7
Cavé una fosa para el pez. El cielo era de un azul alpino, y la belleza de la mañana parecía burlarse de mi tarea.
Pensé en otro hermoso cielo… el de la exhibición de diapositivas de Katarina de Bosch. Cielos de azur enmarcando la figura de su padre con su silla de ruedas.
Buen amor / mal amor.
Definitivamente, ahora era algo más que un juego enfermizo.
Las moscas bombardeaban en picado el destrozado cadáver del koi. Yo empujé el cuerpo al agujero y eché tierra sobre él con la pala mientras el bulldog vigilaba.
—Tenía que haberte tomado más en serio la pasada noche.
El perro levantó la cabeza y parpadeó sus ojos castaños, suavemente.
El polvo sobre la tumba era un pequeño disco de color oscuro que apisoné con el pie. Después de dar una última mirada, me arrastré hacia la casa. Sintiéndome como un niño dependiente, llamé a Milo. No estaba y me senté en mi escritorio, confundido y furioso.
Alguien había entrado en mi propiedad. Alguien me había espiado.
El folleto azul estaba en mi escritorio, con mi nombre y mi foto… la lógica perfecta de la prueba falsa.
«Leyendo esto, alguien podía pensar que vosotros erais colegas estimados».
Llamé a mi servicio telefónico. Ninguna llamada todavía de Shirley Rosenblatt. Quizá no fuese la mujer de Harvey… Intenté llamar a su número otra vez y escuché el mismo mensaje grabado; colgué el teléfono disgustado.
Mi mano empezó a cerrarse alrededor del folleto, lo estrujé, y entonces mis ojos cayeron en la parte inferior de la página y me detuve y alisé el tieso papel.
Otros nombres.
Los otros tres conferenciantes.
Wilvert Harrison, doctor en Medicina
Psicoanalista práctico
Beverly Hills (California)
Grant P. Stoumen, doctor en Medicina
Psicoanalista práctico
Beverly Hills (California)
Mitchell A. Lerner, doctor en Trabajo Social
Psicoanalista terapeuta
North Hollywood (California)
Harrison, gordinflón, alrededor de los cincuenta, y aspecto jovial, con unas gafas de montura oscura. Stoumen era más viejo, calvo y con cara de simplón, con un blanco bigote encerado. Lerner, el más joven de los tres, llevaba peinado afro y jersey de cuello de cisne, con barba, como Rosenblatt y yo mismo.
No me acordaba de nada más. Los temas de sus conferencias no significaban nada para mí. Me había sentado en el estrado con la mente divagante, furioso por tener que estar allí.
Tres vecinos.
Abrí el listín telefónico. Ni Harrison ni Lerner figuraban, pero Grant P. Stoumen, doctor en medicina, todavía tenía una consulta en North Bedford Drive… la calle de los sofás de Beverly Hills. Una operadora de un servicio telefónico contestó:
—Psiquiátrico de Beverly Hills, aquí Joan.
El mismo servicio de llamadas que usaba yo. La misma voz con la que acababa de hablar.
—Soy el doctor Delaware, Joan.
—¡Hola, doctor Delaware! Es curioso volver a hablar con usted tan pronto.
—Sólo unas palabras —dije yo.
—Sí… no, la verdad, pasa continuamente, tenemos infinidad de psiquiatras. ¿Con quién del grupo quiere hablar usted?
—El doctor Stoumen.
—¿El doctor Stoumen? —su voz bajó—. Pero si él ya no está…
—¿En el grupo?
—En… uh… en esta vida, doctor Delaware. Murió hace seis meses. ¿No se enteró?
—No —dije—. No le conocía.
—Oh… bueno, realmente fue muy triste. Inesperado, aunque él ya era bastante mayor.
—¿De qué murió?
—Un accidente de coche. El último mayo, creo que fue. Fuera de la ciudad, no recuerdo exactamente dónde. Estaba en un congreso y salió a dar una vuelta. ¿No es terrible?
—¿Un congreso?
—Ya sabe, una de esas reuniones médicas. Era un hombre muy agradable, también… Nunca perdía la paciencia como algunos… —una risa nerviosa—. Retire ese comentario, doctor. De todos modos, si llama por algún paciente, los del doctor Stoumen se repartieron entre el resto de los doctores del grupo, y no puedo asegurarle a quién le correspondió el paciente por el que usted seguramente llama.
—¿Cuántos doctores hay en el grupo?
—Carney, Langenbaum y Wolf. Langenbaum está de vacaciones, pero los otros dos están en la ciudad… elija usted mismo.
—¿Alguna recomendación?
—Bueno… —otra risa nerviosa—. Los dos están… bien. Wolf tiende a ser un poco mejor en cuanto a devolver llamadas.
