32

—No se mueva ni hable, perdón por el tópico.

La presión en mi sien era intensa. Unos fuertes dedos se clavaron en mi mejilla.

—Bien —dijo—. Obediente. Usted debe de haber sido un buen estudiante.

Empujón.

—¿Lo fue?

—Sí, era bueno.

—Qué modesto… usted era mucho mejor que bueno. Su profesora de cuarto curso, la señora Lyndon, dijo que usted era uno de los mejores estudiantes que jamás había tenido… ¿recuerda a la señora Lyndon?

Apretón y sacudida.

—Sí.

—Ella le recuerda a usted… como un buen chico… siga siendo bueno: las manos en la cabeza.

Cuando mis dedos tocaron mi pelo, se encendieron las luces.

Uno de los sofás estaba fuera de sitio, empujado cerca de la mesa de café. Había bebidas y platos en la mesa de café. Un vaso de algo marrón. La bolsa de taco chips que Robin había comprado hacía un par de días estaba abierta, y las migas esparcidas en la mesa.

Se había puesto cómodo.

Sabiendo que estaríamos fuera durante un rato, pero que volveríamos, porque no teníamos otro sitio adónde ir.

Porque había usado el fuego para desalojarme. Y aquel tiempo para preparar el escenario.

El ritual.

Coreografiando la muerte.

Pirómanos y malvados…

Pensé cómo podría echarle mano. Notaba la presión, sólo veía una manga oscura. ¿Dónde estaba Robin?

—Vaya hacia delante —dijo él, pero continuó sujetándome.

Unos pasos en el mármol. Alguien andaba en mi línea de visión, sujetando a Robin de la misma manera.

Alto. Abultado jersey negro. Abolsados pantalones negros. Una máscara negra de esquí con agujeros para los ojos. Ojos brillantes, de color indeterminado a esa distancia. Descollaba por encima de Robin, agarrando su cara y forzando sus ojos hacia el techo. Su cuello estaba estirado, expuesto.

Yo hice un movimiento involuntario, y la mano sujetó mi cabeza más fuerte.

Aprisionándola.

Sabía dónde habían aprendido aquello.

Se oyó golpear y arañar desde la parte de atrás de la casa. El perro atado allí fuera, detrás de las cortinas que habían sido corridas sobre las puertas francesas.

Algo más en la cabeza de Robin además de una mano. Una pistola automática, pequeña, cromada.

Golpear, arañar.

La voz detrás de mí rio.

—Un gran perro de ataque… qué gran seguridad tienen aquí. Un sistema de alarma con un funcionamiento tan obvio, un tijeretazo y adiós muy buenas. Una moderna puerta eléctrica por la que podría trepar hasta un enano, y un pequeño circuito cerrado de televisión muy mono para anunciar su llegada.

Más risas. El hombre alto con Robin no se movió ni hizo sonido alguno.

Dos tipos de asesinatos. Dos asesinos…

Mi captor dijo:

—Está bien, chicos.

El hombre alto cambió su mano libre de la cara de Robin a su espalda y empezó a empujarla a través del vestíbulo hacia los dormitorios.

Balanceaba las caderas. Afeminado.

Caminaba igual que Robin.

¿Una mujer? Una mujer alta, con fuertes hombros…

Yo había hablado con una mujer alta, enfurecida, aquella misma tarde.

Una exalumna de la Escuela Correctiva con muchas razones para odiar.

Realmente no me gusta usted.

Yo había llamado inesperadamente a Meredith, aunque ella había accedido a hablarme… demasiado ansiosa.

Y tenía una razón especial para sentir rabia por el simposio del Pediátrico Western.

Gracias, papá.

Yo les miraba, los observaba, quería matarlos, me guardaba dentro los sentimientos.

Sola con Robin, ahora. Sus apetitos y su furia.

—Camine hacia adelante, idiota —el cañón seguía en su sitio mientras la mano se movía desde mi cara. No más presión, pero su contacto permanecía como un dolor fantasma.

Un agudo pinchazo a mis riñones mientras él me empujaba por la habitación. Hacia un sofá. Cuando me incliné, las manos se apartaron de mi cabeza.

Su pie se encontró con mi espinilla y el dolor abrasó mi pierna.

—Arriba… arriba, arriba.

Yo obedecí, esperando ser atado o sujeto.

Pero me dejó allí, con las manos en la cabeza, y se sentó encarándome, fuera de mi alcance.

Vi el arma primero. Otra automática… más grande que la de Meredith. Opaca, negra, una empuñadura de madera oscura. Recién engrasada; podía olerlo.

También parecía alto. Larga cintura y largas piernas que plantaba firmemente en el mármol. Un poco estrecho de hombros. Los brazos un poco cortos. Una sudadera azul marino con un logotipo. Vaqueros negros, cuero negro, zapatos deportivos que parecían extraordinariamente nuevos.

Llevaba una ropa muy chic para un homicidio… el vengador leía el Gentlemen Quarterly

Su máscara tenía un corte para la boca. Una sonrisa de tiburón llenaba el agujero.

El perro arañó un poco más.

Debajo de la máscara, su frente se movió.

Cruzó las piernas, manteniendo el gran cañón negro a un metro del centro de mi pecho. Respiraba con celeridad, pero su brazo estaba quieto.

Con su mano libre, empezó a enrollar su pasamontañas hacia arriba, de una forma muy diestra, cuidando de que sus ojos nunca se apartaran de los míos y su brazo con el arma no fallase.

Lo hizo lentamente.

La lana se deslizó hacia afuera como una muda de serpiente, exponiendo una cara suave, sin nada especial, de finas facciones.

Rosadas mejillas. El cabello del color del latón, ralo, más espeso por los lados, ahora desgreñado por la máscara.

Andrew Coburg.

La sonrisa del abogado era amplia, húmeda… traviesa.

Una sonrisa de fiesta sorpresa.

Coburg hizo girar la máscara y la arrojó por encima de su hombro.

—Voilà.

Yo luché por encontrarle el sentido a aquello… Coburg me había dirigido hacia Gritz. Me desencaminó. Un investigador cuidadoso… La señora Lyndon…

—Realmente me gusta este sitio —dijo él—. A pesar de todo el arte marica. Bonito. Brillante, cruel. Ambiente de Los Ángeles. Mucho mejor que aquella cabaña de troncos de yuppie suya. Y junto a un acantilado… casi perfecto. Para no mencionar la furgoneta de su amiga… increíble. Ni yo mismo podría haberlo preparado mejor.

Parpadeó.

