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El príncipe Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito del rey Alfonso XIII y hermano de don Juan, asistía junto con Annette Sheldon a la inauguración de un nuevo night club en Cayo Largo, Florida: el Colonial Club.
El antro acababa de ser abierto por William McCoy, uno de los más célebres contrabandistas de alcohol durante la llamada Ley Seca, vigente en Estados Unidos entre 1920 y 1933. McCoy disfrutaba de lo lindo esa noche con un grueso habano en la boca y un vaso de ron como el que él mismo había transportado ilegalmente por mar en su goleta Arethusa, armada con una ametralladora oculta en cubierta. Entonces se conocía como Rum-running o Bootlegging al comercio clandestino de alcohol, sobre todo por vía marítima; solo que en el caso de McCoy se trataba de toneladas enteras de ron caribeño transportado en su barco desde las Bahamas hasta Florida, donde vivía ahora retirado como un auténtico ricachón, tras pasar una larga temporada en la cárcel.
En una mesa cercana a la suya, decorada también con motivos tropicales, estaba el príncipe Alfonso de Borbón, a quien solo la terrible enfermedad de la hemofilia heredada de su madre, la reina Victoria Eugenia de Battenberg, había impedido figurar en su día en las quinielas casaderas de la corte europea.
Divorciado de la cubana Edelmira Sampedro el año anterior, matrimonio que le había costado la renuncia a sus derechos al trono de España, Alfonso de Borbón resultaba un hombre muy atractivo, alto, enjuto, pero ancho de hombros, como si el sufrimiento físico lo hubiera estilizado. Su rostro parecía tallado en palo de rosa, y sus ojos azules, vidriosos esa noche a causa de tantos daiquiris, seguían reflejando una mirada limpia y leal. Podía distinguirse un levísimo viso dorado, sobre el labio superior de una boca casi femenina en su perfección, que contrastaba con su voz y sus gestos varoniles. Parecía un actor de Hollywood; lo mismo que su acompañante, Annette Sheldon, era la viva estampa de la actriz Jean Harlow, fallecida el año anterior con solo veintiséis primaveras. Annette se había inspirado en el look de su diva, tiñéndose el cabello de rubio platino y pintándose los ojos y las cejas de negro como ella, con aire de vampiresa. Y en realidad lo era, como su musa Harlow, que en cierta ocasión había declarado sentirse orgullosa de levantarse cada mañana con un hombre distinto; aunque, en el caso de su fan, ese hombre era aquella noche todo un príncipe de sangre real.
Un gran calendario colgado detrás de la barra indicaba la fecha del 6 de septiembre de 1938.
Entre la clientela se percibía una mezcla de poder, dinero y glamour: políticos locales, actrices en busca de oportunidades, gánsteres camino de los paraísos del juego de La Habana… Al evento asistía también Robert Campbell, un influyente y temido cronista de sociedad del Miami Herald, el periódico más influyente del estado de Florida. Los fotógrafos disparaban a ráfagas sus cámaras Leica con película en blanco y negro.
Esa noche actuaba sobre el escenario la célebre orquesta de Artie Shaw, con Billie Holiday como cantante y el propio Artie al clarinete. A sus veintitrés años, Billie interpretaba el clásico These Foolish Things, desgranando cada estrofa y transmitiéndole una intensidad comparable tan solo a la de Ella Fitzgerald.
Un cigarrillo que descubre las huellas de un lápiz de labios.
Un billete de avión a lugares románticos.
Aun así, mi corazón tiene alas.
