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Aunque Milo parecía sobrio cuando llegamos a Benedict Canyon, sugerí que se quedara a dormir en uno de los dormitorios, y él aceptó sin protestar. Cuando me desperté el sábado a las siete, él ya se había ido y la cama en la que había dormido estaba perfectamente hecha.

A las nueve, la gente del mantenimiento de mi estanque llamó para confirmar que se llevarían los peces a las dos de la tarde.

Robin y yo tomamos el desayuno, después conduje hasta la biblioteca biomédica.

Busqué el nombre de Wilbert Harrison en la sección de psiquiatría del directorio de Especialistas Médicos. Su registro más reciente tenía diez años de antigüedad…, una dirección en Signal Street en Ojai, ningún número de teléfono. La copié y leí su biografía.

Educación médica en la universidad de Columbia y la Clínica Menninger, una beca de antropología social en la universidad de California en Santa Bárbara, y un puesto clínico en el Instituto y Escuela Correctiva De Bosch.

Sus estudios de antropología eran significativos; sugerían que sus intereses se extendían más allá de la práctica privada. Pero no tenía ningún puesto académico y sus campos de especialidad eran el psicoanálisis y el tratamiento de médicos y profesionales sanitarios con problemas. Su fecha de nacimiento indicaba que tenía sesenta y cinco años. Lo suficientemente viejo como para haberse retirado (el traslado a Ojai desde Beverly Hills y la falta de teléfono podía implicar el deseo de una vida tranquila).

Pasé más adelante a la erre y encontré la mención de Harvey Rosenblatt, completa, con la afiliación de la universidad de Nueva York y una oficina en la calle Sesenta y Cinco Este en Manhattan. La misma dirección que la de Shirley que yo había estado tratando de localizar. ¿Habría desdeñado ella mi llamada porque ya no estaban juntos…? ¿Divorciados? ¿O algo peor?

Leí más. Rosenblatt se había licenciado en la universidad de Nueva York, había hecho su especialización clínica en Bellevue, en el Instituto Psicoanalítico Robert Evanston Hale de Manhattan, y en el Hospital Southwick en Inglaterra. Campos de especialidad: psicoanálisis y terapia psicoanalítica. Cincuenta y ocho años.

Aparecía en el siguiente volumen del directorio, también. Seguí su pista adelante en el tiempo, hasta que su nombre dejó de aparecer.

Hacía cuatro años.

Justo entre la muerte de Paprock y la de Shipler.

«Te estarás preguntando si les han visitado también». Algo para comprobar: como la mayoría de las publicaciones, el Diario de la Asociación Médica Americana publicaba necrológicas cada mes. Busqué en la pila y desenterré unos ejemplares, de cuatro y cinco años de antigüedad para Rosenblatt, diez y once para Harrison.

No había noticias de ninguno de los psiquiatras. Pero quizás ellos no se habían molestado en afiliarse a la AMA.

Consulté el Diario Americano de Psiquiatría. Nada allí, tampoco. Quizá ninguno de los dos había sido miembro de la corporación de la especialidad.

Los ejemplares del directorio de la Asociación Psicológica Americana estaban sólo unos pocos pasillos más allá. El registro de cinco años de antigüedad de Katarina de Bosch que yo había encontrado en mi volumen de casa era realmente el último.

Tampoco había noticias de la muerte de ella.

Así que quizás yo estuviera avanzando hacia un punto muerto.

Pensé en otra posible vía para localizar las direcciones… como autores en las publicaciones científicas. El Index Medicus y los Sumarios Psicológicos revelaron que Katarina había publicado un par de artículos conjuntamente con su padre, pero nada más después de su muerte. Uno de ellos tenía que ver con la educación infantil y contenía una referencia al «mal amor»:

El proceso del establecimiento del vínculo madre-hijo constituye la base de todas las relaciones íntimas, y las interrupciones en este proceso plantan la semilla de una psicopatología en la vida adulta. El buen amor (el nutriente, educativo, altruista, psicosocial que se «mama» de la madre o figura maternal), contribuye a la sensación de seguridad del niño y, por lo tanto, moldea su capacidad para formar vínculos estables. El mal amor (abuso de la autoridad paterna) crea cinismo, alienación, hostilidad, y, en los peores casos, una actividad negativa violenta que es el intento del niño de obtener retribución del pecho que le ha fallado.

Retribución. Abuso de la autoridad paterna. Alguien a quien habían fallado. Alguien que estaba buscando venganza.

Busqué artículos de Harrison y Rosenblatt. Ninguno de ellos había publicado ni una palabra.

