6
Evelyn habló mientras el cielo se iba oscureciendo, dejando jugar a las niñas mientras me contaba las pesadillas y los ataques de llanto, los terrores de la orfandad. A las cinco y media Bonnie salió y encendió los reflectores, que dieron un tono amarillento al patio. Esto silenció la voz de Evelyn, se puso de pie y dijo a las niñas:
—Vosotras, entrad en casa.
Justo después de que ellas lo hicieran, llegó un hombre, frotándose las manos y husmeando el aire. De una altura de un metro sesenta, aproximadamente, sobre los cincuenta y pico o sesenta años, de cintura baja, piel oscura y barbilla débil, con largos brazos tatuados. Las piernas patizambas le daban un caminar bamboleante. Sus ojos estaban sombreados por espesas y grises cejas, y un caído bigote color hierro a lo Zapata oscurecía su boca. Su espeso cabello gris estaba engominado y tirante hacia atrás. Llevaba una camisa de trabajo de color caqui y unos vaqueros con las vueltas de las perneras enrolladas. Llevaba las manos manchadas de yeso y se las frotaba con más fuerza según se aproximaba.
Evelyn le saludó.
Él devolvió el gesto y me miró, estirándose para parecer más alto.
—Este es aquel doctor —dijo ella—. Hemos tenido una charla muy agradable.
El hombre asintió. La camisa tenía una etiqueta ovalada bordada que decía «Roddy» en letras rojas. De cerca vi que su cara estaba muy marcada por la viruela. Un par de cicatrices en forma de media luna le atravesaban el mentón.
Le tendí la mano.
Se miró la palma, sonrió con turbación y dijo:
—Está sucia.
Su voz era suave y ronca. Bajé la mano. Él volvió a sonreír y me saludó.
—Doctor Delaware.
—Roddy. Encantado de conocerle.
Acento de Boyle Heights. Mientras bajaba sus dedos, observé unas letras tatuadas en sus nudillos. A-M-O-R. Un trabajo casero. En la otra mano estaba el inevitable O-D-I-O. En el pliegue entre el pulgar y el índice tenía una tosca cruz azul. Junto a ella, una arañita de ojos rojos trepaba a una pequeña telaraña sobre las letras NR.
Se metió las manos en los bolsillos.
—¿Cómo te ha ido hoy? —le preguntó Evelyn. Parecía como si quisiera acariciarlo.
—Muy bien —murmuró él.
—¿Tienes hambre?
—Sí, podría comer algo —las manos tatuadas emergieron y se frotaron una contra otra—. Voy a lavarme.
—Claro, patrón.
Él fue hacia la casa.
—Bueno —me dijo ella—, será mejor que vaya a la cocina. Creo que es demasiado tarde para que intente hablar con ellas, pero puede volver mañana.
—Estupendo.
Fuimos dentro. Chondra y Tiffani estaban en el sofá en la habitación de atrás, viendo películas de dibujos animados en la televisión. Un gato estaba siendo decapitado alegremente. Tiffani tenía el mando a distancia.
—Adiós, niñas.
Ojos ausentes.
—Decidle adiós al doctor.
Las chicas levantaron la vista. Pequeños saludos y sonrisas.
—Me voy —dije—. Volveré mañana… quizá podamos hablar.
—Hasta la vista —dijo Tiffani. Le dio un suave codazo a su hermana. Chondra dijo:
—Adiós.
Evelyn se había ido. La encontré en la cocina, sacando algo de la nevera. Rodríguez estaba estirado en un sillón reclinable de terciopelo, con los ojos cerrados y una cerveza en la mano.
—Les veré mañana —dije.
Un segundo —Evelyn salió. El paquete que tenía en la mano era un plato congelado de régimen. Enchilada Fiesta—. Mejor pasado mañana… había olvidado que tenía unas cosas que hacer.
—Está bien. ¿A la misma hora?
—Claro —ella miró el paquete congelado y movió la cabeza—. ¿Qué tal un bistec New York?
—Sí —dijo él, sin abrir los ojos.