—Wolf estará bien. ¿Es un hombre o una mujer?
—Un hombre. Stanley Wolf, doctor en medicina. Está en una sesión ahora. Le dejaré un mensaje en su despacho para que le llame.
—Muchas gracias, Joan.
—De nada, doctor. Que tenga un buen día.
Instalé la puerta del perro, progresando lentamente porque hacía pausas entre balanceos de sierra y golpes de martillo, convencido de que había oído pasos en la casa o ruido injustificado fuera en la terraza.
Un par de veces salí realmente al jardín y miré por todas partes, con las manos crispadas.
La tumba era una elipse oscura de tierra. Escamas de pez secas y una mancha oleosa de un gris pardo marcaban la orilla del estanque.
Volví otra vez, hice algunos retoques pintando alrededor del marco de la puerta, la limpié y me tomé una cerveza. El perro probó su nuevo camino, entrando y saliendo varias veces y divirtiéndose.
Finalmente, cansado y jadeando, se quedó dormido a mis pies. Pensé en el que había querido asustarme o herirme. El pez muerto seguía en mi cabeza, un hedor cognoscitivo, y eso me mantenía completamente despierto. A las once, el perro se despertó y corrió hacia la puerta delantera. Un momento después, se llenó el buzón de correo.
Pasé los sobres de tamaño normal. Uno tenía un remite de un apartado de correos de Folsom y un número de serie de once dígitos había sido impreso encima de este en tinta roja. Dentro había una sola hoja de papel de libreta pautado, escrito en el mismo color rojo.
Doctor A. Delaware, psiquiatra.
Querido doctor Delaware:
Le escribo para expresarle mis sentimientos acerca de ver a mis hijas, de nombre Chondra Wallace y Tiffani Wallace, como padre natural y tutor legal.
Cualquier cosa que le haya sucedido a nuestra familia incluyendo las que yo mismo pueda haber hecho y no importa lo malas que sean en mi opinión, es agua pasada. Y por lo tanto, no se me debería negar el permiso y mis derechos paternales para ver a mis legítimas hijas, Chondra Wallace y Tiffani Wallace.
Nunca he hecho nada que pudiera hacerles daño, y siempre he trabajado duro para mantenerlas, incluso en los momentos más difíciles. No tengo ningún otro hijo y necesito verlas para que seamos una familia.
Los niños necesitan a sus padres tal como estoy seguro de que no tengo que recordarle a un doctor experimentado como usted. Un día saldré en libertad. Soy su padre y cuidaré de ellas. Chondra Wallace y Tiffani Wallace me necesitan. Por favor, tenga en cuenta estos hechos.
Atentamente,
DONALD DELL WALLACE
Archivé la carta en el grueso expediente, junto con el informe del forense sobre Ruthanne. Milo llamó al mediodía y le conté lo del pez.
—Esto lo convierte en algo más que una travesura, ¿no?
Una pausa.
—Más de lo que yo esperaba.
—Donald Dell conoce mi dirección. Acabo de recibir una carta suya.
—¿Qué te dice?
—Un día estará fuera y deseando ser un papá a tiempo completo, así que yo no debería negarle sus derechos ahora.
—¿Amenazas sutiles?
—¿Se puede probar?
—No, puede haber obtenido tu dirección de su abogado… estás revisando su reclamación, así que tiene derecho a ello legalmente. A propósito, de acuerdo con mis fuentes no tiene ningún aparato de grabación de cintas en su celda. Televisión y vídeo sí.
—Cruel e inusual. Entonces, ¿qué hago?
—Déjame ir y revisar tu estanque. ¿Viste algunas huellas de pisadas o alguna otra prueba evidente?
—Había algunas pisadas —dije—, aunque no parecieron gran cosa a mis ojos de aficionado. Quizás haya alguna otra prueba que yo no fui lo bastante sutil para notar. Tuve mucho cuidado en no tocar nada… oh, demonios, enterré el pez. ¿Ha sido un error?
—No te preocupes, no le íbamos a hacer la autopsia —parecía preocupado.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Nada. Iré a echar un vistazo tan pronto como pueda. Probablemente esta tarde.
Dijo las últimas palabras de forma vacilante, casi convirtiendo la frase en una pregunta.
Pregunté:
—¿Qué pasa, Milo?
—Lo que pasa es que en este caso no puedo presionar por toda la cancha… Matar a un pez no es un delito mayor…, como máximo tenemos allanamiento de morada y daños intencionados.
—Ya comprendo.
—Probablemente tomaré algunos moldes de las pisadas —dijo—. Por si acaso.
—Mira —insistí—, yo no considero esto todavía como un caso federal. Es una asquerosa cobardía. Quienquiera que esté detrás probablemente no busca una confrontación.
