10
Nos encontramos con Robin y cargamos su furgoneta. Ver su tienda vacía la hizo parpadear, pero se secó los ojos rápidamente y dijo:
—Vámonos.
Formamos una caravana (Milo delante de todo, Robin y el perro en la furgoneta, yo en el Seville, la camioneta detrás) y nos dirigimos hacia Sunset, pasando Beverly Glen como si fuera el vecindario de otra persona, entramos en Beverly Hills y condujimos hacia el norte hacia Benedict Canyon.
Milo giró en una carretera estrecha, deficientemente pavimentada y bordeada con eucaliptos. Una cancela de hierro blanca, inhóspita, apareció a unos veinte metros. Él introdujo una tarjeta en una ranura y se abrió. La caravana siguió por un empinado camino con grava bordeando las altas columnas de unos cipreses italianos que parecían ligeramente mustios. Entonces la carretera se retorció y bajamos otros sesenta o setenta metros, hacia una cuenca poco profunda de un terreno soleado, quizá de unos dos mil metros cuadrados de ancho.
En la cavidad estaba la casa, baja y blancuzca, de un solo piso. Un largo, recto sendero de cemento conducía a la puerta principal. Cuando nos acercábamos vi que la propiedad entera era la cumbre de una colina, y la depresión era un cráter artificial excavado en la cima.
Las vistas del cañón y la montaña rodeaban la propiedad. Muchas laderas oscuras y algunas manchas verdes, salpicadas con la pelusa de casas diseminadas. Me pregunté si la mía se vería desde aquí, miré a mi alrededor pero no pude orientarme.
La casa era amplia y sin detalles, con un tejado demasiado pesado de tejas de aluminio marrón oscuro que se suponía simulaban paja, y con ventanas enmarcadas de aluminio.
Un garaje independiente, de tejado plano, estaba separado del edificio principal por un campo de tenis sin vallar. Una antena parabólica de tres metros estaba situada encima de él, apuntando al cosmos.
Unos pocos cactus y yucas crecían cerca de la casa, pero eso era todo en cuanto a jardinería. Lo que hubiera podido ser el césped delantero había sido convertido en un camino de cemento. Una jardinera vacía de terracota estaba situada junto a las puertas dobles color café. Mientras salía del coche, vi la cámara de televisión sobre el dintel. El aire era caliente y olía a aridez.
Salí y fui hasta la furgoneta de Robin.
—Parece un motel, ¿verdad? —comentó sonriendo.
—Aunque el propietario no se llama Norman[2]. La camioneta negra siguió con el motor en marcha hasta que cerraron el contacto. Los tres chicos-buey salieron y abrieron las puertas traseras. Las máquinas cubiertas con un plástico llenaban la caja. Los chicos se agazaparon y gruñeron y empezaron a descargar.
Milo les dijo algo, y entonces nos hizo una seña a nosotros. Se había quitado la chaqueta pero llevaba el arma todavía. Volvía a hacer calor.
—Tiempo loco —dije yo.
Robin salió y sacó el perro de la furgoneta. Fuimos hasta la puerta principal, y Milo nos condujo al interior de la casa.
El suelo era de mármol blanco veteado con rosa, los muebles de madera de teca y ébano y resplandeciente terciopelo azul. La pared de enfrente estaba ocupada por una sola ventana francesa, brillante. Todas las demás estaban cubiertas de cuadros… colgados marco contra marco, así que sólo se veían algunos retazos del yeso blanco.
Las puertas daban a un patio rodeado por una valla casi invisible (paneles de cristal en delgados marcos de hierro). Una franja de césped separaba un patio de cemento de una larga y estrecha piscina decorativa. La piscina había sido excavada en el extremo del terreno… como si alguien hubiera buscado el efecto de que se fundiera con el cielo. Pero el agua era azul y el cielo gris, y todo aquello acababa pareciendo una escultura cubista desequilibrada.
El perro corrió a las puertas francesas y dio con la pata en el cristal. Milo le dejó salir y él se agachó en el césped antes de volver.