—Le gusta este bistec —dijo ella pausadamente—. Para un tipo de su tamaño, realmente le gusta mucho la carne.
Me siguió todo el camino por el césped de la parte delantera. Miró la bandeja de comida congelada que llevaba en la mano.
—A nadie le gusta esto. Quizá me lo coma yo.
Encontré mucho tráfico en el extremo oeste de la 210, y cuando entré en el garaje de casa eran más tarde de las siete. Al entrar en casa el perro me saludó, pero tenía la cabeza baja y parecía alicaído. Olí la razón primero, después la vi, en el suelo del porche de atrás, cerca de la puerta.
—Oh —exclamé.
El chucho se inclinó más.
—Fue culpa mía por dejarte encerrado —acaricié su cuello, y él me dio un lametazo agradecido, después trotó hacia el frigorífico.
—No precipitemos las cosas, rufián.
Limpié el desastre, reflexionando sobre las responsabilidades de la adopción de cachorros, y llamé para recoger los mensajes, preguntándome si alguien habría contestado a mi anuncio. Nadie lo había hecho. Nada de Shirley Rosenblatt, doctora en psiquiatría, tampoco. O del señor Seda. La operadora me pasó unas cuantas llamadas de negocios. Decidí apartar la cinta de mi mente, pero el cántico infantil seguía allí y yo no podía sentarme tranquilamente.
Alimenté al perro y estaba pensando qué hacer con mi propia cena cuando llamó Milo a las ocho y diez.
—No había ninguna huella en la cinta excepto las tuyas. ¿Algún problema de correos hoy? —parecía cansado.
—No, pero he tenido una llamada —le conté lo del hombre que se reía.
—Seda, ¿eh? Bueno, es una cosa bien extraña.
—¿El qué?
—Suena como si hubiera sido un loco.
—¿No crees que vaya en serio?
Una pausa.
—La mayoría de esos tipos son unos cobardes, les gusta permanecer en la sombra. Pero para serte sincero, Alex, ¿quién sabe?
—Creo que he encontrado lo que significa «mal amor» —y le expliqué todo lo concerniente al simposio.
—Setenta y nueve —dijo—. Un loco con una memoria muy persistente.
—¿Piensas que es mala señal?
—Yo… Pensemos juntos y discutámoslo a fondo. ¿Has cenado ya?
—No.
—Estoy fuera, en Palms, voy a acabar unos cuantos asuntos. Puedo encontrarme contigo en aquel lugar de Ocean dentro de media hora más o menos.
—No creo que pueda —negué—. Ya he dejado demasiado tiempo solo a mi huésped.
—¿Qué huésped? Oh, él. ¿Por qué no puedes dejarle? ¿Está solitario y deprimido?
—Más bien es una cuestión gastrointestinal —dije, acariciando al perro detrás de las orejas—. Acaba de comer y necesitará poder salir y entrar fácilmente.
—Salir… oh… vale. Bueno, instala una puerta de perros, Alex. Luego, hazte un seguro de vida.
—Una puerta para perros significa hacer un agujero. Y él es sólo un inquilino a corto plazo.
—Haz como gustes.
—Está bien —accedí—. Pondré una puerta… de todos modos, Robin quiere un perro. ¿Por qué no me traes una, la instalo y después podemos salir?
—¿Y dónde demonios voy a encontrar yo una puerta de perro a estas horas?
—Tú eres el detective.
Colgó.
Llegó a las nueve quince y metió un Ford sin matrícula en el garaje. Llevaba la corbata floja, parecía cansado y llevaba dos bolsas… una de una tienda de animales, la otra de un restaurante chino.
El perro vino y se frotó el hocico contra las perneras de su pantalón; él dio al animal una palmada de mala gana y dijo:
—Salir y entrar.
Sacando un artefacto de plástico y metal de la bolsa de la tienda de animales, me la tendió.
—Como no me gusta realizar labores manuales antes de cenar y el manitas de esta casa está fuera de la ciudad, creí que sería mejor traer comida.
Fue a la nevera, con el perro detrás.
Mirando su lento y pesado caminar, dije:
—Pareces decaído. ¿Más chorros de sangre?
