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—¡Pero, Luisa…! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
—No me digas que no es divino, Angélica.
—Como nos pille el ama de llaves se nos va a caer el pelo a las dos: a ti por probarte sin permiso el abrigo de visón de Su Alteza doña Pilar, y a mí por dejarte que lo hagas, ¿te enteras…?
—Siempre me han fascinado los abrigos de pieles pero el visón… El visón es único. Fíjate lo bien que me queda —se pavoneó la doncella pelirroja, contoneándose ante el espejo de cuerpo entero sin dejar de balancear los hombros coquetamente.
—¿Quieres guardarlo ya de una vez? —le indicó su compañera, poniéndose enferma.
—¿Tienes envidia, acaso, de que yo parezca ahora la señora de la casa y tú mi humilde criada morenita? Anda, mírate bien y dime: ¿no cambiarías tu ridículo delantal blanco por una exclusiva prenda como esta?
—¿No fue ese el abrigo que lució Su Alteza en su puesta de largo al cumplir los dieciocho, el año pasado?
—El mismo. Pero ella jamás ha sido presumida. ¿No recuerdas que ni siquiera se puso medias aquel día y que su padre, desesperado con ella, la obligó a comprarse una barra de labios y luego tuvo que pintarla incluso él mismo?
—¿Estás segura de lo que dices?
—Yo misma lo vi. Para colmo, aquel día ella tenía el traje manchado en el centro de la espalda y el collar, excesivo para su cuello, lo llevaba cogido con una simple gemita.
—¡Mira que eres pécora…! ¿A ver si vas a ser tú la envidiosa?
—¿Tampoco te diste cuenta de que llevaba su traje burdeos de moaré sin planchar?
—Pues tenías que haberlo planchado tú, querida, que para eso te pagan. ¿O es que dejaste de hacerlo a propósito?
—¿…?
—¿No contestas?
Cada mañana, como de costumbre, las doncellas arreglaban las habitaciones de Villa Giralda.
En la cocina, Hortensia preparaba ese mediodía un estofado de perdices cobradas por don Juan en la recién inaugurada temporada de caza. Sus guisos llenaban siempre la casa de apetitosos olores.
Acababa de recibirse aquella mañana un lote grande de latas de caviar beluga junto con una caja grande de doce botellas de Dom Perignon, obsequio de varios devotos monárquicos que nominaban a don Juan, en su tarjeta navideña, como «Juan III».
Cuando se trataba de comer en Navidades, tampoco faltaba cualquier clase de pescado sobre la mesa: anguilas, pulpos, calamares, bacalao, lubina, langosta, abadejo, y toda clase de salsas para acompañarlos.
Hortensia preparaba también el pavo con un relleno increíble, y jamones y rosbif.
Alfredo, el veterano mayordomo que trajeron consigo los condes de Barcelona desde Suiza, espigado, pulcro y estricto, acompañaba a la rolliza cocinera junto al fogón.
—¡Hala, qué hermosas perdices! ¡Si parecen faisanes…! —exclamó.
—Hay que limpiarlas cuidosamente con un trapo húmedo. Así, ¿lo ves…? —indicó ella, sujetando uno de los ejemplares por las patas mientras retiraba los restos de sangre y las plumas antes de echarlo a la cazuela.
—Nada que ver con los zorros disecados —advirtió el mayordomo, resignado.
—¿Zorros disecados? —repuso ella extrañada.
—El señor me ha pedido que haga otra vez de taxidermista, como en Lausana, donde le disequé la cabeza de un ciervo. Ahora quiere que el domingo haga lo mismo aprovechando que toca la caza del zorro…
—¿Dónde?
—En una de las propiedades rurales de la sociedad Estalagem de Santo Humberto.
—Entonces irá también la señora, puesto que es socia.
