12
Decidí conducir hasta la oficina de Andrew Coburg y apelar a su interés humano. Fui hacia Pico, después hacia Lincoln y me dirigí hacia el sur entrando en Venice.
El Centro Legal de Interés Humano resultó estar, realmente, en un local comercial, uno de los tres que había en un viejo edificio de una planta color mostaza. La fachada de ladrillos estaba desportillada. La puerta contigua era una licorería que anunciaba vino de oferta, en botella con tapón de rosca. El local del otro lado estaba vacío. En la ventana había pintado: DELICATESSEN COMIDAS Y CENAS.
La ventana de la oficina legal estaba empapelada con una hoja de aluminio rugoso. Una bandera americana colgaba sobre la entrada. En una de las rayas blancas estaba impreso: CONOZCA SUS DERECHOS.
La puerta estaba cerrada pero sin llave. Cuando la abrí sonó una campanilla, pero nadie vino a recibirme. Frente a mí había una separación hecha con tableros de conglomerado. Una flecha negra apuntaba hacia la izquierda y unos letreros pintados a mano decían: ¡BIENVENIDOS! Un conjunto de ruidos (voces, timbres de teléfono, teclear de máquinas de escribir) venía del otro lado.
Seguí la flecha en torno a la separación hasta una habitación amplia, larga y estrecha. Las paredes estaban pintadas de gris claro y repletas de tableros y pósteres, el techo era un alto, oscuro nido de tuberías, cables eléctricos y parpadeantes tubos fluorescentes.
No había secretaria ni recepcionista. Ocho o nueve escritorios desordenados estaban repartidos por la habitación, cada uno equipado con un teléfono negro antiguo, una máquina de escribir y una silla. Delante de cada silla había una construcción en forma de U de tubería de PVC. Del marco colgaban unas cortinas blancas de muselina, del tipo usado en los hospitales para simular privacidad. Por debajo de los bordes de las cortinas asomaban los zapatos y los bajos de los pantalones.
Algunos jóvenes estaban sentados detrás de los escritorios, hablando por teléfono o a las personas que había en las sillas. Los clientes eran en su mayoría negros o hispanos. Algunos parecían dormidos. Uno de ellos (un viejo de raza indeterminada) tenía un perro mezclado de terrier en su regazo. Algunos niños pequeños andaban por allí como perdidos.
El escritorio más cercano a mí estaba ocupado por un hombre de pelo oscuro que llevaba una chaqueta a cuadros verdes, una camisa blanca y corbata de cordón. Necesitaba un afeitado, su pelo estaba grasiento y su cara era tan afilada como un picahielos. Aunque llevaba el receptor del teléfono metido bajo la barbilla, no parecía estar hablando ni escuchando, y sus ojos se dirigieron hacia mí.
—¿En qué puedo servirle?
—Estoy buscando a Andrew Coburg.
—Por allí —haciendo un pequeño movimiento vago con la cabeza—. Pero creo que está con alguien.
—¿Qué escritorio? —dije.
Él dejó el teléfono, giró y señaló a un sitio en el centro de la habitación. Cortinas bajadas. Unos sucios pantalones y un centímetro de peluda espinilla por debajo del borde de la muselina.
—¿Puedo esperarle?
—Claro. ¿Es usted abogado?
—No.
—Bien, espere —cogió el teléfono y empezó a marcar laboriosamente. Alguien debió de contestar, porque dijo—: Sí, hola, aquí Hank, de I. H. Sí, yo también… sí —risas—. Oye, ¿qué hay del nolo[4] del que hablamos? Ve y compruébalo… sí, eso creo. Sí.
Yo me quedé de pie junto a la separación y leí los posters. Uno mostraba un águila calva con muletas y rezaba: CUREMOS NUESTRO SISTEMA. Otro estaba impreso en España… y decía algo de inmigración y liberación.
El hombre de la cara afilada empezó a hablar en jerga de abogado, hiriendo el aire con un bolígrafo y riendo de forma intermitente. Todavía estaba al teléfono cuando las cortinas del sitio de Andrew Coburg se apartaron. Un hombre muy flaco que llevaba un sucio jersey tejido a mano y unos pantalones cortos salió. Llevaba barba y el pelo enmarañado, y mi pecho se tensó cuando lo vi porque él podía haber sido el hermano de Dorsey Hewitt. Entonces me di cuenta de que estaba viendo la hermandad de la pobreza y la locura.