—Probablemente no —replicó. Pero seguía pareciendo turbado, y empezó a alarmarme.
—Algo más —continué—. Aunque seguramente no es gran cosa. He mirado el folleto de la conferencia otra vez y he tratado de establecer contacto con los tres terapeutas locales que dieron conferencias. Dos de ellos no estaban en el listín, pero el que sí estaba murió la primavera pasada. Lo atropello un coche cuando asistía a un simposio psiquiátrico. Lo he averiguado porque su servicio de llamadas resulta ser el mismo que yo uso, y la operadora me lo dijo.
—¿Lo mataron aquí en Los Ángeles?
—Fuera de la ciudad, ella no recordaba dónde. He llamado a uno de sus asociados.
—Simposio —dijo—. ¿El maleficio de las conferencias?
—Como te he dicho, probablemente no es nada… lo único que está empezando a fastidiarme es que no puedo localizar a nadie asociado con el congreso de De Bosch. Pero ha pasado mucho tiempo, y la gente se cambia de casa.
—Sí.
—Milo, tú estás preocupado por algo. ¿Qué es?
Una pausa.
—Creo que, dado todo lo que está pasando (poniéndolo todo junto) estaría justificado que tú fueras un poco… precavido. Sin llegar a la paranoia, sólo unas precauciones extra.
—Bien —asentí—. Robin vuelve pronto a casa…, esta noche. La recogeré en el aeropuerto. ¿Qué le digo?
—Dile la verdad… es una chica sensata.
—Vaya bienvenida a casa.
—¿A qué hora vas a recogerla?
—A las nueve.
—Yo habré pasado por allí antes e intercambiaremos ideas. Si quieres, puedo quedarme en tu casa mientras tú sales. Sólo tienes que alimentarme y darme agua y decirle a Rover que no pida cosas.
—Rover es un héroe para mí… es el único que oyó al intruso.
—Sí, pero no lo siguió, Alex. En lugar de comerse a ese mamón, sólo se quedó por allí alrededor y miró. Lo que tienes que conseguir es un burócrata de cuatro patas.
—Muy sencillo —dije—. ¿Nunca viste Lassie?
—Jódete, mi favorito era Godzilla. Eso sí que es un animal de compañía útil.
Hacia las tres, nadie había contestado a mis llamadas y me sentía como un personaje de tebeo en una isla desierta. Me dediqué a arreglar papeles y mirar mucho por la ventana. A las tres y media, el perro y yo nos arriesgamos a dar un paseo por el valle, y cuando volví a casa, no había ningún signo de intrusión.
Poco después de las cuatro llegó Milo; parecía tener mucha prisa y estar preocupado. Cuando el perro fue hacia él, no le hizo caso.
Traía un audiocaset en una mano y su maletín de vinilo en la otra. En lugar de hacer su habitual visita a la cocina, fue hacia el salón y se aflojó la corbata. Dejando el maletín en la mesita de café, me alargó la cinta.
—El original está en mi archivo. Esta es tu copia.
Verla de nuevo me recordó los gritos y los cantos. Ese niño… La puse en mi escritorio y fuimos hacia el estanque, donde le enseñé las huellas.
Él se arrodilló y las inspeccionó durante un largo rato. Se puso de pie, frunciendo el ceño.
—Tienes razón, no son útiles. Me parece que alguien se tomó la molestia de borrarlas.
Comprobó toda la zona en torno al estanque un poco más, tomándose su tiempo, ensuciándose los pantalones.
—No, aquí no hay nada que valga un pimiento. Lo siento.
El mismo tono preocupado en su voz que yo había oído por teléfono. Se guardaba algo, pero yo sabía que era inútil sondearle.
De vuelta al salón, dije:
—¿Algo para beber?
—Más tarde.
Abrió el maletín de vinilo y sacó una caja marrón de plástico. Sacando un videocaset, lo hizo rebotar contra un muslo.
La cinta no tenía marcas, pero la caja estaba impresa con las letras identificables de una estación local de televisión. Estampado diagonalmente a través de la etiqueta con un sello de goma ponía: Propiedad LAPD: prueba RM y un número de serie.
—La última actuación de Dorsey Hewitt —dijo—. Definitivamente no es un programa de máxima audiencia, pero hay algo que tú debes verificar… si tu estómago puede con ello.
—Lo soportaré.
Fuimos a la biblioteca. Antes de insertar el cartucho en el vídeo, miró la rendija de carga de la máquina.
—¿Cuándo has engrasado esto por última vez?
—Nunca —dije yo—. Raramente lo uso, excepto para grabar sesiones cuando el tribunal quiere pruebas visuales.
