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A la mañana siguiente, me desperté con el gusto metálico y amargo de los malos sueños. Alimenté al perro y llamé a la casa de los Rodríguez otra vez. Seguían sin responder, pero esta vez un contestador me dio la cansada voz de Evelyn sobre un fondo de Conway Twitty cantando Slow Hand.
Le pedí que me llamara. No lo había hecho hasta el momento en que acabé de ducharme y afeitarme. Nadie me llamó.
Decidido a salir de casa, dejé al perro con una galleta grande y anduve los tres kilómetros que había hasta el campus de la universidad. Los ordenadores de la biblioteca biomédica no daban ninguna referencia al «mal amor» en ninguna de las publicaciones médicas o psicológicas, y volví a casa a mediodía. El perro me lamió la mano y saltó arriba y abajo. Yo lo acaricié, le di un poco de queso y recibí una mano cubierta de saliva a guisa de gracias.
Después de guardar mis expedientes en sus cajas, los volví a llevar al archivo. Sólo quedaba un archivador en el estante. Preguntándome si contendría expedientes que había olvidado, lo saqué.
No eran anotaciones de pacientes: estaba atestado de apuntes y fotocopias de artículos científicos que había guardado como referencia. Un grueso rollo de papeles atados con una goma elástica estaba embutido entre las carpetas. La palabra PROFUNDIDADES estaba garabateada a través de él, con mi letra. Yo me recordaba a mí mismo más joven, más airado, sarcástico.
Quitando la goma del rollo, aplané las hojas e inhalé un puñado de polvo.
Más nostalgia: una colección de artículos que «yo» había escrito, y programas de congresos científicos en los que yo había presentado ponencias.
Los hojeé de forma ausente hasta que un folleto casi al final atrajo mi atención. Grandes letras negras sobre un grueso papel azul, una mancha de café en una esquina.
BUEN AMOR / MAL AMOR
Perspectivas psicoanalíticas
y estrategias en un mundo cambiante
28-29 de noviembre de 1979
Centro Médico Pediátrico Western
Los Ángeles (California)
Conferencia que examinará la pertinencia
y aplicación de la teoría boschiana
a las cuestiones sociales y psicobiológicas
conmemorando los cincuenta años de
enseñanza, investigación y trabajo clínico de
Andres B. de Bosch, doctor en Psiquiatría
Copatrocinado por el CMPW
Y
el Instituto y Escuela Correctiva De Bosch, Santa Bárbara (California)
Copresidentes de la Conferencia
Katarina V. de Bosch, doctora en Psiquiatría
Psicoanalista práctica y directora en funciones
del Instituto y Escuela Correctiva De Bosch
Alexander Delaware, doctor en Psiquiatría
Profesor ayudante de Pediatría y Psicología, Hospital Pediátrico Western
Harvey M. Rosenblatt, doctor en Medicina
Psicoanalista práctico y profesor clínico de Psiquiatría
Escuela universitaria de Medicina de Nueva York
Fotos instantáneas de los tres. Katarina de Bosch, delgada y cavilosa; Rosenblatt y yo, barbado y profesoral.
El resto era una lista de conferenciantes programados (más fotos) y detalles de matrícula.
«Buen amor / mal amor».
Ahora me acordaba con claridad. Me preguntaba cómo podía haberlo olvidado.
Mil novecientos setenta y nueve había sido mi cuarto año entre el personal del Pediátrico Western, un período marcado por largos días y noches en la sala de cáncer y la unidad de desórdenes genéticos, sujetando las manos de niños agonizantes y escuchando las preguntas sin respuesta de sus familiares.
En marzo de aquel año, el jefe de psiquiatría y el psicólogo cogieron ambos su año sabático. Aunque no se hablaban y el jefe nunca volvió, su última empresa conjunta oficial fue nombrarme jefe interino.
Mientras me daban palmaditas en la espalda y hacían rechinar los dientes en torno a la embocadura de sus pipas, ellos se esforzaron para hacer que, en lugar de subir un simple escalón, aquello sonase como algo maravilloso. Lo que aquello significaba en realidad eran más tareas administrativas y un aumento temporal de salario suficiente para hacerme pasar al siguiente nivel impositivo, pero yo era demasiado joven para saberlo hacer mejor.
