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El Sycamore Club tenía todo el aspecto de haber vivido tiempos mejores. Los tapices de terciopelo rojo que cubrían sus paredes tenían un toque apolillado. En todo el local parecía reinar la falta de pulcritud. La clientela tampoco destacaba por su dinero ni por su buen gusto. En el escenario, un grupo de vulgares coristas, entradas en carnes, ejecutaba una atrevida danza; sus empolvados senos amenazaban con saltar a cada instante por el escote de la blusa, como si quisiesen escapar de la cárcel del corsé. A unos metros de ellas, un cómico contaba chistes ordinarios que el público reía con estridencia.

—¿La señorita Sheldon? —preguntó el agente Lucas Donovan a una de las camareras, acompañado por el joven Pete Ridnour.

—La dueña está atendiendo a unos clientes.

Annette estaba sentada a una mesa del fondo, charlando con un grupo de hombres en busca de juerga. La camarera se le acercó y le dijo algo al oído, señalando a los agentes.

—Aguarden un momento —se disculpó la propietaria del local, dirigiéndose hacia los federales con una copa de champán en la mano.

Los agentes se identificaron, mostrándole las placas del FBI que llevaban en sus carteras. Ella hizo un gesto de sorpresa y resignación, y les condujo hasta un reservado, donde tuvo lugar el interrogatorio.

Annette Sheldon era una mujer de cuarenta y tres años, avejentada para su edad. Iba demasiado pintada, y bajo una apariencia que pretendía ser elegante, no podía ocultar cierta tosquedad. Apenas conservaba ya rastros de una mujer que se intuía atractiva hacía no mucho tiempo.

—Venimos a interrogarla, señorita —anunció Donovan.

Al oír estas palabras, la copa de champán que estaba bebiendo se le cayó al suelo, haciéndose añicos. Tuvo que tomar asiento para no caerse también ella de la impresión.

—Queremos que nos cuente lo que sabe sobre la muerte de Alfonso de Borbón y Battenberg, hijo mayor del rey de España Alfonso XIII.

—Ya dije lo que tenía que decir en su momento.

—Lo sabemos, señorita, pero han aparecido nuevas pruebas que demuestran que usted mintió en su declaración.

Annette dudó un instante, pero, sin oponer excesiva resistencia, acabó por confesar:

—Casi lo estaba deseando. Llevo veinte años esperando que un día u otro aparecieran. Y ahora irrumpen ustedes en mi local en el momento oportuno.

—¿Oportuno? —repuso Pete Ridnour, frunciendo el ceño.

—Me estoy muriendo.

—¿Cómo dice?

—Tengo cáncer. Los médicos me han dado pocas semanas de vida. Ustedes acaban de brindarme ahora la oportunidad de descargar mi conciencia antes de que abandone este mundo para siempre.

—¿Conoce a este hombre? —preguntó Donovan, mostrándole la fotografía de Michel Palacios que la Interpol había distribuido por todas las comisarías.

—¡Pero si es Raymond! —exclamó, sorprendida.

—¿Raymond…?

—Raymond Borniche, la misma noche de la inauguración del Colonial Club, en Cayo Largo.

—¿Dónde le conoció?

—En Francia. Yo era cigarrera en un local nocturno de Lyon. Verán, en realidad me llamo Adèle Soubelet. Raymond y yo nos convertimos en amantes y luego él me embarcó en esta aventura de locura y asesinato. No hay un solo momento en mi vida en que no me haya arrepentido de lo que hice. De lo que ese monstruo me obligó a hacer.

—Continúe, señorita.

—Raymond me convenció para desplazarme con él a Miami y asesinar aquí al príncipe Alfonso. Parecía obsesionado con Alfonso de Borbón en particular, y con toda su familia en general. Era el odio lo que le impulsaba. Un odio feroz e irrefrenable. Nunca me explicó la razón.

—¿Fue entonces Palacios o Borniche, como diablos se llame, quien planificó el crimen del príncipe Alfonso de Borbón?

—Él lo urdió todo en su cabeza. Conocía cada detalle de la vida del príncipe, sus costumbres, sus debilidades. Era como un depredador capaz de pensar como sus presas, para saltar sobre ellas y devorarlas en el momento en que estas no lo esperaban.

—Trate de recordar ahora la secuencia de los hechos la noche del 6 de septiembre de 1938 y, si es posible, aporte algún detalle novedoso.

