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El barrio residencial de Auteuil, donde residían los Cornaro, pasó a formar parte de la villa de París en 1860. Hasta entonces, había sido un tranquilo pueblo a orillas del Sena. Pero Napoleón III quiso transformar la capital de su imperio encargándole al barón Georges Eugène Haussman que demoliese las calles apiñadas e insalubres de la ciudad medieval para crear un trazado urbano geométrico con avenidas y bulevares, que incluía la anexión de barrios próximos como el de Auteuil.
Los Cornaro vivían en una antigua mansión en la Rue La Fontaine, muy cerca de la casa donde nació Marcel Proust y de la Embajada italiana; y próxima también al palacete de Paul Mezzara y al Castel Béranger, obras del arquitecto Hector Guimard, sumo pontífice del Art Nouveau.
Construido a finales del siglo XIX, el hôtel de la familia de Mafalda estaba situado entre un patio y un jardín; disponía en su interior de mil quinientos metros cuadrados útiles repartidos en cuatro plantas con tres salones, gran comedor, cocina, siete dormitorios, cuatro cuartos de baño y amplio zaguán. Parecía más la vivienda de un embajador plenipotenciario que la de un agregado de embajada. Pero la generosa herencia familiar de los Cornaro había permitido a Bruno adquirir esa espléndida mansión al llegar de Suiza.
Su esposa Francesca revistió de flores todo el interior de la casa. No había kilómetros de terciopelo, como en la residencia del embajador, pero sí preciosos ramos de claveles en jarrones de Sèvres, soberbias bolas de rosas, derroche de nardos y violetas sobre mesas y consolas… Las habitaciones eran suntuosas y conservaban el artesonado original de madera.
La doncella había dispuesto la mesa rectangular de caoba para el almuerzo familiar del sábado. Sentada a la mesa con sus padres y su hermano Alessandro en una de las sillas con rejilla de enea tapizadas en petit point, Mafalda se comportó aquella tarde de forma ausente, antipática y maleducada incluso, algo insólito en ella.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —dijo finalmente su padre, harto de su actitud.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Si te mirases al espejo, verías la cara que tienes… Menos mal que, como dicen los franceses, hasta el día más largo tiene un final, hijita, porque estás insoportable.
—¡Papá…!
Mafalda se levantó de la mesa como si le hubiesen pinchado en el trasero, sin haber terminado el primer plato.
—¡Vuelve a sentarte!
—¿Todavía no hay carta de Juanito? —interrogó Alessandro con una risita burlona.
Mafalda se puso el índice delante de los labios y rugió:
—¡Cállate!
—Huy, qué enfadada que estás.
Alessandro tenía razón. Su hermana llevaba casi dos semanas sin recibir respuesta de Juanito a su última carta de amor. Estaba ansiosa y desesperada. Por más vueltas que le daba a su cabeza, no lograba explicarse tanto retraso. ¿Se habría olvidado Juanito de ella de repente? Recordó entonces el amargo episodio de la fiesta de máscaras en casa de los Orleáns, y un escalofrío recorrió de arriba abajo su espina dorsal, como una potente descarga eléctrica de cinco mil voltios. Le pareció volver a ver el rostro estupefacto de Gabriela de Saboya en aquel lujurioso diván, justo en el instante en que ella abrió la puerta y la sorprendió en compañía de Juanito con su bustier de tul al aire, más corto y flexible que el corsé, para realzar su figura. Pensó entonces que si leía por enésima vez la última carta de Juanito encontraría tal vez alguna pista de aquel inexplicable silencio.
Fechada apenas dos semanas atrás, la carta decía así:
Querida Mafi, no puedes imaginarte cuánto te echo de menos en esta fría Academia que no huele precisamente a ti. Esta noche, en mi cama, he pensado que estaba besándote, pero me he dado cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada, arrugada y con mal olor (de verdad desagradable), pero así es la vida. La pasamos soñando una cosa mientras Dios decide otra.
