9
El jueves por la mañana Robin se había levantado y salido de la ducha a las seis y cuarto. Cuando fui a la cocina esperé verla vestida para ir a trabajar, con aquella mirada de intranquilidad en sus ojos.
Pero todavía llevaba el albornoz puesto, bebía café y leía el ArtForum. Había preparado la comida para el perro y sólo quedaban unos pocos bocados. El perro estaba de pie y me miró brevemente antes de volver a colocar su cabeza al lado de la pierna de ella.
Robin dejó la revista y me sonrió.
Yo la besé y dije:
—Puedes irte, estaré bien.
—¿Y qué pasa si quiero quedarme contigo?
—Sería estupendo.
—Por supuesto, si tienes otros planes…
—Nada hasta la tarde.
—¿Y entonces qué?
—Una cita con un paciente en Sun Valley a las tres y media.
—¿Visita a domicilio?
Asentí.
—Un caso de custodia. Había alguna resistencia y quiero ver a las niñas en su entorno habitual.
—¿A las tres y media? Está bien. Podemos estar juntos hasta entonces.
—Fantástico —me puse una taza de café, me senté y señalé la revista—. ¿Qué hay de nuevo en el mundo del arte?
—Las tonterías de costumbre —la cerró y la puso a un lado—. Realmente, no tengo ni idea de lo que pasa en el mundo del arte ni en ningún otro sitio. No puedo concentrarme, Alex. Me despierto a mitad de la noche, pensando en todo lo que te está pasando y en ese pobre psiquiatra de Seattle. ¿Crees realmente que hay alguna conexión?
—No lo sé. Fue un atropello y fuga posterior, pero tenía ochenta y nueve años y no veía ni oía demasiado bien. Como dijo Freud, a veces un cigarro es sólo un cigarro… ¿no has dormido nada?
—Un poco.
—¿Roncaba yo?
—No.
—¿Me lo dirías si lo hiciera?
—¡Claro! —dio un suave puñetazo a mi mano.
—¿Por qué no me has despertado para hablar? —dije.
—Estabas dormido profundamente. No tuve corazón.
—La próxima vez despiértame.
—Podemos hablar ahora, si quieres. Todo este asunto me da más grima cuanto más pienso en él. Estoy preocupada por ti… ¿qué traerá la próxima llamada o el correo?
—Milo está en ello —dije—. Llegaremos hasta el fondo de todo este asunto.
Cogí su mano y la apreté. Ella me devolvió el apretón.
—¿No recuerdas a nadie que quisiera vengarse de ti? ¿De todos los pacientes que has conocido?
—Realmente, no. Cuando trabajaba en el hospital, trataba a niños con enfermedades físicas. En la práctica, normalmente eran niños con problemas de adaptación… el mismo tipo de pacientes que había tratado Grant Stoumen.
—¿Y qué pasa con tus casos legales? ¿Toda esa basura de la custodia?
—Todo es posible, en teoría —dije—. Pero he buscado en mis archivos y no he encontrado nada. La conferencia tiene que ser el nexo… el mal amor.
—¿Y qué pasa con ese loco… Hewitt? ¿Por qué gritaba eso?
—No lo sé —dije.
Ella soltó mi mano.
—Mató a su terapeuta, Alex.
—Ojalá pudiera cambiar de carrera. Pero me temo que no soy demasiado bueno para nada más.
—En serio.
—Está bien… lo que le ocurrió a Becky Basille es el caso extremo. Hay una gran distancia entre las cintas y llamadas extravagantes y una carpa destrozada y el crimen.
La mirada de sus ojos me hizo añadir:
—Tendré mucho cuidado… palabra de boy scout. Voy a llamar a una empresa de instalación de alarmas… Milo me dio una referencia.
—¿No vas a considerar lo de mudarte… sólo provisionalmente?
—Veamos lo que pasa los próximos días.
—¿A qué esperas, Alex? ¿A que las cosas empeoren? Oh, es igual, no discutamos.
Robin se levantó, moviendo la cabeza, y fue a la cafetera para volverse a llenar la taza. Se quedó allí bebiendo y mirando por la ventana.
—Cariño, no estoy tratando de hacer las cosas más difíciles —dije—. Sólo quiero ver qué se le ocurre a Milo antes de perturbar completamente nuestras vidas. Dejémosle al menos un día o dos para que investigue, ¿de acuerdo? Si no consigue nada, nos trasladaremos temporalmente al estudio.