—Casi le hace a uno creer en Dios, ¿verdad? El destino, el karma, la predestinación, el inconsciente colectivo… elija su propio dogma… ¿tiene alguna idea de lo que estoy hablando?

—Delmar Parker —dije.

El nombre del chico muerto borró su sonrisa.

—Estoy hablando de coherencia —dijo él—. De enderezar las cosas.

—Pero Delmar tiene algo que ver con ello, ¿verdad? Algo más allá del mal amor.

Descruzó las piernas. La pistola describió un pequeño arco.

—¿Qué sabe usted del mal amor, pretencioso yuppie estúpido?

El brazo del arma estaba rígido como una tabla. Entonces empezó a vibrar. Él lo miró durante un segundo. Rio, como tratando de borrar su arranque de cólera.

Arañar, golpear. El perro se estaba tirando con fuerza contra el cristal.

Coburg lanzó una risita.

—Pequeño cachorro de bolsillo. Quizá cuando todo haya acabado lo lleve conmigo a casa.

Sonreía, pero sudaba. Las rosadas mejillas estaban coloreadas.

Tratando de mantener la cara sin expresión, intenté oír algún sonido procedente de los dormitorios. Nada.

—Así que piensa que sabe algo del mal amor —dijo Coburg.

—Meredith me lo contó —repliqué yo.

Su frente se puso tirante.

El perro seguía arañando. El sonido gimoteante de un viejo se filtraba a través del cristal. Coburg lanzó una mirada disgustada.

—Usted no sabe nada —dijo.

—Pues cuéntemelo.

—Cierre la boca —el brazo del arma se disparó violentamente hacia delante otra vez.

Yo no me moví.

—No sabe ni una décima parte de eso. No se haga ilusiones con la empatia, que se joda su empatía —dijo Coburg.

El perro golpeó un poco más. Los ojos de Coburg se apagaron.

—Quizá le pegue un tiro… lo despelleje y lo destripe… ¿qué puede tener de bueno el perro de un psiquiatra, de todos modos? ¿Cuántos psiquiatras hacen falta para cambiar una bombilla? Ninguno. Todos están muertos.

Se rio un poco más. Se secó el sudor de la nariz. Yo estaba concentrado en el brazo de la pistola. Seguía firme en su sitio, como si estuviera recortado del resto de él.

—¿Sabe usted cuál fue mi pecado? —dijo él—. ¿La gran transgresión que me consiguió un billete para el infierno?

Un billete para el infierno. Meredith había llamado lo mismo a la escuela.

Sacudí la cabeza. Las axilas me dolían, mis dedos se estaban entumeciendo. Él continuó:

—Enuresis. Cuando era niño me hacía pis en la cama —se rio—. Ellos me trataban como si aquello me gustara —dijo—. Mamaíta y el Padrastro Malo. Como si me gustaran las sábanas húmedas y aquel olor a letrina. Estaban convencidos de que lo hacía a propósito, así que me pegaban. Así que yo me ponía más nervioso todavía y meaba litros y litros. Y entonces, ¿qué hacían ellos?

Me miró, esperando.

—Le pegaban un poco más.

—Bingo. Y me lavaban la polla con jabón y lejía y toda clase de cosas maravillosas.

Todavía sonreía, pero sus mejillas tenían un color escarlata. Tenía el cabello pegado a la frente, los hombros encorvados bajo la sudadera de diseño.

Mi primer pensamiento, viendo aquellas mejillas rosadas, había sido: un guapo bebé.

—Así que empecé a hacer otras cosas —dijo él—. Cosas realmente malas. ¿Podía culparme alguien? ¿Después de ser torturado por algo que no podía controlar?

Moví la cabeza de nuevo. Durante un fragmento de segundo, sentí que mi comprensión significaba algo para él. Luego una mirada enloquecida apareció en sus ojos. El brazo del arma se dirigió hacia delante y el cañón de metal negro se acercó a mi corazón.

—¿Cuál es la información actual sobre la enuresis, de todos modos? —dijo él—. ¿Vosotros, idiotas, todavía les decís a los padres que es un trastorno mental?

—Es genético —dije yo—. Relacionado con los patrones del sueño. Generalmente se cura solo.

—¿Ya no se hace ningún tratamiento?

—A veces se usa terapia conductista.

—¿Usted trata alguna vez a los niños por eso?

—Cuando ellos quieren ser tratados.

—Seguro —hizo una mueca—. Es usted verdaderamente humanitario —la mueca desapareció—. ¿Y entonces qué hacía usted dando discursos… rindiendo homenaje a Hitler?

—Yo…

—Cállese —el arma se hundió en mi pecho—. Era una pregunta retórica, no hable a menos que se le pida… Patrones del sueño, ¿eh? Ustedes, matasanos, no decían eso cuando a mí me pegaban con una correa. Tenían todo tipo de teorías de vudú entonces… uno de sus compañeros matasanos le dijo a Marnaíta y el Malo que habían abusado sexualmente de mí. Otro dijo que estaba gravemente deprimido y que necesitaba ser internado. Y un genio les dijo que hacía eso porque estaba furioso por su boda. Lo cual era verdad. Pero no me meaba por eso. Se quedaron con este último. El Malo realmente se dedicó a expresar su ira. Un gran hombre, financiero, elegante vestuario… tenía un buena colección de cinturones modernos. De lagarto, de cocodrilo, de becerro, todos con bonitas hebillas afiladas. Un día yo fui al colegio con una colección de cardenales en el brazo especialmente bonita. Un profesor empezó a hacerme preguntas y la siguiente cosa que recuerdo fue un avión con la querida vieja Mamaíta hacia la soleada California. Ve al oeste, pequeño chico malo.

Dejó que su mano libre cayera sobre su regazo. Sus ojos parecían cansados y sus hombros abatidos.

El perro seguía tirándose contra el cristal.

Coburg me miró fijamente.

Yo le pregunté:

—¿Qué edad tenía cuando le metieron en la escuela?

El arma me empujó otra vez, forzándome hacia atrás contra el sofá. Al mismo tiempo su cara se colocó frente a la mía, con aliento de regaliz. Podía ver los mocos secos en los agujeros de su nariz. Me escupió. Su saliva era fría y espesa y se escurrió hacia abajo por un lado de mi cara.

—Todavía no hemos llegado allí —dijo, entre unos labios que apenas se movían—. ¿Por qué no se calla y me deja contarlo?

Su respiración era pesada y rápida. Le miré a los ojos, sintiendo la pistola pero sin verla. Mi pulso retumbaba contra mis oídos. El salivazo continuaba su camino hacia abajo. Alcanzó mi barbilla. Goteó sobre mi camisa.

