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Arcones encargó al brigada Mora y al sargento Romero que armasen el puzle de los atentados perpetrados contra Alfonso XIII desde principios de siglo con la esperanza de hallar alguna pista, por remota que esta fuese, sobre Cornelius.
Rastrear la prensa española en particular, además de la internacional, bucear en archivos privados y consultar la escasa bibliografía existente, constituía una tarea titánica para la que Arcones pensó enseguida en Mora, quien, además de dominar como español el idioma de referencia para el trabajo, era un consumado experto en detectar el menor indicio de información relevante. Romero, por su parte, era un hombre paciente y meticuloso hasta el extremo, que traducía sin problemas el castellano.
Los policías viajaron a Madrid para cumplir su misión. Al cabo de una semana de intensa búsqueda entre legajos, libros y periódicos, habían concluido un detallado dossier sobre los intentos de regicidio.
Averiguaron así que la primera tentativa tuvo lugar en París, cuando solo había transcurrido media hora del día 1 de junio de 1905. El joven Alfonso XIII, de solo diecinueve años, regresaba en carruaje tras asistir a la representación de Sansón y Dalila en el teatro de la Ópera. El rey había sido recibido con todos los honores el día 30 de mayo, a su llegada a la capital francesa, por el presidente de la República, Émile Loubet. Su presencia en París, como el resto de sus viajes, obedecía al interés del monarca por encontrar a una mujer de estirpe regia con la que contraer matrimonio. Concluida la ópera, Alfonso XIII y el presidente francés subieron a la carroza que los conduciría hasta el Quai D’Orsay y el palacio del Ministerio de Asuntos Exteriores donde se alojaba el rey español. En otro carruaje, detrás, viajaban el general Dupont, el duque de Sotomayor, otro funcionario del Ministerio francés de Exteriores y el marqués de Villaurrutia, quien contaría luego cómo les llamó la atención oír un fuerte silbido cada vez que los coches de caballos atravesaban una bocacalle. Sobre las doce y media de la noche, cuando la carroza de Alfonso XIII llegó a la altura de las calles Rohan y Rivolí, estalló una bomba. Varios coraceros de la escolta se precipitaron al suelo desde sus caballos. El monarca se puso enérgicamente en pie y gritó a Villaurrutia que se encontraba bien. Un testigo privilegiado, el insigne escritor Azorín, envió la primera crónica telefónica del periodismo español a su diario, el ABC, contando cómo Alfonso XIII abrazó al anciano presidente francés, que permanecía inmóvil y atemorizado a su lado. Para tranquilizarlo, le dijo que había sido solo un petardo.
Justo un año después, el mismo día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg, el rey volvió a ser víctima de otro atentado. Antes de salir de palacio para la iglesia, don Alfonso había recibido una amenaza de muerte anónima a la que no hizo el menor caso. Más tarde, mientras el pueblo empezaba a lanzar flores a su paso en carroza por la calle Mayor, el rey le dijo a su esposa en francés, pues él no hablaba inglés ni ella español:
—J’ai défendu de jeter des fleurs. Maintenant il n’y a plus danger —(«He prohibido arrojar flores. Ahora no hay peligro»).
Pero antes de que la reina pudiese decir «Quel danger?», se produjo la explosión. Eran alrededor de las dos de la tarde del 31 de mayo de 1906. El carruaje permanecía detenido a la altura del número 88 de la calle Mayor, frente a la de San Nicolás. El lacayo que marchaba al lado resultó muerto tras la explosión y la sangre de su cabeza salpicó el manto de la reina. Don Alfonso se abrazó a su mujer, como para protegerla, que estaba pálida y temblorosa.
Instantes antes se había visto caer un ramo de flores, arrojado por un individuo desde un balcón de la fachada del número 88 de la calle Mayor. Al tocar el pavimento, se oyó la tremenda detonación. En el suelo yacían tres cadáveres. El primero era de un soldado, sin pies, con las piernas maceradas; había otro de un palafrenero, convertido en un amasijo de carne sangrienta; y uno más de un guardia, con la cabeza deshecha. Los ocho caballos tordos que tiraban del carruaje corrieron espantados. Uno de ellos se desplomó en el suelo, muerto, con un chorro por el que manaba abundante sangre.
Los cronistas de la época hablaron en total de veintitrés muertos, y de veinte personas ciegas por la explosión. Pero ¿quién era el autor de tan espantosa masacre? Se llamaba Mateo Morral. Era un hombre de estatura mediana, enjuto de carnes, con el rostro casi demacrado y moreno, ojos oscuros con pronunciadas ojeras violáceas y bigote negro, poco poblado en el centro.
Tras su llegada a la estación del Mediodía, procedente de Barcelona, Mateo Morral se alojó en el hotel Iberia, situado en el número 2 de la calle del Arenal. Alquiló una habitación interior, la número 27, por veinte pesetas diarias, y pagó por anticipado la cuota de tres días, entregando a la dueña del hotel un billete de quinientas pesetas.
