23
La escena del garaje me acompañó durante mi viaje de vuelta a Los Ángeles. El embotellamiento justo pasado Thousand Oaks me retuvo allí sentado y quieto, con el cuerpo despedazado de Katarina que me llenaba la cabeza. Yo escuchaba el ruido del motor del Seville, pensaba en dolor y venganza y en Robin sola en Benedict Canyon. El señor Seda, quienquiera que fuese, había logrado una victoria parcial.
Finalmente nos pusimos en marcha de nuevo. Esquivé la 101, me dirigí a la 405 y tuve una buena travesía hacia Sunset. Estaba enfilando hacia Benedict después de las nueve y media cuando vi unas manchas rojas flotando delante de mí.
Luces de freno. Un coche se detuvo.
Parecía estar detenido justo enfrente de la estrecha carretera que conducía a mi hogar adoptivo, aunque desde aquella distancia no podía estar seguro. Aceleré, pero antes de llegar allí, las luces se desvanecieron y el coche se fue, demasiado rápido para poder alcanzarlo.
Probablemente no era nada, pero yo me tambaleaba en la delgada línea entre la paranoia y la precaución, y el corazón me latía deprisa. Esperé. Todo permanecía silencioso. Conduje hasta la blanca puerta, deslicé la tarjeta de apertura en la ranura y aceleré subiendo la avenida bordeada de cipreses.
La casa estaba iluminada desde el interior, el garaje cenado. Me acerqué a la puerta delantera, húmedo de sudor, introduje la llave y entré, con el pecho estallando.
Robin estaba echada en un sofá leyendo una revista de diseño. El bulldog estaba metido entre sus piernas, con la cabeza anidada en su regazo, el escotillón de la boca abierta y roncando.
—La Bella y la Bestia —bromeé yo, pero mi voz sonaba débil.
Ella levantó la vista, sonrió y levantó la mano. El perro abrió un ojo, después dejó caer el párpado.
—¿Has ido de compras esta tarde? —dije, quitándome la chaqueta—. Te he llamado un montón de veces.
—Ajá —dijo ella—. Muchos recados… ¿Qué pasa, Alex?
Le conté brevemente lo que había encontrado en Shoreline Drive.
—¡Oh, no! —ella se apoyó sobre sus codos. El perro rezongó, despierto, pero se quedó donde estaba—. Estuviste tan cerca que casi lo pisas.
Yo me senté. Mientras Robin me estrechaba la mano, le expliqué lo que había encontrado y lo que me habían contado Bert Harrison y Condon Bancroft. Ella escuchaba con los dedos encima de la boca.
—Quien esté detrás de esto es implacable —dije—. Quiero que te mudes a algún otro sitio temporalmente.
Se incorporó y se sentó del todo.
—¿Qué?
—Sólo durante una temporada. No se está a salvo conmigo.
—Nos mudamos para que lo estuvieras, Alex. ¿Quién puede saber que estás aquí?
Pensando en las luces de freno, yo dije:
—Estoy seguro de que nadie, pero sólo quiero ser precavido. He hablado con Milo. Puedes mudarte a su casa. Sólo hasta que las cosas se tranquilicen.
—No es necesario, Alex.
El perro estaba va completamente despierto, desviando su mirada de Robin a mí, con las arrugas de la frente cada vez más profundas. La confusión y el miedo de un niño que ve pelearse a sus padres.
—Sólo temporalmente —dije yo.
—¿Temporalmente? ¡Si esa persona ha hecho todo lo que tú dices que ha hecho, es capaz de esperar durante años! Así que, ¿qué quieres decir con eso de «temporalmente»?
No respondí.
—No. Ni hablar, Alex, no voy a dejarte. Al infierno con él… no puede hacernos esto.
—Robin, ella estaba embarazada. Yo vi lo que le hizo.
—No —dijo ella, con los ojos húmedos—. Por favor. No quiero oírlo.
—De acuerdo —accedí yo.
Robin se inclinó hacia delante como si estuviera cayendo y se sujetó a mis hombros con las dos manos. Me acercó a ella, se sujetó fuerte, como si todavía no hubiera recuperado el equilibrio. Su mejilla estaba contra la mía y su respiración en mi oído, caliente y rápida.