Él pareció sentir repulsión, lanzó un golpe, me abofeteó y me secó al mismo tiempo. Se secó la mano en el cojín del asiento.

—No me metieron allí directamente. Primero me pusieron en otro calabozo. Justo al otro lado de la calle… puede creerlo, dos agujeros del infierno en la misma calle… ¿qué era aquello, zona «I» de infierno? Un agujero de mierda llevado por un idiota alcohólico, pero caro como el infierno, así que, claro, Mamaíta pensó que era bueno, la pobre mujer fue siempre como una nueva rica.

Traté de parecer un alumno fascinado… todavía no había ruidos en los dormitorios. Coburg añadió:

—Un idiota. Ni un desafío. Una caja de cerillas y un poco de papel de libreta —sonrisa.

Incendiarios y tunantes… Bancroft no había dicho que el fuego fue en su escuela.

—La pobre Mamaíta se encontró en una situación embarazosa, salió en el siguiente avión, la pobrecilla. Ese maravilloso aspecto de desesperación en su cara… y ella, una mujer educada. Lloraba mientras esperábamos nuestro taxi… yo pensé que finalmente me había anotado un punto. Y entonces salió él. Del otro lado de la calle. Esa cabruna cosa con su traje negro y zapatos baratos. Cogió la mano de Mamaíta, le dijo que había oído lo que había ocurrido, bla bla, y la dejó llorar un poco más por su pequeño niño malo. Y luego le dijo que su escuela podía manejar ese tipo de cosas. Garantizado. Me revolvía el pelo todo el rato… yo tenía doce años y él me tocaba el jodido pelo. Su mano apestaba a col y a ron de laurel.

La mano del arma tembló un poco… no lo suficiente.

Arañazo, golpe.

—Mamaíta se quedó estremecida de emoción… le conocía por sus artículos en las revistas. Un hombre famoso que quería domesticar a su niño salvaje. El taxi llegó y ella lo despidió vacío.

La pistola se retiró lo bastante lejos para ver su negra embocadura, oscura contra sus blancos nudillos.

Dos agujeros del infierno en la misma calle. De Bosch que explotaba los fallos de Bancroft. Un exalumno de ambas escuelas, volviendo años después, un vagabundo… la cara de aspecto limpio y joven frente a mí no conservaba cicatrices de la calle. Pero a veces las heridas que se curan no son las más importantes.

—Fuimos al otro lado de la calle. Mamaíta firmó unos papeles y me dejó solo con Hitler. Él me sonrió y dijo: «Andrew, pequeño Andrew. Tenemos el mismo nombre, seamos amigos». Y yo le dije: «Jodete, cabra vieja». Él sonrió otra vez y me dio unas palmaditas en la cabeza. Me condujo por un largo vestíbulo oscuro, me metió en una celda y me encerró allí. Estuve gritando toda la noche. Cuando me dejaron salir para comer, fui a la cocina y encontré unas cerillas.

Una mirada nostálgica vino a sus ojos.

—¿Cómo fue todo esta noche? ¿Ha quedado algo en pie en la Casa del Loquero?

Yo me quedé en silencio.

El arma me empujó.

—¿Ha quedado algo?

—No mucho.

—Bien. Este es un mundo de mala calidad, la minuciosidad es una cualidad rara. Usted personifica a la mala calidad. Era tan fácil de atrapar como una sardina en una lata. Todos ustedes lo eran… dígame, ¿por qué los psicoterapeutas son un grupo tan desvalido? ¿Por qué son todos ustedes unos auténticos cobardes, que hablan de la vida en lugar de hacer algo?

Yo no contesté. Coburg continuó:

—Ustedes lo son realmente, sabe. Un grupo poco impresionante. Si se les quita su jerga, no son nad… Si ese perro suyo no se calla, voy a matarlo… mejor aún, haré que usted lo mate. Haré que se lo coma… lo podemos asar en esa barbacoa que tienen fuera. Un buen perrito caliente… eso sería justicia, ¿no cree? ¿Hacer que se enfrente a su propia crueldad? ¿Darle una pizca de empaca?

—¿Por qué no lo dejamos ir simplemente? —dije yo—. No es mío, es sólo un cachorro extraviado que encoraré.

—Qué amable de su parte —empujón. Mi esternón estaba inflamado.

Yo pregunté:

—¿Por qué no deja que se vaya mi amiga también? No les ha visto la cara.

Él sonrió y se echó un poco para atrás.

—Falsedad —dijo él—. Ese es el gran problema. Falsa ciencia, falsas premisas, falsas promesas. Usted pretende ayudar a la gente pero lo único que hace es joderles la mente.

Se inclinó hacia adelante.

—¿Cómo se las arregla para vivir consigo mismo, sabiendo que es un farsante? —Empujón—. Contésteme.

—He ayudado a la gente.

—¿Cómo? ¿Con vudú? ¿Con mal amor?

Tratando de que mi voz no sonara quejosa, dije:

—Yo no tengo nada que ver con De Bosch excepto por aquel simposio.

—¿Excepto por? ¡Excepto por! Es como Eichmann diciendo que no tenía mida que ver con Hitler «excepto por» llevar aquellos trenes a los campos. ¡Ese simposio fue un festival de amor público, gilipollas! ¡Usted asistió y le canonizó! ¡Él torturaba a los niños y ustedes le canonizaron!

—Yo no lo sabía.

—Sí, claro, usted y todos los otros buenos alemanes.

Me abofeteó otra vez. Los nudillos de la mano de la pistola eran pequeñas coliflores. Apareció sudor en el nacimiento de su pelo.

—¿Esa es? ¿Esa es su excusa… yo no lo sabía? Patético. Como todos los demás. Para ser un grupo de gente supuestamente educada, ni siquiera pueden suplicar por ustedes mismos con efectividad. No tienen clase. Delmar tenía más clase en su dedo meñique que todos ustedes juntos, y él era un retrasado. Eso no los detuvo para hacerle el mal amor día tras día.

Movió la cabeza y despidió unas gotas de sudor. Su dedo índice se movía arriba y abajo sobre el gatillo. El doloroso, hambriento aspecto de su cara hizo que mis tripas se removieran. Pero entonces él sonrió de nuevo.