Cogió una cerveza Grolsch, la abrió y asintió.
—Robo a mano armada, era el trabajo que hacía en Palms. Una tienda de comestibles de una pareja de viejecitos. El abuelo murió hace unos meses, la abuela tiene ochenta años, apenas se mantiene en pie ya. Dos pequeños hijos de puta han entrado esta tarde, han sacado las navajas y han amenazado con violarla y cortarle las tetas si no les daba el dinero de la caja. La abuela les echa unos trece o catorce años. Está demasiado afectada para decir gran cosa más, tiene dolor en el pecho, le falta la respiración. La han ingresado en Saint John para observarla.
—Pobrecilla. ¿Trece o catorce?
—Sí. La hora del robo puede significar que los pequeños gilipollas esperaron hasta después de la escuela para hacerlo… ¿qué te parece como actividad extraescolar? O quizá sean algunos de tus novilleros psicópatas que han salido a pasar un día de diversión.
—Tom y Huck urbanos —dije.
—Seguro. Fumarse una pipa de crack, violar en pandilla a Becky Thatcher.
Se sentó a la mesa y olisqueó la parte de arriba de la botella de cerveza. El perro se había quedado junto al frigorífico y le miraba como intentando una aproximación, pero el tono y la expresión de Milo le detuvieron y vino y se echó a mis pies.
Yo dije:
—Así que no había ninguna huella más en la cinta.
—Ni una.
—¿Qué significa eso? ¿Alguien se tomó la molestia de limpiarlas?
—O la manejaron con guantes. O había algunas huellas pero quedaron emborronadas cuando tú tocaste la cinta —estiró las piernas—. Así que enséñame el folleto que encontraste.
Fui a la biblioteca, cogí el programa de la conferencia y se lo di. Él lo examinó.
—No hay nadie aquí que se llame Seda.
—Quizás estaba entre los oyentes.
—Pareces sesudo —dijo, señalando mi foto—. Esa barba… así como rabínica.
—Realmente, estaba asqueado —le conté cómo me había convertido en codirector.
Milo dejó la botella.
—Mil novecientos setenta y nueve. ¿Alguien acarreando una inquina todo este tiempo?
—O algo ocurrido recientemente que ha provocado la recolección de la siembra del setenta y nueve. He intentado llamar a Katarina y a Rosenblatt, para ver si quizás habían recibido algo por correo, pero ella cerró el local en Santa Bárbara y él ya no practica en Manhattan. He encontrado una psicóloga en Nueva York que puede ser su mujer y le he dejado un mensaje.
Él examinó otra vez el folleto.
—¿A qué podría deberse el rencor?
—No tengo ni idea, Milo. Quizá no estuviera ni siquiera en la conferencia, quizás es alguien que se ve a sí mismo como víctima del terapeuta… o de la terapia. Quizás el resentimiento no es ni siquiera real… algo paranoide… un delirio que nunca se nos ocurriría ni a ti ni a mí.
—¿Quieres decir que nosotros somos normales?
—Todo es relativo.
Milo sonrió.
—Así que no recuerdas nada extraño que ocurriese en esta conferencia.
—Nada de nada.
—Este De Bosch… ¿era controvertido de alguna forma? ¿Del tipo que se crea enemigos?
—No que yo sepa, pero mi único contacto con él fue a través de sus escritos. No eran controvertidos.
—¿Y qué pasa con la hija?
Pensé en ello.
—Sí, ella podía haberse creado enemigos… una auténtica aguafiestas. Pero si ella es el blanco del resentimiento de alguien, ¿por qué meterme a mí? Mi único nexo con ella fue aquella conferencia.
Milo señaló al folleto.
—Leyendo esto, alguien puede creer que erais colegas estimados. Ella te lio, ¿eh?
—De una forma muy experta. Ella tenía influencias con el director médico del hospital. Creo que se debía a que había tratado a una de sus hijas (una niña con problemas), y sólo tuvo que mover algunos hilos. Pero podía haber sido otra cosa totalmente diferente.