—Está bien —dije yo—. Lo soportaremos.
Ella me apretó.
—Oh, Alex, vámonos a otro planeta.
El perro saltó del sofá al suelo, se sentó y se nos quedó mirando. Los agujeros de su nariz, oprimidos, producían unos silbantes ruidos, pero sus ojos estaban claros y activos, casi humanos.
—Hey, Spike —le dije, extendiendo la mano—. ¿Se ha portado bien?
—De lo mejor.
El afecto en su voz hizo que sus oídos se enderezaran. Correteó por el borde del sofá y puso sus belfos en la rodilla de Robin. Ella le acarició la cabeza y él levantó la barbilla y le dio a su palma un largo, húmedo lametazo.
—Puedes llevártelo contigo —dije—. Tendrías atención masculina constante.
—Métetelo en la cabeza, Alex —sus uñas se clavaron en mi espalda—. Probablemente no le tendremos durante mucho tiempo, de todos modos. He recibido esta mañana una llamada de un grupo llamado Rescate del Bulldog Francés. Una señora muy dulce en Burbank… tú escribiste al club nacional y ellos se lo remitieron a ella. Está haciendo algunas investigaciones, dice que estos pequeños casi nunca se abandonan intencionadamente, así que sólo es una cuestión de tiempo que los propietarios lo reclamen.
—¿Nadie lo ha reclamado hasta ahora?
—No, pero no tengas demasiadas esperanzas. Ella tiene una red de comunicaciones bastante buena, parece muy segura de que encontrará al propietario. Se ofreció para venir y llevárselo, pero yo dije que nosotros lo cuidaríamos mientras tanto.
El perro me miraba con expectación. Yo le puse la mano en la cabeza y él hizo un ruido bajo, satisfecho.
Robin dijo:
—Ahora sé lo que sienten los padres adoptivos —cogió en un puñado el suave mentón y lo besó. Los pantalones cortos se le habían subido por el muslo y se los estiró—. ¿Has cenado ya?
—No.
—He comprado cosas… chiles rellenos, enchiladas. Incluso un paquete de cervezas Corona, así que podemos fingir que celebramos una fiesta. Es un poco tarde ya para empezar una fiesta completa, pero puedo sacar un par de cosas si tienes hambre.
—No te preocupes, me haré un bocadillo.
—No, déjame, Alex. Necesito hacer algo con las manos. Después podemos irnos a la cama con el crucigrama y un programa malísimo de televisión y no sé qué más.
—¿Quién sabe? —dije yo, atrayéndola hacia mí.
Apagamos las luces hacia medianoche. Me dormí fácilmente, pero me desperté sintiendo como si se me hubieran desecado los fluidos corporales.
Soporté el desayuno, alimenté al perro con trocitos de huevo revuelto y hablé con Robin hasta que ellos dos se fueron al garaje.
Tan pronto como me quedé solo, llamé a la doctora Shirley Rosenblatt en Manhattan y salió la misma cinta grabada. Repetí mi discurso, le dije que era más urgente que nunca, y Je pedí que se pusiera en contacto conmigo lo más pronto posible. Como no hubo respuesta hasta el momento en que acabé de ducharme, afeitarme y vestirme, llamé a Jean Jeffers. Ella había salido para todo el día (una reunión fuera de la ciudad) y no había dejado ningún mensaje a su secretaria acerca de Lyle Gritz. Recordando su ansiedad por buscarlo, me imaginé que no había encontrado nada.
En información no tenían registrada a ninguna Ramona o Rowena Basille, pero había un «Basille, R.» en el 618 de South Hauser Street. Cerca de Park LaBrea.
Una voz de mujer mayor contestó:
—Dígame.
—¿Señora Basille?
—Soy Rolanda, ¿quién es usted? —timbre estridente, el acento del medio oeste con el que yo había crecido.
—Mi nombre es Alex Delaware. Soy psicólogo, asesor del Departamento de Policía de Los Ángeles…
—¿Sí? —el tono se elevó.
