21

—Sabemos que Cornelius estuvo detrás del atentado contra don Juan Carlos en 1948. ¿Me equivoco, Mora…?

—Brillante conjetura, Da Costa.

—En ese caso, ¿por qué no intentamos localizar a la testigo que a punto estuvo de incriminar a Fermín Correa, pero que al final decidió echarse atrás?

—Acabas de superarte, compañero.

—Probablemente la mujer recibió presiones de la organización de Cornelius, pero…

—Sigue, anda…

—Tal vez ahora, después de ocho años, esté dispuesta a facilitarnos algún dato interesante.

—En el archivo policial de Setúbal seguro que constará su dirección.

La pareja de policías subió al coche celular para dirigirse de inmediato a la bella ciudad de Setúbal, en la ribera septentrional del estuario del Sado, al sur del Tajo. Da Costa telefoneó por el camino a la comisaría para que tuviesen preparado el expediente del caso a su llegada.

El encargado del archivo había posado sobre una pequeña mesa la misma voluminosa carpeta que dejó absorto a Quiroga al reconocer el rostro de Eduardo Almeida en la foto policial de Fermín Correa.

—Veamos, ¿dónde está la relación de testigos?

Da Costa empezó a consultar el expediente.

—Análisis de balística y huellas dactilares, croquis del atentado, declaraciones de Fermín Correa, ruedas de reconocimiento… ¡Aquí está!

—¿Cómo se llama?

—Antonia Crespo Romero.

—¿Dirección?

—Avenida Visconde Tojal, número 55, segunda planta.

Mora anotó todos los datos en un bloc de anillas, como si se los fuesen a reclamar en Hacienda.

Al cabo de un rato, los policías llamaban al timbre de la puerta de un vetusto edificio de cuatro plantas sin ascensor.

—Buenos días, ¿la señora Crespo, por favor? —preguntó Da Costa, despojándose de su inseparable Fedora.

—Esa mujer no vive aquí —contestó, asomando la cabeza por la ranura, un hombre joven con cara de pocos amigos.

Al fondo del pasillo se oían gritos de unos niños que jugaban.

—¿Quién es, Antonio? —dijo una voz femenina que debía de ser la de su esposa.

—La bofia. Preguntan por una señora.

—¿Antonia Crespo? A lo mejor Sara sabe algo. Es mayor y vive justo debajo —indicó la mujer, amablemente.

—Muchas gracias.

Da Costa y Mora bajaron las escaleras con peldaños de madera que crujían como si tuvieran artritis.

Tras pulsar varias veces el botón del timbre, una viejecita les abrió finalmente la puerta.

—Disculpen, señores, pero estoy un poco sorda. A mi edad, ya se sabe. ¿Querían algo…? —dijo poniéndose la nervuda mano en trompetilla contra la oreja, mientras examinaba a los recién llegados con un rápido pestañeo.

Era una anciana de aspecto agradable enfundada en una bata azul celeste por la que asomaba una blusa de seda. Llevaba recogido su pelo gris acerado en un moño. Saludó con una sonrisa y su resquebrajada piel se tensó en mil grietas.

—Son ustedes policías, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Pasen, pasen…

—No queremos molestarla.

—¿Cómo dice…?

—Que no queremos molestarla —repitió Da Costa alzando la voz.

—Oh, hijito, no diga usted eso.

La anciana caminó dando saltitos en dirección al salón, como un gorrión sobre el asfalto. Debajo del brazo sostenía un plumero, cuyas grises y amarillas plumas de gallo le daban un mayor aspecto de pajarillo.

—Siéntense, por favor.

—No queremos entretenerla.

—Descuiden.

La vieja vivía sola y debía de sentirse también sola.

—Ustedes dirán en qué puedo ayudarles…

—Verá, Sara, ¿conoce usted a una tal Antonia Crespo?

—Claro que la conozco. Vivía justo encima de mi casa, en el segundo. Pero hace ya muchos años que no sé nada de ella.

—¿Ochos años tal vez?

—Pues más o menos.

—¿Por qué se fue?

—La vi marcharse un día a toda prisa; parecía aterrorizada. Al parecer se había negado a declarar en la comisaría porque le daba miedo que alguien pudiese tomar represalias contra ella.

—¿Sabe adónde fue?

—No. Que yo sepa, a nadie se lo dijo.

—Está bien, señora, debemos irnos ya. Muchas gracias por su hospitalidad.

—Sara Gomes Rodrígues para servirles, hijitos.