Él y Coburg se dieron la mano y él se fue, con los ojos medio cerrados. Mientras pasaba junto a mí me eché atrás por el hedor. Pasó también, cerca del hombre llamado Hank, pero el abogado no lo notó, y siguió hablando y riendo.
Coburg estaba todavía de pie. Se limpió la mano en los pantalones, bostezó y se estiró. Tenía treinta y pico años, medía un metro noventa y pesaba unos noventa kilos. Cuerpo en forma de pera, cabello rubio, los brazos un poco demasiado cortos para su cuerpo de ancha cintura. El pelo tenía el color del cobre, y lo llevaba largo por los lados y sin patillas. Tenía una cara suave, finas facciones y rosadas mejillas; probablemente había sido un hermoso bebé.
Llevaba una camisa de trabajo de cambray con las mangas remangadas hasta los codos, una corbata de cachemir floja cinco años demasiado estrecha, pantalones arrugados, zapatos con lengüetas. El cordón de uno de los zapatos estaba desatado.
Estirándose otra vez, se sentó, cogió el teléfono y empezó a marrar. La mayoría de los otros abogados estaban al teléfono en esos momentos. La habitación sonaba como una centralita gigante.
Fui hacia él. Sus cejas se levantaron cuando yo me senté, pero no mostró ningún signo de incomodidad. Seguramente estaba acostumbrado a los que entraban.
Empezó a hablar:
—Escucha, voy a ir —al teléfono—. ¿Qué? Vale… Acepto eso, ya que llegamos a un acuerdo claro, ¿de acuerdo? ¿Qué…? No, tengo a alguien aquí. Bien. Hasta luego. Saludos.
Colgó y dijo:
—Hola, ¿en qué puedo servirle? —con una voz agradable. Su corbata estaba sujeta con una pieza inusual de joyería: una guitarra roja pegada a una barra de plata.
Le dije quién era y que estaba tratando localizar a algún amigo de Dorsey Hewitt.
—Dorsey. Uno de mis triunfos —dijo, con toda su amabilidad disipada. Se echó hacia atrás, cruzó las piernas—. ¿Y qué papel desempeña usted en esto?
—Soy psicólogo, ya se lo he dicho.
—¿De veras? —preguntó sonriendo.
Yo le devolví la sonrisa.
—Palabra de boy scout.
—Y consejero de la policía, también.
—Eso es.
—No le importará identificarse, ¿verdad?
Le enseñé mi licencia de psicólogo, mi tarjeta de la facultad de Medicina y mi vieja placa de asesor de LAPD.
—La policía —dijo, como si no pudiera creerlo—. ¿Representa algún problema para usted?
—¿De qué forma?
—¿Trabaja con la mentalidad de la policía? Toda esa intolerancia… el autoritarismo.
—No, realmente —negué—. Los oficiales de policía son diferentes unos de otros, como todo el mundo.
—Mi experiencia no ha sido esa —dijo. Había un bote con barritas de regaliz junto a su máquina de escribir. Tomó una y me ofreció el bote.
—No, gracias.
—¿Tiene la tensión alta?
—No.
—El regaliz la sube —dijo, masticando—. La mía tiende a ser baja. No estoy diciendo que sean intrínsecamente malos… la policía. Estoy seguro de que la mayoría de ellos empiezan como seres humanos decentes. Pero el trabajo los corrompe… demasiado poder, no tienen que dar cuentas.
—Creo que lo mismo podría decirse de médicos y abogados.
Volvió a sonreír.
—Eso no es ningún consuelo —la sonrisa permaneció en su cara, pero empezó a parecer fuera de lugar—. Bueno. ¿Por qué un asesor de la policía necesita saber algo acerca de los amigos de Dorsey?
Le di la misma explicación que había ofrecido a Jean Jeffers.
A mitad de camino, sonó su teléfono. Lo cogió, dijo:
—¿Qué? Sí, claro… Hola, Bill, ¿qué pasa? ¿Qué? ¿«Qué»? ¡Me estás tomando el pelo! ¿Que no quiere hablar…? Sí, quiero decir eso. Es una tontería de delito menor de lo que estamos hablan… no me importa qué más esté… de acuerdo, hazlo. Buena idea. Adelante. Díselo y vuelve a hablar conmigo. Hasta luego.
Colgó el teléfono.
—¿Dónde estábamos? Ah, sí, amenazas. ¿De qué tipo?