Puso su botella de cerveza en la mesa de café. El perro levantó la vista y luego bajó el mentón al suelo.
—La voz de niño de la cinta —pregunté—. ¿Cómo encaja eso? Y el tipo que asesinó a Becky Basille…
—Hewitt. Dorsey Hewitt.
—Sí, ya lo sé… ¿qué tiene que ver con todo esto? Quizá recibió traía miento de los De Bosch, también. Quizá «mal amor» fuesen unas palabras que ellos usaban en su terapia. Pero ¿qué significa eso? ¿Un montón de gente sometida a terapia que enloquece… que se vuelve contra sus médicos?
—Espera un segundo —interrumpió Milo—. Siento mucho lo de tu cinta y tu llamada extraña, pero todo eso está a una gran distancia del asesinato —me devolvió el folleto—. Me pregunto si Donald Wallace fue tratado alguna vez por los De Bosch…, espero todavía más información de la cárcel. ¿Qué están haciendo esas niñas?
—El tipo de problemas que se podrían esperar. Documentar un buen caso contra las visitas no será ningún problema. La abuela se está abriendo un poco, además. He ido a su casa esta tarde. Su último marido parece un cholo retirado… muchos tatuajes caseros —describir el arte de la piel de Rodríguez.
—Tratamos con la elite —dijo—. Los dos, tú y yo —cruzó las piernas y miró al perro—. Ven aquí, Rover.
El perro le desdeñó.
—Buen perro —dijo, y se terminó la cerveza.
Se fue a las diez y media. Decidí posponer la instalación de la puerta de perro hasta el día siguiente. Robin llamó a las once menos diez y me dijo que había decidido, definitivamente, volver pronto a casa… al día siguiente por la noche, a las nueve. Apunté su número de vuelo y le dije que estaría en el aeropuerto para recogerla, le dije que la quería y me fui a la cama.
Soñaba con algo agradablemente sexual cuando el perro me despertó justo después de las tres de la mañana, gruñendo y tocando con la pata el volante de la colcha.
Yo lancé un gruñido. Mis ojos estaban pegados y cerrados.
Él dio con la pata un poco más.
—¿Qué?
Silencio.
Arañar, rascar.
Me senté.
—¿Qué es eso?
Él hizo el ruido del viejo asfixiándose.
Salir y entrar…
Maldiciéndome a mí mismo por no instalar la puerta, me forcé a salir de la cama y fui a ciegas a través de la casa oscura hacia la cocina. Cuando abrí la puerta de atrás, el perro bajó corriendo las escaleras. Yo esperé, bostezando y atontado, murmurando:
—Hazlo rápido.
En lugar de detenerse para agacharse cerca de los arbustos, él siguió corriendo y pronto estuvo fuera de mi vista.
—Ah, explorando nuevos territorios —me esforcé por abrir un ojo. El aire fresco soplaba a través de la puerta. Miré hacia afuera y no le vi en la oscuridad.
Como no había vuelto al cabo de un minuto o así, salí a buscarlo. Me costó un rato encontrarlo, pero al final lo encontré… sentado junto al garaje, como si estuviera vigilando el Seville. Resoplaba y movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué pasa, chico?
Jadeo, jadeo. Movió la cabeza más rápido, pero el cuerpo siguió inmóvil.
Yo miré un poco a mi alrededor, todavía incapaz de ver mucho más allá. Los aromas mezclados de las plantas de floración nocturna invadieron mi nariz, y la primera salpicadura de rocío humedeció mi piel. El cielo nocturno era brumoso, sólo un toque de luz lunar atisbaba a su través. Justo lo suficiente para convertir en amarillos los ojos del perro.
—Perro de Basketball —bromeé, recordando un antiguo chiste de la revista Mad.
El perro arañó el suelo y husmeó, empezó a volver su cabeza de un lado a otro.
—¿Qué pasa?
Empezó a caminar hacia el estanque, parándose a algunos pies de la valla, tal como lo hizo en nuestro primer encuentro. Entonces se paró bruscamente.