Él suspiró, deslizó el cartucho dentro, tomó el mando a distancia y puso en marcha el aparato y se quedó de pie, mirando el monitor con los brazos cruzados. El perro saltó en un gran sillón de cuero, se acomodó y le miró. La pantalla pasó del negro a un azul brillante y un silbido se filtró a través de los altavoces.
Medio minuto más de azul, después el logo de la estación de televisión relampagueó a través de una fecha digital, de hacía dos meses.
Otros pocos momentos de movimientos distorsionados de la cinta y luego siguió una larga toma de un atractivo edificio de ladrillo de un solo piso, con un arco central que conducía a un patio y a unas ventanas con celosías de madera. Tejado con tejas, puerta marrón a la derecha del arco.
Primer plano de un letrero: CENTRO DE SALUD MENTAL DEL CONDADO DE LOS ÁNGELES OESTE.
Retroceso para una larga toma: dos pequeñas figuras vestidas de oscuro en cuclillas a los lados opuestos del arco… como muñecos: figuritas de GI-Joe con sus rifles. Una toma lateral revelaba las barreras policiales que vallaban la calle.
Ningún otro sonido que los ruidos estáticos, pero las orejas del perro se habían erguido e inclinado hacia delante.
Milo subió el volumen, y se pudo oír una mezcla de conversaciones de fondo incomprensibles por encima del ruido blanco.
Nada durante unos pocos segundos; después una de las figuras oscuras se movió, todavía agazapada, y se colocó a la izquierda de la puerta. Otra figura vino de un pasillo y se agachó hasta quedar acuclillada, con las dos manos en el arma.
Un primer plano agrandó al recién llegado, convirtiendo la ropa oscura en azul marino, revelando el bulto del chaleco antibalas, las letras blancas que deletreaban LAPD a través de una ancha espalda. Botas de combate. Pasamontañas azul que revelaba sólo los ojos; pensé en los terroristas de Munich y supe que algo malo iba a suceder.
Pero nada pasó en los siguientes momentos. Las orejas del perro seguían tiesas y su respiración se había acelerado.
Milo se frotó un zapato con el otro y se pasó la mano por la cara. Entonces la puerta marrón en la pantalla se abrió ante dos personas.
Un hombre, con barba, cabellos largos, huesudo. La barba, un enmarañado disparate de rizos rubios y grises. Por encima de una manchada y nudosa frente, su cabello formaba un halo en erizados mechones, recordando un sol torpemente dibujado por un niño.
La cámara se movió hacia él e iluminó la sucia carne, las mejillas hundidas, los ojos inyectados en sangre tan abiertos y saltones que amenazaban con salirse de la hirsuta plataforma de su cara.
Estaba desnudo de cintura para arriba y sudaba copiosamente. Los salvajes ojos empezaron a rodar locamente, sin parpadear, sin fijarse. Su boca estaba abierta, como la del paciente de un dentista, pero no salía de ella ningún sonido. No parecía tener dientes.
Su brazo izquierdo estaba apretado alrededor de una gruesa mujer negra, incrustado tan estrechamente en su suave cintura vestida con falda que los dedos desaparecían.
La falda era verde. Por encima de ella, la mujer llevaba una blusa blanca que se había salido parcialmente. Tenía unos treinta y cinco años y su cara estaba húmeda de sudor y de lágrimas. Los dientes de ella eran visibles, los labios tirantes hacia atrás en un rictus de horror.
El brazo derecho del hombre era una huesuda abrazadera alrededor del cuello de la mujer. Algo plateado relampagueó en su mano mientras él lo apretaba contra la garganta de ella.
Ella cerró los ojos y los mantuvo apretados.
El hombre inclinaba la espalda de ella, apretándola contra sí, curvando el cuello y revelando toda la extensión de un gran cuchillo brillante de trinchar. Las manos manchadas de rojo. La hoja manchada de rojo. Sólo los talones de la mujer tocaban el suelo. Ella estaba sin equilibrio, una bailarina involuntaria.
El hombre parpadeó, movió rápidamente los ojos, y miró a uno de los policías de la SWAT. Algunos rifles estaban apuntados hacia él. Nadie se movió.
La mujer temblaba y la mano que agarraba el cuello se movió involuntariamente e hizo brotar una pequeña marca roja en su cuello. La mancha sobresalía como un rubí.
Ella abrió los ojos y miró al frente. El hombre le gritó algo, la sacudió y ella cerró los ojos de nuevo.
La cámara seguía enfocándolos a los dos, después se movió suavemente hacia otro de los hombres SWAT.
Nadie se movía.
El perro estaba de pie en la silla, respirando fuerte.
El mango del cuchillo del hombre barbado se estremeció.
El hombre cerró la boca, la abrió. Parecía estar gritando hasta el límite de sus pulmones, pero el sonido no se oía.
La boca de la mujer estaba todavía abierta. La herida ya se había coagulado… sólo un pequeño corte.