La propietaria le pidió la documentación para registrar sus datos en el libro de hospedería del centro, pero el cliente se excusó porque solo tenía una tarjeta de identidad. A cambio, le entregó un pedazo de papel en el que previamente había anotado: «Mateo Morral, de 26 años, soltero, natural de Barcelona y fabricante de profesión».
Morral vestía con cierta elegancia y se expresaba con facilidad. Algunos días se le veía con un terno de paño en tono café y tocado con un sombrero hongo marrón, que a veces cambiaba por otro de paja fina de los llamados panamás, que tan populares eran ya en París, hasta el punto de que a la capital francesa se la conocía también por Paname.
Enseguida localizó en El Imparcial el anuncio de una casa de huéspedes situada en el número 88 de la calle Mayor, en el cuarto piso a la derecha. El 22 de mayo se presentó allí y contrató por veinticinco pesetas diarias la mejor habitación de la casa, con balcón sobre la citada calle. Pagó catorce días por anticipado con otro billete de quinientas pesetas.
El 2 de junio, cuarenta y ocho horas después del atentado fallido, Morral era detenido en una venta situada en el Ventorro de los Jaraíces, a dos kilómetros de Torrejón. El guarda jurado del Soto de Aldovea, Fructuoso Vega, conocido por su valor personal, se encontraba allí entonces. Morral se pagó una jarra de vino y llegó a servirle incluso tres copas a Fructuoso, que empezó a leer en voz alta las noticias de los periódicos de Madrid sobre el atentado de la calle Mayor. De pronto exclamó:
—Es inútil que disimule… Acabo de convencerme de que usted es el autor del atentado.
El guarda jurado advirtió a Morral de que estaba detenido, y este lo acompañó fuera de la venta. Caminaron juntos unos cien pasos. Sin que Fructuoso pudiese advertirlo, Morral sacó una pistola Browning y le disparó en la cara, a bocajarro. El guarda se desplomó en el suelo y murió en el acto, dejando cinco hijos y a su mujer embarazada. El asesino intentó huir. Corrió hacia el río. Se le vio indeciso unos instantes en la orilla y de repente se disparó un tiro en el pecho. Retrocedió unos pasos y cayó muerto sobre la hierba.
Durante su ardua investigación, Mora y Romero descubrieron otros cuatro atentados fallidos contra Alfonso XIII, el primero de los cuales se malogró gracias a la presencia casual de José Canalejas en la Puerta del Sol, donde al parecer un tal Manuel Pardiñas aguardaba al rey para matarle. Meses después, el 12 de noviembre de 1912, Pardiñas se convertiría en el asesino del propio presidente del gobierno Canalejas, tras asestarle tres disparos.
Al año siguiente, un tal Rafael Sancho Alegre intentó también matar al rey con un revólver. Alfonso XIII se hallaba junto a su caballo Atalum cuando aquel hombre le disparó. El criminal se acercó al purasangre tratando de asir la brida y disparó por segunda vez. La llamarada chamuscó el guante del monarca y la bala rozó al caballo. Entonces, el rey hizo girar a Atalum, que derribó al hombre con el pecho, mientras un guardia se arrojaba sobre él. El tercer disparo lo hizo el homicida desde el suelo y la bala silbó por encima de sus cabezas.
Poco antes de la tentativa de Sancho Alegre al paso de la comitiva real por Madrid, un grupo de ciudadanos había entregado a la Policía varios panfletos recogidos en las calles, en los que podía leerse: «El próximo 13 de este año 13 morirá el Rey 13».
La quinta tentativa se produjo en mayo de 1925. Esta vez, la eficaz intervención de la policía del dictador Primo de Rivera deshizo el peligro de atentado con bomba contra el tren en que viajaban los reyes; al cabo de unas semanas fueron detenidos sus autores.
Con la sexta y última tentativa, abortada por la policía francesa el 18 de julio de 1926, los criminales pretendían asesinar al rey aprovechando que se dirigía en tren a París, procedente de Londres.
Mientras repasaba el informe, antes de enviárselo a su jefe Arcones, Mora anotó al final con lápiz rojo y en mayúsculas, en referencia a los autores de los atentados: «TODOS SON ANARQUISTAS».
—Os felicito, Mora, por vuestro excelente trabajo —dijo Arcones al teléfono.
—Gracias, capitán.
—Como puedes suponer, Da Costa y yo hemos leído detenidamente el informe y nos parece muy completo y detallado, aunque sin el menor rastro de Cornelius, claro.
—Lo sé. Yo también lo lamento.
—Da Costa está convencido de que Cornelius es en realidad un alias, lo cual me parece cada vez más factible. Y si Cornelius es un alias, él mismo pudo haber sido el autor de alguno de los atentados.
—También pudo haberse limitado a ordenarlos desde París o desde donde estuviese entonces, sin tomar parte en su ejecución directa.