—Creo que ella y la condesa de París serán las dos únicas amazonas. Pero en esta ocasión, en lugar de utilizarse los cuellos de zorro para adornar las típicas zamarras portuguesas, el señor se ha empeñado en que yo le embalsame un ejemplar enterito para colocarlo en la estantería del despacho, junto a sus trofeos de caza.
—¿Sabes una cosa?
—Dime.
—Noto al señor especialmente contento desde que llegaron Sus Altezas de España. El pobre lleva ya muchos años soportando su ausencia por culpa de Franco…
—Ni le nombres, Hortensia. Sabes que el señor lo tiene terminantemente prohibido en esta casa.
—Pero es que…
—Olvídale. Ya sabemos que el dictador se cree con todo el derecho de adoptar al hijo varón que la naturaleza le ha negado, a cambio de llevar algún día la monarquía a España. Y a eso se le llama chantaje.
—Tienes razón.
Sonó el timbre de la puerta principal.
—Voy a ver quién es —dijo el mayordomo.
—Buenos días, Alfredo —saludó poco después, desde el umbral, Carolina Petzenick, una judía polaca que daba clases de piano a las infantas.
—Pase, señorita —invitó Alfredo—. Sus Altezas la aguardan arriba…
La inmensa terraza de Villa Giralda, donde antiguamente cabían más de un centenar de personas, había sido cerrada por indicación de los condes de Barcelona para construir en ella diversas habitaciones. En un extremo del pasillo se hallaban ahora los dormitorios y el cuarto de juegos de las infantas, con un aseo compartido; y al otro lado se alojaban sus hermanos, en condiciones similares. A mitad del pasillo estaban las dependencias de las dos institutrices, Alicia y Nicole.
La profesora de piano se asomó con Alfredo al saloncito de música, donde estaban Pilar y Margarita en compañía de sus respectivas institutrices.
—¿Altezas?
—Buenos días, señorita Petzenick —saludaron las infantas al unísono.
Desde pequeña, los padres habían inculcado a Margarita la afición por la música, convertida luego en auténtica pasión, abonándola a unos conciertos que solían celebrarse los martes y algún viernes en los teatros São Luis y Tívoli, de Lisboa. Su hermana Pilar también tocaba el piano, aunque con mucho menos entusiasmo y dedicación que ella.
En el colegio de religiosas Amor de Deus, de donde habían sido alumnos sus hermanos antes de instalarse en España, se conservaba el viejo piano Lanz, fabricado en Berlín, que Margarita seguía tocando maravillosamente en algunas fiestas estudiantiles.
El mayordomo y las institutrices aprovecharon el comienzo de la clase para retirarse del saloncito y formar un corro en el pasillo.
—¿A que no sabéis de lo que me he enterado? —masculló Alicia, al cuidado de la infanta Margarita.
«Ya verás por dónde nos sale esta ahora…», pensó Nicole, profesora de francés de Pilar y Margarita.
—¿Otro cotilleo de los que tanto le gustan a usted, señorita? —dijo Alfredo, precavido.
—Bueno, ¿queréis saberlo o no? —insistió ella.
—Pues claro —resolvió Nicole.
—¿Preparados?
—Listos.
—Pues ahí va: el señor quiere casar a Pilar con Balduino de Bélgica.
—¡Alicia! —le reconvino el mayordomo, reacio a ese tipo de chismes.
—Juro que es cierto: oí al señor decírselo ayer mismo a Mosteiro en su despacho.
—¿Desde cuándo te dedicas a escuchar detrás de las puertas? —censuró Nicole.
—Oye, que tú tampoco eres manca, muchacha.
—Bueno, ¿y qué?
—El señor estaba muy molesto con Lilianne Baels, princesa de Réthy, segunda esposa del rey Leopoldo III y madrastra de Balduino, el candidato para novio de la infanta.
—¿Se puede saber por qué?
—Dijo que ella se oponía al noviazgo porque le fastidiaba que pudiera ser reina de Bélgica una infanta de España como doña Pilar.