El hombre la empujó hacia la acera, muy lentamente. Uno de los zapatos de la mujer se le cayó. Él no lo notó, estaba mirando a los lados, a los policías uno a uno, gritando sin parar.
De golpe llegó el sonido. Muy fuerte. Nuevo micrófono.
El perro empezó a ladrar.
El hombre del cuchillo gritaba, un aullido ronco y húmedo.
Jadeaba. Sin palabras.
Un grito de dolor.
Yo tenía las manos clavadas en los muslos. Milo miraba la pantalla, inmóvil.
El hombre barbado movió la cabeza de un lado a otro más rápido, más fuerte, como si le estuvieran abofeteando. Gritaba más fuerte. Apretaba el cuchillo bajo el mentón de la mujer.
Los ojos abiertos de par en par.
Los ladridos del perro se convirtieron en gruñidos, guturales y ásperos, lo bastante altos para ser alarmantes y mucho más amenazadores que los ruidos de advertencia que lanzaba la noche anterior.
El hombre del cuchillo dirigía sus gritos a un hombre de la SWAT de su izquierda y lo arengaba sin palabras, como si ambos hubieran sido amigos que de repente se odiaran.
El policía debió de haber dicho algo, porque el loco alzó el volumen.
Rugía. Daba alaridos.
Retrocedió, apretando a la mujer más estrechamente, ocultando su cara detrás de la de ella mientras la arrastraba poco a poco hacia la puerta.
Entonces una sonrisa y un corto, afilado giro de su muñeca.
Otra mancha de sangre (mayor que la primera) se formó en la garganta de la mujer.
Ella levantó sus manos instintivamente, tratando de apartarse del cuchillo, pero perdió el equilibrio y dio un traspié.
Su peso y el movimiento sorprendieron al hombre, y por un breve momento, mientras trataba de mantenerla enhiesta y tiraba de ella hacia atrás, bajó su brazo derecho.
Un rápido, agudo sonido (como una sola palmada) y una mancha roja apareció en la mejilla derecha del hombre.
Él extendió los brazos. Otra mancha se materializó, justo a la izquierda de la primera.
La mujer cayó al suelo mientras sonaba una lluvia de disparos… palomitas de maíz que estallaban en una habitación con eco. El cabello del hombre se sacudió hacia atrás. Su pecho reventó y la parte frontal de su cara se convirtió en algo informe y rosado… un caleidoscopio rosa y blanco que parecía desplegarse como si hiciera explosión.
La rehén estaba boca abajo, en posición fetal. La sangre caía sobre ella como una ducha.
El hombre, ahora sin cara, siguió de pie durante un infernal segundo, un espantajo coronado de sangre coagulada, con el cuchillo todavía agarrado mientras el jugo rojo chorreaba de su cabeza. Tenía que estar muerto, pero continuaba de pie, inclinado por las rodillas, con su cabeza destrozada sombreando el hombro del rehén.
Y entonces de golpe dejó el cuchillo y se derrumbó, cayendo sobre la mujer, fláccido como una manta. Ella se dio la vuelta y forcejeó con él, finalmente se liberó y se las arregló para levantarse sobre sus rodillas, sollozando y cubriéndose la cabeza con las manos.
Los policías corrieron hacia ella.
Uno de los pies desnudos del hombre muerto tocaba su pierna. Ella no lo notaba, pero un policía sí y le dio un puntapié para apartarlo. Otro oficial, todavía semienmascarado, permaneció de pie junto al cadáver sin cara, con las piernas separadas, el arma apuntada.
La pantalla se puso negra. Después azul brillante.
El perro estaba ladrando otra vez, alto e insistente.
Yo hice un ruido para hacerle callar. Él me miró, alzó la cabeza. Se me quedó mirando fijo, confuso. Yo fui hacia él y le palmeé la espalda. Los músculos de la espalda saltaban y la baba chorreaba de sus fauces.
—Está bien, muchacho —mi voz sonaba falsa y mis manos estaban heladas. El perro me lamió una y me miró.
—Está bien —repetí.
Milo rebobinó la cinta. Su mandíbula estaba apretada.
¿Cuánto había durado la escena… unos pocos minutos? Sentía como si hubiera envejecido mirando aquello.
Acaricié al perro un poco más. Milo miró los números en el contador del vídeo.
—Es él, ¿verdad? —inquirí—. Hewitt. El mismo que gritaba en mi cinta.
—Él o una buena imitación.
—¿Quién es esa pobre mujer?
—Otra asistente social del centro. Adeline Potthurst. Sucedió simplemente que estaba sentada en el escritorio equivocado cuando él salió corriendo después de haber matado a Becky.
—¿Cómo está?