—Siéntete como en tu propia casa, por qué no —y a nosotros—: llamé a Londres, todo está bien. Habrá un alquiler simbólico, pero no tenéis que preocuparos por eso hasta que él vuelva.
Le dimos las gracias. Sacudió el polvo de uno de los sofás y estudió los cuadros. Había algunos impresionistas que parecían franceses e importantes junto a la mitología prerrafaelita. Almibaradas escenas orientalistas de harenes mezcladas con pinturas de caza inglesas. Piezas modernas, también: un Mondrian, una insignia de Frank Stella, un graffiti de Red Grooms, algo amorfo hecho a base de neón.
El comedor era todo Maxfield Parrish: cielos color cobalto, bosques celestiales y hermosos muchachos rubios.
Muchas estatuas masculinas desnudas, también. Una lámpara cuya base de granito negro era un torso musculoso, sin miembros… Venus de Milo travestida. Una cubierta enmarcada del The Advocate conmemorando el tumulto de Christopher Street lado a lado junto a un dibujo de Paul Cadmus de un Adonis reclinado. Un anuncio enmarcado de las camisas Arrow Man de un número antiguo de Collier, le hacía compañía a una fotografía en bicromato de gelatina en blanco y negro de Paul Newman vestido sólo con un taparrabos.
Me sentí menos cómodo de lo que había esperado. O quizá fuera simplemente el carácter repentino de la mudanza.
Milo nos llevó de vuelta a la puerta y nos demostró el funcionamiento del sistema de vigilancia en circuito cerrado. Dos cámaras, una delante, la otra tomando panorámicas de la parte de atrás de la casa, dos monitores en blanco y negro montados sobre la puerta. Uno de ellos enfocaba a los tres monstruos, que arrastraban y juraban.
Milo abrió la puerta y gritó:
—¡Cuidado! —cerrándola, dijo—: ¿Qué os parece?
—Estupendo —dije yo—. Con mucho sitio… muchas gracias.
—Bonita vista —añadió Robin—. Realmente maravillosa.
Le seguimos hacia la cocina y él abrió la puerta de un refrigerador Bajo cero. Vacío excepto una botella de Sherry-Coke.
—Os haré traer algunas provisiones.
Robin dijo:
—No te preocupes. Yo puedo ocuparme de eso.
—Lo que quieras… Vamos a ver los dormitorios… podéis elegir entre tres.
Nos condujo por un amplio corredor sin ventanas con cuadros alineados. Un reloj de pared con esfera de nácar marcaba las dos treinta y cinco. En menos de una hora, me esperaban en Sunland.
Robin leyó mi mente:
—¿Tu cita de la tarde?
—¿A qué hora? —preguntó Milo.
—A las tres y media —dije.
—¿Dónde?
—En casa de la suegra de Wallace. Se supone que tengo que ver a las niñas allí. No hay razón para no ir, ¿verdad?
Él pensó durante un momento.
—Ninguna que yo pueda ver.
Robin captó la duda.
—¿Por qué debería haber una razón?
—Este caso particular —dije— es potencialmente feo. Dos niñas pequeñas, su padre mató a su madre y ahora quiere visitas…
—Eso es absurdo.
—Entre otras cosas. El tribunal me pidió que evaluara y diera una recomendación. Al principio, Milo y yo hablamos de que el padre pudiera estar detrás de la cinta. Tratando de intimidarme. Tiene un historial criminal y va por ahí con una banda de motoristas fuera de la ley que es conocida por usar tácticas intimidatorias.
—¿Ese tipo anda por ahí libre?
—No, está encerrado en prisión; me dice que es un buen padre.
—Maravilloso —dijo ella.
—Él no está detrás de esto. Era sólo una hipótesis de trabajo, hasta que me di cuenta de lo del simposio del «mal amor». Mis problemas tienen algo que ver con De Bosch.
Ella miró a Milo. Este asintió.
