31
Milo nos consoló en silencio durante unos segundos, luego conferenció con Gillespie.
El fuego se apagó, y empezó a emitir columnas de humo blanco. Algún tiempo después (todavía no sé cuánto) Robin y yo pudimos ver los daños, acompañados por un bombero con una linterna que vigilaba para nuestra seguridad, pero se mantenía detrás diplomáticamente mientras nosotros tropezábamos y maldecíamos en la oscuridad.
El jardín y la parte de atrás de la casa se habían perdido totalmente, el aire todavía era allí caliente y amargo. Las habitaciones de la parte delantera estaban empapadas y sucias, llenas de cenizas, todavía desmoronándose. Pasé la mano por los muebles chamuscados, toqué el polvo caliente, miré los objetos artísticos estropeados y los recuerdos destruidos, el televisor y el equipo estéreo que se habían llenado de ampollas y al fin habían explotado. Después de un rato se hizo demasiado difícil. Yo fui colocando los cuadros y grabados que parecían intactos contra la pared, e hice una pulcra pila. Una pequeña pila. Mi grabado de boxeo de Bellows parecía haber quedado intacto, pero el marco estaba ennegrecido por los bordes.
Robin atravesaba el salón cuando dije:
—Vamos a sacar esto de aquí.
Ella hizo un gesto lento… más bien una inclinación de cabeza. Sacamos los cuadros y los llevamos a la furgoneta.
Más allá de los vehículos, Milo y Gillespie estaban todavía conferenciando y un tercer hombre se había unido a ellos… era joven, rechoncho, medio calvo, con erizado cabello rojo. Llevaba un bloc y escribía atareado.
—Drew Seaver —dijo, levantando la mano—. Soy el investigador de incendios provocados del departamento de bomberos. El detective Sturgis me ha estado informando… parece que ustedes lo han pasado bastante mal. Tengo que hacerles unas preguntas, pero pueden esperar un par de días.
—Yo le diré todo lo que quiera saber —intervino Milo.
—Bien —dijo Seaver—. ¿Cuál es su situación de cara al seguro, doctor?
Como si le hubieran dado pie, el capitán Gillespie dijo:
—Será mejor que nos vayamos… buena suerte, amigos.
Cuando se hubo ido, Seaver repitió su pregunta sobre el seguro.
—Nunca comprobé los detalles realmente. Estoy al día en cuanto a las primas —contesté.
—Bien, eso está bien. Esos chicos del seguro son realmente unos hijos de perra, créame. Pónganle un punto equivocado a la i y encontrarán una forma de no pagarle. Si necesita alguna ayuda con los justificantes, haga que me llamen.
Me alargó su tarjeta.
—Eso y una declaración del detective Sturgis bastará para arreglar la cosa.
—¿Qué es lo que hay que arreglar? —dijo Robin—. ¿Qué tenemos que justificar?
Seaver se tocó la barbilla. Sus labios eran espesos, rosa y de aspecto suave, inclinados hacia abajo de forma natural, lo que le hacía parecer triste.
—Los fuegos provocados tienden a ser provocados por los propios interesados, señora Delaware. En muchos casos, al menos. Como dije, las compañías de seguros hacen cualquier cosa para no pagar. Lo primero que dan por supuesto es que ustedes están detrás.
—Entonces que les jodan —dijo Milo. Y a nosotros—: No os preocupéis, yo lo arreglaré.
—Está bien… Bueno, será mejor ir a echar otro vistazo —añadió Seaver esbozando una breve sonrisa y se fue.
El cabello de Milo estaba despeinado, sus ojos electrizados. Llevaba camisa y corbata, pero la corbata estaba torcida y el cuello flojo. En la oscuridad, su cara marcada por el acné parecía como un paisaje lunar. Su mano se movía rápida y repetidamente, casi como un tic.
—Está bien —dijo Robin.
—No, no —dijo él—. Eh, no me consoléis, vosotros sois las víctimas… maldita protección y servicio… vaya protección. Ya sé que esto suena como una tontería, pero vamos a cogerlo… de una jodida forma u otra, él ya es historia. Nos libraremos de esto.
Los tres caminamos hacia la furgoneta. El coche sin identificación de Milo estaba aparcado justo detrás. Ninguno de nosotros miró atrás.
Las luces de los bomberos fueron desapareciendo, una por una, mientras algunos de los camiones arrancaba. Faltaban algunas horas para el amanecer. Sin las bombillas y las llamas, la noche parecía hueca, sólo una delgada membrana sujetando el vacío.
—¿Queréis volver conmigo? —dijo Milo.
—No —dije yo—. Podré soportarlo.
Robin se puso de puntillas y le besó la mejilla.
—He averiguado cuál fue el pecado de De Bosch —dije. Le conté la experiencia de Meredith Bork.
—Tú me apuñalaste, yo te apuñalo —dijo él—. Ninguna jodida excusa.
—¿Podemos estar seguro de que no han sido los Iron Priests?
—No podemos estar seguros de nada —dijo él furiosamente—. Pero apuesto mil a una a que no son ellos. No te ofendas, pero no eres tan importante para ellos… ellos quieren sangre de Raza. No, ese fue nuestro amigo del mal amor… ¿recuerdas el comentario de Bancroft acerca de que había pirómanos en la escuela?
—Tú me dijiste que no había ningún registro de incendios allí.
—Sí… Los chicos se comportaban bien allí. Cuando salían es cuando empezaban los problemas.
Yo conducía, pero me sentía como si me estuvieran remolcando. Cada segmento de línea blanca me amedrentaba. A través de la cabina de la furgoneta, Robin sollozaba, incapaz de parar, entregada finalmente a profundos, demoledores sollozos.
Yo estaba más allá de las lágrimas.
Justo cuando cruzaba Beverly Hills, ella aspiró el aire y apretó las dos manos con los puños crispados.
—Oh, bueno —dijo—. Yo quería volver a decorar la casa.
Debí de haber reído, porque me dolió la garganta y oí dos voces cloqueando histéricamente.
—¿Qué estilo elegiremos? —dije—. ¿Rococó de Phoenix?
Apareció Benedict Canyon. Luz roja. Me detuve. Sentía los ojos lavados al ácido.
—De todas formas era un lugar de mala muerte —dijo ella—. No, no lo era, era un lugar muy bonito… ¡oh, Alex!
La atraje hacia mí. Su cuerpo parecía pesado pero sin huesos.
Luz verde. Mi cerebro dijo adelante, pero mi pie fue lento en seguirlo. Tratando de no pensar en todo lo que había perdido (y todo lo que iba a perder) conseguí acabar de girar a la izquierda y empecé una solitaria subida hacia Benedict.
Hogar, temporal hogar.
El perro saldría corriendo para saludarnos. Yo me sentía inadecuado para el papel de compañero animal. Para cualquier papel.
Conduje hacia la puerta blanca. Me costó un largo rato encontrar la tarjeta, y mucho más deslizaría en la ranura. Llevando la furgoneta hacia el sendero, conté los cipreses en un esfuerzo para concentrar mi mente en algo.
Aparqué cerca del Seville y salimos.
El perro no salió corriendo para saludarnos.
Yo manipulé torpemente la llave en la puerta principal. La giré. Mientras entraba, algo frío y duro se apretó contra mi sien izquierda y una mano me cogió y sujetó duramente el lado derecho de mi cabeza.
Inmovilizando mi cráneo.
—Hola, doctor —dijo una voz como un cántico—. Bienvenido al mal amor.