—Físicamente, está bien… heridas leves. ¿Emocionalmente? —se alzó de hombros—. Cogió una baja por incapacidad. Rehusó hablar conmigo o con cualquier otro.
Pasó una mano por el borde de un estante de libros, rozando los lomos y los juguetes.
—¿Cómo lo has deducido? —le pregunté—. ¿Hewitt en la cinta del «mal amor»?
—No estoy seguro de lo que he deducido, realmente.
Se encogió de hombros. Su mechón sobre la frente lanzaba una sombra de ala de sombrero sobre sus cejas, y a la débil luz de la biblioteca, sus ojos verdes aparecían opacos.
La cinta salió. Milo la puso en un extremo de la mesa y se sentó.
El perro fue hacia él contoneándose, y esta vez Milo pareció contento de verlo.
Frotando el espeso cuello del animal, dijo:
—Cuando oí por primera vez tu cinta, algo en ella me preocupaba… me recordó algo. Pero no sabía lo que era, exactamente así que no te dije nada. Supuse que era probablemente lo del «mal amor»… Hewitt usó la frase, yo lo leí en el informe testifical del director de la clínica.
—¿Habías visto el vídeo antes?
Él asintió.
—Pero en la comisaría, sólo con un oído… con un montón de detectives sentados alrededor, vitoreando cuando dispararon a Hewitt. Las salpicaduras nunca han sido mi fuerte. Yo estaba llenando formularios, haciendo papeleo… Cuando me dijiste lo de la cinta, todavía no lo relacioné, no me preocupó. Me imaginé lo que tú… una broma pesada.
—La llamada telefónica y el pez lo convierten en algo más que una broma, ¿verdad?
—La llamada por sí sola es una estupidez… como tú dijiste, una cobardía asquerosa. Alguien que se mete en tu propiedad en mitad de la noche y «mata», sí que es más. Y todo junto, mucho más. Cuánto más, no lo sé, pero prefiero ser un poco paranoico a que me cojan por sorpresa. Después de hablar por teléfono esta tarde yo realmente estaba obsesionado por lo que me estaba preocupando. Volví a los archivos del caso Basille, encontré el vídeo y lo vi. Y me di cuenta de que no era la frase lo que yo recordaba, eran los gritos. Alguien ha metido los gritos de Hewitt en tu regalito.
Apartó su húmeda mano de las fauces del perro, la miró, se la secó en la chaqueta.
—¿De dónde viene el vídeo? —dije—. ¿Del archivo de la emisora de televisión?
Él asintió.
—¿Qué parte de esto emitieron realmente?
—No gran cosa. Esta emisora de TV tiene un camión de vigilancia del crimen de veinticuatro horas, con un detector… todo por la audiencia, ¿verdad? Llegaron al escenario del crimen los primeros y fueron los únicos que grabaron todo el asunto. Su metraje total son diez minutos o así, la mayoría sin acción antes de que salga Hewitt con Adeline. Lo que tú viste son treinta y cinco segundos.
—¿Sólo eso? Parecía mucho más largo.
—Parece como una maldita eternidad, pero eso es lo que fue. La parte que luego pasaron por las noticias de las seis fueron nueve segundos. Cinco de Hewitt con Adeline, tres de los primeros planos de Rambo con los chicos de la SWAT, y un segundo de Hewitt caído. Ni sangre, ni gritos, ni hombre muerto de pie.
—No venderían desodorante —dije, intentando apartar la imagen del bamboleante cadáver de mi cabeza—. ¿Por qué no había sonido en la mayor parte de la cinta? ¿Dificultades técnicas?
—Sí. Un cable suelto en su micrófono parabólico. El ingeniero de sonido lo cogió a medio camino.
—¿Qué hicieron las demás emisoras?
—Análisis postmortem por el locutor del programa.
—Así, si los gritos de mi cinta fueron copiados, la fuente tuvo que ser ese trozo en concreto de material de archivo.
—Eso parece.
—¿Y qué significa eso? ¿Que el señor Seda es un empleado de la emisora de televisión?
—O un cónyuge, hijo, amante, compañero, alguien significativo, lo que sea. Si me das tu lista de pacientes, puedo intentar conseguir las grabaciones y comprobarlas con el personal de la emisora.
—Sería mejor si me dieses a mí la lista de personal —dije—. Déjame compararla con la de mis pacientes, para que pueda preservar la confidencialidad.
—Bien. Otra lista que puedes intentar obtener es la de tu conferencia del «mal amor». Cualquiera que asistiera. Fue hace mucho tiempo, pero quizá el hospital conserve los registros.
—Llamaré mañana.
Milo se levantó y se tocó la garganta.
—Ahora estoy sediento.
Fuimos a la cocina, abrimos unas cervezas y nos sentamos ante la mesa, bebiendo y meditando.