Hasta entonces, el Pediátrico Western había sido un lugar prestigioso, y yo aprendí enseguida que un aspecto de mi nuevo trabajo era contestar las peticiones de otras agencias e instituciones que deseaban asociarse con el hospital. Muy a menudo eran propuestas para patrocinar conferencias conjuntamente, a las cuales el hospital contribuía con su prestigio y sus instalaciones a cambio de créditos de educación continuada para el personal médico y un porcentaje de la taquilla. De entre la multitud de peticiones recibidas cada año, una buena cantidad eran de naturaleza psiquiátrica o psicológica. De ellas, sólo se aceptaban dos o tres.
La carta de Katarina de Bosch había sido una de las varias que yo había recibido, justo unas semanas después de asumir mi nuevo puesto. Yo la examiné y la rechacé.
No fue una decisión meditada… simplemente, el tema no me interesó a mí o a mi personal: los frentes de batalla que estábamos librando en las salas colocaban las teorizaciones sobre psicoanálisis clásico bastante bajo en nuestra lista de prioridades. Y según mis lecturas de su trabajo, Andres de Bosch era un analista de peso medio…, un prolífico pero superficial escritor que había producido pocas ideas originales y que había explotado el año que pasó en Viena como estudiante con Freud y su participación en la resistencia francesa para labrarse una reputación internacional. Ni siquiera estaba seguro de que todavía viviera; la carta de su hija no lo dejaba claro, y la conferencia que ella proponía tenía un aroma conmemorativo.
Yo le escribí una carta muy cortés, declinando el ofrecimiento.
Dos semanas más tarde, me llamaron al despacho del director médico, un cirujano pediátrico llamado Henry Bork que gustaba de los trajes Hickey-Freeman, los cigarros jamaicanos y el arte abstracto, y que no había hecho una operación desde hacía años.
—Alex —sonrió, e indicó con la mano una silla Breuer. Una esbelta mujer estaba sentada en una silla a juego de cuero y cromo al otro lado de la habitación.
Ella parecía ser un poco mayor que yo (treinta y tantos, supuse) pero su cara era una de esas largas, cetrinas estructuras que siempre parecen viejas. Los inicios de las arrugas semejaban líneas cruzadas, como los trazos iniciales de un retrato artístico. Los labios estaban cuarteados (toda ella parecía seca) y su único maquillaje consistía en un par de líneas de lápiz de ojos hechas de mala gana.
Los ojos eran ya lo bastante grandes sin el sombreado, oscuros, con pesados párpados, ligeramente inyectados en sangre, un poco juntos. La nariz era prominente, inclinada hacia abajo y afilada, con un pequeño bulbo en la punta. Los amplios labios estaban fuertemente sellados. Las piernas estaban apretadas juntas por las rodillas, los pies situados planos en el suelo.
Llevaba un grueso jersey de lana negra, con el cuello festoneado, sobre una falda tableada negra, unas medias de un color que imitaba el bronceado caribeño y mocasines negros. Ninguna joya. El pelo era liso, castaño y largo, atado muy tirante y apartado de la frente, baja y plana, y sujeto por encima de cada oreja con anchos, negros pasadores de madera. Una chaqueta de pata de gallo estaba colocada a través en su regazo. Cerca de uno de sus zapatos había un maletín de símil cuero negro.
Mientras yo me sentaba, ella me miró, con las manos una encima de la otra, larguiruchas y blancas. La que estaba encima estaba salpicada con algún tipo de sarpullido eczematoso. Llevaba las uñas cortas. Una cutícula parecía despellejada.
Bork caminó entre ambos y extendió sus brazos como si se preparase para dirigir una sinfonía.
—Doctor Delaware, doctora Katarina de Bosch. Doctora De Bosch, Alex Delaware, nuestro jefe psicólogo en funciones.
Yo me volví hacia ella y sonreí. Ella hizo un gesto tan leve que pude haberlo imaginado.