Estas tonterías me recuerdan a ti…
Alfonso de Borbón canturreaba la letra en inglés mientras bailaba agarrado a Annette Sheldon, convertida en su tabla salvavidas que a duras penas lograba mantenerle en equilibrio sobre aquel suelo que era para él como una pista de patinaje sobre hielo. La música se fundía con la deslumbrante luz de las lámparas, y el humo de los cigarrillos con el tintineo de las copas. Por las mesas del comedor, con vistas al escenario y a la sala de baile, circulaban bandejas repletas de daiquiris y de mojitos. Sobre todo de daiquiris, elaborados al otro lado de la barra por un camarero con chaquetilla de esmoquin y pantalón negro; un auténtico chamán de las mezclas, con manos tan rápidas como las de Billy el Niño y esa paciencia infinita de los indios jíbaros para reducir cabezas. Con tres cortes limpios de cuchillo partía los limones y arrojaba el centro a la basura. Solo el zumo de los tres pedazos iba derecho a la coctelera, la cual regaba generosamente con un Habana Club reserva, añadiéndole dos cucharadas de azúcar y un montón de cubitos de hielo. Y luego, tocaba el «centrifugado» de la coctelera, durante el tiempo justo, ni un segundo más ni uno menos. Ahí radicaba el éxito de la poción milagrosa que solo el dedo índice del camarero, al quedar pegado al acero inoxidable de la tapa por el frío que transmitía el hielo, marcaba con la misma precisión que un cronómetro suizo. Solo entonces el daiquiri estaba listo para servirse.
—¿Otro daiquiri, cariño? —ofreció Annette al príncipe, de regreso a la mesa.
—Están riquísimos.
—¿Cuántos llevas ya?
—No sé… ¿seis, siete…? —titubeó con los ojos congestionados, sin apenas pestañear.
—Más o menos como yo… ¿Sabes una cosa?
—Dime, bonita.
—Eres guapo, muy guapo.
—¿Tú crees?
—Te comería a besos.
—Y yo a ti, bomboncito. ¿Vamos a mi hotel?
—Si tú quieres…
—Estoy deseando estar a solas contigo.
El príncipe ya no estaba sentado, sino más bien yacía en la silla; su barbilla tocaba de vez en cuando el pecho. Annette le ayudó a incorporarse. La pareja salió de la sala de fiestas, en dirección al coche para regresar a Miami. El príncipe, completamente ebrio, no estaba en condiciones de conducir. Annette se ofreció a hacerlo. Durante el trayecto por la recién inaugurada Overseas Highway, el Buick 60 Sedan verde de seis cilindros y válvulas en cabeza, con notables mejoras en el chasis y la carrocería, circulaba a gran velocidad y sus faros iluminaban la autopista. Fuera corría una refrescante brisa. De noche, las palmeras que flanqueaban los márgenes de la carretera eran como negras y amenazantes sombras; y la vegetación tropical, una masa oscura, se espesaba en los manglares, en cuyas pútridas ciénagas acechaban voraces los caimanes.
El príncipe, tembloroso, había sustituido ahora los daiquiris por el whisky de su petaca dorada. Gotas de sudor frío le resbalaban por la frente.
—Tendría que odiarla… Tendría que odiarla —repitió entre trago y trago.
—¿Odiar a quién? —dijo su compañera.
—A mi madre. Ella nos trajo de Inglaterra la enfermedad —maldijo.
El automóvil aceleró bruscamente. El velocímetro rebasó las ochenta millas por hora. De repente, giró de forma absurda a la derecha, saliéndose de la carretera. Annette consiguió abrir su puerta y salió impulsada unos metros, antes de que el vehículo se precipitase en el vacío.