—Tampoco debemos pasar por alto la posibilidad de que Cornelius estuviese al margen de todos los atentados contra Alfonso XIII. Después de todo, hace ya cincuenta años del primero y Cornelius tal vez ni siquiera había nacido. Es probable incluso que el primer atentado en el que estuviese implicado fuese el de 1948 contra el príncipe Juan Carlos. De cualquier modo, creo que debemos seguir investigando. Así que tómate el tiempo que necesites en Madrid para indagar en vuestros archivos de la Comisaría de Investigación Criminal. ¡Ah! Y dile a Romero, por cierto, que ya puede regresar a Lisboa.
—Así lo haré.
Juanito llegó aquella noche exhausto a sus dependencias privadas en la Academia General de Zaragoza. Había sido una jornada especialmente dura, tras una interminable marcha de cuarenta kilómetros por el inmenso territorio que rodeaba el acuartelamiento, visitado incluso por tropas extranjeras para realizar sus maniobras militares. Con ayuda de un mapa y de una brújula, Juanito y sus compañeros cadetes habían recorrido todo el campo de San Gregorio cargados con mochilas de veinte kilos a la espalda, el subfusil Cetme, que pesaba más de dos kilos, y el casco de acero en la cabeza, que no era precisamente un sombrero de paja. Por si fuera poco, una intensa lluvia había embarrado el terreno, haciendo más dificultoso el regreso al cuartel.
Antes de que empezase a llover, los cadetes realizaron prácticas de tiro sobre dianas situadas a cincuenta y cien metros de distancia. José Antonio Andrade dejó boquiabiertos a todos, haciendo blanco siempre. Disparó de pie, con la rodilla derecha hincada en tierra, y tumbado.
—Este chico es un verdadero portento —comentó, admirado, el comandante Contreras.
—No recuerdo, señor, a un tirador tan bueno en las últimas seis promociones. ¿Y tú, Vázquez? —preguntó el capitán Sánchez al teniente.
—Yo tampoco, señor.
—Mantiene la cabeza fría, sin perder un instante la concentración. Un fenómeno… —ratificó el comandante.
Una vez en la Academia, mientras se descalzaba las botas negras de Segarra para poder quitarse los gruesos calcetines de lana y examinarse las ampollas en los pies, Juanito reparó con sorpresa en que algo esencial faltaba en su escritorio.
—¡No puede ser…! —exclamó, enfurruñado.
Buscó en el suelo por si el objeto se había caído, removió los cajones del escritorio, volvió a inspeccionar el tablero de la mesa… Desesperado, examinó incluso cada uno de los estantes de la taquilla que utilizaba como biblioteca. Apartó los libros de texto y las novelas de Marcial Lafuente Estefanía de la colección «Rodeo» de historias del Oeste que tanto le gustaban. Pero el ansiado objeto seguía sin aparecer. En vista de ello, volvió a calzarse las botas y se dirigió al pabellón en busca de su amigo José Antonio.
Al cabo de un rato, los dos amigos estaban ya de vuelta en las habitaciones del príncipe.
—¿Me quieres decir qué has hecho con el retrato de Mafalda que tenía sobre mi escritorio?
—Yo no lo he cogido.
—Venga, José Antonio, déjate ya de bromitas, que estoy muy cabreado.
—¿No me crees? Te juro que yo no sé nada.
—Está bien, ¿y quién ha podido ser entonces?
—Es muy extraño, la verdad.
—No me imagino a ninguno de nuestros compañeros entrando en mi zona reservada para llevarse el retrato. ¿Y tú…?
—Yo tampoco.
—En fin, veremos qué dice el oficial de guardia.
Al brigada Mora se le cerraban los párpados de cansancio mientras trataba de encontrar alguna pista sobre Cornelius en el archivo policial de Madrid. Ni siquiera la incómoda silla en la que llevaba sentado más de tres horas seguidas, casi tan dura como el pedernal, le impedía bostezar. Inclinado sobre la mesa de madera contrachapada, había repasado ya un sinfín de nombres y fechas en aquella fría estancia repleta de enormes armarios metálicos que, como gigantes filisteos, se elevaban desde el suelo hasta el techo. Se trataba de archivadores con millares de expedientes sobre los crímenes más diversos y terribles cometidos durante casi un siglo en España o en otros países del mundo, con las fichas correspondientes de los asesinos y de los sospechosos de nacionalidad española o extranjera. Entre semejante pajar de información, Mora debía encontrar una aguja con la que poder enhebrar el oscuro pasado de Cornelius.
Cuando se disponía a cerrar el pesado archivador que estaba analizando, correspondiente al año 1905, creyó ver de soslayo algo que llamó su atención. Volvió a la página que estaba leyendo: era la lista de los anarquistas españoles detenidos en París tras el primer atentado fallido de aquel año. Uno de ellos, apellidado Palacios y apodado Bocanegra, tenía como segundo nombre Cornelio. Sin estar seguro aún pero con la intuición de haber dado con algo importante, Mora anotó el dato en su libreta. Colocó el pesado archivador en su sitio, maniobra que le asemejó al jorobado de Notre Dame, y salió de la sala liberado de la carga, como si volase.