—Retrasado —dijo, como si disfrutara la palabra—. Catorce años, pero era como un niño de siete. Yo tenía doce, pero acabé siendo como su hermano mayor. Era el único de aquel lugar que me hablaba (cuidado con el peligroso pirómano). Hitler les advirtió a todos que no tuvieran nada que ver conmigo. Todos me rehuían excepto Delmar. Él no podía pensar muy bien, pero tenía un corazón de oro. Hitler lo cogió por la publicidad… pobre negrito retrasado, ayudado por el gran doctor blanco. Cuando llegaban visitas, siempre tenía la mano en la cabecita lanuda de Delmar. Pero Delmar no fue ningún gran éxito. No podía recordar las normas ni aprender a leer o escribir. Así que cuando no había visitantes por allí, le hacía el mal amor una y otra vez. Y como eso tampoco funcionó, lo mandó a la bestia.

—¿Myra Evans?

—No, a ella no, idiota. Ella era la zorra, y yo estoy hablando de la bestia… la hija del doctor. Kati la Bestia… gracias, ya tengo una.

Risa estridente. El arma se movió hacia atrás un poco más y yo miré su solitario ojo negro.

El perro empezó a arañar otra vez, pero Coburg no lo notó.

—Cuando la bestia acabó con Delmar, él babeaba y se cagaba en los pantalones y se golpeaba la cabeza contra la pared.

—¿Qué le hizo?

—¿Que qué le hizo? Ella trató mal su cabeza. Y otras partes de su cuerpo.

—¿Abusó de él?

Su mano libre se tocaba la mejilla y arqueó las cejas.

—¡Qué conmoción, el pobre hombre está conmocionado! Sí, abusó de él, idiota. Le hizo cosas dolorosas. Volvía de las sesiones con ella llorando y sujetándose. Se arrastraba en la cama, llorando. Yo tenía la habitación de al lado. Yo abría la puerta y le entraba a hurtadillas algo para beber. Cuando le pregunté qué pasaba, no quiso decírmelo. No durante semanas. Después finalmente lo hizo. Yo no sabía mucho de sexo, y punto, dejemos las cosas feas. Él se bajó los pantalones y me enseñó las marcas. Sangre seca por todas partes. Esa fue mi introducción a los pájaros y las abejas. Eso me afectó, me afectó.

Sus labios temblaban y tragó con fuerza un par de veces. El brazo del arma firme como el acero.

La puerta de cristal vibró.

—Así que él cogió el camión —dije yo—. Para escapar de lo que ella le estaba haciendo.

—Nosotros lo cogimos. Yo sabía conducir porque el Malo tenía una granja en Connecti… en un lugar de veraneo, muchos camiones y tractores. Uno de los granjeros me enseñó. Planear el golpe fue difícil porque a Delmar le costaba recordar los detalles. Hubo un montón de intentos fallidos. Finalmente salimos una noche, tarde, cuando todo el mundo dormía. Delmar estaba asustado. Tuve que arrastrarle.

El cañón de la pistola describió pequeños arcos.

—No tenía ni idea de adónde ir, así que sólo conduje. Las carreteras se hicieron más y más curvas. Delmar estaba asustado de muerte, gritaba llamando a su madre. Yo le dije que todo iba bien… pero algún idiota se había dejado unos caballetes en medio de la carretera… una zanja, sin luces de advertencia… Patinamos… nos salimos de la carretera… grité a Delmar que saltara, traté de empujarle, pero pesaba demasiado… entonces mi portezuela se abrió y yo salí despedido. Delmar…

Se lamió los labios y respiró con forzada deliberación. Su dedo golpeó el gatillo.

—Bum. Kabum —dijo—. La vida es tan tenue, ¿verdad?

Coburg parecía sin aliento, chorreando sudor. La gran sonrisa de su cara era forzada.

—Él… me costó dos horas volver al infierno. Mis ropas estaban desganadas y me había torcido el tobillo. Fue un milagro… Estaba vivo. Eso significaba algo. Me las arreglé para deslizarme hasta mi cama… los dientes me castañeteaban tan fuerte que estaba seguro de que alguien se despertaría. Pasó un rato hasta que empezó la conmoción. Conversaciones, pasos, luces encendidas. Entonces Hitler entró en mi habitación, me arrancó la ropa de la cama y me miró… con espuma en la boca. Yo le devolví la mirada. Esa mirada loca apareció en sus ojos y levantó las manos… como si estuviera dispuesto a arañarme. Yo le miré y me la meneé. Y él dejó caer los brazos. Salió. Nunca volvió a hablarme. Estuve encerrado en mi habitación durante tres días. Al cuarto día, Mamá vino y me recogió. De vuelta al este, joven victorioso.

—Así que usted ganó —dije yo.

—Oh, sí —replicó él—. Fui el héroe conquistador —empujón—. Mi victoria me llevó a más calabozos. Más sádicos, pastillas y agujas. Esos son sus lugares, les llamen hospitales, cárceles o escuelas. Matan el espíritu.

Recordé el relámpago de rabia que él había mostrado cuando estuvimos hablando de Dorsey Hewitt.

—Él debía haber estado recibiendo cuidados…

—¿Internado en una institución?

—He dicho «cuidados». No encarcelado… oh, demonios, incluso la cárcel no hubiera estado mal, si eso hubiera significado recibir tratamiento. Pero nunca es así.

—Pero usted lo superó todo —repliqué yo—. Fue a la facultad de derecho, y ahora está ayudando a otras personas.

Él rio y el arma se apartó cinco o diez centímetros.

—No me trate con condescendencia, hijo de puta. Sí, oigamos lo referente a la educación superior. ¿Sabe dónde aprendí todos mis trucos y mi jurisprudencia? En la biblioteca de la Prisión Estatal de Rahway. Preparando apelaciones para mí mismo y los otros desgraciados. Ahí es donde aprendí que la ley fue escrita por los opresores para beneficiar a los opresores. Pero igual que el fuego, puedes aprender a usarla. Hacerla trabajar para ti.

Rio otra vez y se secó la frente.

—Los únicos exámenes que he aprobado han sido los de mi celda. Durante cinco años, estuve luchando contra profesionales de carrera gilipollas yuppies de Harvard y Stanford y dándoles patadas en el culo en los tribunales. Algunos jueces han alabado mi labor.

—Cinco años —dije—. Justo después de lo de Myra.

—Justo antes —hizo una mueca—. Esa perra fue un regalo que me tocó en suerte. Fui con un contrato a tocar en el centro. Obtuve dos regalos. La zorra y una guitarra nueva… una Les Paul Special negra. Recuerda mi guitarra, ¿verdad? ¿Todo aquella mierda para congraciarse conmigo que me largó en mi oficina?

El alfiler de corbata de la guitarra…

—¿Qué suele tocar más, eléctrica o acústica?

—Últimamente me he pasado a la eléctrica.

Efectos especiales, también. Decaladores…

Él hizo una mueca y levantó su mano libre como para chocar esos cinco.