Con la primera luz del día, el tétrico escenario nocturno había dado paso a uno paradisíaco: un día brillante, en el que el sol lucía entre las palmeras, las mandrágoras y las orquídeas y todo tipo de plantas tropicales. Pero, adentrándose un poco más allá en los humedales, un pescador que surcaba en su pequeño bote las marismas atisbó un extraño bulto flotando. Se acercó y comprobó, aterrado, que era el tronco de un cuerpo humano al que le faltaban la cabeza y las piernas. El tronco estaba envuelto en una camisa de seda ensangrentada y los restos de unos pantalones azules. Avisó lo más rápido que pudo a la policía, que condujo los restos humanos al depósito de Miami, donde el comisario jefe reclamó la presencia de un forense. Después el mismo comisario regresó a las marismas y dirigió la búsqueda de la cabeza y las piernas de la víctima, pero al cabo de unas horas, al no encontrar nada, se dio por vencido. Más tarde comprobaron que el tronco pertenecía a un hombre de complexión delgada, de unos setenta y cinco kilos de peso y una estatura de 1,90 metros aproximadamente. La epidermis y las uñas del cadáver seguían casi intactas a pesar de la humedad del agua, lo cual revelaba que llevaba pocas horas flotando en el pantano. Los restos presentaban diversas fracturas de costillas y otros huesos, sufridas después del fallecimiento. Extirparon la piel de los dedos y la enviaron rápidamente al jefe de la sección dactiloscópica. Poco después, este inyectó glicerina en la piel y obtuvo unas huellas dactilares aprovechables que no coincidieron finalmente con las de ninguna ficha del voluminoso archivo del FBI. La víctima carecía así de antecedentes penales. La policía sabía de antemano, por el testimonio de Annette Sheldon, que el cuerpo de Alfonso de Borbón había caído al humedal, pero aun así quiso hacer sus propias comprobaciones irrefutables. La localización del Buick, extraído del fondo de las aguas, reafirmó lo que ya sabían: el tronco humano pertenecía al príncipe que no pudo reinar.
En aguas muy distintas, a bordo de la cubierta del yate Prusiana, que surcaba el río Sena, el infante don Jaime de Borbón siguió respondiendo a las preguntas de Da Costa y Mora, tratando de reconstruir su misteriosa historia.
—¿Qué sucedió con la acompañante de su hermano Alfonso? —preguntó Mora.
—Salió ilesa. En su declaración judicial aseguró que ella también estaba ebria y que por esa razón tampoco debía conducir, pero que al hacerlo en esas condiciones se produjo el accidente.
—¿Es cierto que estaba ebria?
—Mintió como una bellaca. Los análisis de sangre de Annette Sheldon evidenciaron luego que ella tenía un grado de alcoholemia muy bajo, equivalente a un miserable trago de whisky.
—¿Cree tal vez que ella disimuló que bebía para que don Alfonso pensase que se emborrachaba al mismo tiempo que él?
—Estoy convencido de que Annette Sheldon saltó del coche en marcha a propósito.
—¿Para asesinar a su hermano?
—No tengo ya la menor duda. Un testigo la vio llorar luego como jamás había visto hacerlo a nadie. No fue capaz de distinguir entonces si lo que en realidad expelía aquella atronadora garganta eran carcajadas o lamentos. La mujer parecía fuera de sí… Era una actriz excepcional.
Don Jaime refirió a continuación la muerte de su hermano pequeño, el infante don Gonzalo, de vacaciones con su padre el rey Alfonso XIII en Austria, en 1934:
—Sabrán ustedes que Gonzalo, igual que Alfonso, era hemofílico…
Da Costa y Mora se encogieron de hombros.
—Por si fuera poco, Gonzalo murió en otro accidente de automóvil —agregó el infante.
—¿Cree usted que pudo tratarse de otro asesinato? —inquirió Da Costa.
—Durante mucho tiempo pensé que no fue más que un desgraciado accidente. Mi padre veraneaba con mis hermanos Beatriz y Gonzalo, separado ya entonces de mi madre. Aquel aciago 13 de agosto, Kiki, como le llamábamos en familia, regresaba en coche por la carretera de Krumpendorf, en dirección a la villa en Portschach, alquilada por mi padre en la ribera norte del lago Worther, en Carintia. De repente, Gonzalo se vio obligado a dar un volantazo para esquivar a un ciclista que poco después desapareció para siempre. El vehículo se estrelló contra la fachada del castillo de Krumpendorf. En apariencia, mi hermano no resultó herido, pero el choque provocó luego un pequeño hematoma en su cuerpo y dos días después falleció en un hospital por culpa de la maldita hemofilia.