—No conozco todos los detalles.
Él echó la cabeza hacia atrás y me miró de soslayo. Tenía el cuello grueso, pero suave. Sus cortos brazos estaban doblados sobre el vientre y no los movía.
—¿Los polis le han pedido consejo pero no le han dado todos los detalles? Típico. Yo nunca hubiera cogido ese trabajo.
No viendo ningún otro camino para salir de allí, dije:
—Alguien ha estado mandando a algunas personas cintas amenazadoras con lo que podría ser la voz de Hewitt grabada, gritando «mal amor», lo mismo que gritaba después de matar a Becky Basille.
Coburg pensó un minuto.
—¿Y qué? Alguien lo grabó de la tele. No faltan tipos raros por ahí fuera. Nos dan trabajo a usted y a mí.
—Quizá —dije—, pero la policía cree que es mejor investigar.
—¿Quién está recibiendo esas cintas?
—Eso no lo sé.
—Debe ser alguien muy importante para los polis, para tomarse tantas molestias.
Yo me encogí de hombros.
—Puede preguntárselo a ellos —le di el nombre de Milo y su número de teléfono. No se preocupó de escribirlo.
Tomó otra barra de regaliz del bote y dijo:
—Cintas. ¿Cuál es el gran problema con eso?
—La policía se pregunta si Hewitt puede haber tenido algún amigo… alguien influido por lo que él hizo. Alguien con las mismas peligrosas tendencias.
—¿Influido? —pareció extrañado—. ¿Como algún tipo de club de la amenaza? ¿Gente de la calle que va en contra de la buena ciudadanía?
—Hewitt no era precisamente inofensivo.
Empezó a retorcer la barrita de regaliz.
—Realmente, lo era. Era «sorprendentemente» inofensivo cuando se tomaba sus medicinas. En uno de sus días buenos, podía haberle conocido usted y haber pensado que era un buen chico.
—¿No había tomado su medicina cuando cometió el asesinato?
—Es lo que dijo el forense. Demasiado alcohol, insuficiente Thorazine. Dado el análisis bioquímico, debió haber dejado de tomar sus píldoras una semana atrás, o antes.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? Dudo que fuera una decisión consciente… «Hum, esta mañana no me tomo mis pastillas y a ver cómo paso el día». Más probablemente se le terminaron, trató de obtener más y se armó tal lío que lo dejó pasar. Entonces, mientras se volvía más y más loco, probablemente se olvidó de todo el asunto de las pastillas y de por qué había empezado a tomarlas. Le pasa continuamente a la gente que está en las últimas. Cada detalle de la vida cotidiana es una lucha para ellos, pero se supone que deben recordar citas, rellenar formularios, esperar en fila, seguir un programa.
—Lo sé —asentí—. He estado en el centro. Me pregunto cómo lo soportan los pacientes.
—No lo soportan demasiado bien. Incluso cuando siguen las normas, son rechazados… quiero decir, el viejo tema de la recesión. ¿Tiene alguna idea de lo difícil que es para una persona enferma sin dinero conseguir ayuda en esta ciudad?
—Claro que sí —dije—. Pasé diez años en el Centro Médico Pediátrico Western.
—¿En Hollywood?
Asentí.
—Está bien —dijo—, entonces usted ya lo sabe. Eso no quiere decir que esté disculpando lo que Dorsey hizo… esa pobre chica, la pesadilla de todo abogado, todavía pierdo el sueño pensando en aquello. Pero él también era una víctima… por muy sensiblero y de psicología barata que suene. Él debía haber estado recibiendo cuidados, no obligado a ingeniárselas por sí mismo.
—¿Internado en una institución?
Sus ojos se volvieron furiosos. Me di cuenta de su color por primera vez: un marrón muy pálido, casi canela.
—He dicho «cuidados». No encarcelado… oh, demonios, incluso la cárcel no hubiera estado mal, si eso hubiera significado recibir tratamiento. Pero nunca es así.
—¿Hacía mucho tiempo que era psicótico?
—No lo sé. No era alguien con quien uno se siente y tenga una charla… cuéntame tu vida, amigo. La mayoría del tiempo estaba ausente.
—¿De dónde procedía?
—De Oklahoma, creo. Pero llevaba años en Los Ángeles.
—¿Viviendo en la calle?
—Desde que era pequeño.
—¿No tenía familia?
—Nadie que yo sepa.