—Hey, hermano, participemos en una jam-session y grabemos un disco.

—¿Esa es la oferta que le hizo a Lyle Gritz?

La mueca se encogió.

—Un desecho humano —dije yo—. ¿Para alejarme de la buena pista?

Me empujó fuerte con el arma y me abofeteó con la mano libre.

—Cállese y deje de querer controlarme, o me lo cargaré aquí mismo y haré que su amiguita de ahí dentro lo limpie después. Suba esas malditas manos… ¡arriba!

Noté que un salivazo golpeaba otra vez mi mejilla y se deslizaba por mis labios. Silencio desde el dormitorio. La lucha del perro se había convertido en ruido de fondo.

—Diga que lo siente —dijo—, por tratar de controlarme.

—Lo siento.

Se acercó y me dio unos golpecitos en la mejilla. Casi tiernamente.

—La zorra —dijo añorante—. Me fue regalada. Servida en una bandeja con perejil y patatas.

La pistola se balanceó, después se puso recta. Cruzó las piernas. Las suelas de sus zapatos no tenían ninguna marca excepto un par de trocitos de grava pegados a las suelas.

—Karma —dijo él—. Yo vivía en el valle, en un pequeño pisito de soltero en Van Nuys. Volvía a casa conduciendo un domingo. Esas banderolas en la acera. Casa en venta. Cuando yo era niño, me gustaban las casas de las demás personas… cualquiera excepto la mía propia. Me sentía bien al meterme en la casa de otra persona. Esa tenía el aspecto de contener pocos recuerdos, así que me detuve para examinarla. Llamé al timbre. La vendedora sale a abrir la puerta e inmediatamente me empieza a largar su rollo. Bla, bla, bla.

»Pero yo no escucho ni una palabra de lo que me dice. Le miro a la cara y es la de la zorra. Algunas arrugas más, sus pechos están caídos, pero no hay duda de ello. Ella me da la mano, me habla del orgullo de la propiedad, el que tendrá el propietario. Y esto me afecta: no es una casualidad. Es el karma. Todos aquellos años había estado pensando en la justicia. Todas aquellas noches yacía en la cama pensando en cargarme a Hitler, pero el jodido me cogió la delantera.

Hizo una mueca, como chasqueado.

—Pensaba que había olvidado todo aquello, y entonces miré a los ojos de la zorra y me di cuenta de que no lo había hecho. Y ella me lo puso tan fácil… jugaba su papel. Se volvió de espaldas y caminó delante de mí. Una invitación abierta.

Coburg tosió. Se aclaró la garganta. El arma golpeó contra mi esternón.

—Todo fue perfecto… nadie por allí alrededor. Cerré todas las puertas sin que ella lo notara, está demasiado ocupada soltándome su discurso. Cuando llegamos a un baño interior sin ventanas, la golpeé. Y me la tiré. Ella se desmayó como si estuviera hecha de nada. Al principio fue chapucero. Después fue más fácil. Como una buena melodía, coges el ritmo.

Habló durante un largo rato, con un zumbido monótono, como un cirujano que dicta notas de una operación. Dándome detalles que yo no quería oír. Yo desconecté, escuchando los golpes y ladridos del perro, intentando oír sonidos de las habitaciones que no llegaban.

Silencio. Suspiros. Él dijo:

—Encontré el trabajo de mi vida.

—Rodney Shipler —dije yo—. Él no trabajaba en la escuela, ¿verdad? ¿Era un pariente de Delmar?

—Su padre. Sólo de nombre.

—¿Cuál fue su crimen?

—Complicidad. La madre de Delmar había muerto, y Shipler era el único miembro de la familia de Delmar que pude encontrar. Delmar me había dicho que su papá se llamaba Rodney y que trabajaba en las escuelas de Los Ángeles… yo pensaba que era profesor. Finalmente le localicé en South Central. Un conserje. Ese viejo imbécil y cansado, grande y gordo, vivía solo, bebía whisky en un vaso de papel. Le dije que yo era abogado y que sabía lo que realmente le había ocurrido a su hijo. Le dije que podíamos demandarles, emprender acciones… incluso después de lo de la zorra, todavía trataba de trabajar dentro del sistema. Él se sentó bebiendo y escuchando, después me preguntó si podía asegurarle un montón de dinero en su bolsillo. Le dije que no, que no se trataba de dinero. La publicidad expondría a Hitler tal como realmente había sido. Delmar sería un héroe.

Empujón.

—Shipler se puso otra copa y me dijo que a él todo eso le importaba una mierda. Dijo que la madre de Delmar era una puta que había conocido en Manila y que no valía la pena ni perder un día con ella. Dijo que Delmar era un tonto y un camorrista desde el día que nació. Traté de razonar con él… mostrarle la importancia de denunciar a Hitler. Él me dijo que me fuera al infierno. Trató de echarme.

Los ojos de Coburg llamearon. El arma parecía fundida con su brazo.

—Otro buen alemán. Trató de echarme… un auténtico bravucón, pero yo le enseñé lo que era justicia. Después de eso, yo sabía que el único camino era el castigo rápido… el sistema no estaba preparado para hacer el trabajo.

Yo dije:

—Una forma de castigo para los subordinados, otra para el alto mando.

—Exactamente. A cada cual, lo suyo —sonrió—. Finalmente alguien lo capta. La señora Lyndon tenía razón, usted es un elemento muy listo. Yo le dije que era un periodista que preparaba una historia sobre usted. Ella estaba tan feliz de poder ayudar… su estudiante favorito —el arma tocó mis costillas—. Usted se merece algo por prestar atención… quizá le dejaré inconsciente antes de echarlo por el acantilado. Qué montaje tan perfecto… —movimiento de cabeza hacia la puerta delantera—. ¿Le gustaría eso?

Antes de que pudiera responder:

—¡Estaba bromeando! Sus ojos estarán abiertos y pegados con esparadrapo, y verá y sentirá cada segundo de infierno, tal como lo hice yo.

Se rio. Habló monótonamente un poco más, describiendo cómo había golpeado a Rodney Shipler hasta la muerte, golpe a golpe.

Cuando acabó, pregunté:

—Katarina era también del alto mando. ¿Por qué esperó tanto con ella?

Trataba de ganar tiempo con mis preguntas… ¿pero con qué fin? ¿Un sufrimiento más largo para Robin… por qué todo estaba tan tranquilo dentro?

Mis ojos se deslizaron hacia abajo. El maldito brazo del arma no se movía.