—Siento tener que molestarla…
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?
—Nada, señora Basille. Me preguntaba si querría usted contestarme a unas pocas preguntas.
—¿Acerca de Becky?
—Acerca de alguien que Becky pudo haber conocido.
—¿Quién?
—Un amigo de Dorsey Hewitt.
El nombre la hizo gruñir.
—¿Qué amigo? ¿Quién? No lo entiendo.
—Un hombre llamado Lyle Gritz.
—¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre con él?
—¿Había oído hablar de él?
—No, nunca. ¿Qué tiene que ver todo esto con Rebecca?
—Nada directamente, señora Basille, pero Gritz puede estar envuelto en algún otro delito. Puede haber usado los nombres de Seda o Merino.
—¿Qué tipo de delitos? ¿Asesinatos?
—Sí.
—No lo entiendo. ¿Por qué me llama un psicólogo… eso es lo que usted dijo que era, no? ¿Psicólogo, psiquiatra?
—Psicólogo.
—Si se ha cometido algún asesinato, ¿por qué no llama la policía?
—Todavía no es una investigación oficial.
—Está bien, ¿quién es usted, tío? ¿Algún mezquino periodista sensacionalista? Ya he pasado antes por esto, y déjeme decirle que puede usted…
—No soy ningún periodista —repliqué—. Soy quien le he dicho que soy, señora Basille. Si quiere verificarlo, puede llamar al detective Milo Sturgis de los detectives de Los Ángeles Oeste. Él fue quien me dio su nombre…
—Sturgis —dijo ella.
—Él llevaba la investigación en el caso de Becky.
—Cuál de ellos era… ah, sí, el gordo… sí, trató de ser amable. Pero ¿a qué viene que le dé a usted mi nombre? ¿Qué está haciendo, alguna especie de estudio psicológico? ¿Quiere usarme de conejillo de Indias?
—No, nada de eso…
—¿Entonces qué?
Parecía no haber elección.
—Mi implicación es mucho más personal, señora Basille. Soy una víctima potencial.
—Una víc… ¿de quién, de ese Gritch?
—Gritz. Lyle Edward Gritz. O Seda, o…
—Nunca oí hablar de ninguno de esos.
—Hay pruebas de que está asesinando a psicoterapeutas… desde hace cinco años.
—Oh, no.
—El último asesinato ocurrió ayer, en Santa Bárbara. Una mujer llamada Katarina de Bosch.
—Ayer… oh, Dios mío —su voz cambió… se hizo más baja, más suave, todavía perpleja—. ¿Y ahora cree que va a por usted?
—Sí.
—¿Por qué?
—Debe de tener algo contra los psicoterapeutas. Deja un mensaje en la escena del crimen. Las palabras «mal amor»…
—¡Es lo mismo que gritaba aquel criminal!
—Por eso pensamos que tiene que haber una relación. La semana pasada, yo recibí una cinta con alguien que canturreaba «mal amor», y también una muestra de Hewitt gritando. Poco después, recibí una llamada telefónica extraña, y más tarde alguien entró en mi casa y causó algunos daños.
—¿Qué es lo que está diciendo? ¿Que lo de Rebecca era parte de algo más?
—Realmente no lo sé, señora Basille.
—¿Pero quizá fue eso? Alguien más pudo estar involucrado en lo de mi Becky…
Un ruido sordo repercutió en mi oído. Unos segundos después:
—Se me ha caído el teléfono. ¿Está usted ahí todavía?
—Sí.
—¿Qué es lo que está usted diciendo? ¿Ese Gritz puede haber estado involucrado en hacerle daño a mi niña?
—Ojalá pudiera decírselo, señora Basille. Gritz y Hewitt eran amigos, así que es posible que Gritz tuviera alguna influencia sobre Hewitt. Pero no hay pruebas…
—Mal amor —dijo ella—. Nadie fue capaz de explicarme lo que significaba.
—Es un término psicológico acuñado por el padre de Katarina de Bosch… el doctor Andres de Bosch.
—¿De Boch?
—De Bosch. Era un psicólogo que tenía una escuela terapéutica en Santa Bárbara.