La cancela estaba cerrada. Habían pasado horas desde que las luces programadas se habían apagado. Podía oír la caída del agua. Atisbando a través de la valla, di un vistazo al agua jaspeada por la luna mientras mis ojos empezaban a acostumbrarse.
Me volví a mirar al perro.
Quieto como una roca.
—¿Has oído algo?
Levantó la cabeza.
—Probablemente un gato o un bicho cualquiera, amigo. O quizás un coyote, lo cual sería un poco demasiado para ti, no te ofendas.
Levantó la cabeza. Jadeo. Dio con la pata en la tierra.
—Oye, aprecio tu vigilancia pero ¿podemos volver ya?
Me miró. Bostezó. Emitió un sordo gruñido.
—Yo también estoy exhausto —dije, y me encaminé hacia las escaleras. No hizo nada hasta que yo hube subido del todo, entonces corrió con una rapidez que desmentía su gordura.
—No más interrupciones, ¿de acuerdo?
El chucho meneó el rabo cuidadosamente, saltó a la cama y se echó en el lado de Robin.
Demasiado cansado para discutir, le dejé allí.
Estaba roncando mucho antes que yo.
El miércoles por la mañana hice una valoración de mi vida: cartas y llamadas extravagantes, pero podía soportarlo si la cosa no iba en aumento. Y mi verdadero amor volvía desde la salvaje Oakland. El balance me permitía vivir. También el perro lamiendo mi cara pertenecía a la columna del haber, suponía yo. Cuando le dejé salir, desapareció otra vez y se quedó fuera.
Esta vez había ido más cerca de la cancela, parándose sólo a unos dus pies del pestillo. La abrí y él dio otro paso.
Entonces se detuvo, con el robusto cuerpo doblado hacia delante, en posición expectante.
Su pequeña cara de rana estaba inclinada hacia mí. Algo había provocado que torciera la cara, los ojos estrechos como rendijas.
Yo interpreté aquello antropomórficamente como un conflicto… luchaba por sobreponerse a su fobia al agua. Auto ayuda canina entorpecida por el entrenamiento salva vidas que algún amo devoto le había dado.
Gruñó y empujó la cabeza hacia la cancela.
Parecía furioso.
¿Una suposición equivocada? ¿Algo cerca del estanque que le molestaba?
Los gruñidos se hicieron más fuertes. Yo miré por encima de la valla y lo vi.
Uno de mis koi (un kohaku rojo y blanco, el más grande y más bonito de las crías supervivientes) yacía en el musgo cerca del borde del agua.
Había saltado. Maldita sea.
A veces pasaba. O quizás un gato o un coyote habían entrado. Seguramente eso es lo que él había oído…
Pero el cuerpo no parecía despedazado.
Abrí la cancela y entré. El bulldog entró detrás mío y esperó mientras yo me arrodillaba para inspeccionar el pez.
Sí que había sido despedazado. Pero no lo había hecho ningún depredador de cuatro patas.
Algo sobresalía de su boca… una ramita delgada, tiesa, con una sola hoja roja marchita todavía unida a ella.
Una rama del arce enano que yo había plantado el invierno anterior.
Miré hacia el árbol, vi de dónde habían cortado la rama, la herida oxidada casi negra.
Limpio corte. De hacía horas. Un cuchillo.
Obligué a mis ojos a mirar de nuevo la carpa.
Habían empujado la rama dentro de su garganta y la habían forzado hacia abajo a través de su cuerpo, como una brocheta. Salía cerca del ano, a través de un agujero desgarrado, rasgando la hermosa piel y dejando suelto un torrente de entrañas y sangre que manchaba el musgo de color gris y marrón óxido.
Me llené de rabia y de disgusto.
Otros detalles empezaron a resaltar ante mí, dolorosos como salpicaduras de aceite hirviendo.
Una rociada de escamas esparcidas por el musgo.
Unas depresiones que podían haber sido pisadas.
Las miré más de cerca. A mis ojos sin entrenar, parecían hoyos anónimos.
Hojas debajo del arce, donde habían cortado la rama. Los ojos muertos del pez estaban fijos en mí. El perro gruñía. Me uní a él y formamos un dúo.