Él dijo:

—¿Por qué cree, chico listo? Dejaba lo mejor para el final… y usted lo complicó todo extraordinariamente. Usted se suponía que iba antes que ella, pero entonces empezó a husmear por ahí, mandó a su amiguete poli marica a husmear, así que tuve que matarla fuera de secuencia… Me cago en usted por ello. Quizá ponga a su amiguita en la barbacoa. Quizá le obligue a mirar con sus párpados pegados con esparadrapo.

Sonrisa. Suspiro.

—Sin embargo, la bestia acabó pagando, y lo hecho, hecho está… ¿sabe cómo se enfrentó a su destino? Pasividad total. Como el resto de ustedes —empujón—. ¿Qué tipo de persona perdería su vida sentado escuchando… y sin hacer nada? —rio—. Se puso de rodillas y me suplicó. Su garganta de bestia se atragantó como un water atascado… Se estaba tomando el desayuno, y yo entré, le puse este arma en la cabeza y dije: «mal amor, bestia». Y ella se cayó redonda.

Sacudió la cabeza, como si todavía no se lo creyera. Ligero movimiento del arma.

—Ni la más mínima lucha. No fue divertido. Tuve que levantarla y ordenarle que anduviera. Tuve que darle una patada en el culo para que se moviera. Incluso así, todo lo que pudo hacer fue tropezar en el garaje y caer otra vez de rodillas. Entonces ella salió de su trance. Empezó a suplicarme. Lloraba, señalándose el estómago, diciéndome que estaba embarazada, por favor, tenga piedad de mi niño. La misma piedad que había tenido ella… entonces sacó una tarjeta del bolsillo, tratando de probarme aquello. Un banco de esperma. Lo cual tiene sentido, porque, ¿quién podía habérsela tirado a ella? —risas—. Como si esa fuera una razón. Salvar a su feto bestial. Por el contrario, era la mejor razón de todas para cargársela. Matar la semilla de Hitler.

Otra sacudida de cabeza.

—Increíble. Ella llena de sangre los pantalones de Delmar y piensa que es una buena razón… Empezó a decirme que estaba de mi parte, que me había ayudado, que había matado a su padre.

—¿Ella mató a su padre?

—Ella decía que se lo había cargado con píldoras. Se creía muy lista por eso. Pero yo sabía que en realidad le hizo un favor a él. Lo sacó de su miseria. Se aseguró de que yo nunca iría a por él. Me dio otra razón para joderla largo y tendido, ella estaba revelando sus secretos y enterrándose a sí misma cada vez más hondo —sonrisa—. Me aseguré de matar primero al niño. Lo saqué, todavía unido a ella, se lo enseñé y lo volví a meter.

Los forcejeos del perro parecían haberse amortiguado; pensé que le oía gimotear.

Coburg dijo:

—Usted ha alterado mi orden, pero es igual, seré creativo. Usted y su amiguita serán un adecuado acto final.

—¿Y los otros? —dije yo, luchando por mantener mi voz serena. Luchando por concentrar mi propia ira—. ¿Por qué eligió el orden en que lo hizo?

—Se lo he dicho, yo no elegí nada. El modelo se creó a sí mismo. Puse sus nombres en un sombrero y los fui sacando, a ojo… todos los chicos malos.

—Los nombres de la gente que habló en el simposio.

Asintió.

—Todos ustedes, buenos alemanes. He estado pensando en ustedes durante años… incluso antes de cargarme a la zorra.

—Usted estaba allí —dije yo—. Escuchándonos.

—Sentado en la fila de atrás, cogiendo todo aquello.

—Usted era un niño. ¿Cómo pudo estar allí?

—Más karma. Tenía diecinueve años, vivía en Hollywood y me quedé en una posada a mitad de camino de Serrano.

Sólo a unas pocas manzanas del Pediátrico Western.

—… dando un paseo por Sunset, y vi ese anuncio del programa enfrente. Simposio psiquiátrico, mañana por la noche.

Poniéndose tenso, agitó el arma, inclinó el brazo durante un solo segundo, luego lo devolvió a su sitio, con el cañón tocando mi camisa.

—Su nombre… Fui y cogí un folleto en el mostrador de información. Me afeité, me duché y me puse mis mejores ropas y entré. Y les vi a todos ustedes, bastardos hipócritas, levantarse allí y decir que él había sido un pionero. Un abogado de los niños. Un profesor dotado. La bestia y sus películas caseras. Todo el mundo sonriendo y aplaudiendo… apenas podía sentarme allí sin gritar… y debí haber gritado. Debí haberme levantado y debí haberles dicho a todos lo que realmente eran. Pero era joven, no tenía confianza en mí mismo. Así que en lugar de eso, salí aquella noche y me herí a mí mismo. Lo que me llevó a otro calabozo. Mucho tiempo para pensar y concentrarme en mi objetivo. Recorté sus fotos. Las pegué en un papel. Guardé el papel en una caja. Junto con otras cosas importantes. He vivido con ustedes, hijos de puta, mucho más de lo que permanece casada la mayoría de la gente.

—¿Por qué respetó al doctor Harrison?

Me miró como si yo hubiera dicho algo estúpido.

—Porque él me escuchó. Después de la canonización de Hitler, le llamé y le dije que aquello me había preocupado. Y él me escuchó. Puedo decir que me tomó en serio. Me dio una cita para hablar conmigo. Iba a aparecer, pero ocurrió algo… otro calabozo.

—¿Por qué le dijo que su nombre era Merino? ¿Por qué me dijo a mí que su nombre era Seda?

Frente arrugada.

—¿Usted habló con Harrison? Quizá le visite también a él después de todo.

Una horrible sensación me invadió.

—Él no sabe nada…

—No se moleste, imbécil, yo soy justo, siempre lo he sido. Les di a todos ustedes la misma oportunidad que le di a Harrison. Pero el resto de ustedes fracasó.

—Usted nunca me llamó —dije yo.

Sonrisa.

—Trece de noviembre de mil novecientos setenta y nueve. Dos de la tarde. Lo tengo grabado en una cinta. Su irritable secretaria insistió en que usted sólo trataba a niños, y no pude verle.

—Ella no tenía que filtrar las llamadas… nunca lo supe.

—¿Eso es una excusa? Cuando las tropas joden, el culpable es el general. Y fue una oportunidad que ni siquiera se mereció nunca… mucho más de lo que yo tuve, o Delmar, o cualquiera de los otros «amados». Usted falló, hermano.

—Pero Rosenblatt —repliqué—, él fue a verle.