Bork volvió atrás, apoyó el trasero en su escritorio, y ahuecó en forma de taza sus dos manos sobre una rodilla. La superficie del escritorio eran seis metros cuadrados de nogal lacado con la forma de una tabla de surf, cubierto con una carpeta de piel antigua almohadillada y un tintero de mármol verde. Centrado en la carpeta había un solitario rectángulo de rígido papel azul. Él lo cogió y lo usó para golpear sus nudillos.
—¿Recuerda la carta de la doctora De Bosch sugiriendo una empresa de colaboración con su división, Alex?
Yo asentí.
—¿Y el destino de esa petición?
—Yo la rechacé.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Al personal se le piden cosas relacionadas directamente con la administración de los pacientes, Henry.
Con aspecto apenado, Bork meneó la cabeza y luego me extendió el papel azul.
Un programa para la conferencia, todavía oloroso a tinta de imprenta. Programa completo, conferenciantes y matrícula. Mi nombre estaba impreso debajo del de Katarina de Bosch como codirector. Mi foto, debajo, daba paso a la nómina de personal profesional.
La cara me hervía. Respiré profundamente.
—Parece un hecho consumado, Henry —traté de devolverle el folleto, pero él se puso las manos en las rodillas de nuevo.
—Guárdalo para tu archivo, Alex. —De pie, él andaba tímidamente por delante del escritorio, dando pasitos, como un hombre en el reborde de un acantilado. Finalmente, se las arregló para llegar a la parte de atrás de la tabla de surf y se sentó.
Katarina de Bosch estaba examinándose los nudillos.
Yo consideré mantener mi dignidad pero me decidí en contra.
—Gracias por informarme de lo que voy a hacer en noviembre, Henry. ¿Te importa hacer mi programa para el resto de la década?
Un pequeño sonido de sorber por la nariz llegó desde la silla de Katarina. Bork le sonrió y después se volvió hacia mí, cambiando sus labios a un gesto neutral.
—Un desafortunado malentendido, Alex… una confusión. Naturalmente, siempre falla algo, ¿verdad?
Miraba a Katarina otra vez, no obtuvo nada a cambio y bajó sus ojos hacia la carpeta.
Yo me abanicaba con el folleto azul.
—Confusión —repetía Bork—. Una de esas decisiones que tuvieron que tomarse durante la transición entre el año sabático del doctor Greiloff y el doctor Frank y tu llegada. El consejo te ofrece sus disculpas.
—Entonces, ¿por qué molestarse con una carta de solicitud?
Katarina dijo:
—Porque soy educada.
—No sabía que el consejo estuviera implicado en programar conferencias, Henry.
Bork sonrió.
—Todo, Alex, es competencia del consejo. Pero tienes razón. No es típico de nosotros encontrarnos implicados directamente en este tipo de cosas. Sin embargo…
Él hizo una pausa, miró otra vez a Katarina, que hizo otro pequeño gesto. Aclarándose la garganta, él empezó a manosear un cigarro envuelto en celofán… uno de un trío de Davidoff que compartían el espacio de su bolsillo con un pañuelo blanco de seda.
—El hecho de que, en efecto, nos hayamos implicado, debe decirte algo, Alex —dijo. Su sonrisa desapareció.
—¿Qué, Henry?
—El doctor De Bosch… Los dos doctores De Bosch son mirados con altísima estima por… la comunidad médica del Western.
«Son». Así que el viejo todavía vivía.
—Ya veo —dije.
—Sí, ciertamente —el color había aparecido en sus mejillas, y su habitual desenvoltura había cedido lugar a una cierta vacilación.
Sacó el cigarro de su bolsillo y lo sujetó entre los dedos índice y pulgar.
Por la esquina del ojo yo veía a Katarina. Me miraba.
Ninguno de nosotros hablaba; me sentí como si la siguiente intervención fuese mía y yo la hubiese echado a perder.
—Alta estima —dijo Bork finalmente, sonando más tenso.
Yo me pregunté qué era lo que le estaba fastidiando, y luego recordé un rumor de unos cuantos años atrás. El tipo de chismorreo del comedor de médicos que yo intentaba evitar.