—Está bien —dijo Robin, cogiéndome por la solapa de mi chaqueta y besándome en la barbilla—. Voy a dejar de ser Mamá Osa y a trabajar en lo mío.
Le rodeé la cintura. Milo miró a otra parte.
—Tendré cuidado —prometí.
Ella puso la cabeza en mi pecho.
El perro empezó a golpear con las patas en el suelo.
—Edipo Rover —dijo Milo.
Robin me rechazó suavemente.
—Ve a ayudar a esas pobres niñas.
Tomé Benedict hacia el valle y cogí la autopista Ventura en el Van Nuys Boulevard. El tráfico fue espantoso todo el camino hacia la 210 y más allá, y no llegué a McVine hasta las cuatro menos veinte. Cuando llegué a casa de los Rodríguez, no había ningún coche aparcado delante y nadie contestó a mi llamada.
¿Evelyn mostraba así su disgusto por mi retraso?
Lo intenté otra vez, volví a golpear con los nudillos, después más fuerte, y como no obtuve respuesta, di la vuelta y fui por detrás. Intentando alzarme lo suficiente para mirar por encima de la pared de ladrillos rosa, escudriñé el patio.
Vacío. Ni un juguete ni un mueble a la vista. La piscina hinchable había sido retirada, el garaje estaba cenado y unas cortinas corridas bloqueaban las ventanas de atrás.
Volviendo a la parte delantera, comprobé el buzón de correos y encontré correspondencia del día anterior y de aquel. Cosas abultadas, cupones de descuento y algo de la compañía de gas.
Volví a colocarlo en su sitio y miré arriba y abajo de la calle. Un niño de unos diez años volaba zumbando con unos patines de ruedas en línea. Unos segundos más tarde, una furgoneta roja vino rápidamente desde Foothill y por un momento pensé que era la de Roddy Rodríguez. Pero mientras pasaba, vi que era un poco más ligera que la suya y diez años más nueva. Una mujer rubia estaba sentada en el asiento del conductor. Un perro grande y amarillo iba en la parte de atrás, con la lengua fuera, vigilante.
Volví al Seville y esperé otros veinticinco minutos, pero nadie apareció. Traté de recordar el nombre de la compañía de albañilería de Rodríguez y finalmente lo hice: era R y R.
Conduciendo de vuelta hacia Foothill Boulevard, me dirigí hacia el este hasta que vi una cabina telefónica en una estación de Arco. El listín telefónico había sido arrancado de un tirón de la cadena, así que llamé a información y pedí el número de teléfono y la dirección de R y R. La operadora me desdeñó y cambió a un mensaje automático, que me daba sólo el número. Llamé. Nadie contestó. Llamé a información por segunda vez y obtuve la dirección… en Foothill, unas diez manzanas al este.
El lugar era un terreno techado de gris, quince o veinte metros por delante de un mezquino edificio marrón. Rodeado de alambre de espino, tenía un chiringuito verde a un lado, y una casa de empeños al otro lado.
La propiedad estaba vacía excepto unos pocos fragmentos de ladrillo y unos papeles tirados. El edificio marrón parecía haber sido alguna vez un garaje doble. Dos juegos de anticuadas puertas con bisagras ocupaban casi toda la parte frontal. Por encima de ellas, unas ornamentadas letras amarillas rezaban: R Y R ALBAÑILERÍA: LADRILLOS DE CEMENTO, DE CENIZAS Y A MEDIDA. Y debajo de esto: MUROS DE CONTENCIÓN NUESTRA ESPECIALIDAD, seguido por un logotipo con dos R superpuestas como evocando fantasías de Rolls-Royce.
Aparqué y salí. Ningún signo de vida. El candado en la cancela era de la medida de una base de béisbol.
Fui a la casa de empeños. La puerta estaba cerrada y un rótulo sobre un botón rojo indicaba: OPRIMA Y ESPERE. Obedecí y la puerta zumbó, pero no se abrió. Me incliné y me acerqué a la ventana. Un hombre estaba de pie detrás de un mostrador alto hasta mitad del pecho, protegido con una ventana de plexiglás.
