin entender lo que le estaba sucediendo. Entonces vio a Corbel, con el pelo revuelto y sudoroso; vio horrorizada su rostro desencajado, que dibujaba con su boca una mueca atroz a tan solo un palmo del suyo. Era una pesadilla real. El profesor yacía sobre ella, asfixiándola casi con sus ochenta kilos de peso, como un íncubo diabólico poseído por un deseo feroz, jadeando y respirando él también fatigosamente. El profesor de Historia se había transformado en una bestia salvaje que trataba de vencer la resistencia de su víctima rasgándole la ropa, arañándola y mordiéndola incluso. En ese terrible estado de confusión, Mafalda se defendió como pudo, sin apenas fuerzas, pero reparó en un objeto contundente sobre la mesilla de noche, tal vez al alcance de su mano. Estiró sus dedos al máximo y logró agarrarlo, golpeando a Corbel en la cabeza con el pie de bronce de una lámpara. El profesor cayó desplomado sobre Mafalda, igual que un saco de hormigón, con una gran brecha de la que empezó a manar abundante sangre.

Mafalda se quitó de encima a Corbel con dificultad. Había perdido casi el resuello tras la lucha librada con él. La cabeza le dolía de forma espantosa, todavía bajo los efectos de la droga que le suministró aquel miserable. Se incorporó de la cama sin poder creer lo que acababa de suceder. Ignoraba cómo había llegado hasta allí. Apenas recordaba fragmentos confusos de las horas previas: la comida con el profesor, un brindis, unas promesas, un viaje en taxi… Tenía que salir de allí cuanto antes. En cualquier momento, Corbel podía volver en sí. Buscó con ansiedad sus zapatos por el suelo, donde había varios objetos caídos a causa del forcejeo. Su mano se topó con un estuche abierto en el que distinguió un curioso martillo. Se calzó los zapatos de tacón y salió del apartamento como una centella.

Gérard Chaillot recibió la llamada telefónica de su amigo del diario Le Figaro.

—He conseguido por fin hacer cantar al mirlo que tengo en el banco —dijo Guillaume Boucher, como si acabase de poner una pica en Flandes.

—¿Te ha escupido pepitas de oro?

—¿Pepitas de oro? Te aseguro que cuando publiquemos la exclusiva vamos a superar de largo el medio millón de ejemplares que vendemos ya cada día.

—Solo te pido que seas ahora todo lo explícito que puedas por teléfono.

—Te advierto de que la información es fidedigna: procede de una persona de cierta relevancia en la entidad financiera con acceso a información restringida, que pretende vengarse de la dirección rompiendo su silencio.

—¿Por qué razón?

—Al parecer no le han concedido el ascenso prometido, e incluso piensa que no tardarán demasiado en despedirle.

—Soy todo oídos.

—Ha conseguido sacar del banco las pruebas documentales de algunas operaciones irregulares.

—¿Las has visto tú?

—Sí. El banco ha estado concediendo durante años préstamos a la Fundación Solidarité Universelle a un interés que podría pagar un niño de diez años con sus ahorros semanales. Pero fíjate bien: además de no devolver el principal de los créditos, la Fundación ni siquiera ha satisfecho un solo franco de intereses en todos estos años.

—Eso huele muy mal.

—Desde luego.

—Debemos vernos mañana sin falta.

—¿En mi casa?

—Como quieras.

—¿A mediodía?

—Perfecto. En cuanto examines las pruebas, te vas a quedar pasmado.

Chaillot dibujó un gesto de victoria con los dedos. Sabía que, si las pruebas eran auténticas, estarían pisándole los talones al mismísimo Cornelius al descubrir la vinculación de la Société Crédit Française con la Fundación Solidarité Universelle. Y ambas instituciones estaban ya bajo sospecha: el banco, por haber realizado transferencias irregulares a personas sobornadas por la organización de Cornelius; y la Fundación, por la posible captación de individuos con tendencias homicidas, a través de sus pruebas psicotécnicas, para acceder a los seminarios. Uno de los jóvenes que allí acudían, Alain Jacotier, era el presunto culpable del asesinato de Dafne, la amiga de la novia de Juan Carlos de Borbón.