Una hija problemática de Bork, la más joven de cuatro hermanas. Una delincuente crónica adolescente con desórdenes de aprendizaje y una tendencia a la experimentación sexual, enviada lejos, hacía dos o tres veranos, muy en secreto, interna, para algún tipo de terapia. La familia callada, con humillación.
Uno de los muchos detractores de Bork había explicado la historia con deleite.
El Instituto y Escuela Correctiva De Bosch…
Bork me estaba mirando. El aspecto de su cara me dijo que no debía presionar más.
—Por supuesto —asentí.
Sonó falso. Katarina de Bosch frunció el ceño.
Pero consiguió que Bork sonriera de nuevo.
—Sí —dijo él—. Por lo tanto, obviamente, estamos deseosos de que tenga lugar esta conferencia. Prontamente. Espero que tú y la doctora De Bosch disfrutéis trabajando juntos.
—¿Trabajaré con ambos doctores De Bosch?
—Mi padre no se encuentra bien —dijo Katarina, como si yo hubiera debido saberlo—. Tuvo un ataque el invierno pasado.
—Siento oír eso.
Ella se puso de pie, se alisó la falda con breves sacudidas y recogió su maletín. En la silla parecía alta y esbelta, pero una vez de pie se veía que sólo medía un metro sesenta o sesenta y cinco, y pesaba quizá unos cuarenta y cinco kilos huesudos. Las piernas eran cortas y sus pies señalaban hacia afuera. La falda colgaba unos centímetros por debajo de sus rodillas.
—De hecho, tengo que volver para cuidarle —dijo—. Acompáñeme hasta mi coche, doctor Delaware, y le daré más detalles de la conferencia.
Bork se encogió ante la arrogancia de ella, y después me miró con parte de esa misma desesperación.
Pensando en lo que él estaba pasando con su hija, yo me puse de pie y dije:
—Por supuesto.
Él se puso el cigarro en la boca.
—Espléndido —dijo—. Gracias, Alex.
Katarina dijo:
—Henry —sin mirarle y se dirigió hacia la puerta.
Bork corrió desde detrás de su escritorio y se las arregló para llegar lo bastante pronto como para abrirle la puerta.
Era un político y un pesetero… un médico muy competente que había perdido el interés por curar y había olvidado el factor humano. En los años siguientes él nunca admitió mi empatía de aquella tarde, nunca mostró ninguna gratitud o particular afabilidad hacia mí. Al contrario, se volvió cada vez más hostil y obstructivo y acabó por desagradarme profundamente. Pero nunca lamenté lo que había hecho.
En el momento en que salimos, ella dijo:
—Usted es conductista, ¿verdad?
—Ecléctico —dije—. Todo funciona. Incluyendo la terapia conductista.
Ella sonrió con afectación y empezó a caminar muy rápido, balanceando el maletín en un amplio, peligroso arco a través del poblado pasillo del hospital. Ninguno de nosotros habló en el camino hacia las puertas de cristal en la parte frontal del edificio. Ella movía sus cortas piernas furiosamente, intentando mantener una ventaja de medio paso. Cuando alcanzábamos la entrada, se detuvo, agarró el maletín con ambas manos y esperó a que yo le abriera una de las puertas, justo igual que había hecho con Bork. Yo me la imaginé creciendo rodeada de criados.
Su coche estaba aparcado justo enfrente, en la zona de ambulancias (prohibido aparcar), un flamante Buick, grande y pesado, negro, con una capota de vinilo plateado, pulido y brillante como las botas de un general. Un guardia de seguridad del hospital estaba vigilándolo a su lado. Cuando la vio aproximarse, se tocó la gorra.
Otra puerta se le abrió. Yo esperaba oír un toque de corneta mientras ella se deslizaba en el asiento del conductor.
Puso en marcha el coche con un rápido giro, y yo me quedé allí de pie, mirándola a través de la ventanilla cenada.
Ella me ignoró, aceleró el motor, finalmente me miró y levantó una ceja, como si le sorprendiera que todavía estuviera allí.
La ventanilla bajó automáticamente.
—¿Sí?
—Se supone que teníamos que discutir los detalles —dije.