No me hizo caso.
Volví a llamar.
Hizo un gesto penetrante y la puerta cedió.
Pasé entre cajas llenas de cámaras, guitarras baratas, reproductores de casetes y radio-casetes compactos, cuchillos y cañas de pescar.
El hombre se las arreglaba para examinar un reloj y vigilarme a mí al mismo tiempo.
Tenía unos sesenta años, un pelo estirado teñido de negro y un bronceado artificial color calabaza. Su cara era larga y floja.
Me aclaré la garganta.
Él dijo: «¿Sí?» a través del plástico y siguió mirando el reloj, dándole vueltas con unos dedos manchados de nicotina y moviendo los labios como si se dispusiera a escupir. La ventana estaba arañada y opaca, equipada con un micrófono de ventanilla que él no había conectado. La tienda tenía suaves suelos de madera y olía a cerillas de azufre y olor corporal. Un cartel encima de la vitrina de armas rezaba: NO LUNÁTICOS.
—Busco a Roddy Rodríguez, de la puerta de al lado —dije—. Tengo trabajo para él con un muro de contención.
Dejó el reloj y tomó otro.
—Discúlpeme —dije.
—¿Tiene algo para vender o comprar?
—No, sólo me preguntaba si sabía usted dónde estaba Rodríguez…
Él me dio la espalda y se apartó. A través del plexiglás vi un viejo escritorio lleno de papeles y otros relojes. Una pistola semiautomática servía como pisapapeles. Rascó la culata y se quedó mirando fijamente un tubo fluorescente.
Salí y fui hacia el bar, dos puertas más abajo. La pintura verde estaba rascada hasta la madera en algunos puntos, y la puerta principal no tenía ningún rótulo. Un letrero de neón en forma de sol decía: SUNNY’S SUN VALLEY. Una sola ventana debajo de él estaba ocupada con un anuncio de Budweiser.
Entré, esperando encontrar oscuridad, ruidos de billar y una máquina de discos. En lugar de eso encontré luces brillantes, ZZTop cantando acerca de una puta mexicana y una habitación casi vacía no más grande que mi propia cocina.
No había mesas de billar… ni mesas de ningún tipo. Sólo una barra larga, de madera prensada, con un parachoques de vinilo negro y taburetes haciendo juego, algunos de ellos parcheados con cinta aislante. Contra la pared de enfrente había una máquina de tabaco y un dispensador de peines de bolsillo. El suelo era de cemento sucio.
El hombre del bar era un treintañero agradable, calvo, con barba cerdosa. Llevaba unas gafas tintadas y una de sus orejas estaba agujereada dos veces, con un pendiente de botón de oro y un aro de me tal blanco. Llevaba un delantal blanco sucio encima de una camiseta negra, y su pecho era enclenque. Sus brazos tenían también un as pecto débil, blancos y tatuados. No tenía demasiado que hacer cuando yo entré, y continuó en la misma línea. Dos hombres estaban sentados en la barra, lejos uno del otro. Más tatuajes. No se movieron tampoco. Parecía un póster de la Semana Nacional de la Muerte Cerebral.
Me senté en un taburete entre los dos hombres y pedí una cerveza.
—¿De barril o de botella?
—De barril.
El camarero tardó un largo tiempo en llenar una jarra, y mientras yo esperaba lancé unas miradas a mis compañeros. Los dos llevaban gorras picudas, camisetas, vaqueros y zapatos de trabajo. Uno era flaco, el otro musculoso. Sus manos estaban sucias. Fumaban, bebían y tenían unas caras cansadas.
Llegó mi cerveza y bebí un sorbo. No tenía demasiado cuerpo ni era excelente, pero tampoco tan mala como había esperado.
—¿Alguna idea de cuándo volverá Roddy? —pregunté.
—¿Quién? —dijo el camarero.
—Rodríguez… el albañil de la puerta de al lado. Se supone que tenía que hacerme un muro de contención y no ha aparecido.
Él se encogió de hombros.