—¿Un día o dos? Ya has tenido muchos —el perro le puso las patas encima. Ella le sonrió y después me sonrió a mí—. Quizás estoy exagerando esto. ¿Tan mala era la cinta?
—Extraña —dije—. Como una broma enfermiza.
—Es la parte enfermiza la que me preocupa.
El perro resopló e hizo sonar su collar. Ella tomó un poco de queso del frigorífico, le dijo que se sentara y recompensó su obediencia con unos pequeños pedazos. Él engulló ruidosamente y se lamió los belfos.
—¿Cómo llamarías a eso? ¿Condicionamiento operante?
—Un diez. El tema de la semana que viene es cómo combatir el estrés.
Robin hizo una mueca irónica. El último pedazo de queso desapareció entre los suaves pliegues de la boca del peno. Robin se lavó las manos. El perro continuó sentado, mirándola.
—¿No deberíamos ponerle un nombre, Alex?
—Milo le llama Rover.
—Era de esperar.
—Yo me he quedado con «eh, tú», porque sigo esperando que alguien llame y lo reclame.
—Es verdad… por qué encariñarse… ¿tienes hambre? Puedo preparar algo.
—¿Por qué no salimos?
—¿Salir?
—Como la gente normal.
—Claro, voy a cambiarme.
El destello que vi en sus ojos me hizo decir:
—¿Por qué no nos ponemos elegantes y atacamos el Bel Air?
—¿El Bel Air? ¿Qué estamos celebrando?
—El nuevo orden mundial.
—Si es que hay alguno. ¿Y él?
—Galletas en la cocina. No tengo ningún traje que le vaya bien.
Robin se puso una blusa de crepé de China plateada y una falda negra, y yo encontré una americana ligera de sport, un jersey con un cuello de cisne marrón y unos pantalones caqui que tenían un aspecto formal. Llamé a mi servicio telefónico para decirles dónde iba a estar; cogimos Sunset hacia Stone Canyon Road y subimos el kilómetro que había hasta el Hotel Bel Air. Mozos con camisa rosa nos abrieron las portezuelas y caminamos bajo la marquesina hacia la entrada principal.
Unos cisnes brillaban dentro en el tranquilo y verde estanque, atravesando el agua con arrobada indiferencia. Estaban colocando un pabellón nupcial de celosía blanca en la orilla. Altos pinos y eucaliptos sombreaban los campos, refrescando la mañana.
Pasamos a través del arco de estuco rosa en el que colgaban fotos en blanco y negro de monarcas ya desaparecidos. Los senderos de piedra acababan de ser regados, los helechos goteaban rocío y las azaleas estaban en flor. Los camareros del servicio de habitaciones hacían rodar carritos hacia las suites apartadas. Un ser flaco, andrógino, de cabello largo, vestido con unos pantalones de deporte de terciopelo marrón pasó tambaleante, con el Wall Street Journal debajo de uno de sus atrofiados brazos. La muerte asomaba en sus ojos y Robin se mordió el labio.
Yo sujeté fuerte su brazo y entramos en el comedor, intercambiando sonrisas con la jefa de comedor, y nos sentamos cerca de las ventanas francesas. Unos años atrás (poco después de conocernos), nos quedamos un rato allí después de comer y vimos a Bette Davis pasar a través de esas mismas puertas, deslizándose por el patio con un largo vestido negro y unos diamantes como los de la coronación, con un aspecto tan sereno como el de los cisnes.
Esa mañana, la sala estaba casi vacía y ninguna de las caras tenía una cuota de activos mesurable, aunque todas parecían bien cuidadas. Un árabe con un traje color vainilla bebía té, solo, en una mesa del rincón. Una pareja mayor, con papada, que podían haber sido pretendientes a un trono menor, se cuchicheaban el uno al otro y mordisqueaban unas tostadas. En una salita al fondo de todo, media docena de personas con traje oscuro se sentaban y escuchaban a un hombre de pelo blanco cortado a cepillo con camisa roja y pantalones caqui. El hombre estaba contando un chiste, haciendo gestos expansivos con un cigarrillo apagado. El lenguaje corporal de los otros hombres era mitad humilde servidor, mitad Yago.
Tomamos café y pasamos largo rato pensando qué íbamos a comer. Ninguno de los dos teníamos ganas de hablar. Al cabo de unos momentos, el silencio empezó a resultar como un lujo, y yo me relajé.