Era ya tarde, y los compañeros de Chaillot abandonaban paulatinamente la comisaría hasta el día siguiente, mientras este seguía enfrascado en sus pensamientos. Permaneció largo rato cavilando, inmóvil, y luego empezó a dibujar esquemas en un bloc de notas tratando de poner en orden sus razonamientos.

En una hoja, escribió las palabras «banco» y «fundación», y trazó un círculo en torno a ellas, uniéndolas con una flecha. Apuntó al lado: «Préstamos a fondo perdido».

Para entonces, en la comisaría no quedaba ya ni un alma, salvo Chaillot, que continuaba allí trabajando a la luz de una lámpara de mesa, cuando todos los demás reflectores de la estancia habían sido apagados. Pero no estaba solo. En la penumbra había alguien que le vigilaba a hurtadillas.

Ajeno a esa presencia, Gérard Chaillot pasó a la siguiente hoja de su cuaderno, donde esbozó esta vez el esquema del organigrama de la Société Crédit Française, con el presidente Armand Mathieu a la cabeza. Entonces acudió a su mente el testimonio del compañero de Michel Palacios en la Isla del Diablo: Tarántula sufrió desnutrición aguda, lo que le produjo osteoporosis. Escribió así: «Atrofia muscular severa». En ese instante recordó también su entrevista con Armand Mathieu y algunos de sus consejeros en la sede del banco, reparando en la extraña forma de caminar del presidente mientras les acompañaba por el pasillo hasta el vestíbulo, para despedirse de ellos; tenía las piernas algo arqueadas y andaba de modo oscilante, como si padeciese atrofia muscular.

El policía reflexionó también sobre los rumores en torno a la constitución del banco con dinero procedente de un tesoro expoliado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Volvió a escribir, por separado: «banco», «fundación», «robo del tesoro», «préstamos», «Mathieu», «atrofia» y, por último, «Cornelius». Luego unió los nombres «Mathieu» y «Cornelius» con una línea, trazando justo al lado un gran signo de interrogación. Se quedó un momento mirando a la nada. Cerró el bloc y lo metió en el cajón de su escritorio. Incorporado del asiento, estiró sus piernas y brazos, anquilosados por su falta de movimiento en las últimas horas. Recogió sus cosas, apagó la luz del flexo y abandonó la oficina tenuemente iluminada por la luz proveniente de la entrada, al fondo de un largo pasillo.

La comisaría se quedó casi a oscuras, en silencio. Solo entonces salió de su escondite una persona que se acercó al escritorio de Chaillot para abrir el cajón, revisar las anotaciones de su bloc y guardárselo luego en el bolsillo.

Aquella noche, Mafalda caminó deprisa por las calles de París convertida en una muñeca de trapo: despeinada y sin pintar, con el rostro y el cuello cubiertos de arañazos, el vestido rasgado y ensangrentado… Solo deseaba regresar cuanto antes a su casa para contarles a sus padres lo que acababa de sucederle. Algo tan insólito y aberrante como que su profesor de Historia en la Sorbona había intentado violarla de forma brutal. Estaba ya segura de que antes la había drogado. Una mezcla de rabia e impotencia le impedía discernir con serenidad. Estaba al borde del paroxismo. Ni siquiera reparó, andando apresuradamente por las calles, en que una persona mayor se había apartado de su camino, asustada por su aspecto desastrado y su mirada extraviada.

Pero, de pronto, se dio cuenta de la zona de la ciudad en la que se encontraba. Se detuvo un momento a pensar. Muy cerca de allí estaba la comisaría central, en el Quai des Orfèvres. Se le ocurrió que lo mejor era denunciarlo todo a la policía cuanto antes. Ferdinand Corbel despertaría de un momento a otro, y seguramente la perseguiría hasta su misma casa para impedir que hablase. Sí, lo mejor era acudir enseguida a la policía. Tal vez estuviese allí todavía el comisario Leblanc. Las fuerzas del orden se encargarían de arrestar a Corbel, y un juez le daría luego todo su merecido.