Cuento los días que faltan para que llegue el verano y pueda abrazarte y besarte y decirte cuánto te amo y te amaré siempre mientras recorremos una vez más juntos el paseo marítimo rumbo a nuestros sueños, que algún día, más pronto que tarde, cariño mío, se harán por fin realidad. Te quiere y añora,
JUANITO
Mafalda no pudo evitar emocionarse otra vez. Pero, tras leer aquella especie de poema amoroso, una tremenda disyuntiva le asaltó: o Juanito la quería de verdad, como se desprendía de sus bellas palabras; o en realidad era el mejor actor de Hollywood, que había vuelto a las andadas coleccionando rubias, morenas, castañas y pelirrojas durante sus permisos de fin de semana en Zaragoza. Esa sempiterna incertidumbre la torturaba prácticamente desde que el 19 de diciembre de 1955, cuatro meses atrás, volviese a verle por vez primera en Estoril tras el largo paréntesis de la segunda infancia.
Dafne visitó a su amiga por la tarde para preguntarle si quería salir aquella noche.
—He quedado con Philippe para ir al Lorientais, donde actúa Claude Luter; ya sabes que el sábado pasado nos quedamos sin poder verle. Por cierto, Alain sigue preguntando por qué no vienes.
—Lo siento, Dafne, pero no me apetece.
—Estás muy rara… ¿Te pasa algo?
Mafalda rompió a llorar de nuevo, desconsolada. Dafne se acercó a ella y la abrazó, tratando de reconfortarla.
Arcones ordenó a Da Costa y Mora que investigasen la biografía del anarquista Salvador Cornelio Palacios, alias Bocanegra, con la esperanza de descubrir la identidad del compañero por el que este fue capaz de inmolarse en la guillotina. ¿Quién era en realidad aquel hombre que había salvado la sesera gracias al impagable heroísmo de un camarada? Arcones no había dejado de rumiar sobre ello, sospechando que el evadido debía ser algún anarquista con mucho peso en la organización.
Una vez recopilada toda la información disponible, desde la partida de nacimiento de Palacios conservada en el Registro Civil, hasta los expedientes clasificados en los archivos de la policía española, Da Costa y Mora se reunieron con Arcones en su despacho de la PIDE.
Mora tomó la iniciativa.
—Veamos, Palacios nació en 1881, en el barrio madrileño de las Injurias —dijo, consultando sus primeras notas.
—Qué nombre tan raro —repuso el capitán.
—Muy apropiado para un infierno como aquel, situado en una hondonada muy profunda en cuyo fondo muchos madrileños vivían como auténticas ratas.
—De modo que Bocanegra salió también de alguna de aquellas madrigueras.
—Las casas parecían grutas, desprovistas de las más elementales condiciones higiénicas y expuestas a los gérmenes palúdicos del río. Las vistas tampoco eran muy halagüeñas que digamos, pues daban al Depósito Judicial de cadáveres.
—Una fábrica de anarquistas, vaya.
Pío Baroja había descrito, sin exagerar un ápice, aquel estercolero en su obra Mala hierba, publicada en 1904, la cual, junto a La busca y Aurora roja componían su trilogía La lucha por la vida. Escribía así el insigne novelista:
El barrio de las Injurias se despoblaba, iban saliendo sus habitantes hacia Madrid… Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y la miseria.
—Continúa, Mora… —indicó Arcones, encendiéndose una breva casi tan larga como una cerbatana con los dedos amarillos por la nicotina. Envolvía su rostro en las grandes nubes de humo, a través de cuyo velo miraba al brigada con ojos entornados.
—De padre desconocido, Palacios fue criado por su madre, que sobrevivía como lavandera. Desde niño aprendió a odiar a los ricos para los que trabajaba ocasionalmente como criado en las casas burguesas de Madrid.
—Menudo semillero de bandidos. La historia me recuerda, salvando las distancias, a la de Alfama y el chulo ese de Barbosa, que por fin se pudre en la trena. Dime tú ahora, Da Costa, cómo era Palacios.
—¿De carácter?
—Sí, claro.
—Violento y vengativo. No olvidaba lo que él consideraba humillaciones sufridas solo por su condición. Desde muy joven se sintió atraído por los anarquistas que practicaban «la propaganda por el hecho».
—¿Qué es eso?