—Los detalles… —dijo ella— son que yo me ocuparé de todo. No se preocupe por eso, no complique las cosas, y todo irá sobre ruedas. ¿De acuerdo?
Sentía la garganta muy tirante.
Ella dirigió el coche hacia la salida.
—Sí… ama —dije, pero antes de que pronunciara la segunda palabra ella había salido con estruendo.
Volví al hospital, saqué un café de una máquina cerca del mostrador de admisión, y lo llevé a mi oficina, tratando de olvidar lo que había pasado y decidido a concentrarme en los desafíos del día. Después, sentado en mi escritorio, tomando notas de las visitas de la mañana, se me fue la mano y un poco de café se derramó en el folleto azul.
No había vuelto a oír hablar de ella hasta una semana antes de la conferencia, cuando me mandó una carta estiradamente formulada en la que me preguntaba si deseaba dar una conferencia. Yo la llamé y decliné la oferta, y ella pareció aliviada.
—Pero estaría bien que al menos recibiera a los asistentes.
—¿Sí?
—Sí —y colgó.
Yo aparecí el primer día para ofrecer unas breves palabras de bienvenida e, incapaz de escapar discretamente, me quedé en el escenario la mañana entera, con el otro codirector: Harvey Rosenblatt, el psiquiatra de Nueva York. Tratando de fingir interés mientras Katarina subía a zancadas al podio, me preguntaba si iba a ver otro aspecto de ella, suavizada para el consumo público.
Pero eso no quiere decir que hubiera mucho público. La asistencia era escasa… unos setenta u ochenta terapeutas y estudiantes graduados en un auditorio preparado para acoger a cuatrocientas personas.
Ella se presentó con su nombre y título, después leyó un discurso preparado con un tono de estridente monotonía. Le gustaban las frases laberínticas, que perdían significado al segundo o tercer giro, y la audiencia pronto pareció ausente. Pero a ella no parecía importarle… no daba la sensación de estar hablando a nadie más que a sí misma.
Una evocación de los días de gloria de su padre.
Tal como fueron.
Antes del simposio, yo me había tomado un tiempo para revisar los escritos de Andres de Bosch, y mi opinión sobre él no había mejorado.
El estilo de su prosa era claro, pero sus teorías acerca de la educación de los niños (el espectro del buen amor/mal amor del entorno maternal que su hija había usado para titular la conferencia) no parecía otra cosa que extensiones y combinaciones de los trabajos de otras personas. Un poco de Anna Freud por aquí, otro poco de Melanie Klein por allá, junto con unos tostoncitos de Winnicott, Jung, Harry Stack Sullivan, Bruno Bettelheim.
De Bosch había entremezclado lo obvio con anécdotas clínicas acerca de los niños que había tratado en su escuela, y se las había arreglado para manejar ambos, su peregrinaje a Viena y sus experiencias de guerra en sus resúmenes, usaba las citas continuas, y adoptaba el tono excesivamente informal de alguien verdaderamente pagado de sí.
Era el traje nuevo del emperador, y la audiencia de la conferencia no mostraba gran entusiasmo por él. Pero por el aspecto extasiado en la cara de la Hija Fiel, ella pensaba que era de cachemir.
El segundo día, la audiencia había bajado a la mitad e incluso los conferenciantes del estrado (tres analistas radicados en Los Ángeles) parecían incómodos por estar allí. Yo podía haberlo sentido por Katarina, pero ella parecía no ser consciente de todo aquello, y continuaba pasando diapositivas de su padre (con el pelo oscuro y con perilla, en días de más salud), trabajando en un gran escritorio labrado rodeado de objetos y libros, dibujando con unos lápices de colores con un joven paciente, escribiendo a la luz color coñac de una lámpara Tiffany.
Y aún otro lote: posando con su brazo alrededor de «ella» (incluso cuando era adolescente, ella parecía vieja, y los dos podían haber sido amantes) seguida por fotos de un viejo envuelto en una manta, hundido en una silla de ruedas eléctrica, situada en lo alto de un farallón pardo. Detrás de él, el océano era hermoso y azul, como si se burlara de su senectud.