—Raymond y yo asistimos, como saben, a la inauguración del Colonial Club. Pero lo hicimos por separado, para que nadie sospechase que nos conocíamos. Yo entré acompañada por el príncipe, mientras él se mezclaba entre la multitud. Previamente, Raymond me había dado instrucciones para que emborrachase al príncipe, haciéndole creer que yo también bebía. Al abandonar el local, Alfonso no podía sostenerse en pie y, como es lógico, no reparó en que Raymond permanecía oculto en el asiento trasero del Buick 60 Sedan verde que él mismo había robado a punta de pistola poco antes. Cuando tomamos la autopista hacia Miami, empecé a pisar el acelerador hasta poner el coche a ochenta millas por hora. Raymond me había advertido de que las aguas pantanosas que rodeaban la autopista eran ideales para hacer que el coche se precipitase hacia ellas con el príncipe en su interior. De modo que poco después giré a la derecha, por indicación suya, y el vehículo se salió de la carretera, cayendo al vacío, después de que nosotros lográsemos saltar.

—Un ser maquiavélico y cruel el tal Raymond…

—Parecía que podía meterse en tu cabeza. Cuando te miraba a los ojos era como si te leyera el pensamiento. Resultaba imposible ocultarle algo, él lo adivinaba. Podía obligar a cualquiera a hacer lo que él quisiese; era como una serpiente venenosa que te hipnotizaba solo con mirarte. Recuerdo que en una ocasión me obligó a ponerme un vestido que detestaba con un solo destello de sus ojos de ofidio; otras veces bastaba con una sonrisa cruel para hacer que te bebieses un vaso de ginebra a palo seco o para que accedieses a cualquiera de sus perversos caprichos. Disfrutaba viéndote hacer cosas que aborrecías.

—¿Recuerda algún otro detalle de su personalidad que no fuese tan escabroso?

—Tal vez les ayude saber que le encantaba coleccionar insectos. Le gustaba especialmente el instante en que clavaba con agujas largas y finas escarabajos o mariposas medio muertas en cuadraditos de corcho. Sentía un regusto especial al ver agitarse entre sus dedos a alguna mariposa que perdía el polvillo de sus alas sintiendo cómo el filo se hundía en su abdomen.

—Un sádico redomado…

—¿Comprende ahora por qué Raymond no era un hombre al que pudiera olvidarse con facilidad? He conocido a muchos hombres; la mayoría de ellos no eran buenos; pero solo le he temido a él.

—Supongo que él jamás la quiso.

—¿Raymond? Nunca me amó, ni creo que haya amado en su vida a una sola mujer. Pero me comprendía mejor que yo misma. Al mismo tiempo, me resultaba imposible saber qué pensaba él en realidad.

—¿Y quién no lo hubiese hecho en su lugar, señorita?

—Ese monstruo me convirtió en una asesina, cargándome con una culpa que apenas he podido sobrellevar en todos estos años… Por cierto, ¿le buscan para detenerle?

—Así es —corroboró ahora Pete Ridnour, que había permanecido callado cediendo la iniciativa a su veterano compañero.

—Espero que lo detengan pronto y que arda para siempre en el infierno, como sin duda lo haré yo misma muy pronto.

En sus ojos relampagueó una emoción que los agentes apenas pudieron identificar. ¿Tal vez aquella mujer llegó a amarle a su modo?

—Con el dinero que me dio —añadió ella— me quedé a vivir en Estados Unidos y adquirí un local. Pero llevo casi veinte años carcomida por la culpa.

—Pero, después de todo, él le pagó por el crimen y usted cogió su dinero —objetó el agente Donovan.

—Porque me lo debía, por todo lo que me hizo pasar. Y yo sabía que si lo rechazaba me consideraría su enemiga y sería capaz de matarme a mí también —se defendió Annette.

La mujer confesó sentirse aliviada por fin tras revelar la verdad. Antes de ser detenida, pidió permiso a los agentes para disimular sus ojeras con el maquillaje. Los policías se la llevaron hacia la puerta. En deferencia por su colaboración, decidieron no esposarla.

—Quiero ser atendida por un sacerdote —dijo luego, mientras la conducían a la comisaría en el coche celular.

Dafne fue enterrada en el cementerio del Père-Lachaise, el más grande de París, junto a celebridades como el pianista Fréderic Chopin, el pintor Eugène Delacroix, la bailarina Isadora Duncan o el español Manuel Godoy, amante de la reina María Luisa de Parma, madre de Fernando VII.