—Terrorismo en estado puro.
—Continúa —dijo ávidamente soltando una bocanada de humo.
—En 1898, con diecisiete años, Palacios participó con un grupo de anarquistas en el ataque, con palos y piedras, a una procesión del Corpus Christi mientras desfilaba por la Puerta del Sol.
—Como los trogloditas, a pedrada limpia —ironizó el capitán.
—La fuerza pública cargó contra los atacantes y se produjeron varios muertos. Palacios fue detenido por vez primera y fichado. Cumplió seis meses en la cárcel Modelo de Madrid, donde conoció a militantes anarquistas apresados por terrorismo y tuvo ocasión de profundizar en su adoctrinamiento.
—¿Fue así como Palacios se convirtió en Bocanegra?
—Con ese apodo participó ya, en 1900, en el atraco a una sucursal del Banco Hispanoamericano en Madrid. La policía emitió orden de búsqueda y captura, y Bocanegra huyó a Francia. El resto de la información que consta en los archivos franceses ya lo conocemos: sospechoso de participar en el atentado contra Alfonso XIII en París, fue puesto en libertad por falta de pruebas; y en 1926 murió guillotinado tras asaltar con otros camaradas una armería.
—Muchachos, necesitamos averiguar más datos sobre Bocanegra en Francia, además de sus antecedentes policiales. Da Costa: ponte en contacto con Gérard Chaillot para que investigue a fondo su vida. Quiero saber de qué color tenía los calzoncillos Bocanegra, aunque seguramente fuesen blancos con tal de llevar la contraria a su alias. Pero me da lo mismo.
—De acuerdo, jefe.
En un lujoso apartamento situado en el número 69 de la Rue de Croulebarbe, junto a la plaza del Vert-Galant, en la punta oeste de la Île de la Cité, el profesor Ferdinand Corbel cogió una lata con una película en celuloide de la estantería principal del salón. Una etiqueta adherida indicaba: «Alfonso XIII».
Embozado en una bata de lana escocesa que cubría a su vez un pijama azul de algodón, Ferdinand Corbel abrió la lata y se dispuso a enrollar cuidadosamente la película alrededor de la bobina de un proyector de cine que previamente había extraído de un estuche de madera con el interior de fieltro rojo y herrajes en latón. Era un proyector Pathé Baby, fabricado en Francia en los años veinte, de reducidas dimensiones, como indicaba su nombre: treinta centímetros de alto por trece de ancho. Corbel lo había adquirido completamente restaurado en un anticuario por doscientos francos. En la parte posterior del aparato había una plaquita con la marca Pathé, en alusión a su inventor: Charles Pathé; y en uno de los laterales destacaba una bella esfera dorada con el genuino símbolo del fabricante: el gallo.
Concluido el proceso, Corbel apagó la luz y se acomodó en un butacón de cuero para disfrutar del espectáculo con su whisky preferido, el Haig & Haig Pinch Bottle.
Un haz de luz se proyectó sobre una pared blanca. Empezaron a verse fotogramas rayados de una película antigua y muda. Era una copia restaurada a partir de unos soportes de nitrato bastante contraídos; en el trabajo no se habían podido eliminar por completo las aguas de las imágenes, causadas por un revelado deficiente. Pero eso no impidió a Corbel empezar a deleitarse con la sesión de cine. Un cartel en castellano señaló el título de la película: Consultorio de señoras. Encabezaba los títulos de crédito el nombre de la productora: la Royal Films. Corbel había averiguado que se trataba de la productora fundada por los hermanos Ramón y Ricardo Baños a finales de 1915 en Barcelona, capital entonces del mundillo cinematográfico, cuya sede se encontraba en el número 7 de la calle del Príncipe de Asturias, en el barrio de Gracia.
Ahora, en la pared, se proyectó la silueta de una mujer con un brillante vestido de lentejuelas, un collar larguísimo y una estola de marabú, que calzaba zapatos estilo Charleston; llevaba el cabello corto, a lo garçonne, cubierto con un sombrero con plumas, y el cutis muy pálido con polvos de arroz, parecía de porcelana. Ante la mirada de sátiro de Corbel, aquella damisela empezó a desvestirse buscando la seducción del espectador.