Da Costa y Mora salieron de allí descorazonados. Una vez más, Cornelius se había cuidado de borrar cualquier pista que pudiera descubrir su paradero. Y la confirmación de ello la tuvieron a su llegada a la comisaría de Lisboa.

—¿Qué tal las pesquisas, muchachos? Aunque no debería preguntároslo por el careto que traéis de Setúbal —dijo Arcones.

—La mujer que se negó a reconocer a Almeida ha desaparecido —lamentó Da Costa.

—¿Desaparecido?

—Ya no vive en la dirección que consta en el expediente del caso, ni nadie sabe adónde fue.

—Nadie, no.

—¿Cómo dices?

—La encontraron ahorcada en su cuarto de la Pensão do Castelo a los pocos días de abandonar su domicilio.

—¿Ahorcada? —dijo Mora con sarcasmo.

—El caso se cerró como un suicidio.

—Pero nosotros sabemos que fue Cornelius quien ordenó ponerle la soga al cuello a esa pobre mujer sin moverse de su despacho de París.

—El muy sádico debió de disfrutar cuando su sicario le contó luego cómo la había asfixiado: la soga debió de cortar la piel de la mujer, las venas y arterias del cuello se obturaron y la cara se tiñó de un violeta azulado.

—Ahórrate los detalles, Arcones —dijo Da Costa, crispándosele de asco las mandíbulas.

Una dificultad, insuperable en apariencia, impedía a los policías avanzar en su investigación. Hasta que Da Costa tuvo una repentina ocurrencia.

—Después de todo, tal vez el príncipe Juan Carlos no haya sido el único objetivo de la organización de Cornelius.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Arcones.

—Que a lo mejor deberíamos investigar los atentados perpetrados contra la Familia Real española desde principios de siglo.

—¿Sugieres acaso que Cornelius pudo tener algo que ver en alguno de ellos?

—¿Y por qué no?

—Tienes razón, Da Costa, investiguemos todos esos atentados.

Entre los trabajos de tema libre encargados por el profesor de Historia a lo largo del curso, Mafalda había elegido elaborar uno sobre el reinado de Alfonso XIII, defendiendo su destacado papel como monarca. Una mañana, el profesor la llamó a su despacho para comentarlo con su alumna. Mientras caminaba por el pasillo, Mafalda se imaginó que él iba a felicitarla por la calidad de su trabajo, del que se sentía orgullosa. Pensaba que las historias que le había contado Juanito de primera mano procedían de una fuente tan fidedigna como desconocida, incluso para todo un señor catedrático.

Mafalda llamó a la puerta del despacho.

—Adelante —contestó Ferdinand Corbel al otro lado.

El hombre, de unos cincuenta y cinco años con bigote blanco al estilo del mariscal Pétain, gafas de lectura con montura dorada y cabello rizado, revisaba con apariencia de disgusto varios papeles sentado a un moderno escritorio de madera de roble y patas de haya que el propio usuario había decidido sustituir sin dar explicaciones por el hermoso Luis XVI en madera de palo de rosa con adornos en bronce con el que se encontró al llegar allí, y que ahora estaba en el despacho del vicerrector. El nuevo mueble chirriaba con la decoración de la estancia, presidida por el grabado al acero de un hombre con mirada circunspecta y cabellera blanca ondulada, embutido en una casaca de enormes solapas.

Mafalda lo reconoció enseguida.

—Buenos días, señor Corbel… Es Danton, ¿verdad? —dijo señalando con la uña rosada el retrato que el profesor tenía a su espalda.

—Sí, señorita: Georges-Jacques Danton —asintió él, ceremonioso y complacido.

—En mi casa hay uno parecido.

—Vaya… Pero lo cierto es que la he avisado para comentarle otro asunto muy distinto.

—¿Le ha gustado mi trabajo?

—De eso precisamente quería hablarle: me ha decepcionado mucho.

Mafalda pareció chocar de repente contra un iceberg.

—¿Cómo…?

—Acabo de decírselo: no esperaba de usted un resultado tan errático.

—¿A qué se refiere?

—A todo.

—¿Todo…?

—Para empezar, Mafalda, ¿cómo puede usted decir que Alfonso XIII era un monarca cabal, cuando en realidad era un rey pornógrafo?

El profesor observó a la alumna como si fuera un bello espécimen. Pero ella, ofuscada por sus comentarios, no reparó en su indecente mirada.

—¿Pornógrafo…? Me parece sencillamente una calumnia.

—¿Se atreve acaso, señorita, a poner en duda mis conocimientos históricos?

El profesor apretó la mandíbula y el mentón se le puso agresivo.