Mafalda estaba destrozada al pie del nicho, cuya lápida de mármol blanco con inscripción todavía no había sido sellada para poder recibir en su interior el ataúd con el cuerpo de la difunta. Su mejor amiga no paraba de sollozar, acompañada por sus padres y por su hermano Alessandro. Mafalda juntó sus manos, entrelazando sus dedos como para recitar una plegaria, y expresó con voz dolorida y esperanzada un deseo:

—Ojalá que Dios permita a Dafne estar con Él en el Cielo.

Ferdinand Corbel, el profesor de Historia de Mafalda y de la difunta, también estaba allí, junto con muchos compañeros de clase y amigos de la infortunada que habían decidido darle el último adiós. Sin embargo, no había ni rastro de Philippe.

Mafalda no podía creerse todavía lo que había sucedido. Nada más regresar a París, procedente de Zaragoza, sus padres le dieron la terrible noticia. Unas grandes gafas oscuras de concha ocultaban ahora sus ojos bañados en lágrimas. Para ella todo era aún algo irreal, una pesadilla que no estaba pasando y de la que iba a poder despertar muy pronto. En el aire cálido y húmedo de aquella mañana soleada se presentía tétricamente la llegada del verano.

El sacerdote dijo unas breves palabras sobre Dafne. Luego recitó un responso que encogió el corazón de los presentes. Los padres y otros parientes de Dafne asistían al sepelio en primera fila. Su madre lloraba desconsolada.

Los operarios bajaron el ornamentado ataúd de pino hasta el nicho, y al resonar poco después las paletadas de tierra contra el féretro de Dafne, se percibió el gemido de su madre, que solo acertó a decir: «Mi hija, mi pobre niña…».

Y a continuación, el duro momento de las condolencias. Los asistentes movilizaron toda la ternura de que fueron capaces para consolarla. En sus rostros se palpaba la tensión como en las cuerdas de un violín. La madre de Dafne, agarrada por su marido, a duras penas podía mantenerse erguida. Mafalda se acercó a ella para darle el pésame y la mujer se aferró tan fuerte a su brazo como si fuese un surtidor de gasolina. Permanecieron abrazadas un buen rato. Cuando se soltaron, la madre se desplomó en el suelo incapaz de soportar más dolor. Otros familiares se apresuraron a socorrerla. La apartaron del grupo para que pudiera respirar y se la llevaron inmediatamente de allí.

Alain acudió a su cita con Cornelius para darle cuenta de lo sucedido. Sabía que había incumplido las órdenes de su amo: llevarle a Mafalda viva. Y se temía ahora lo peor, pues Cornelius jamás perdonaba los errores y no conocía la compasión. Era capaz de convertir a un hombre en piedra o dejarlo sin habla. Pero tampoco había intentado escapar, porque sabía que tarde o temprano le encontraría y entonces el castigo sería mucho más doloroso que morir de un balazo en el estómago.

Alain llegó aterrorizado al lugar donde solía citarle Cornelius.

—Te advertí de que no toleraría ningún fallo, y tú has fracasado. Eres un imbécil y un verdadero inútil que ha puesto en peligro a la organización.

Alain solo podía escuchar la voz enfurecida de Cornelius a través de unos altavoces instalados en una fría sala en la que no había ni una sola silla para sentarse, ni tampoco una ventana a la que asomarse. Era un sótano inmundo que despertaba claustrofobia y donde solo se respiraba una inquietante soledad. El calor húmedo era sofocante. Alain no podía entender por qué a Cornelius le gustaba verle allí. El muchacho permanecía de pie, temblando como si estuviese a punto de empezar a bailar claqué con sus mocasines de cuero.

—Lo siento, señor. Hice todo lo que usted me dijo. No fue culpa mía. Se trató solo de un accidente. Cuestión de mala suerte —alegó, cohibido.

—¿Mala suerte te atreves a decir, puerco asqueroso? Eres tan inútil que incluso te has equivocado de chica.

Entonces Alain vislumbró un halo de esperanza.

—¿No era Mafalda? —preguntó.

—¿Ves como eres un rematado imbécil?

—Pero señor, si no era Mafalda, entonces puedo traérsela viva como usted me ha ordenado. Le juro que no volveré a cometer ningún error. Deme otra oportunidad, se lo suplico. La traeré aquí, se lo juro —imploró de rodillas.

Cornelius le observaba complacido desde una mirilla disimulada en una esquina de la habitación.