—Será tontaina… De todas formas, Balduino parece un poco sosito, ¿o no?
—¿Y eso qué importa, estando en juego un trono como el de Bélgica? —repuso el mayordomo.
—¿Lo sabe la infanta? —agregó Nicole.
—Creo que no. Su padre aseguró que, llegado el caso, doña Pilar estaría dispuesta a sacrificarse igual que todas las princesas bien educadas.
—Veremos qué pasa.
Mientras don Juan despachaba la correspondencia y los informes del día con sus secretarios Padilla y Hernansánchez en la planta baja, sus ayudantes de cámara se hallaban enfrascados en una acalorada discusión en el jardín. Ajenos a todo, no repararon en que Genaro, el jardinero, les escuchaba desde una discreta zona del parterre. Genaro era un hombre extraño, apocado y silencioso, que no solía despegar los labios más que para saludar o despedirse de la gente en los siete años que llevaba en Villa Giralda. Nadie sabía qué pensaba ni mucho menos lo que podía tramar en cada momento. Siendo niños, Juanito y Alfonsito se habían asustado al verle algunas veces con las tijeras de podar, el azadón y la pala en las manos, camino de un amplio cobertizo, donde disponía de un pequeño dormitorio, un baño y una salita de estar. Genaro prefería cortar el césped con una guadaña, porque decía que era más eficaz que la podadora cuando la hierba estaba húmeda.
—Ese hombre es un entierra-fiambres —susurró una noche el hermano mayor.
—¿Lo dices en serio? —inquirió, trémulo, Alfonsito.
—¿No ves la cara tan siniestra que tiene y lo inclinado que camina?
—Seguro que yo estoy ahora más pálido que él.
Genaro escuchó aquella mañana a Eugenio Mosteiro increpar a Eduardo Almeida en el jardín.
—¡Cómo te atreves a decirle eso al señor!
—Yo no he dicho semejante cosa, Mosteiro.
—¿Se puede saber por qué me llamó entonces él para preguntarme, muy enfadado, dónde diablos estaba su botonadura con los dos rubíes redondos y la barrita de diamantes que tenía en el guardajoyas de su despacho?
—Antes me lo preguntó a mí.
—Y, claro, tú le dijiste que yo debía saberlo.
—Para eso eres el titular, ¿o no?
—¿Sabes lo que pienso?
—¿Qué?
—Que la has robado tú.
—¡Vete a la mierda!
—Como no aparezca, puede que yo esté perdido, pero te aseguro que tú lo estarás aún más.
—¿Es una amenaza?
—Tómatelo como quieras, pero ya puedes espabilar para que aparezca pronto, pues el señor no se dará por vencido hasta recuperar la botonadura que le regaló su madre la reina al graduarse en la Marina británica.
—Está bien, la buscaré. Te lo prometo.
—Más nos vale a los dos que la encuentres pronto.
Entretanto, doña María ignoraba aún la desaparición de la alhaja que su marido conservaba desde hacía más de veinte años con la ilusión de utilizarla para elaborar la sortija de pedida de la futura prometida de Juanito. Era un secreto entre los esposos, que ni siquiera Elena Campoamor, su dama de compañía, conocía. Aquella mañana, doña María relató a esta, en su saloncito privado, una reciente anécdota protagonizada por sus dos hijos durante su estancia en España.
—Harto de perder casi todas las apuestas, Juanito quiso desquitarse un día con su hermano pequeño y urdió una treta con la complicidad de su preceptor, Emilio García-Conde —explicó la condesa de Barcelona, sonriente.
—¿Se puede saber qué hizo el infante? —preguntó su dama, recelosa.
—Cierta tarde, Juanito le dijo a su hermano: «¿Sabes que Emilio es capaz de quitarle la camisa a una persona trajeada sin ni siquiera tocarle la chaqueta?».
—¿Cómo…?