No hubo reacción.
Continué:
—Lyle Gritz pudo haber sido paciente allí. Por lo que yo sé, Hewitt pudo haberlo sido también. ¿Mencionó Rebecca alguna vez algo relacionado con esto?
—No… Dios bendito… Creo que me voy a poner enferma.
—Lo siento mucho, señora…
—¿Cuál dijo que era su nombre?
—Alex Delaware.
—Deme su número de teléfono.
Lo hice.
—De acuerdo —dijo ella—. Voy a llamar a ese Sturgis ahora mismo y lo voy a comprobar.
—Está en Santa Bárbara. Puede ponerse en contacto con él a través del departamento de policía de allí —yo busqué en mi bolsillo, saqué la tarjeta de Sally Grayson y le leí el número.
Ella colgó sin comentarios.
Diez minutos después, mi servicio telefónico me puso con ella.
—No estaba —dijo ella—, pero hablé con una mujer policía que dijo que es de fiar. Así que, está bien, comprendo lo que está usted pasando… una vez que uno lo ha sufrido, lo siente mucho por otras personas. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
—Me preguntaba si Becky le habló alguna vez acerca de su trabajo. Si dijo algo que pudiera ayudar a encontrar a Gritz y aclarar todo esto.
—¿Hablar? Sí, hablaba. A ella le gustaba… no cuelgue… mi estómago… no cuelgue, pensaba que estaba bien, pero creo que voy a tener que vomitar otra vez… déjeme ir a hacerlo, y luego le vuelvo a llamar… no, olvídelo, odio el teléfono. Ahora suena el teléfono y se me dispara el corazón como si me fuera a explotar… si quiere puede venir a verme. Déjeme ver cómo es usted, odio el teléfono.
—¿Qué le parece si voy a su casa?
—Claro… no, olvídelo. Este lugar es deprimente. Nunca fui una buena ama de casa, y ahora no me importa ya un pimiento. ¿Por qué no nos encontramos en Hancock Park? No en el barrio, en el parque propiamente dicho… ¿sabe dónde está?
—Junto a los pozos de alquitrán.
—Sí, nos encontraremos en el lado de la calle Seis, detrás de los museos. Hay una zona de sombra, algunos bancos. ¿Qué va a llevar usted?
—Unos vaqueros y una camisa blanca.
—Bien. Yo llevaré… no, esto está arrugado, voy a cambiarme… Llevaré una… blusa verde. Verde con cuello blanco. Busque a una mujer vieja con una blusa verde y mal arreglada.
La blusa era verde hierba. Estaba sentada en un banco, bajo un techo de árboles desemparejados, en un banco de cara al césped ondulado que separaba el Museo de Arte del Condado del depósito de dinosaurios que George Page había construido con dinero de las Misiones. Al final del césped, los pozos de alquitrán eran unos aceitosos sumideros negros detrás de unas verjas de acero forjado. A través de la valla, unos mastodontes de yeso se alzaban y fulguraban frente al tráfico de Wilshire Boulevard. El alquitrán se filtraba por todo el parque, rezumando en algunos lugares, y yo tuve que evitar meter los pies en un charco burbujeante mientras me dirigía hacia Rolanda Basille.
Daba la espalda a la calle Seis, pero yo tenía una visión de tres cuartos de su cuerpo. Alrededor de sesenta y cinco años. El cuello era níveo, a lo Peter Pan; sus pantalones de lana color oliva, demasiado gruesos para el tiempo que hacía. Llevaba el pelo teñido tan negro como el alquitrán, cortado muy corto y con unos mechones a la altura de las cejas. La cara era pequeña y arrugada. Unas manos artríticas se encrespaban en su regazo. Unas zapatillas rojas de deporte le cubrían los pies, sobre unos calcetines blancos, doblados por encima. Un gran bolso de plástico verde le colgaba del hombro. Si pesaba cincuenta kilos, sería después de la comida de Acción de Gracias.
El suelo estaba cubierto de hojas secas y yo hice ruido al acercarme. Ella siguió mirando al césped y no se volvió. Los niños jugaban allí, como manchitas móviles en una pantalla esmeralda, pero yo no estaba seguro de que ella los viera.