Da Costa subió con Mora al Chrysler verde, modelo Plymouth 1956, cuya carrocería destacaba por la aerodinámica de sus guardabarros de aleta y de los faros traseros. Su motor Hemi V8 le ofrecía más caballos de potencia que el de cualquier otro vehículo equivalente, además de llevar frenos de disco en las cuatro ruedas y elevalunas eléctricos. Un lujo de coche para un policía que había pagado con gran esfuerzo, dado su mísero sueldo, la instalación de un tocadiscos de cuarenta y cinco revoluciones por minuto, cuya aguja saltaba del plato giratorio cada vez que el vehículo cogía algún bache. Pero Da Costa adoraba a Frank Sinatra y deseaba oírle cantar incluso conduciendo rumbo a un sitio tan poco romántico como el penal de Peniche. Mientras recorrían kilómetros de costa con grandes superficies rocosas y fabulosos arenales, Da Costa bromeó con Mora:
—¿Te gusta Sinatra? Piénsalo antes de contestar: soy capaz de matarte.
—Pues mátame y así te encerrarán a ti también en Peniche, con Almeida.
—No puedo creer que sigas respirando sin haber escuchado a Sinatra; deberías hacerle reverencias, porque es el rey de la canción.
—Eso lo dejo para ti, que eres un sensiblero. En cambio, a mí me van los himnos recios como el de la División Azul: «Con mi canción la gloria va por los caminos del adiós, que en Rusia están los camaradas de mi División… Tarará, tarará»; o el himno de la Falange Española: ¿conoces el Cara al sol? —añadió, haciendo el saludo romano con el brazo.
—¿Has besado a alguna mujer?
—Oye, no te pases.
—Te lo pregunto de veras: ¿has podido besar a una mujer sin haberte deleitado antes con la cálida voz de Sinatra?
—He besado a muchas mujeres sin necesidad de aguantar sus frívolas canciones.
—Como no me digas a quiénes…
—A varias rusas de ojos azules, mientras combatía en la División del mismo color que sus miradas. ¿Qué te parece?
—¿No serás un poco fanfarrón?
—¿Fanfarrón? No me hagas hablar.
—Desembucha…
Mora intentó en vano reprimir su impulso.
—Explícame ahora tú no por qué no saltaste de la azotea para perseguir a Barbosa, en lugar de dejarle escapar.
Da Costa sintió que le clavaban un puñal por la espalda.
—Será gilipollas —murmuró entre dientes.
—Bueno, ¿qué me dices de Almeida? Vaya numerito que acaba de organizar prendiéndole fuego al colchón de su catre —comentó Mora para rebajar la tensión, que podía cortarse con un filo de acero.
—Estará tan pancho en su nueva celda, aislado de los otros presos; sobre todo, de Rendueles y de Mendoza —contestó el teniente con desgana.
—Como le echen el guante, seguro que le harán picadillo.
Da Costa sintió un arrebato de hacer eso mismo ahora con Mora, pero él sí logró contenerlo.
—Por fin tenemos cogido a Almeida por los huevos. El muy cabrón será capaz de cantar en gregoriano el nombre del cirujano plástico que le operó en cuanto le amenacemos con devolverle a su antigua celda. Seguro que se caga en sus pantaloncitos de rayas —añadió Mora, complacido.
El vehículo se detuvo a la entrada de la cárcel, junto a la torre de vigilancia. Un guardia les abrió la puerta de la alambrada para que pudiesen acceder al recinto. El director, Gregorio Serna, les aguardaba en su despacho. Poco después, oyeron de nuevo retumbar por los altavoces al otro lado del cristal de la ventana: «Eduardo Almeida, recluso 1.926, acuda al centro de control. En la oficina hay alguien que quiere verle».
Instantes después sonó el teléfono en el despacho del director.
—¿Ocurre algo? —preguntó Serna.
Su rostro encogido auguró una inminente desgracia.
—Acaban de encontrar a Almeida agonizando con síntomas de envenenamiento —dijo el director con voz pastosa y el auricular todavía en la mano.