—Era el mayor de los hipócritas. Pretendiendo entender… con esa voz suave, esa falsa empatía. Luego reveló sus verdaderos colores. Haciéndome preguntas, tratando de meterse en mi cabeza… —Coburg puso una cara hipócrita—. «Estoy viendo mucho dolor… usted debería considerar hablar más de esto…» —la furia comprimía los ojos castaño claro—. El farsante bastardo quería hacerme psicoanálisis para tratar mis conflictos. Trabajo de sofá de cien pavos la hora como cura para la opresión política, porque él no podía aceptar que había adorado a Hitler. Se sentó allí y pretendió escuchar, pero no me creyó. Sólo quería revolver en mi cabeza… el peor de todos, adiós muy buenas.

Hizo un movimiento de empujar con su mano libre y sonrió.

—¿Cómo consiguió que saliera de su oficina? —pregunté.

—Le dije que estaba en cama. Inválido por algo. Hitler lo había hecho. Eso atrajo su interés, vino aquella misma tarde, con su aspecto amable, su barba y su traje de mal tweed… hacía calor, pero necesitaba su pequeño traje de psiquiatra. Todo el tiempo que estuvo allí, yo estuve en la cama. La segunda vez, también. Hice que me trajera una bebida… me sirvió. Fue realmente un día bochornoso, la ventana estaba abierta de par en par para que entrara el aire. Había una caja de pañuelos de papel en el alféizar… el karma. Yo pretendí estornudar y le pedí que me diera un pañuelo —empujón—. A volar, pájaro hipócrita.

Las casas de otras personas. Un hombre de finanzas…

Una granja en Connecticut. ¿Significaría aquello un apartamento en Nueva York?

Y ella, una mujer tan educada.

Ella una abogada, él un banquero.

—El apartamento pertenecía a su madre y su padrastro.

Él movió la cabeza alegremente.

—Muy listo, pequeño Alex. La señora Lyndon estaría tan orgullosa… Mamá y el Malo estaban en Europa, así que decidí meterme en el viejo hogar familiar. La oficina de Rosenblatt estaba a dos manzanas de allí… karma. Ocho pisos de altura, feliz vuelo.

El señor y la señora Malcolm J. Rulerad. Gente fría, había dicho Shirley Rosenblatt. No dispuestos a que un investigador privado registrara su casa. ¿Resguardaban algo más que la privacidad? ¿Qué sabían ellos?

—Usted dejó herramientas de ladrón dentro —dije yo—. ¿Las necesitó para entrar, o lo preparó todo como si se tratara de otro robo del East Side?

Coburg trató de enmascarar su sorpresa con una lenta, lánguida sonrisa.

—Vaya, vaya, hemos estado ocupados… No, tenía llave. Uno siempre sigue añorando el hogar, dulce hogar. La gran tribu Brady en el cielo…

—Stoumen y Lerner —dije yo—. ¿Se reunieron con usted?

—No —dijo él, súbitamente furioso de nuevo—. La excusa de Stoumen fue que estaba retirado. Otro lacayo quitándoseme de encima, que si quería hablar con un doctor en ejercicio… ustedes realmente no saben cómo delegar autoridad adecuadamente. Y Lerner me dio una cita pero no apareció, el muy bastardo.

La poca fiabilidad de la que había hablado Harrison: «Eso había afectado a su trabajo… olvidó citas».

—Así que les siguió la pista en las conferencias… ¿cómo conseguía la lista de los asistentes?

—Algunos de nosotros somos minuciosos (le hubiera gustado también a la señora Lyndon, qué encantadora viejecita, toda esa amigable «sal de la tierra» del Medio Oeste). La investigación es tan divertida, quizá la visite a ella en persona algún día.

—¿Le ayudó Meredith a obtener las listas? —pregunté—. ¿Hacía ella la publicidad para las convenciones?

Frunció los labios. La frente tensa. La mano se agitó.

—Meredith… ah, sí, la querida Meredith. Ella ha sido de una gran ayuda… ahora, basta de preguntas estúpidas y póngase de rodillas… mantenga las manos arriba… ¡levántelas!

Moviéndome tan despacio como pude, bajé del sofá y me arrodillé, tratando de mantener la vista en el arma.

Silencio, luego otro impacto que sacudió el cristal.

—El perro definitivamente se va a convertir en chuletas y filetes —dijo él.

El arma entró en contacto con mi coronilla. Revolvió mi cabello con el cañón y yo supe que estaba recordando.

El arma se apretaba fuerte contra mí, más fuerte, como si taladrara mi cráneo. Todo lo que podía ver eran sus zapatos, el borde de sus pantalones. Una rendija de cemento entre dos baldosas de mármol.

—Diga que lo siente —dijo.

—Lo siento.

—Más fuerte.

—Lo siento.

—Personalícelo… diga «Lo siento, Andrew».

—Lo siento, Andrew.

—Más sinceridad.

—Lo siento, Andrew.

Me lo hizo repetir seis veces, después suspiró.

—Creo que ya vale. ¿Cómo se encuentra ahora?

—He estado mejor.

Una risa ahogada.

—Apuesto a que sí… levántese despacio… Des-pa-cio. Mantenga las manos en alto… en la cabeza… Como dice Simón.

Dio unos pasos atrás, con la pistola pegada a mi cabeza. Detrás de mí estaba el sofá. Sillas todo alrededor. Una prisión tapizada, ningún sitio adónde ir… echar a correr sería suicida, dejar a Robin que se las arreglara con su frustración…

El perro se arrojaba con más fuerza.

Yo estaba de pie. Él se acercó. Nos quedamos cara a cara. Regaliz y rabia, bajó la pistola y la empujó contra mi ombligo. Después contra mi garganta. Después la bajó otra vez.

Jugando.

Coreografía.

—Ya lo veo —dijo él—. Detrás de sus ojos… el miedo… sabe adónde vamos, ¿verdad?

No dije nada.

—¿Verdad?

—¿Adónde voy?

—Derecho al infierno. Con billete sólo de ida.

La pistola tocó ligeramente mi ingle. Se movió de nuevo hasta mi garganta. Apretada contra mi corazón. Hacia abajo en mi entrepierna.

Con ritmo… el músico que había en él… moviendo las caderas.

Estaba alterado…

Ingle. Corazón. Ingle.

Golpeó mi entrepierna y se rio. Cuando levantó la pistola de nuevo, yo exploté, le di un fuerte golpe en la muñeca del arma con la mano derecha mientras apuñalaba su ojo con los dedos tiesos de la mano izquierda.

El arma se disparó mientras él perdía el equilibrio.

Aterrizó de lado, con la pistola todavía cogida entre sus dedos. Yo pateé su muñeca. Su mano libre estaba agarrotada sobre su cara. Cuando la separó y cogió mi pierna, tenía el ojo cerrado, sangrando.