No me sorprendí mucho, ya que la mayoría de los que practican nunca van a la imprenta. Pero me parecía extraño que no pudiera localizar a ninguno de ellos.

Un terapeuta que investigar: el asistente social, Mitchell Lerner.

Había sido miembro de importancia de la organización nacional de trabajo social hacía seis años. Apunté la dirección de su oficina en Laurel Canyon y el número de teléfono que la acompañaba. Licenciado en Humanidades por la universidad de California en Northridge, doctor en Trabajo Social en Berkeley, prácticas clínicas en el Hospital General de San Francisco, seguido por dos años como asistente social en la Escuela Correctiva.

Otro discípulo. Como especialidades tenía la terapia familiar y especialmente los abusos.

A continuación, volví de nuevo a los estantes para sacar los volúmenes de seis y siete años de antigüedad del diario de trabajo social.

Tampoco había necrológicas, pero un párrafo encabezado por «Suspensiones» justo debajo de las noticias de muertes en un número de diciembre atrajo mi atención. Seguía una lista. Trece trabajadores sociales clínicos expulsados por la organización a causa de violaciones éticas. Justo en medio de los nombres: «Lerner, Mitchell A.».

No había detalles acerca de sus pecados o los de los otros. El Comité Estatal para el Examen de la Conducta Social estaba cerrado por ser fin de semana, así que anoté los datos que había obtenido y me apunté llamar el lunes a primera hora.

Considerando que ya había averiguado todo lo que podía de los libros, abandoné la biblioteca. De vuelta a casa en Benedict, encontré a Robin trabajando y el perro parecía aburrido. Me siguió hacia la casa y babeó cuando me preparé un bocadillo. Arreglé algún papeleo y compartí mi almuerzo con él, y él me siguió los pasos mientras yo salía y me dirigía hacia el Seville.

—¿Adónde vas? —dijo Robin.

—A casa. Quiero asegurarme de que el traslado de los peces va bien.

Me dirigió una mirada dubitativa, pero no dijo nada.

—Habrá mucha gente por allí —dije.

Robin asintió y miró por encima del coche. El perro estaba golpeando con las patas el parachoques delantero. Eso la hizo sonreír.

—Alguien está en forma para viajar. ¿Por qué no te lo llevas contigo?

—Claro, pero el drenaje del estanque no le va mucho… la fobia al agua.

—¿Por qué no intentas alguna terapia con él?

—¿Por qué no? —dije—. Podría ser el principio de una carrera enteramente nueva.

El equipo de cuatro hombres había empezado temprano, y cuando yo llegué el estanque estaba ya medio vacío, la cascada desconectada y los peces transferidos a unos tanques azules oxigenados, situados en la caja de un camión. Los trabajadores arrancaban plantas y las guardaban en bolsas, quitaban la grava con unas palas y comprobaban los conductos del aire de los tanques.

Hablé con el jefe del equipo, un chico delgado y moreno con rizos rubios a lo rasta y una perilla teñida de blanco. El perro mantuvo las distancias, pero me siguió cuando yo subí a la terraza para recoger el correo de aquellos dos días.

Mucha propaganda y cosas rutinarias. La excepción era un sobre blanco alargado.

Papel barato que yo ya había visto antes.

Sherman Bucklear, licenciado en Derecho, encima de una dirección de remite en Simi Valley.

Dentro había una carta informándome de que el peticionario Donald Dell Wallace tenía buenas razones para creer que yo tenía conocimiento del paradero de las descendientes legales del mencionado peticionario, Chondra Nicolette Wallace y Tiffani Starr Wallace, y solicitaba que yo le pasase la mencionada información al abogado del mencionado peticionario, sin demora, para que los derechos legales del mencionado peticionario no fueran menoscabados.

El resto consistía en amenazas en jerga legal. Volví a meter la carta en el sobre y me la guardé en el bolsillo. El perro estaba arañando la puerta principal.

—¿Todavía nostálgico? —abrí la puerta y él corrió dentro delante de mí, derecho a la cocina. Derecho al frigorífico.

Hijo espiritual de Milo.

Zarpazo, jadeo, jadeo.

Me di cuenta de que, con todas las prisas de la mudanza, me había olvidado de llevarme los comestibles perecederos del frigorífico.

Di un rápido vistazo a los estantes, derramé la leche pasada y tiré a la basura el queso caducado y fruta que estaba empezando a pudrirse.

Puse la comida que no estaba estropeada en una bolsa y pensé en la gente bajo la autopista.

Quedaba un poco de carne en un contenedor de plástico. Olía bien y el perro parecía como si hubiera visto al mesías.

—Está bien, está bien.

La puse en un cuenco y se la coloqué delante, metí en una bolsa las frutas y vegetales en buen estado y los llevé al coche.