Sujetó el regaliz, se tocó el labio con él y usó la otra mano para acariciar su corbata. También él estaba ausente.
Cuando sonó el teléfono, supe que estaba listo para cortar la conversación.
—¿Qué tipo de música toca usted? —dirigí una mirada al alfiler en forma de guitarra.
—¿Qué? ¿Ah, esto? Sólo practico un poco los fines de semana.
—Yo también. Me defendí en la universidad tocando la guitarra.
—¿Ah, sí? Creo que muchos chicos lo hicieron.
Estiró el extremo delantero de la corbata y miró al techo. Noté que su interés seguía desvaneciéndose.
—¿Qué suele tocar más, eléctrica o acústica?
—Últimamente me he pasado a la eléctrica —una sonrisa—. ¿Qué es esto? ¿Ganando afinidad con el sujeto? Tengo que reconocer sus méritos. Al menos no ha acabado con la habitual reprimenda del policía acusador… echarme las culpas a mí por lo que hizo Dorsey, preguntándome cómo podía vivir conmigo mismo defendiendo a esa escoria.
—Es que a mí eso no me preocupa —dije—. Es un buen sistema y usted es una parte importante de él… y no, no le estoy tratando con condescendencia.
Extendió sus manos.
—Guau.
Yo sonreí.
—Realmente, es un «buen» sistema —dijo—. Apuesto a que si usted conociera a los Padres Fundadores, no creería que son tan buenos chicos. Propietarios de esclavos, verdaderos peces gordos, y seguro que no pensaban demasiado en las mujeres y los niños.
El teléfono sonó de nuevo. Cogió la llamada mientras mordisqueaba los restos del regaliz, hablando en jerga de abogado, cambalacheando el futuro de algún defendido, sin levantar la voz.
Cuando colgó, dijo:
—Tratamos de hacer que el sistema funcione para la gente por la que no se preocuparon los Padres Fundadores.
—¿Quién les financia?
—Subvenciones, donativos… ¿tiene interés en contribuir?
—Lo pensaré.
Hizo una mueca.
—Seguro que sí. De cualquier forma, saldremos adelante… malos salarios, no hay cuenta de gastos. Por eso la mayoría de esta gente se habrá ido el año que viene… tan pronto como empiecen a pensar en prosperidad doméstica y coches alemanes.
—¿Y usted?
Él rio.
—¿Yo? Soy un veterano. Cinco años y sigo medrando. Porque es infinitamente más satisfactorio que redactar testamentos o defender a empresas contaminantes.
Se puso serio, desvió la mirada.
—Claro que se pone feo —dijo, como si contestara a una pregunta—. Lo que hizo Dorsey fue muy feo —parpadeó—. Dios mío, fue un… fue una tragedia. ¿De qué otra manera se le puede llamar? Una maldita y estúpida tragedia. Sé que no podía haber hecho nada diferente de lo que hice, pero eso no tendría que haber pasado… ya sé que esto suena fatal, pero ¿qué se puede hacer cuando la sociedad se rebaja a sí misma hasta la dominación más brutal? Dorsey nunca me mostró ningún signo de violencia. Nunca. Hablaba en serio cuando le dije que le hubiera gustado. La mayoría del tiempo era agradable… hablaba suavemente, era pasivo. Uno de mis clientes más fáciles, realmente. Un poco paranoico, pero siempre moderado, nunca se ponía agresivo.
—¿Qué tipo de delirios tenía?
—Los habituales. Voces en la cabeza diciéndole que hiciera tonterías… cruzar la calle seis veces un día, beber jugo de tomate al día siguiente… no lo recuerdo exactamente.
—¿Le enfurecían las voces?
—Le fastidiaban, pero no, no se le podría llamar furia. Era como si él hubiera aceptado las voces como parte de sí. Eso se ve mucho en los de larga enfermedad. Están acostumbrados, lo soportan. Nada agresivo ni hostil, eso seguro.
—Mientras estuvo tomándose su medicación.
—Interpreto que la estaba tomando porque siempre se portó bien conmigo.
—¿Le conocía muy bien?
—No se podría llamar conocerle. Hice algunos trabajos legales básicos para él.
—¿Cuándo le conoció?
Él miró a la tubería del techo de nuevo.
—Déjeme pensar… tuvo que ser hace alrededor de un año.
—¿Vino él mismo?
—No, fue asignado por el tribunal.
—¿De qué tipo de robo le estaba defendiendo?
Sonrisa.