Los dispersos árboles habían sido sujetos para formar una bóveda, y las sombras que proyectaban eran absolutas. Algunos otros bancos estaban diseminados por allí cerca, la mayoría de ellos vacíos. Un hombre negro dormía en uno de ellos, con una bolsa de papel junto a su cabeza. Dos mujeres, aproximadamente de la misma edad de Rolanda Basille, estaban sentadas en otro, rasgueando unas guitarras y cantando.
Yo me puse delante de ella.
Ella apenas levantó la vista, luego dio una palmada en el banco.
Me senté. Llegaba la música de las dos guitarristas. Una canción folclórica, en un idioma extranjero.
—Las hermanas Stepne —dijo ella, sacando la lengua—. Están ahí siempre. Son malísimas. ¿Ha visto alguna vez una foto de mi hija?
—Sólo en los periódicos.
—Esa no la favorecía demasiado —abrió el gran bolso, buscó un momento y sacó un sobre de tamaño mediano. Sacando tres fotografías en color, me las tendió.
Retratos profesionales, de calidad pasable. Rebecca Basille sentada en una silla blanca de mimbre, posaba de tres formas diferentes frente a un telón de fondo con un arroyo de montaña, llevando un vestido color verde azulado y unas perlas. Amplia sonrisa. Dientes perfectos. Muy hermosa; suave, curvada, suaves brazos, un poquito regordeta. El vestido era escotado y mostraba un poco el espacio entre los senos. Su cabello castaño era brillante y largo, rizado artificialmente por las puntas, los ojos llenos de humor y con un poquito de aprensión, como si llevara mucho rato sentada y tuviera dudas acerca del resultado.
—Encantadora —comenté.
—Era hermosa —dijo Rolanda—. Por dentro y por fuera.
Extendió la mano y le devolví las fotos. Después de volverlas a colocar en el bolso, dijo:
—Sólo quería que viera el tipo de persona que era ella, aunque ni siquiera estas fotos le hacen justicia. No le gustaba que le hicieran fotos… era gordita de pequeña. De cara siempre fue preciosa.
Yo asentí. Ella continuó:
—Si había un pajarillo herido en un radio de diez kilómetros, Becky lo encontraba y lo traía a casa. Cajas de zapatos, bolas de algodón, cuentagotas. Ella trataba de salvar cualquier cosa… insectos… bichos… ¿esos bichos pequeños, grises?
—Chinches de la patata.
—Esos. Polillas, mariquitas, lo que sea, ella los salvaba. Cuando era muy pequeña pasó una temporada en la que no quería que nadie cortase el césped, porque pensaba que le haría daño a la hierba.
Trató de sonreír, pero sus labios escaparon a su control y empezaron a temblar. Se los cubrió con una mano.
—¿Comprende lo que estoy diciendo? —dijo finalmente.
—Sí.
—Nunca cambió. En la escuela, iba derecha a los inútiles… a cualquiera que fuese diferente, o sufriera… los niños retrasados, con labios leporinos, lo que quiera. A veces pienso que se sentía atraída por el dolor.
Otra incursión en el bolso. Sacó unas gafas de sol de montura roja y se las puso. Dado el ambiente sombreado, debieron ennegrecerle por completo el mundo. Le dije:
—Creo que comprendo por qué se dedicó al trabajo social.
—Exactamente. Siempre imaginé que haría algo como eso, siempre le dije que la enfermería o el trabajo social serían perfectos para ella. Pero, por supuesto, cuando se lo dices, hacen otra cosa totalmente diferente. Así que le costó un poco saber lo que realmente quería. No quiso ir a la universidad, se dedicó a hacer de camarera, trabajos de oficina, de secretaria. Mis otros hijos eran diferentes. Muy centrados. Tengo un chico que se dedica a la medicina ortopédica en Reno, y mi chica mayor trabaja en un banco en Saint Louis… es vicepresidenta adjunta.
—¿Becky era la más joven?
Ella asintió.