El perro se situó entre nosotros, lamiéndose los labios.
Milo dijo:
—Parece que le gusta.
—Abstemio —me levanté y le acerqué el bol de agua. El perro lo ignoró.
—Mierda. Quiere malta y lúpulo —dijo Milo—. Parece como si hubiera frecuentado algunas tabernas en su día.
—Aquí hay una oportunidad de mercadotecnia para ti —dije—. Fabrica una sabrosa cerveza rubia para cuadrúpedos. Aunque no estoy seguro de que se pueda establecer un criterio demasiado alto para una especie que no mea en el lavabo.
Él rio. Yo conseguí esbozar una sonrisa. Ambos tratábamos de olvidar la cinta de vídeo. Y todo lo demás.
—Hay otra posibilidad —indiqué—. Quizá la voz de Hewitt no estaba sacada del metraje de vídeo. Quizá fue grabada en cinta simultáneamente por alguien en el centro de salud mental. Alguien que resultó tener una grabadora a mano el día del asesinato y la puso en marcha durante el hecho. Probablemente habrá aparatos de esos en el centro, para las terapias.
—¿Quieres decir que quizás haya un terapeuta detrás de esto?
—Estoy pensando más en un paciente. Algunos paranoicos conservan las grabaciones como fetiches. He visto a algunos llevar siempre una grabadora encima. Alguien que ha estado conservando un rencor desde el setenta y nueve puede muy bien estar altamente paranoico.
Él pensó en ello.
—Un loco con una Sony de bolsillo, ¿eh? ¿Alguien a quien trataste alguna vez y que acabó en el centro de salud mental?
—O simplemente alguien que me recordaba de la conferencia y acabó en el centro. Alguien que me unía con el mal amor… sea lo que sea lo que esto signifique para él. Probablemente horror a la mala terapia. O terapia percibida como mala. La teoría de De Bosch tiene que ver con las malas madres que abandonan a sus hijos. Traición. Si piensas en los terapeutas como padres suplentes, la asociación no es difícil de establecer.
Milo dejó la botella y miró al techo.
—Así que tenemos a un loco, uno de tus antiguos pacientes, muy desmejorado, que no puede permitirse un tratamiento privado, así que recibe ayuda del condado. Ocurre que está en el centro el día que Hewitt se desquicia y mata a Becky. Con la grabadora en el bolsillo… registrando a toda la gente que habla a sus espaldas. Oye los gritos, aprieta la tecla de «grabar»… Es posible… «Todo» es posible en esta ciudad…
—Si estamos tratando con alguien que ha estado carcomiéndose durante largo tiempo, presenciar el asesinato de Becky Basille y la escena del SWAT puede haberle sacado de sus casillas. Oír los gritos de Hewitt acerca del «mal amor» puede haber provocado esto también, si tuvo experiencias con De Bosch o con algún terapeuta boschiano.
Milo hizo rodar la botella entre sus manos.
—Quizá. Pero dos locos con una fijación por el «mal amor» que casualmente aparecen en el mismo sitio el mismo día es demasiado bonito para mi gusto.
—Para el mío también —asentí.
Bebió un poco más.
—¿Y qué pasa si no fue una coincidencia en absoluto, Milo? ¿Y si Hewitt y el de la cinta se conocieran el uno al otro… hubieran compartido un odio común contra el mal amor, De Bosch y los terapeutas en general? Si el centro de salud mental es típico, será un sitio atestado, donde los pacientes deben esperar durante horas. No sería extraño para dos personas perturbadas que se encontraran y descubrieran un resentimiento común, ¿verdad? Si estaban paranoicos, en primer lugar, cada uno pudo haber manipulado los miedos y los delirios del otro. Confirmarse el uno al otro que su manera de ver el mundo era válida. El de la cinta pudo incluso ser alguien que no hubiera sido violento bajo diferentes circunstancias. Pero ver a Hewitt asesinar a su terapeuta y después ver la cara de Hewitt estallar puede haberle sacado de sus cabales.
—¿O sea que ahora está listo para cargarse a su propio terapeuta? ¿Y qué significa entonces la cinta, la llamada y el pez?
—Prepara el escenario. O quizá no irá más allá… No lo sé. Y algo más: puedo no ser yo su único objetivo. Puede tener un terapeuta actual que esté en peligro.
—¿Alguna idea de quién puede ser? ¿De tu lista de pacientes?
—No, ese es el problema. No hay nadie que cuadre. Pero mis pacientes eran todos niños. Pueden pasar muchas cosas con el tiempo.
Milo se echó hacia atrás en su silla y miró al techo.
—Hablando de niños —dijo—. ¿Dónde cuadra la voz de niño en tu guión de los dos locos?