Una triste variación de la trampa de las películas caseras. Los pocos asistentes que quedaban miraban a otro lado con turbación.
Harvey Rosenblatt parecía especialmente apenado; yo le vi ocultar los ojos y estudiar algunas notas garabateadas que había ya leído antes.
Era un hombre alto, que arrastraba los pies, de barba gris y de unos cuarenta años; trabó conversación conmigo mientras esperábamos que empezara la sesión de la tarde. Su calidez parecía más que una simple apariencia superficial terapéutica. Inusualmente afable para un analista, hablaba con facilidad de sus prácticas en Manhattan, sus veinte años de matrimonio con una psicóloga y las alegrías y desafíos de educar a tres niños. El más joven era un chico de quince años al que había traído con él.
—Está en el hotel —dijo—, viendo películas por la televisión de pago (probablemente de las guairas, ¿verdad?). Le prometí volver al cabo de una hora y llevarle a Disneylandia, ¿tienes idea de hasta qué hora está abierto?
—Durante el invierno, creo que sólo hasta las seis o así.
—Oh —frunció el ceño—. Espero que podamos ir mañana; ojalá Josh pueda hacerse cargo de esto.
—¿Le gustan los juegos de las galerías? —pregunté.
—¿Acaso un pato hace cuá?
—¿Por qué no intentas ir al muelle de Santa Monica? Está abierto hasta tarde.
—De acuerdo… Puede estar bien, gracias. ¿Tienen buenos perritos calientes, por casualidad?
—Sé que tienen perritos calientes, pero no puedo responder por ellos como gourmet.
Él sonrió.
—Josh es un entendido en perros calientes, Alex —infló las mejillas y se alisó la barba—. Muy mal, lo de Disneylandia. No me gusta decepcionarle.
—Los desafíos de la paternidad, ¿eh? —dije.
Rosenblatt continuó con su sonrisa.
—Es un chico encantador. Lo traigo conmigo esperando convertir esto en unas semivacaciones para los dos. Trato de hacer lo mismo con cada uno de ellos mientras sean aún jóvenes. Es difícil conciliar el trabajo con los niños de otras personas cuando no puedes encontrar tiempo para los tuyos propios… ¿tú no tienes hijos?
Moví la cabeza.
—Es una educación, créeme. Vale más que diez años de escuela.
—¿Sólo tratas a niños? —dije.
—Mitad y mitad. Realmente, voy trabajando cada vez menos con niños a medida que pasa el tiempo.
—¿Y eso por qué?
—Para ser honrado, los niños son demasiado no verbales para mí. Tres horas de follón en una terapia de juegos hace que se me crucen los ojos… Narcisista, ya lo sé, pero considero que no estoy haciéndoles mucho bien si desaparezco. Mi mujer, por otra parte, no se preocupa demasiado. Ella es una artista con ellos. Una excelente mamá, también.
Fuimos a la cafetería, tomamos café y donuts, y charlamos durante un rato acerca de otros lugares adonde podía llevar a su hijo. Cuando volvimos al auditorio, le pregunté por su relación con los De Bosch.
—Andres fue profesor mío —dijo—, en Inglaterra. Tuve una beca hace once años en el hospital de Southwick, cerca de Manchester. Psiquiatría infantil y neurología pediátrica. Acariciaba la idea de trabajar para el gobierno y quería ver cómo lo hacen los británicos con su sistema.
—¿Neurología? —me sorprendí—. No sabía que De Bosch estuviera interesado en el aspecto orgánico de las cosas.
—No lo estaba. Southwick era fuertemente biológico (todavía lo es), pero Andres era su rasgo analista. Una especie de… —sonrió—. Estaba a punto de decir «atavismo», pero eso no sería amable. No se trataba de algún tipo de reliquia. Era vital, realmente… una persona muy incordiante para los chicos respetuosos de las normas, y no todos necesitamos moscardones.
Entramos en la sala de conferencias. Diez minutos para la siguiente conferencia y el lugar estaba prácticamente vacío.
—¿Fue un buen año? —dije, después de sentarnos.
—¿El de la beca? Claro que sí. Hice muchos trabajos en profundidad de larga duración con niños de familias pobres y obreras, y Andres era un profesor maravilloso… muy bueno comunicando sus conocimientos.