—Nueve años entre ella y Kathy, once entre ella y Carl. Ella era… yo tenía cuarenta y un años cuando la tuve, y su padre era cinco años mayor que yo. Nos abandonó poco después de nacer ella. Me dejó abandonada con tres niños. Era diabético, y se negaba a dejar de beber. Empezó a perder sensibilidad en un pie, luego los ojos empezaron a fallarle. Finalmente, empezaron a cortarle trozos y decidió, sin dedos de los pies y con un brazo menos, que era el momento de ser un alegre soltero… divertido, ¿eh? —Sacudió la cabeza—. Se trasladó a Tahoe, y no duró mucho después de eso —dijo—. Becky tenía dos años cuando murió. No habíamos oído hablar de él durante todo aquel tiempo, y de repente el gobierno empezó a mandarme su paga de veterano… ¿Piensa que fue eso lo que la hizo tan vulnerable? La falta dé… ¿cómo lo llama la gente? ¿Modelo paterno?
—¿En qué era vulnerable Becky? —dije.
—Demasiado confiada —ella se tocó el cuello, alisó una invisible arruga—. Iba directamente hacia los perdedores. Se creía todos sus cuentos chinos.
—¿Qué tipo de perdedores?
—Más pajarillos heridos. Chicos que pensaba que podría arreglar. Ella quería arreglar el mundo.
Las manos empezaron a temblarle y las escondió bajo el bolso. Las hermanas Stepne cantaban más alto. Ella dijo:
—Callaos.
—¿Los perdedores la maltrataban?
—Perdedores —dijo ella como si no me hubiera oído—. El gran poeta sin poemas que enseñar, que vivía de la beneficencia. Un montón de supuestos músicos. No hombres. Chicos. Yo le regañaba constantemente, por los callejones sin salida que elegía. Al final, nada importó un pimiento, ¿verdad?
Se quitó las gafas de sol y se enjugó un ojo con un dedo. Se volvió a poner las gafas y dijo:
—No tiene por qué oír esto, ya tiene sus propios problemas.
Yo vi débiles reflejos de mí mismo en sus lentes negras, deformados y estirados.
—Parece usted un buen chico, escuchándome todas estas cosas. ¿También salvaba bichos usted?
—Quizás un par de veces.
Ella sonrió.
—Apuesto a que fueron más de un par de veces. Apuesto a que usted agujereaba la tapa de los botes para que los bichos pudieran respirar, ¿verdad? Apuesto a que a su madre le encantaba eso, también, todas esas cosas que reptan en casa.
Yo reí.
—Tengo razón, ¿verdad? Yo sí que debería ser psicóloga.
—Todo eso me trae ciertos recuerdos —dije.
—Seguro —dijo ella—. A salvar el mundo, todos ustedes. ¿Está casado?
—No.
—Un chico como usted, con la misma actitud que mi Becky, hubiera sido estupendo para ella. Podrían haber salvado el mundo juntos. Pero para serle sincera, ella probablemente no le habría hecho caso… no se ofenda, usted es demasiado… decidido. Es un cumplido, créame —me dio unas palmaditas en la rodilla. Frunció el entrecejo—. Siento lo que le está pasando. Y asegúrese de cuidarse bien. Si algo le ocurre, su madre se morirá de pena, una y otra vez. Usted se habrá ido, pero ella se quedará muriendo cada día… ¿lo entiende?
La mano en mi rodilla se agarrotó.
Asentí.
—Si algo le ocurre, su madre se echará en la cama y pensará en usted, una vez y otra y otra. Preguntándose cuánto sufrió. Preguntándose en qué estaría usted pensando cuando aquello le ocurrió… por qué le ocurrió a su niño y no al de otra persona. ¿Entiende lo que le digo?
—Claro.
—Así que tenga cuidado.
—Por eso estoy aquí —dije—. Para protegerme.
Ella se quitó las gafas. Sus ojos estaban tan en carne viva que los blancos parecían marrones.
—Gritz… no, ella nunca dijo una palabra acerca de nadie llamado así. O Seda o Merino.
—¿Le habló alguna vez de Hewitt?
—No, realmente no —ella parecía estar deliberando.
No me moví ni dije nada.