—Alfonsito se quedó como tú, pensativo. Pero poco después negó como un agnóstico convencido: «¡Eso es imposible!». «¿Te apuestas veinte duros?», le desafió Juanito, seguro esta vez de su victoria.
—¿Aceptó el reto don Alfonsito?
—Naturalmente.
—¿Qué hizo don Juanito?
—Despojarse de la corbata y jalear a García-Conde: «¡Vamos, Emilio, adelante!».
—¿Y…?
—Tirando con habilidad del cuello de la camisa, el preceptor se la quitó y Alfonsito perdió la apuesta. Así de sencillo…
Sentado al escritorio de su despacho, don Juan departía entonces con sus dos secretarios políticos sobre la situación de España.
—Todavía es un país resacoso de la guerra, que aún no ha dado el decisivo salto económico —señaló, disgustado.
—Y para colmo, sin las reservas de oro del Banco de España que los republicanos se llevaron a Moscú —añadió Hernansánchez.
—Nos hallamos muy rezagados de otros países de nuestro entorno, como Francia o Italia. Nadie hubiese imaginado que por España pudiese pasar el Plan Marshall…
—El atraso —intervino Padilla, recién llegado de Madrid— es palmario en las deterioradas carreteras y en la escasez de coches, la mayor parte antiguos, que circulan por ellas.
—Por lo menos acabamos de ingresar en la Organización de Naciones Unidas, que no es poco —celebró Hernansánchez.
—No lo es… Pero me preocupa que en el interior puedan surgir desavenencias.
—¿Qué tipo de desavenencias, Majestad?
—La presencia de mi sobrino Alfonso de Borbón Dampierre en España me inquieta cada vez más. Mi hermano Jaime ha conseguido que él y su otro hijo, Gonzalo, estudien allí desde septiembre del pasado año, coincidiendo con algunas manifestaciones suyas muy desafortunadas sobre sus inexistentes derechos al trono. Flaco favor nos hace, caballeros, la ley sucesoria que Franco se sacó de la manga.
—De ahí la enorme importancia de la entrevista de Su Majestad con el Caudillo en Las Cabezas, hace justamente un año. Servirá sin duda para garantizar el futuro de la monarquía mediante la presencia del príncipe en España y el posterior regreso de Su Majestad.
—Tiene gracia: fue en Las Cabezas, precisamente, la primera vez que pisé suelo español para intentar luchar sin éxito en la Guerra Civil con la columna del coronel García Escámez.
—Sus declaraciones al ABC, Majestad, solidarizándose con los ideales del Movimiento Nacional, afianzan ahora su camino hacia el trono.
—En fin, veremos cómo baraja Paquito todos sus naipes…
Rosario, el ama de llaves, irrumpió en el dormitorio de la infanta Pilar cuando la descarada doncella había guardado ya el abrigo de visón en el ropero.
—¿Se puede saber qué hacéis las dos aquí todavía? —dijo muy seria, comprobando que eran casi las doce y media.
—Ahora mismo acabamos de terminar —afirmó Angélica.
—Luisa, ¿has arreglado ya la habitación de Su Alteza Margarita?
—Sí, señora; y hace ya un buen rato que la ayudé a vestirse.
—¿Y los cuartos de juego?
—Ahora íbamos a hacerlos.
—Pues ¿a qué esperáis? Por cierto, Luisa: no olvides plancharle el traje al señor para la recepción de esta noche. Asegúrate de que las puntas del cuello toquen la camisa y repasa bien el canesú posterior.
Angélica lanzó una mirada de reproche a su compañera por no haber hecho lo mismo en su día con el traje de doña Pilar.
—Y tú, Luisa, limpia las manoletinas de flores de Su Alteza Margarita para esta tarde.
—Sí, señora.