Yo pensé: eso no es genético. Dije:
—Es un escritor muy claro.
Rosenblatt asintió, cruzó las piernas y miró al auditorio desierto.
—¿Qué tal se acepta aquí el análisis infantil? —preguntó.
—No se usa demasiado —dije—. Tratamos sobre todo a niños con graves dolencias físicas, por lo tanto con énfasis en el tratamiento a corto plazo. Control del dolor, consejo familiar, aceptación del tratamiento.
—¿No hay mucha tolerancia con la gratificación diferida?
—No demasiada.
—¿Lo encuentras satisfactorio… como analista?
—No soy analista.
—Oh —él enrojeció en torno a su barba—. Creo que había dado por sentado que lo eras… entonces, ¿cómo es que te has visto implicado en la conferencia?
—Por el poder de persuasión de Katarina de Bosch.
—Ella puede ser una verdadera rompepelotas, ¿verdad? Cuando la conocí en Inglaterra era sólo una niña de catorce o quince años… pero incluso entonces ya tenía una fuerte personalidad. Solía asistir a nuestros seminarios de graduados. Hablaba como si fuera un igual.
—La niña de papá.
—Mucho.
—Catorce o quince —dije—. ¿Así que ahora sólo tiene veinticinco o veintiséis?
Él pensó por un momento.
—Sí, eso es.
—Parece mayor.
—Sí, es verdad —dijo, como si cayera en la cuenta de algo ingenioso—. Tiene un alma vieja, como dicen los chinos.
—¿Está casada?
Rosenblatt meneó la cabeza.
—Hubo un tiempo en que pensé que podía ser lesbiana, pero no lo creo. Más probablemente, asexual.
Yo dije:
—La tentación de pensar en Edipo es muchísima, casi irresistible, Harvey.
—Para las chicas es Electra —dijo, meneando un dedo humorísticamente—. Usa bien los complejos.
—Ella conduce uno, también.
—¿Qué?
—Su coche es un Electra… Un Buick.
—Ahí lo tienes… ahora, si esto no te convierte en un ferviente creyente en Freud, no sé qué lo hará.
—Anna Freud tampoco se casó, ¿verdad? —dije—. Ni Melanie Klein.
—¿Qué, un modelo neurótico? —dijo, todavía riéndose entre dientes.
—Sólo presento los hechos, Harvey. Saca tus propias conclusiones.
—Bueno, «mi» hija está loca por los chicos, así que no estoy listo para publicarlo todavía —se puso serio—. Aunque estoy seguro del impacto de un poder paternal como ese…
Dejó de hablar. Seguí su mirada y vi a Katarina dirigiéndose hacia nosotros desde el lado izquierdo del auditorio. Llevaba una tablilla con sujetapapeles y caminaba hacia delante mientras miraba su reloj de pulsera.
Cuando nos alcanzó, Rosenblatt se puso de pie.
—Katarina. ¿Qué tal marcha todo? —había culpabilidad en su voz… hubiera sido un mentiroso muy malo.
—Estupendo, Harvey —dijo ella, mirando hacia su tablilla—. Saldrás dentro de dos minutos. Será mejor que ocupes tu lugar en el estrado.
Nunca volví a ver a ninguno de los dos, y los acontecimientos de aquel otoño pronto se borraron de mi memoria, y sólo chispearon brevemente, el siguiente enero, por una esquela mortuoria aparecida en los periódicos por Andres de Bosch. La causa de la muerte fue un suicidio por sobredosis de tranquilizantes. El analista de ochenta años aparecía como muy desanimado debido a la mala salud. Sus logros profesionales estaban enumerados con amante y pomposo detalle, y supe quién los había proporcionado.
Ahora, años después, otro chispazo.
Buen amor/mal amor. El término de De Bosch para la maternidad que se vuelve negativa. El daño psíquico infligido cuando una figura de confianza traiciona al inocente.
Por lo tanto, probablemente Dell Wallace no estaba detrás de aquello. Alguien más me había escogido… ¿a causa de la conferencia?