—Si no me equivoco, acaba usted de sugerir que su muerte fue también provocada —comentó Mora.
—Aguarde un momento. Debo mostrarles antes algo muy importante.
Don Jaime sacó dos fotografías antiguas de una carpeta que tenía a su lado, y se las entregó a los dos policías.
—¿Les llama algo la atención?
—A simple vista, no.
—Fíjense bien: la primera es una fotografía tomada la noche de la inauguración del Colonial Club, en Cayo Largo, en septiembre de 1938, a la que asistieron mi hermano Alfonso y Annette Sheldon.
—¿Dónde la obtuvo? —preguntó Mora.
—En el archivo fotográfico del Miami Herald, que informó al día siguiente del evento. Efectivamente se les puede ver disfrutando del espectáculo de la orquesta de Artie Shaw, con Billie Holiday en el escenario. ¿Siguen sin advertir nada llamativo?
—Explíquese mejor.
—Observen atentamente al hombre sentado a una mesa en segundo plano, que mira a la pareja de reojo.
—¿Y…?
—Ahora examinen detenidamente la segunda fotografía. La conseguí en los archivos policiales de Krumpendorf, en cuyo término municipal, como acabo de relatarles, tuvo lugar el accidente de Gonzalo. Es una imagen de un grupo de curiosos husmeando el cuerpo de mi hermano, tendido en la cuneta.
Don Jaime señaló con el índice a uno de los testigos.
—¿Le reconocen?
—¿No es el mismo hombre que aparece en la otra fotografía, en la sala de fiestas de Cayo Largo? —concluyó Da Costa, sorprendido.
—¿No les parece demasiada casualidad?
—Pues la verdad es que sí.
—¿Comprenden ahora por qué estoy convencido de que las muertes de mis dos hermanos las provocó el mismo hombre? Mis sospechas sobre la muerte de Alfonso me llevaron a iniciar una investigación por mi cuenta, y a relacionarla luego con la de Gonzalo. Por si fuera poco, mi padre sufrió nada menos que seis atentados a lo largo de su vida.
—Lo sabemos. Sus autores fueron anarquistas, pero por el tiempo transcurrido resulta improbable que detrás de las muertes de sus hermanos y de su sobrino estén ahora ellos mismos —observó Da Costa.
—Bastante improbable, sí.
—¿Sabe usted si su padre tenía otro tipo de enemigos aparte de los revolucionarios?
—Es posible que tuviese diferencias con algunos socios en sus negocios. Tal vez el hecho de haber dejado embarazadas a varias mujeres le granjease alguna otra enemistad…
—¿Conoce algún caso concreto?
—Ahora que lo dice, oí hablar de una española, antigua camarera de palacio, que tuvo que salir pitando de allí para dar a luz en otro lugar.
Da Costa y Mora cruzaron una mirada de sorpresa.
—¿Le suena el nombre de Carmen Sánchez? —inquirió el teniente.
—Creo que era ella. Pero eso es todo lo que sé.
Damien Moretti tenía buena memoria y don Jaime, al parecer, también. Carmen Sánchez era, en efecto, la mujer seducida y embarazada por Alfonso XIII a la que el rey envió a París a principios de siglo para que diese a luz allí y quitársela de encima. Era la madre de Michel Palacios y este, a su vez, el hijo bastardo de Alfonso XIII. ¿No era motivo suficiente el desprecio con que el rey trató a su madre, fallecida a raíz del parto, para que Michel Palacios odiase con todas sus fuerzas al monarca? Da Costa y Mora estaban cada vez más convencidos de que Michel Palacios era Cornelius.
—No me sorprende entonces que viva usted atemorizado —dijo el teniente.