—El local está cerrado —dije.
No obtuve respuesta.
—Estupendo —añadí—. El tipo se ha llevado mi maldito depósito.
El camarero empezó a remojar unos vasos en una palangana de plástico gris.
Bebí un poco más.
ZZ dejó su lugar a una voz de disc-jockey, anunciando un seguro automovilístico para gente con mal expediente de conducción. Después una serie de anuncios de abogados sin escrúpulos contaminaron el aire un poco más.
—¿Cuándo fue la última vez que le vio? —dije.
El camarero se volvió.
—¿A quién?
—A Rodríguez.
Un encogimiento de hombros.
—¿Su local estará cerrado durante un tiempo?
Otro encogimiento de hombros. Volvió al lavado.
—Estupendo —dije.
Él me miró por encima del hombro.
—Nunca venía aquí. Sólo lo conozco de vista. No tengo nada que ver con él, ¿de acuerdo?
—¿No era bebedor?
Encogimiento de hombros.
—Gilipollas —dijo el hombre a mi derecha.
El flaco. Pálido y granujiento, apenas por encima de la edad legal para beber. Su cigarrillo estaba apagado en el cenicero. Uno de sus dedos índices jugaba con las cenizas.
Yo pregunté:
—¿Quién? ¿Rodríguez?
Asintió abatido.
—Ese mexicano hijo de puta no paga.
—¿Trabajaba para él?
—Puto currante, cavando sus putas zanjas. Entonces llegó el furgón del almuerzo y le pedí un adelanto para comer un burrito. Y me dijo, lo siento, amigo, no hasta el día de pago. Así que yo le dije adiós, amigo, tío. —Meneó la cabeza, todavía apenado por el rechazo—. Gilipollas —dijo, y volvió a su cerveza.
—Así que también se ha aprovechado de ti —dije.
—Puto currante, tío.
—¿Alguna idea de dónde puedo encontrarlo?
—A lo mejor en México, tío.
—¿México?
—Sí, todos estos cultivadores de judías tienen una segunda casa allí, tienen otras mujeres y sus niñitos mexicanitos, les mandan todo el dinero.
Oí un sonido metálico a la izquierda, miré y vi al hombre musculoso encender un cigarrillo. Veintitantos o treinta años, barba espesa de dos días, espeso bigote negro a lo Fu Manchó. Su gorra era negra y decía CAT. Lanzó el humo hacia el bar.
Dije:
—¿Tú también conocías a Rodríguez?
Él hizo un largo, lento movimiento de cabeza y levantó su jarra.
El camarero se la llenó y después extendió su propia mano. El hombre del bigote empujó el paquete hasta que sobresalió un cigarrillo. El camarero lo tomó, asintió y lo encendió.
Empezaron a sonar en la radio Guns and Roses.
El camarero miró a mi jarra medio vacía.
—¿Algo más?
Yo sacudí la cabeza, puse el dinero en el mostrador y me fui.
—Gilipollas —dijo el flaco, alzando la voz por encima de la música.
Conduje de vuelta a la casa de Rodríguez. Todavía oscura y vacía. Una mujer al otro lado de la calle llevaba una escoba en la mano y me miraba con suspicacia.
Yo la llamé:
—¿Tiene idea de cuándo volverán?
Ella se metió en su casa. Me fui y conduje por la autopista, saliendo en Sunset y dirigiéndome hacia el norte en Beverly Glen. Me di cuenta de mi error cuando completé la vuelta, pero continué de todas formas hacia casa, aparcando frente al garaje. Miré por encima del hombro con temor paranoico, y decidí que era seguro salir del coche.
Di la vuelta a la casa, mirando, recordando. Aunque no tenía sentido, la casa parecía triste.
«Ya sabes cómo son los lugares cuando están vacíos…»
Di un rápido vistazo al estanque. Los peces todavía estaban allí. Nadaron para saludarme y yo se lo agradecí con comida.
—Hasta luego, chicos —dije, y me fui, preguntándome cuántos de ellos sobrevivirían.