¿Alguien con una memoria larga, enconada? ¿O qué? ¿Alguna transgresión cometida por De Bosch? ¿En nombre de la terapia boschiana?
Mi codirección me hacía parecer como un discípulo, pero ese era mi único nexo.
¿Algún tipo de resentimiento? ¿Era real, o solamente un delirio?
Un psicótico sentado en la conferencia, escuchando, acalorándose…
Intenté recordar a los setenta extraños del auditorio. Una neblina colectiva.
¿Y por qué había gritado el asesino de Becky Basille: «mal amor»?
¿Otro loco?
Katarina podía tener la respuesta. Pero ella no me había ayudado demasiado en el setenta y nueve, y no había razón para creer que me ayudaría ahora.
A menos que ella hubiera recibido también una cinta y estuviera asustada.
Llamé a información del 805. Su nombre no estaba en el listín de Santa Bárbara ni el Instituto De Bosch ni la Escuela Correctiva. Ni tampoco había ningún número de despacho de Katarina de Bosch, doctora en Psiquiatría. Antes de que la operadora colgara, le pedí que buscara un número privado. Nada.
Colgué y saqué el último directorio de la Asociación Americana de Psicología. Nada, tampoco. Recuperando algunos viejos volúmenes, finalmente encontré el registro más reciente de Katarina. Hacía cinco años. Pero la dirección y el número eran los de la escuela de Santa Bárbara. Por si diera la casualidad de que la compañía telefónica se hubiera confundido, llamé.
Una mujer contestó: «Taco Bonanza». El estruendo metálico y los gritos casi la ahogaban.
Corté la conexión y me senté en mi escritorio, acariciando la parte de arriba de la cabeza del bulldog y mirando la mancha de café del folleto. Me preguntaba cómo y cuándo había cedido su lugar la instrucción a las enchiladas.
Harvey Rosenblatt.
La una y media eran las cuatro y media en Nueva York. Obtuve el número del colegio médico de Nueva York y pregunté por el departamento de psiquiatría. Un par de minutos después, me informaron que no había ningún doctor Harvey Rosenblatt en el personal clínico, ni fijo ni a tiempo parcial.
—Tenemos un Leonard Rosenblatt —dijo la secretaria—. Su oficina está en New Rochelle… y una Shirley Rosenblatt en Manhattan, en la calle Sesenta y cinco Este.
—¿Shirley es doctora en medicina o en psiquiatría?
—Hum… un segundo… es psiquiatra. Psicologa clínica.
—¿Pero no hay ningún Harvey?
—No, señor.
—¿Tiene a mano alguna vieja lista de personal? ¿Lista de miembros del personal que se hubieran retirado?
—Debe de haber algo de eso por alguna parte, señor, pero realmente no tengo tiempo de buscar. Y ahora si usted…
—¿Puede darme el número de la doctora Shirley Rosenblatt, por favor?
—Un momento.
Lo copié, llamé a información de Manhattan y pregunté si estaba incluido en el listín un tal Harvey Rosenblatt, doctor en medicina, me dijeron que no había ninguno, y entonces llamé a la psiquiatra Shirley.
Una suave voz femenina con acento de Brooklyn dijo:
—Soy la doctora Shirley Rosenblatt. Estoy en una sesión fuera de mi despacho, y no puedo ponerme al teléfono. Si su llamada es una emergencia real, por favor, marque el uno. Si no, marque el dos, espere la señal y deje su mensaje. Gracias y que tenga un buen día.
Mozart como fondo… píiiip.
—Doctora Rosenblatt, soy el doctor Alex Delaware, de Los Ángeles. No estoy seguro de que esté usted casada con el doctor Harvey Rosenblatt o incluso de que le conozca, pero yo le conocí hace unos años en una conferencia aquí y me gustaría ponerme en contacto con él por algo…, propósitos de investigación. Si puede ayudarme a contactar con él, le agradecería que le pasara mi número de teléfono.
Recité los diez dígitos y volví a colgar el auricular. El correo llegó media hora más tarde. Nada fuera de lo corriente, pero cuando lo oí caer en el buzón, mis manos se cerraron firmemente.