Los ojos en carne viva se humedecieron.
—Ella le mencionó una vez… quizá una semana o dos antes. Dijo que estaba tratando a una persona realmente enferma y que creía que le estaba ayudando. Lo dijo respetuosamente… ese pobre chico enfermo al que ella realmente quería ayudar. Un esquizofrénico, lo que sea… que oía voces. Nadie más había sido capaz de ayudarle, pero ella pensaba que sí podía. Él empezaba a confiar en ella.
Escupió en el suelo.
—¿Le mencionó por su nombre?
—No. Tenía mucho cuidado de no mencionar ninguno de sus nombres. Se preocupaba mucho de seguir las normas.
Recordando las incompletas notas de Becky y su falta de seguimiento con Jean, yo dije:
—Una auténtica cumplidora, ¿eh?
—Esa era Becky. Cuando estaba en la escuela, sus profesores siempre decían que les hubiera gustado tener una clase llena de Beckys. Incluso con sus novios perdedores, ella siempre permanecía en el buen camino, sin tomar drogas, nada. Por eso ellos no podían…
Sacudió la cabeza. Se quitó las gafas de sol otra vez y me mostró la parte de atrás de su cabeza. Entre delgados mechones de cabello teñido, su cuello tenía manchas y la piel era fláccida.
—¿No podían qué? —pregunté.
No hubo respuesta durante un momento.
Y entonces:
—No podían seguir con ella… siempre acababan dejándola. ¿Puede usted comprender eso? Los que estaban a punto de divorciarse, siempre volvían con sus mujeres. Los que habían dejado la bebida, siempre acababan bebiendo otra vez. Y la dejaban. Ella era diez veces mejor como ser humano de lo que era cualquiera de ellos, pero ellos siempre la abandonaban, ¿puede usted comprender eso?
—Los inestables eran ellos —dije yo.
—Exactamente. Perdedores, callejones sin salida. Lo que ella necesitaba era alguien con un buen nivel, pero a ella no le atraían esos… sólo los deteriorados.
—¿Tenía alguna relación en el momento en que murió?
—No lo sé… es probable. La última vez que la vi (un par de días antes pasó por aquí para dejarme algo de ropa para lavar) le pregunté cómo iba su vida social y se negó a hablar de ello. Lo que normalmente significaba que estaba liada con alguien que ella sabía que no me iba a gustar. Yo estaba muy preocupada por ella… no hablamos mucho. ¿Cómo iba a saber que esa era la última vez y que tenía que haber disfrutado cada minuto que pasé con ella?
Sus hombros se abatieron y tembló.
Toqué uno de ellos y ella se enderezó repentinamente.
—Ya es suficiente… odio este abatimiento. Por eso abandoné ese grupo de supervivientes que me recomendó su amigo Sturgis. Demasiada autocompasión. Mientras tanto, no he hecho ni una maldita cosa por usted.
Mi cabeza estaba llena de suposiciones e hipótesis. Saber de la atracción de Becky por los perdedores había confirmado las sospechas dejadas por sus notas. Yo sonreí y dije:
—Me ha gustado hablar con usted.
—También hablar con usted ha estado bien. ¿Le debo algo?
—No, la primera hora es gratis.
—Bueno, fíjate en eso. Guapo, un trabajador liberal, y con sentido del humor por añadidura… Le debe ir muy bien, ¿no? Financieramente.
—No me va mal.
—Modesto. Apuesto a que le va mejor de lo que dice. Eso es lo que yo quería para Becky. Seguridad. Se lo dije, ¿por qué estás perdiendo el tiempo, haciendo el trabajo sucio para el condado? Acaba tus estudios, sácate una licencia, abre un despacho en Beverly Hills y trata a gente gorda o a esas mujeres que se matan de hambre. Haz un poco de dinero. No es ningún delito, ¿verdad? Pero ella no quería escucharme, quería hacer un trabajo «importante». Con gente que realmente estuviera necesitada.
Movió la cabeza.
—Salvar a los bichos —dijo, de forma casi inaudible—. Ella pensaba que estaba tratando con esos bichos de la patata, pero un escorpión se le metió en el bote.