Yo le pateé una y otra vez. Rugió de dolor. La mano de la pistola estaba floja, pero el arma permanecía sujeta. Luchó por levantarla y apuntar. Yo dejé caer mi rodilla con toda mi fuerza en su brazo, cogí la mano, tiré, la retorcí y finalmente liberé la automática.

Mi turno de apuntar. Tenía las manos entumecidas. Tuve problemas para encorvar mis dedos en torno al gatillo. Se deslizó por la alfombra sobre la espalda, dando patadas al azar, sujetándose el ojo. La sangre corría a través de su mano. Su huida estaba bloqueada por un sofá. Agitándose y pataleando, me miró. No… miró detrás de mí.

—¡Hazlo! —gritó, mientras yo me agachaba repentinamente y giraba sobre los talones, encarándome a la entrada del pasillo.

La pistola más pequeña en mi cara. Una mano de mujer tras ella. Uñas rojas.

—¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo! —gritaba Coburg empezando a levantarse.

Yo me tiré al suelo justo cuando el revólver pequeño se disparó.

Más disparos. Detonaciones huecas, más suaves que el trueno de la pistola negra.

Coburg encima de mí. Rodamos. Yo le golpeé con la pistola negra en un lado de la cabeza. Él cayó hacia atrás, sin ruido, aterrizando sobre la espalda. No se movió.

¿Dónde estaba el revólver plateado? Moviéndose en arco hacia mí otra vez, desde el otro lado de la habitación. Dos manos con uñas rojas empezaban a apretarlo.

Yo me zambullí detrás del sofá.

¡Pop! La tela se arrugó y fragmentos del relleno volaron a unos centímetros de mi cara.

Me eché de cara contra el mármol.

¡Pop! ¡Pop! ¡Pop!

Respiración pesada, pero de quién, no podría decirlo.

¡Pop!

Un sordo ruido a mi espalda, entonces la canción tintineante del vidrio hecho añicos. Pies correteando.

Un pequeño, negro borrón pasó corriendo junto a mí, hacia Meredith.

Saqué mi brazo alrededor del sofá, disparé la gran pistola automática negra ciegamente, tratando de apuntar bastante por encima del nivel del perro. El retroceso me echó hacia atrás. Algo se rompió.

Ladridos y gruñidos y gritos femeninos.

Yo me escurrí hacia el lado opuesto del sofá, apreté el gatillo, esperé que me devolvieran el fuego.

Más gritos. Pasos. Humanos. Alejándose.

Yo aventuré una mirada alrededor del sofá, la vi dirigirse hacia la puerta principal, con el revólver plateado colgando como un bolso.

Coburg todavía estaba en el suelo.

¿Dónde estaba el perro?

Meredith estaba casi junto a la puerta ahora. El cerrojo estaba pasado… tenía problemas para abrirlo.

Corrí hacia ella, apuntando con el revólver negro, empezando a sentir la pesada acción del gatillo.

Justicia rápida.

—¡Alto! —grité y disparé a la pared.

Ella obedeció. Sujetaba todavía el revólver plateado.

—¡Suéltelo, suéltelo!

El arma cayó al suelo y resbaló a un lado.

—Lo siento, yo no quería… él me obligó —dijo.

—Vuélvase.

Ella lo hizo. Yo arranqué violentamente su pasamontañas.

Le temblaba la cara, pero se apartó el cabello con un gesto más adecuado para una adolescente.

Cabello rubio.

Mi mano todavía apretaba el gatillo. Me obligué a mí mismo a no moverme.

Jean Jeffers dijo:

—Él me obligó —y miró hacia Coburg. Permanecía con la boca abierta e inconsciente, y los ojos de ella se cerraron. Intentaba llorar.

—Usted me ha rescatado —dijo—. Gracias.

—¿Qué ha hecho con Robin?

—Ella está bien… se lo prometo. Está allí dentro… vaya a ver.

—Camine delante de mí.

—Claro, pero esto es una tontería, Alex. Él me obligó… está loco… estamos del mismo lado, Alex.

Otra mirada a Coburg.

El pecho de él no se movía.

Mantuve la pistola negra apuntando a Jeffers, me agaché y me guardé la plateada. Mientras la vigilaba, empujé un gran sillón tapizado encima de la mitad inferior del cuerpo de Coburg. No haría gran cosa, pero serviría por el momento.

Llevé a Jeffers de vuelta al dormitorio. La puerta estaba cerrada. El perro estaba de pie sobre sus patas posteriores, arañándola, arrancando la pintura. Un olor de acetona llegó del otro lado. Familiar…

—Ábrela —dije.

Ella lo hizo.

Robin estaba echada en la cama, con los brazos y piernas extendidos atados a las columnas con hilo de pescar de nailon, cinta aislante encima de la boca y un pañuelo grande tapándole los ojos. En la mesilla de noche estaban el carrete de sedal, tijeras, esmalte de uñas, una caja de pañuelos de papel y el estuche de manicura de Robin.

Quitaesmalte… la acetona.

Una lima de uñas usada. Jeffers había pasado el rato haciéndose la manicura.

—Déjeme soltarla ahora —se ofreció.

Yo me guardé las tijeras y dejé que la desatara con las manos. Ella se movió torpemente, con el perro encima de la cama, gruñéndole, rodeando a Robin, lamiendo la cara de Robin. Manchas de sangre salpicaban su pelo. Destellos de diamante de cristal roto… Robin se sentó, se frotó las muñecas y me miró, aturdida.

La levanté de la cama y le di la pistola plateada. Empujé a Jeffers allí, boca abajo, con las manos detrás de la espalda.

—¿Te ha hecho daño? —pregunté.

Jeffers exclamó:

—Por supuesto que no.

Robin sacudió la cabeza.

Las rojas uñas de Jeffers estaban tan recién pintadas que todavía parecían húmedas.

Ella dijo:

—Podemos, por favor…

Robin la ató rápidamente. Después volvimos al salón. La cabeza de Coburg donde yo le había pegado estaba hinchada, suave, de un color berenjena. Empezaba a moverse un poco, pero todavía no había recuperado la consciencia.

Robin lo ató expertamente, con sus buenas, fuertes manos.

El perro estaba a mis pies, jadeando. Me agaché y lo examiné. Me lamió las manos. Lamió el arma.

Cortes superficiales, no parecía que estuviera sufriendo. Robin le quitó los cristales de la pelambrera y lo levantó, besándolo, acunándolo como a un niño.

Yo cogí el teléfono.