—¿La policía no se lo dijo?
—No me implico en nada más de lo necesario.
—Precioso. Robo es una palabra muy fuerte. Se llevó una botella de ginebra de una tienda de licores, y un par de trozos de cecina de buey. Lo hizo a plena vista del dependiente y lo cogieron. Estoy seguro de que ni siquiera tenía intención de hacerlo. El empleado casi le rompió el brazo al sujetarlo.
—¿Qué defensa estaba planeando?
—¿Usted qué cree?
—Petición de acuerdo.
—¿Qué otra cosa? No tenía ningún antecedente más que cosas pequeñas. Con lo atestadas que están las cárceles hubiera sido un golpe demasiado duro.
Se enderezó y se metió los cinco dedos de la mano entre el espeso cabello. Masajeando su cuero cabelludo, dijo:
—Gritz.
—¿Perdón?
—Es un nombre. Gritz[5].
—¿Como el maíz?
—Con una zeta. Lo más cercano que puedo considerar a alguien que pudiera ser llamado amigo de Dorsey.
—¿Nombre o apellido?
—No lo sé. Vino aquí un par de veces con Dorsey. Otro vagabundo. La única razón por la que conozco su nombre es porque le vi merodeando por aquí —señalando a la división—, le pregunté a Dorsey quién era y Dorsey dijo: «Gritz». Lo primero que dije fue lo mismo que usted: «¿Como el maíz?». Eso no le entró en la cabeza a Dorsey, y traté de explicárselo. Le deletreé «grits», le dije lo que era, le pregunté si se trataba de un apellido o un nombre. Él dijo que era un nombre y que se escribía con zeta. Me lo deletreó. Muy despacio… él siempre hablaba despacio. «G-R-I-T-Z». Como si fuera algo muy intelectual. A lo mejor se lo estaba inventando.
—¿Tendía a hacerlo?
—Era un esquizofrénico… ¿qué piensa usted?
—¿Nunca le mencionó las palabras «mal amor»?
Sacudió la cabeza.
—La primera vez que las oí fue por la policía. Me preguntaron por qué había gritado aquello Dorsey… como si yo tuviera que saberlo.
Apartándose del escritorio, rodó hacia atrás con su silla, después se enderezó.
—Y eso es todo, amigo.
—¿Puede describirme a ese tipo, Gritz?
Coburg pensó.
—Hace tiempo de eso… tenía más o menos la misma edad de Dorsey… aunque con la gente de la calle, nunca se sabe. Más bajo que Dorsey, creo —miró su reloj—. Tengo que hacer una llamada.
Me levanté y le agradecí el tiempo que me había dedicado.
Él sacudió la mano y cogió el teléfono.
—¿Alguna idea de dónde puede estar ese Gritz? —dije, mientras él marcaba.
—No.
—¿Dónde solía estar Dorsey?
—Donde podía… y no estoy siendo descarado. Cuando hacía calor, le gustaba ir a la playa… a Pacific Palisades Park, arriba y abajo por las playas. Cuando refrescaba, se las arreglaba para meterse en un refugio o un albergue un par de veces, pero realmente prefería dormir al aire libre… Muchas veces vivía temporalmente en la Pequeña Calcuta.
—¿Dónde está eso?
—En el paso elevado de la autopista, al oeste de Los Ángeles.
—¿Qué autopista?
—La de San Diego, justo pasado Sepulveda. ¿Nunca lo ha visto?
Sacudí la cabeza.
Coburg sacudió también la suya, sonrió y colgó el teléfono.
—La ciudad invisible… allí solían estar aquellas chabolas llamadas Komfy Kort… construidas Dios sabe cuándo por trabajadores mexicanos que trabajaban de jornaleros en Sawtelle.
—Eso lo recuerdo —dije.
—¿No se dio cuenta de que ya no estaban allí? La ciudad las derribó hace unos años y la gente de la calle se trasladó a este lugar. No hay nada que derribar con ellos, así que, ¿qué otra cosa podía hacer la ciudad sino seguir expulsándolos? Y según asumía el mando la economía del vudú, eso salía demasiado caro. Así que la ciudad les dejó quedarse.
—La Pequeña Calcuta.
—Sí, es un gran pequeño suburbio… usted parece un chico del West Side… ¿ha vivido cerca de allí?
—No lejos.
—Vaya y dé un vistazo, si tiene tiempo. Vea quiénes son sus vecinos.