—Todas las medidas de seguridad me parecen pocas. Me veo obligado a dormir en lugares diferentes y a cambiar mis itinerarios habituales. Y, encima, la muerte de mi sobrino Alfonso, de cuya versión oficial dudo seriamente, no ha hecho sino confirmar mi teoría de que hace muchos años que existe un complot para asesinar a la rama española de los Borbones. Y ahora les pregunto yo a ustedes: ¿están dispuestos a hacer algo con las pruebas que acabo de aportarles?
—Déjenos las fotos. Le prometemos investigar el asunto a fondo, manteniéndole informado.
—Ya saben que la única forma de contactar conmigo es a través de mi secretario Alderete.
—Así lo haremos.
—Cuidado con estas aguas al desembarcar: ¿sabían que el Sena es uno de los lugares del mundo preferidos por los suicidas y por los asesinos que quieren deshacerse de los cuerpos de sus víctimas?
Dafne telefoneó a casa de Philippe. El auricular lo descolgó su hermana Anastase, pues Philippe estaba fuera. Entonces Dafne tuvo una ocurrencia para aprovechar la oportunidad única de seguir el juego del intercambio con Mafalda hasta el final. Haciéndose pasar por esta, le dejó un recado a Philippe.
—¿Quieres decirle, Anastase, que Dafne no podrá acudir a su cita de esta noche y que en su lugar iré yo, pues tengo algo importante que contarle?
—Descuida, Mafalda.
Al colgar el teléfono, Dafne se rio de su propia broma, preguntándose qué pasaría por la cabeza de Philippe cuando recibiese tan enigmático mensaje.
Por la noche, Dafne acudió a la cita embutida en los pantalones Capri de Mafalda, además de llevar el pelo teñido de rubio y cortado igual que su amiga. Llevaba en el bolso el estuche con el que se había maquillado mientras se dirigía hacia allí. La transformación apenas duró cinco minutos. Crema base, lápiz de cejas, delineador de ojos, rímel, colorete y lápiz de labios. Se ayudó con un espejo de bolsillo; sus movimientos eran rápidos y seguros. Ahora era una rubia de bote con unos ojos azules como la chaqueta.
Mientras aguardaba a su nuevo novio en la esquina poco transitada y en penumbra donde habían quedado, pensó en lo divertido que resultaría ver la cara de sorpresa de Philippe cuando descubriese la verdad.
Pero no era Philippe el que se acercó a Dafne por una calleja lateral, sino su amigo Alain. Dafne, que no esperaba que llegase por ahí, estaba de espaldas mirando en otra dirección. Alain se le acercó por detrás sin ser visto por ella, la agarró del cuello y le aplicó en la cara un paño empapado en cloroformo. La chica se desplomó en los brazos de su agresor en veinte segundos. Alain la sujetó por debajo de los brazos y la arrastró hasta una furgoneta Peugeot D4A blanca, introduciéndola en la parte trasera. No había ningún testigo a la vista.
Dafne despertó al cabo de un rato en el interior de la furgoneta, aún en marcha. Con un tremendo dolor de cabeza trataba de recordar lo ocurrido. Vio la nuca del hombre que conducía el vehículo. Entonces se dio cuenta de que la habían secuestrado. Intentó escapar golpeando la puerta trasera de la furgoneta con los zapatos de tacón, hasta que abrió el cierre interior, pero con tan mala fortuna que el impulso de la patada la desplazó fuera del vehículo, que circulaba a gran velocidad por una ancha avenida. Dafne se precipitó con violencia a la calzada y el coche que venía detrás no tuvo tiempo de esquivarla y la arrolló.
Alain se dio cuenta de lo ocurrido y detuvo la furgoneta, pensando en volver a por Mafalda. Pero el conductor del turismo que la había atropellado se disponía ya a socorrerla. En su cara vio un gesto de desesperación y cómo se echó las manos a la cabeza. Entendiendo que ya era demasiado tarde, Alain arrancó de nuevo la furgoneta y abandonó el lugar lo más rápido que pudo.