Nos acabamos un par de zumos de uva recién hechos y pedimos nuestro desayuno, cogiéndonos de las manos hasta que llegó la comida. Estaba comiendo el primer bocado de mi tortilla cuando vi que la jefa de comedor se acercaba. Dos pasos por delante de alguien.
Un tipo alto, ancho, fácilmente visible debajo de su peinado. La chaqueta de Milo era de un azul pálido… un tono que se daba de patadas con su camisa verde agua. Pantalones color gris tórtola y una corbata rayada marrón y azul completaban el conjunto. Tenía las manos metidas en los bolsillos y parecía peligroso.
La jefa mantenía distancias con él, con el manifiesto deseo de ser cualquier otra persona. Antes de alcanzar nuestra mesa, él se le adelantó. Después de besar a Robin, tomó una silla de otra mesa y la puso junto a la nuestra.
—¿Va a tomar algo, señor? —dijo la jefa de comedor.
—Café.
—Sí, señor —se fue rápidamente.
Milo se volvió a Robin.
—Bienvenida a casa. Estás espléndida, como siempre.
—Gracias, Milo…
—¿El vuelo bien?
—Bien.
—Cada vez que me subo en uno de esos trastos me pregunto qué es lo que nos da derecho a romper la ley de la gravedad.
Robin sonrió.
—¿A qué debemos el honor?
Él se pasó la mano por la cara.
—¿Te ha contado todo lo que está pasando?
Ella asintió.
—Estábamos pensando en trasladarnos a la tienda hasta que las cosas se aclarasen.
Milo gruñó y miró al mantel.
El camarero trajo el café y un cubierto. Milo desplegó la servilleta sobre su regazo y tamborileó con una cuchara en la mesa. Mientras vertían el café, miró en torno a la habitación, deteniéndose en los hombres de la salita del fondo.
—Comida de negocios —dijo, después de que se fuera el camarero—. O el mundo del espectáculo, o del crimen.
—¿Hay alguna diferencia? —dije yo.
Su sonrisa fue inmediata pero muy débil… parecía atormentar su cara.
—Hay una nueva complicación —dijo—. Esta mañana decidí echar un vistazo al ordenador, buscando cualquier referencia al «mal amor» en el archivo de casos. Realmente no esperaba encontrar nada, sólo intentaba comprobarlo. Pero lo encontré. Dos homicidios sin resolver, uno de hace tres años, el otro de hace cinco. Una paliza y un apuñalamiento.
—Oh, Dios mío —dijo Robin.
Milo cubrió la mano de ella con la suya.
—Odio estropearos el almuerzo, chicos, pero no estaba seguro de cuándo podría encontraros a los dos. El servicio telefónico me dijo que estabais aquí.
—No, no, me alegro de que hayas venido —Robin empujó su plato a un lado y apretó la mano de Milo.
—¿Quién murió? —pregunté yo.
—¿Te dice algo el nombre de Rodney Shipler?
—No. ¿Es una víctima o un sospechoso?
—Víctima. ¿Y Myra Paprock?
Me lo deletreó. Sacudí la cabeza.
—¿Estás seguro? —dijo—. ¿Ninguno de ellos podía haber sido antiguo paciente tuyo?
Repetí los dos nombres para mí.
—No… nunca había oído hablar de ellos. ¿Dónde aparece el «mal amor» en sus muertes?
—Con Shipler (fue el que recibió una paliza), estaba garabateado en una pared en el escenario del crimen. Con Paprock no estoy seguro, pero la conexión existe. El ordenador sacó lo de «mal amor» de «factores varios - sin explicación».
—¿Trabajaron los mismos detectives en ambos casos?
Él negó con la cabeza.
—Shipler fue en la División Suroeste. Paprock en el valle. Por lo que yo sé, los casos nunca fueron relacionados entre sí… dos años de diferencia, diferentes lugares de la ciudad. Voy a intentar conseguir los archivos reales de los casos esta tarde.
—A propósito —dije—. Hablé con un socio del doctor Stoumen anoche. El accidente fue un atropello seguido de fuga. Ocurrió en Seattle, en junio del año pasado.
Las cejas de Milo se alzaron.
—Puede haber sido simplemente un accidente —dije—. Stoumen tenía casi noventa años, no veía ni oía bien. Alguien le atropello mientras caminaba por una curva.
—En una conferencia psiquiátrica.
—Sí, pero a menos que Shipler o Paprock fueran terapeutas, ¿qué nexo puede haber?