El equipo del estanque ya estaba acabando. Todos los koi del camión parecían nadar bien.

El jefe del equipo dijo:

—Bueno, hemos puesto en marcha el colector, nos costará una hora más drenarlo. Si quiere que esperemos, podemos hacerlo, pero cobramos por horas, así que puede quedarse por aquí y apagarlo usted mismo.

—No hay problema —contesté—. Cuídenlos.

—Claro. ¿Cuándo cree que los querrá de vuelta?

—No lo sé todavía.

—¿Unas largas vacaciones?

—Algo así.

—Vale —me tendió la factura y se puso al volante del camión. Un momento después, se habían ido y todo lo que se oía era el grave gorgoteo del agua mientras se bombeaba.

Me senté en el margen de lo que ahora era un agujero embarrado, esperando y mirando bajar el nivel. El calor y la quietud combinados me adormecieron, y no estaba seguro de cuánto rato llevaba allí cuando alguien dijo:

—Hey.

Yo me sobresalté, medio atontado.

Un hombre estaba de pie en la entrada, con una llanta de hierro en la mano.

De unos veintipico o treinta años, barba oscura muy crecida, espeso bigote negro a lo Fu-Manchú que le caía hasta la barbilla.

Llevaba unos vaqueros sucios y unas botas Wellington con cadenas, una camiseta negra debajo de una pesada cazadora de cuero negro. Negro, ralo cabello, un pendiente de aro de oro, cadenas de acero alrededor del cuello. Grandes brazos tatuados. Gran vientre, piernas arqueadas. Quizá midiera dos metros y pesara unos noventa kilos.

Ojos ribeteados de rojo.

Sun Valley, Sunny, en la puerta de al lado de la albañilería de Rodríguez, llevaba una gorra negra que decía CAT.

El chico musculoso del bar que no había dicho gran cosa.

Dio un silbido y se acercó. Apartó una mano del hierro. Bajó el metal, lo balanceó paralelo a su pierna describiendo un lento, pequeño arco y se acercó unos pasos más. Miró mi cara. La suya mostraba una tarda, perezosa sonrisa de reconocimiento.

—Muro de contención, ¿eh?

—¿Qué es lo que quiere?

—Las niñas de Donald, tío —voz profunda y pastosa. Sonaba como si hubiera venido directamente desde el bar.

—No están aquí.

—¿Dónde están, tío?

—No lo sé.

El arco de hierro se extendió.

Le pregunté:

—¿Por qué tenía que saberlo?

—Estabas buscando al morenito, tío. Quizá lo encontraste.

—No lo hice.

—Quizá sí lo hiciste, tío —dio unos pasos adelante. Sólo unos pasos, ahora. Le faltaban un montón de dientes. El bigote lleno de caspa. Un inflamado grano con pus había hecho erupción bajo su ojo izquierdo. Los tatuajes estaban mal hechos, un revoltijo verde azulado de torsos femeninos, espadas sangrientas y letras góticas.

Yo dije:

—También he recibido una carta del abogado de Wallace…

—Que le jodan —se acercó balanceándose, y olía como el fondo de un cesto de ropa sucia que necesitara ser vaciado.

Yo retrocedí. No tenía mucho espacio de maniobra. Detrás de mí había unos arbustos, setos y el arce cuya rama había sido usada para empalar al koi.

—Así no estás ayudando a Donald Dell —dije—. Esto no le hará ningún bien.

—¿A quién le importa un carajo, tío? Estás fuera del caso.

Balanceó el hierro desganadamente, apuntando hacia abajo y golpeando el suelo. Mirando hacia el estanque sólo un segundo, después otra vez a mí. Yo examiné el área en busca de posibles armas.

Unos pocos residuos: unas bolsas grandes de plástico que se había dejado el equipo del estanque. Trozos de manguera de goma. Un par de hojas de filtro llenas de porquería. Quizá la red de los koi. Dos metros de mango de madera de roble unidos a una copa de tela metálica… pero estaba fuera de mi alcance.

—¿Desde cuándo? —pregunté.

—¿Qué?

—¿Desde cuándo estoy fuera del caso?

—Desde que nosotros lo digamos, tío.

—¿Los Iron Priests?

—¿Dónde están las niñas, tío?

—Ya te lo he dicho. No lo sé.

Sacudió la cabeza y avanzó.

—No vale la pena que acabes herido por esto, tío. Es sólo un trabajo, qué demonios.

—¿Te gustan los peces? —dije.

—¿Eh?

—Peces. Seres con aletas. Pescado. Piscinoides.