Ricardo Ameneiro, un hombre de mediana estatura vestido con un sencillo traje de funcionario, completaba el personal de servicio en Villa Giralda. Bajo sus cristales ahumados se adivinaba una mirada cansina y nebulosa por culpa de su desmedida pasión por la lectura. Tenía unos sesenta años y conservaba casi todo su pelo caoba salpicado de canas. Había sido preceptor de Juanito y ahora supervisaba la educación del hermano pequeño.
—¿Ha visto a Alfonsito? —preguntó Ameneiro al mayordomo por el pasillo.
—Hace un momento me ha parecido oírle jugar en el cuarto de arriba.
—¡Qué chico este! Escribió a sus padres, en noviembre, diciéndoles que en sexto curso debía estudiar mucho, pero como siga así regresará a Madrid sin haber hecho sus tareas…
El último en apagar la luz aquella madrugada en Villa Giralda fue, como casi siempre, don Juan. Era ya casi la una. Sus dos secretarios políticos residían con sus respectivas familias a varias manzanas de allí. El conde de Barcelona salió del despacho en dirección al dormitorio conyugal, donde su esposa dormía ya a esa hora.
En un extremo del pasillo de la primera planta se hallaban también el salón y el comedor, y justo enfrente, alineadas sucesivamente, la cocina, el cuarto de plancha, el ropero y las dependencias del mayordomo, la cocinera y las doncellas.
En la planta baja, junto al vestíbulo y las salas de visitas, estaban los despachos de los secretarios, y un poco más allá las dependencias de los ayudas de cámara Eugenio Mosteiro y Eduardo Almeida.
Arriba, en la segunda planta, se disponían las habitaciones de Pilar, Juanito, Margarita y Alfonsito, el cuarto de juegos y el saloncito de las infantas, y los dormitorios de las institutrices y del preceptor.
Don Juan se quitó la bata de cuadros escoceses y se acostó.
Al cabo de un rato, ninguno de los que dormitaban ya en Villa Giralda podía sospechar siquiera lo que sucedió en una de aquellas habitaciones. Una mano misteriosa cogió cuidadosamente una caja de madera de treinta centímetros de largo, por veintiocho de fondo y quince de alto. La colocó sobre la mesa y abrió la cerradura. Ante sus ojos apareció una especie de máquina de escribir antigua, de color negro. Destacaban tres filas de teclas con veintiséis letras del alfabeto y los guarismos del 0 al 9 en blanco. No había carro ni rodillo para colocar el papel, sino un panel con las mismas letras que se iluminaban. Sobresalían también varios rotores con muescas que giraban y unas minúsculas ventanas, a través de las cuales se distinguían letras y números. Aquella máquina era un ingenio de la criptografía llamada Enigma. Aprovechando el sigilo de la noche, la persona en cuestión se dispuso a descodificar con ella un mensaje altamente secreto. Era un procedimiento seguro, cuya creación se debía a Hugo Alexander Koch, un ingeniero holandés que patentó la Enigma en 1920, pero que no tuvo más remedio luego que venderla, necesitado de dinero, a Arthur Scherbius y a Richard Ritter, quienes a su vez se asociaron con el berlinés Willie Korn para fundar la compañía Enigma Chiffiermaschinen AG.
El ejército alemán llegó a contar con unas 30.000 máquinas en funcionamiento, aunque se calculaba que se fabricaron en total más de 200.000 unidades. Una de aquellas Enigma, con el número de serie K-102, se hallaba aquella madrugada en una de las estancias de Villa Giralda. A esa misma hora, en algún lugar desconocido, un operador introdujo en otra máquina exactamente igual un mensaje codificado pulsando las teclas que hacían girar los discos. Poco después, el texto cifrado se recibió en Villa Giralda. Con los rotores en la misma posición que el emisor, el destinatario solo tuvo que introducir el mensaje encriptado en su máquina y esperar a que el reflector reprodujese el texto original, que decía: «Alerta máxima. La operación para acabar con su vida ya ha comenzado. Pronto recibirá nuevas instrucciones».