—Todavía no sabemos quiénes eran. El ordenador no llega a ese nivel de detalle.
La cabeza de Robin se había inclinado, con los rizos desparramados por la mesa. Levantó la vista, con sus ojos claros.
—¿Entonces qué hacemos?
—Bueno —dijo Milo—, sabéis que yo no soy el señor Impulsivo, pero con todo lo que tenemos aquí… correo extraño, llamadas extrañas, un pez muerto, dos homicidios sin resolver, conferencias peligrosas… —me miró—. Mudarse no sería mala idea. Al menos hasta que averigüemos qué demonios está pasando. Pero yo no iría a la tienda. Por si quienquiera que esté molestando a Alex ha hecho las suficientes averiguaciones sobre él como para saber su localización.
Robin miró por la ventana y movió la cabeza. Milo le dio unas palmaditas en el hombro.
Ella dijo:
—Estoy bien. Pensemos dónde vamos a vivir —miró a su alrededor—. Este lugar no es malo… lástima que no seamos jeques del petróleo.
—De hecho —dijo Milo—, creo que he encontrado una opción para vosotros. Un cliente privado mío… un corredor de inversiones para quien hice un trabajo extra el año pasado. Está pasando un año en Inglaterra, ha puesto su casa en alquiler y me contrató para vigilar la propiedad. Es un lugar bastante grande y no lejos de vuestra casa, en Beverly Hills PO, fuera del Benedict Canyon. Todavía está vacío (ya sabéis cómo está el mercado), y él volverá dentro de tres meses, así que ya no lo alquila. Seguro que puedo obtener su permiso para que lo uséis.
—Benedict Canyon —Robin sonrió—. ¿Cerca de la casa de Sharon Tate?
—No está lejos, pero el lugar es lo más seguro que podáis encontrar. El dueño se preocupa por la seguridad… tiene una gran colección de arte. Puertas electrónicas, circuito cerrado de televisión, alarmas sonoras…
Sonaba como una prisión. No dije ni una palabra.
—La alarma está conectada con el departamento de policía de Beverly Hills —siguió—. Y el promedio de tiempo de respuesta es de dos minutos… quizás un poco más en las colinas, pero aun así condenadamente bueno. No voy a deciros que es como estar en casa, niños, pero para un alojamiento temporal podría ser peor.
—¿Y a ese cliente tuyo no le importará?
—No, es un trozo de pan.
—Gracias, Milo —dijo Robin—. Eres un cielo.
—No es nada.
—¿Qué hago con mi trabajo? ¿Puedo ir a la tienda?
—No sería malo evitarlo durante unos pocos días. Al menos hasta que descubra algo más acerca de esos crímenes sin resolver.
Robin dijo:
—Tengo pedidos atrasados de antes de ir a Oakland, Milo. El tiempo que he pasado allí ya me ha retrasado bastante —agarró su servilleta y la arrugó—. Lo siento, a ti te están amenazando, cariño, y yo enfadándome…
Cogí su mano y la besé.
Milo dijo:
—Para tu trabajo, puedes montar la tienda en el garaje. Es triple y ahora sólo hay un coche en él.
—Es lo bastante grande —dijo Robin—, pero no puedo empaquetar la mesa y la banda de la sierra y llevármelas.
—Quizá podría ayudarte también con eso —dijo Milo.
—Una alternativa —sugerí yo— sería trasladarnos al estudio y contratar a un guardia.
—¿Por qué darles una oportunidad? —dijo Milo—. Mi filosofía es: cuando llaman los problemas, no estés allí para abrir la puerta. Incluso puedes llevarte a Rover. El propietario tiene algunos gatos…, un amigo los está cuidando ahora, pero no estamos hablando de entorno primitivo.
—Suena bien —dije yo, pero mi garganta se había secado y un aturdimiento me subía desde los pies—. Ya que hablamos de bichos, están el resto de los peces koi. La gente de mantenimiento del estanque probablemente pueda guardarlos en hospedaje durante un tiempo… lo suficiente para organizamos.
Robin empezó a doblar su servilleta, una y otra vez, acabando con un pequeño, grueso taco que apretó entre sus manos. Sus nudillos eran de color de marfil y tenía los labios apretados. Miraba por encima de mi hombro, como si acechara a un futuro incierto.
El camarero vino con la cafetera y Milo le despidió.
Desde la gran sala del fondo se oía el sonido de una risa masculina. La frivolidad probablemente había tenido lugar desde hacía un rato, pero yo la oía ahora porque los tres habíamos dejado de hablar.