—Hey, tío…

—¿Te gusta andar por ahí a hurtadillas, echándoles arpones? ¿Rompiendo ramas de los árboles y preparando unas brochetas?

—¿Qué?

—Has estado aquí antes, ¿verdad? Pescando carpas, hijo de puta.

La confusión tensó su cara, frunciéndola con un gesto tirante y de malas pulgas que daba una idea del aspecto que tendría suponiendo que llegase a la vejez. Entonces la rabia tomó su lugar (un resentimiento de niño malcriado) y levantó el hierro y me dirigió un golpe.

Yo salté a un lado.

—Hey —dijo, molesto. Lanzó otra estocada, falló. Titubeó, pero no lo bastante para tambalearse, y sus movimientos eran fuertes—. Aquí, titas, titas —rio.

Seguí apartándome de sus golpes, manteniéndome en el borde rocoso del estanque. Las piedras estaban resbaladizas por las algas y yo usaba los brazos para mantener el equilibrio. Eso le hizo reír aún más. Gritó, se acercó a mí, desmañado y lento. Se quedó enganchado en el juego, como si fuese eso lo que venía a hacer.

Empezó a emitir cloqueos de corral.

Yo repartía mi atención entre el hierro y sus ojos. Buscaba una oportunidad de usar la sorpresa y su propio peso contra él. Si fallaba, me destrozaría la mano.

—Bum, bum, bum —dijo—. Titas, titas.

—Venga, estúpido —exclamé.

Su cara se hinchó y enrojeció. Cogió el hierro con las dos manos y dio un súbito golpe a mis rodillas.

Yo salté hacia atrás, me tambaleé, caí hacia delante en el borde del estanque, y fui a aterrizar sobre las palmas.

El hierro dio en la roca y produjo un sonido metálico. Él lo levantó por encima de su cabeza.

Los siguientes sonidos vinieron de detrás de él.

Un grave ladrido. Furiosos bufidos.

Se volvió hacia ellos, sujetando el hierro frente a su propio pecho en defensa instintiva. Justo a tiempo para ver al bulldog correr deprisa hacia él, una pequeña bala negra, con los dientes desnudos en una nacarada mueca.

Para mí, justo a tiempo para saltar sobre mis pies y lanzar mis brazos alrededor de su frente.

No con la suficiente fuerza para dejarlo sin conocimiento, pero mantuve mis manos al final de la barra y la golpeé fuertemente en sus costillas. Algo crujió.

Él dijo: «Oooh», con una voz curiosamente aniñada. Doblado en dos. Inclinado.

El perro estaba ahora sobre él, le clavaba los dientes en una pierna, sacudía la cabeza de un lado a otro, gruñendo y salpicando saliva.

La espalda del hombre se pegaba contra mí. Apreté el hierro, forzándolo bajo su mentón. Lo puse contra su nuez y empujé firmemente hasta que él produjo unos ruidos de arcadas y empezó a soltar su presa. Lo sujeté. Finalmente, dejó caer los brazos y todo su peso muerto contra mí. Luchando para mantenerme de pie, dejé que se derrumbara en el suelo, esperando no haber destruido su laringe, pero sin torturarme demasiado por ello.

El perro siguió encima de él, gruñendo y mordiendo los pantalones.

El hombre cayó al suelo. Le busqué el pulso. Fuerte y firme, y ya estaba empezando a moverse y gemir.

Busqué algo para atarle. Las bolsas de polietileno. Diciéndole al perro: quédate aquí, corrí a cogerlas. Las até juntas, las retorcí para formar unas espesas cuerdas de plástico y usé una para asegurar sus manos detrás de la espalda, la otra para las piernas.

El perro había retrocedido para mirarme, con la cabeza levantada. Yo dije:

—Lo has hecho muy bien, Spike, pero no tienes que comértelo. ¿Qué tal si te comes un solomillo en su lugar…? Es mucho mejor.

El hombre abrió los ojos. Trató de hablar pero sólo produjo una tos y arcadas. La parte delantera de su cuello estaba entumecida, y estaba empezando a aparecer allí un hematoma de un azul oscuro que hacía juego con sus tatuajes.

El perro le puso las patas encima.

Los ojos del hombre destellaron. Volvió la cabeza e hizo una mueca de dolor.

Ordené:

—Quieto, Spike. Nada de sangre.

El perro miró hacia arriba con sus suaves ojos que esperé que no le traicionasen.

El hombre tosía y se atragantaba.

Los agujeros de la nariz del perro se abrieron y cerraron. La saliva caía de sus fauces y lanzó un gruñido.

—Buen chico, Spike —dije—. Vigilalo un segundo, y si te da problemas, le puedes desgarrar la garganta como aperitivo.