Cruzó así con decisión, poco después, el umbral de la sede de la Dirección General de la Policía. Un oficial de guardia, al verla en tan lamentable estado, le ofreció su ayuda.

—Dios mío, señorita, ¿qué le ha pasado?

—¿Está el comisario Leblanc? —preguntó ella, temblorosa—. Si no le importa, prefiero contárselo todo a él directamente.

—¿Le conoce usted?

—Es amigo de mi padre.

—De acuerdo, señorita. Acompáñeme hasta la recepción si es tan amable.

El recepcionista descolgó el auricular para comprobar si Leblanc no se había marchado aún.

—¿Está el señor comisario? —preguntó.

Al otro lado de la línea interna pudo oírse con nitidez la voz grave de Leblanc.

—Ahora mismo viene a buscarla. Espere aquí, señorita —indicó el telefonista nada más colgar.

El recepcionista se acercó a donde estaba el oficial de guardia y se entretuvo un rato charlando con él.

En el ínterin, el comisario ya había puesto el grito en el cielo al ver el deplorable estado de la hija de su querido amigo Cornaro.

—¿Se puede saber qué te han hecho, criatura?

—Es mejor que te lo cuente en privado.

Leblanc le acompañó hasta uno de los cuartos interiores.

—Siéntate —le dijo.

—Gracias.

—¿Quieres un vaso de agua?

—Sí, por favor.

—Bueno, ahora cuéntame todo muy despacio —añadió, tras sentarse en una silla frente a ella.

Mafalda se echó a llorar sin poder despegar los labios.

—Tranquila, pequeña, tranquila —trató de consolarla el comisario, frotándole el hombro con la mano.

Cuando se calmó un poco, Mafalda le relató lo sucedido a lo largo del día. Empezando por la conversación en el despacho de Corbel en la universidad. Luego la invitación a almorzar. A partir de ahí, sus nebulosos recuerdos del viaje en taxi, de una casa ajena, del salvaje intento de violación, de la lucha posterior, del golpe en la cabeza y la sangre derramada; ahora reparó en un detalle que antes le había pasado inadvertido: el extraño martillo que había descubierto tirado en el suelo del apartamento de Corbel cuando buscaba sus zapatos; era igual que el que tenía su padre guardado dentro de su escritorio. Este detalle la inquietó mucho, pero no se lo reveló a Leblanc.

—No te preocupes, Mafalda, yo me encargo de todo.

El comisario descolgó primero el auricular fingiendo que daba orden inmediata para detener a Ferdinand Corbel.

—Ahora voy a telefonear a tus padres para decirles que te llevo a casa en mi coche y de paso ahorrarles el susto de verte así.

»¿Bruno?… Verás, ha habido un contratiempo con tu hija, pero está aquí conmigo y se encuentra bien. Ahora mismo la acerco a tu casa. Adiós.

Tras colgar el teléfono, le dijo a Mafalda:

—¿Sabes cómo llegar a la puerta principal?

—Sí, claro.

—Pues cuando salgas de la comisaría, das la vuelta a la manzana y me esperas a la entrada del garaje. Yo te recojo ahí enseguida con mi coche.

Mafalda obedeció. El oficial de guardia la vio salir sola por la puerta.

—Buenas noches, señorita —se despidió amablemente.

Leblanc se entretuvo arreglando unos papeles que guardó luego bajo llave en el cajón de su escritorio. Cerró la puerta del despacho y se dirigió hacia el ascensor de jaula que bajaba hasta el aparcamiento.

Ya en el coche, mientras Mafalda se quedaba traspuesta debido a las horas tan agitadas que había tenido que soportar, el comisario Leblanc condujo su Renault en una dirección opuesta al domicilio familiar de la joven.