El árabe se levantó de su mesa, alisó su traje, dejó algo de dinero en la mesa y salió del comedor.
Robin dijo:
—Creo que es el momento de enganchar los vagones.
—Todo esto parece irreal —exclamé.
—Probablemente resultará que os he complicado para nada —dijo Milo—, pero vosotros dos estáis entre los pocos humanos de los que tengo una opinión positiva, por lo tanto creo que es mi obligación protegeros y serviros.
Miró nuestra comida casi intacta y arrugó el ceño.
—Todo esto os costará un dineral.
—Toma un poco —empujé mi plato hacia él. Él meneó la cabeza.
—La dieta del estrés —dijo—. Escribamos un libro y entremos en el circuito de los programas de entrevistas.
Nos siguió a casa en un Ford sin identificación. Cuando llegamos los tres a casa, el perro pensó que era una fiesta y empezó a saltar a nuestro alrededor.
—Tómate un valium, Rover —dijo Milo.
—Sé amable con él —dijo Robin, arrodillándose y rodeándole con sus brazos. El peno se echó contra ella y forcejeó durante un momento, luego se puso de pie—. Creo que será mejor que piense qué es lo que necesito llevarme.
Salió hacia el dormitorio, con el perro a sus talones.
—Verdadero amor —bromeó Milo.
Yo inquirí:
—¿Hay algo más que quieras decirme?
—¿Quieres decir que si la estoy protegiendo a ella de los detalles escabrosos? No. No creí que tuviera que hacerlo.
—No, claro que no —dije—. Sólo… me preguntaba si soy yo el que quiere protegerla.
—Entonces harás lo que debes mudándote.
No contesté.
—No hay que avergonzarse —dijo—. Es el instinto protector. Yo mantengo mi trabajo apartado de Rick, y él hace lo mismo por mí.
—Si algo le ocurriera a ella…
Desde la parte de atrás de la casa llegaron las pisadas de Robin, rápidas e intermitentes.
Pausa y decisión.
Ruidos opacos como el de la ropa golpeando la cama. Suaves, dulces palabras cuando le hablaba al perro.
Yo anduve un poco más, dando vueltas, tratando de concentrarme… qué coger, qué dejar… mirando las cosas que no vería hasta dentro de un tiempo.
—Buscando desesperadamente… —dijo Milo—. Ahora te pareces a mí cuando estoy preocupado.
Me pasé la mano por la cara. Él rio, se desabrochó la chaqueta y sacó un bloc y un bolígrafo de un bolsillo interior. Llevaba su revólver en una pistolera de cadera de cuero marrón.
—¿Tienes tú algún otro detalle para mí? —dijo—. ¿Algo acerca del psiquiatra… Stoumen?
—Sólo la fecha aproximada (a primeros de junio) y el hecho de que la conferencia era el Simposio Noroccidental de Bienestar Infantil Creo que estaba patrocinado por la Liga de Bienestar Infantil: tienen una oficina aquí en la ciudad. Quizá puedas pedirles un registro de asistencia.
—¿Lo has intentado ya con el registro del Pediátrico Occidental?
—No. Voy a intentarlo ahora.
Llamé al hospital y pregunté por las Oficinas de Educación Permanente. La secretaria me dijo que los registros de simposios pasados se guardaban sólo durante un año. Le pedí de todos modos que los buscara y lo hizo.
—Nada, doctor.
—¿No hay archivos o algo?
—¿Archivos? Con nuestros problemas de presupuesto, somos muy afortunados de tener orinales, doctor.
Milo estaba escuchando. Cuando colgué, dijo:
—De acuerdo, olvídalo. Voy a conectarme con la base de datos de crímenes violentos del FBI, y ver si aparece «mal amor» en algún homicidio fuera de la ciudad.
—¿Y qué hay de Dorsey Hewitt? —dije yo—. ¿Pudo haber matado él a Shipler y Paprock?
—Déjame averiguar si vivía en Los Ángeles cuando murieron. Todavía estoy intentando ponerme en contacto con Jean Jeffers, la directora de la clínica… para ver si Hewitt tenía algún amigo en la clínica.
—El de la cinta —dije—. Sabes, esa segunda sesión pudo haber tenido lugar el día del crimen… alguien grabando a Hewitt justo después de haber matado a Becky. Antes de que corriera fuera y los micrófonos de la televisión le grabaran. Eso es terriblemente frío… casi premeditado. El mismo tipo de mente que puede convertir en un robot la voz de un niño. ¿Qué pasaría si el que grabó la cinta sabía exactamente lo que iba a hacer Hewitt y estaba a punto para grabarlo?