—Yo no los cuestiono; simplemente no puedo estar de acuerdo con lo que dice.

—Veo que ignora usted que el conde de Romanones le llevaba a su rey películas pornográficas escondidas en una maleta.

—¿Y usted cómo sabe eso?

—Su pregunta es capciosa. Pero en este caso no puedo revelarle la fuente, pues comprometería a un honrado caballero que reside en París y que conoce a una de las personas que vieron varias de esas películas en compañía del rey y de algunos nobles en un coto de caza en plenos Picos de Europa, donde el monarca disponía de un espléndido chalet levantado en su honor por la Real Compañía Asturiana de Minas. Pero dejemos esta peliaguda cuestión para abordar otras de mayor enjundia todavía…

—¿A cuáles se refiere?

—¿Qué le parece el hecho de que Alfonso XIII huyese de España el 14 de abril de 1931, recién proclamada la Segunda República, dejando abandonada a su familia en palacio?

—Yo creía que se habían ido todos juntos al exilio.

—Pues está usted equivocada, señorita. El rey se marchó por su cuenta el mismo día 14, mientras la reina Victoria Eugenia y los infantes pasaron solos toda la noche en palacio asediados por una marea humana al otro lado de los muros. ¿Le parece eso una conducta ejemplar? Conteste, señorita…

Puesto en pie, Ferdinand Corbel había empezado a recorrer la estancia de un lado a otro con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Mafalda reparó en que, mientras hablaba de Alfonso XIII, sus ojos se le encendían como dos fósforos y un mohín le ponía el mostacho de punta. Medía poco más de un metro setenta y era más bien esbelto, sin ser flaco. Vestía un elegante traje azul de Pierre Balmain, cuya americana colgaba del perchero.

—Si ocurrió como usted dice, la conducta no me parece nada ejemplar.

—¿Vuelve a dudar de mí?

—No, pero me resulta increíble lo que cuenta.

—Entonces sigue cuestionándome… ¿Tampoco sabe que Alfonso XIII y Victoria Eugenia vivieron separados en palacio y luego en el exilio?

—Tampoco.

—El suyo era un mundo de apariencias. En el fondo, la reina no perdonaba las continuas infidelidades de su esposo desde el inicio del matrimonio. Hasta que un día, harta ya del todo, ella le dijo que no quería ver su fea cara nunca más. Sin ir más lejos, aquí en París conozco a unos cuantos hijos bastardos de Alfonso XIII. ¿Le parece eso, señorita, digno también de «un rey cabal», como usted lo define en su trabajo?

Mafalda se sentía vapuleada por argumentos como puños de hierro. Acorralada, se limitaba a escuchar una tras otra las diatribas del profesor.

—¿Quiere explicarme, si no, qué hacía el infante Gonzalo de vacaciones con su padre en Austria, en 1934, mientras Victoria Eugenia estaba en Inglaterra? ¿A que no sabía que el infante murió aquel mismo verano en un accidente de automóvil al que usted y yo hubiésemos sobrevivido pero que para él, por ser hemofílico, resultó letal?

—Conocía lo del accidente, pero ignoraba, como ya le he dicho, que los reyes estuviesen separados.

—¿Quiere que continúe o tiene ya suficiente con lo que le he contado? Porque aún nos quedan otras muchas cosas en el tintero: el controvertido papel de Alfonso XIII en el Desastre de Annual, su apoyo incondicional a Franco en la Guerra Civil española, sus turbios negocios…

—¿Turbios negocios…?

—¿Le parece una broma cruzar apuestas ilegales en un canódromo y desviar luego los beneficios obtenidos a una sociedad constituida sin ánimo de lucro?

—¿Qué está diciendo?

—Lo que oye, señorita. Tengo en mi poder una copia del sumario judicial contra Alfonso XIII y su camarilla regia por delitos de estafa y apropiación indebida, entre otros. El magistrado Mariano Luján, titular del Juzgado de Instrucción de Madrid, elevó su informe definitivo al Tribunal Supremo, en el que se consideraban probadas gran parte de las acusaciones formuladas en la querella. ¿Comprende ahora, Mafalda, por qué me ha decepcionado tanto su trabajo? Haga el favor de repetirlo como lo haría cualquier buen historiador.

La alumna acababa de encajar el golpe más duro de una brutal paliza académica. Mientras ella volvía sobre sus pasos por el corredor que le había conducido hasta allí, su profesor introdujo el polémico trabajo en el cajón central de su escritorio y cogió una cartulina blanca. Era la ficha de alumna de Mafalda. Permaneció unos segundos ensimismado en su fotografía.