—No, ahora te tengo reservada otra misión —dijo muy lentamente, como si sopesase cada una de sus palabras. Tenía una voz cultivada y versátil, podía entonarla como si fuese un seductor, un ingenuo o un malvado, en cuyo caso era tan fría y cortante como una navaja.

Creyendo que su amo volvía a confiar en él, Alain oyó de repente que alguien echaba la llave al cerrojo de la puerta de hierro por la que había entrado poco antes. Asió nerviosamente el picaporte y comprobó que era cierto. Percibió entonces un sonido nuevo.

—Tranquilo, jovencito, acabo de accionar el conducto de la ventilación —dijo Cornelius, con voz meliflua, por los altavoces.

—¿Por qué me ha encerrado, señor?

—Ahora ya no pasarás tanto calor.

—No le entiendo.

—Verás, pensé al principio en estrangularte con mis propias manos.

—¡Pero, señor…!

Alain empezó a lloriquear como un bebé, mientras Cornelius cloqueaba una risita de placer, añadiendo con voz gangosa:

—Reparé entonces en que si elegía esa muerte para ti, solo sufrirías unos pocos minutos. Mis manos alrededor de tu cuello te provocarían la hipoxia, la falta del suministro necesario de oxígeno a tus tejidos y al cerebro. Las células sanguíneas, desoxigenadas, perderían su color rojizo adquiriendo un tono amoratado reflejado en tu piel. Perderías, como te digo, la consciencia en pocos minutos, muriendo de un paro cardíaco.

—¡Señor, le pido que tenga piedad de mí y me deje salir de aquí! —suplicó de nuevo Alain, entre arcadas.

—No te impacientes, jovenzuelo. Tenemos tiempo. El monóxido de carbono no provoca una muerte demasiado rápida si sabes dosificar adecuadamente la salida del gas. ¿Por qué te crees si no que lo llaman «el asesino silencioso»?

Las carcajadas de Cornelius, a mandíbula batiente, rebotaban en las cuatro paredes de la estancia, como pelotas invisibles en una pista de frontón.

—¡Dios mío…! ¿Se ha vuelto usted loco?

—Escúchame bien, majadero: no se te ocurra volver a decir eso.

—Perdóneme. No pretendía molestarle.

—Está bien. Pensé igualmente en librarme de ti haciendo que te desangraras. Un corte profundo con una navaja de afeitar en la cara interna del muslo, alcanzando la arteria principal, bastaría para que te quedases como una goma en cinco minutos. ¿Sabes cuántos litros de sangre caben en el organismo?

—No lo sé, señor.

—Veo que, además de inútil, eres un completo ignorante. Tenemos cinco litros de sangre en el cuerpo. Perderla toda puede llevar desde minutos hasta horas, según la herida. Pero seguramente tú entrarías rápidamente en coma tras sufrir una grave hipotermia. El sabio romano Petronio, que se suicidó cortándose las venas, apenas sufrió. Y tú seguramente tampoco lo harías. Pero el gas es otra cosa, chico.

Alain yacía sentado en el suelo sobre un charco de orín.

—¿Tanto miedo tienes, nene, que te has hecho pipí en los pantalones?

Las sádicas risotadas de Cornelius volvieron a resonar en la sala.

—Una última lección antes de morir, muñeco: el CO2 sustituirá lentamente el oxígeno en tu organismo, ya que su afinidad para mezclarse con la sangre es doscientas cincuenta veces superior. Notarás dolor de cabeza, náuseas, que ya veo que tienes, y lo más probable es que te duermas antes de morir. Pero te aseguro que yo conseguiré que tu agonía sea larga.

—¡Señor, tenga piedad de mí, se lo ruego…! —imploró de nuevo Alain.

—Tienes que ser razonable y comprenderlo: no puedo permitir que la policía te detenga. Mi deber es velar por la organización.

Entretanto, en el cuartel general de la policía en París, el comisario jefe Leblanc se dirigió a sus hombres para comentarles algo muy importante:

—La revelación de Annette Sheldon del nuevo alias de Michel Palacios ha dado sus frutos. Se ha recuperado la ficha de un preso del penal de la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, entre noviembre de 1938 y julio de 1940, fecha en que logró fugarse milagrosamente de allí. Su nombre es Raymond Borniche y la foto que lo acompaña reproduce el retrato fiel de Michel Palacios.

Poco después, la policía se dispuso a seguir los pasos del nuevo alias de Cornelius. Gérard Chaillot consiguió localizar a un antiguo preso del penal que coincidió en esas fechas con Borniche y que le conoció personalmente. Quedó en verse con él a la mañana siguiente.