—¿Un cómplice?
—O al menos alguien que estaba aliado con él. Alguien que sabía que Becky iba a morir, pero no le detuvo.
Él me miró. Hizo una mueca. Escribió algo. Dijo:
—¿Listo para empezar a hacer las maletas ahora?
Robin y yo tardamos aproximadamente una hora en juntar maletas, bolsas de plástico y cajas de cartón. Una colección más pequeña de lo que yo había imaginado.
Milo y yo lo llevamos todo al salón, llamé a mi servicio de mantenimiento del estanque y dispuse que recogieran los peces.
Cuando volví junto a la pila, Milo y Robin la estaban mirando. Ella dijo:
—Voy a ir a la tienda y recoger las herramientas pequeñas y las cosas frágiles… si puede ser.
—Claro, sólo ten cuidado —dijo Milo—. Si ves alguien extraño merodeando por allí, vuélvete y ven en seguida.
—¿Extraño? Se trata de Venice.
—Hablando relativamente.
—Vale.
—Se llevó el perro con ella. La acompañé hasta su furgoneta y miré cómo salía conduciendo. Milo y yo nos tomamos un par de refrescos; entonces sonó el timbre de la puerta principal y él fue a abrir. Después de mirar a través de la mirilla, abrió la puerta y dejó entrar a tres hombres… chicos realmente, alrededor de los diecinueve o veinte años.
Tenían la cara nada y fuerte constitución de levantador de rinocerontes. Dos blancos, uno negro. Uno de los blancos era alto. Llevaban camisetas perforadas, pantalones largos por la rodilla con unas combinaciones de color nauseabundas, y botas negras atadas con cordón que apenas se cerraban alrededor de sus pantorrillas como tocones de árbol. Los chicos blancos llevaban el pelo muy corto, excepto por detrás, donde formaba un fleco en torno a sus hombros excesivos. La cabeza del negro estaba completamente afeitada. A pesar de su corpulencia, los tres parecían desgarbados… intimidados.
Milo dijo:
—Hola, chicos, este es el doctor Delaware. Es psicólogo, así que sabe cómo leeros la mente. Doctor, estos son Keenan, Chuck y De-Longpre. No han decidido todavía qué harán con sus vidas, así que se maltratan a sí mismos en el Gimnasio Silver y gastan el dinero de Keenan. ¿Verdad, muchachos?
Los tres sonrieron y se dieron golpes uno al otro. A través de la puerta abierta vi una camioneta negra aparcada cerca del garaje. Suspensión arreglada, tapacubos invertidos color negro mate, ventanillas oscurecidas, una bombilla en forma de rombo de plástico negro en el panel lateral, una calcomanía con una calavera y unas tibias cruzadas justo encima.
—Elegante, ¿eh? —dijo Milo—. Decidle al doctor Delaware quién recuperó vuestras ruedas después de que un pícaro maleante se las llevara porque lo dejasteis en Santa Monica Boulevard con la llave de contacto puesta.
—Uzted, zeñor Zturgiz —dijo el chico blanco más bajo. Tenía la nariz aplastada, los labios abultados, una voz muy profunda y un suave ceceo. La confesión pareció aliviarle y emitió una amplia sonrisa. Le faltaba uno de los caninos.
—¿Y quién no os cobró la tasa usual privada porque se os han agolado los fondos este mes, Keenan?
—Usted, señor.
—¿Era un regalo?
—No, señor.
—¿Soy yo un bobalicón?
Un movimiento de la gruesa cabeza.
—¿Qué es lo que pido a cambio, chicos?
—¡Trabajo de esclavos! —gritaron al unísono.
Milo asintió y golpeó el dorso de una mano contra la palma de la otra.
—Es hora de pagar. Todos estos trastos van al Deathmobile. La carga verdaderamente pesada está en Venice… Pacific Avenue. ¿Sabéis dónde está eso?
—Claro —dijo Keenan—. Cerca de la Playa del Músculo, ¿verdad?
—Muy bien. Seguidme y veremos si lo habéis entendido. Una vez hayáis terminado, mantened la boca cerrada sobre esto. Ni una palabra. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Y cuidado con esto… imaginaos que son botellas de nitroglicerina o algo así.