—No lo sé, maldita sea. Quizás el de la cinta tenga un hijo. O ha raptado a uno… Dios, espero que no, pero esa voz huele a coerción, ¿Verdad? Tan plana… ¿tenía Hewitt algún hijo?
—No. El informe lo da como soltero, sin empleo, sin nada.
—Sería bueno saber con quién se juntaba allí en el centro. También podemos verificar si mi cinta se ha tomado del vídeo. Porque si no lo ha sido, no tendremos que molestarnos en comprobar la lista de personal de la emisora.
—Y tú no quieres revelar tu lista de pacientes, ¿no? —comentó sonriendo.
—Eso es. Sería una traición. No puedo justificarlo.
—¿Estás seguro de que no es ninguno de ellos?
—No, no estoy seguro, pero ¿qué voy a hacer? ¿Llamar a cientos de personas y preguntarles si al crecer se han convertido en locos furiosos?
—Ningún señor Seda en tu pasado, ¿eh?
—La única seda que conozco está en mis corbatas.
—Una cosa quiero decirte, tu cinta no es una reproducción exacta del vídeo. El metraje contiene a Hewitt gritando durante veintisiete segundos de los treinta y cinco, y tu segmento sólo dura dieciséis. Lo comprobé un momento antes de venir… intenté pasar las dos cintas simultáneamente en dos aparatos para ver si podía captar algún segmento que coincidiera exactamente. No pude… era difícil, ir de aparato en aparato, encender-apagar, encender-apagar, intentando sincronizarlo. Y no es como cuando tratamos con palabras, aquí… al cabo de un rato todo el grito empieza a parecerte igual.
—¿Y no se podría hacer algún tipo de análisis de la voz? Tratar de hacer una comparación electrónica.
—Por lo que yo sé, necesitas palabras para eso. Y el departamento ya no va a hacer nunca más análisis de voz.
—¿Por qué no?
—Probablemente porque no hay bastante demanda. Para lo que eran más útiles, principalmente, era para las llamadas de rescate de los secuestros, y habitualmente ese es un tema del FBI. También para las amenazas telefónicas, temas de estafas, que son de baja prioridad al lado de los chorros de sangre. Creo que hay un tipo en la oficina del sheriff que todavía los hace. Lo averiguaré.
El perro finalmente puso su cabeza en el cuenco y empezó a sorber agua. Milo levantó su botella, dijo:
—Salud —y la vació.
—¿Por qué no intentamos tú y yo hacer un poco de trabajo de equipo tecnológico ahora? —dije—. Tú con el audio, yo con el vídeo.
—Y yo estaré en Gritolandia ante vos.
Llevó el reproductor de cintas portátil a la biblioteca e introdujo el vídeo. Nos sentamos uno frente a otro, oyendo gritos, intentando cosechar el contexto. Incluso con dos personas era difícil… difícil separar los aullidos en segmentos razonables.
Dimos marcha hacia delante, hacia atrás, una y otra vez, tratando de localizar los dieciséis segundos de la cinta del «mal amor» entre el dolor y el ruido del segmento de vídeo más largo. El perro aguantó sólo un minuto o así antes de poner los pies en polvorosa y salir de la habitación.
Milo y yo nos quedamos y sudamos.
Después de media hora, un triunfo de la suerte.
Una discrepancia.
Un segundo o dos de guirigay, de melodía sin palabras con un ritmo monótono al final de mi cinta, que no se materializaba en ningún sitio del registro de vídeo.
Ya ya ya… el que gritaba bajó el volumen sólo un poco… un cambio apenas discernible, no más largo que un parpadeo. Pero una vez lo hube señalado, apareció claramente, tan obvio como un anuncio en una valla.
—Dos sesiones de grabación separadas —me sorprendí, tan pasmado como parecía Milo—. Tiene que ser así, o de lo contrario, ¿por qué tendría la cinta más corta algo que no aparece en el segmento más largo?
—Sí —dijo él pausadamente, y yo supe que estaba furioso consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.
Saltó sobre sus pies y anduvo arriba y abajo. Miró su Timex.
—¿Cuándo dices que vas a ir al aeropuerto?
—A las nueve.
—Si te sientes a gusto dejando la casa sin vigilancia, podría hacer algo mientras tanto.
—Seguro —dije, levantándome—. ¿Qué?
—Hablar con el director de la clínica sobre la vida social de Dorsey Hewitt.
Recogió sus cosas y fuimos hacia la puerta.
—Bueno, voy a salir —dijo—. Coge el Porsche y el teléfono portátil, para que puedas encontrarme siempre si me necesitas.
—Gracias por todo, Milo.
—¿Para qué están los amigos?
Feas respuestas relampaguearon en mi cabeza, pero me las guardé para mí.