29
Nos quedamos a pasar la noche en casa de Milo. Después de que él saliera a trabajar, yo me quedé y escuché la cinta otra docena de veces.
El cántico del hombre sonaba como el de un contable haciendo cuadrar una suma.
Había ese enloquecedor toque de familiaridad, pero no cristalizó en nada.
Volvimos a Benedict Canyon, donde Robin llevó el perro al garaje y yo llamé por si tenía mensajes. Uno de Jean Jeffers («no hay archivos del señor G.») y una petición de llamar al juez Stephen Huff.
Le encontré en su despacho.
—Hola, Alex. Supongo que lo sabes.
—¿Hay algo que yo debiera saber aparte de lo que se dijo en las noticias?
—Seguramente lo hicieron ellos, pero todavía no podemos probarlo. Dos miembros de una banda mexicana… creen que se trata de algún tipo de guerra de drogas.
—Probablemente sea eso —acepté.
—Bueno, es una forma de cerrar un caso. ¿Algo sobre la abuela?
—Nada.
—Mejor… para las niñas, quiero decir. Fuera de todo esto… ¿no crees?
—Depende del entorno en el que las hayan colocado.
—Oh, claro. Por supuesto. Bueno, gracias por tu ayuda. Adelante, hacia la justicia.
Algunos intentos más con la cinta; después me fui a la biblioteca de Beverly Hills.
Revisé periódicos de Nueva York de hacía cuatro y cinco años durante toda la mañana, leyendo lenta y cuidadosamente, pero no encontré nada del «Ladrón del East Side».
No fue una gran sorpresa: la comisaría del 19 atendía a un distrito de dinero, y sus habitantes probablemente no deseaban ver sus nombres en los periódicos en otro lugar que en las páginas de sociedad. La gente a la que pertenecían los periódicos y las emisoras de noticias probablemente vivía en el distrito 19. El resto de la ciudad sabría exactamente lo que ellos querían que supieran.
La falta de cobertura no significaba que el asesino de Rosenblatt hubiera cometido los anteriores atracos. Los residentes locales podían saber de los robos, y un vecino podía saber quién estaba de vacaciones y durante cuánto tiempo. Pero la idea de alguien que vivía en el distrito 19 con herramientas de ladrón y robando a sus vecinos me parecía menos que probable. Así que el señor Seda probablemente había robado antes. De forma ritual.
El mismo intento de usar lo que tenía a mano, de vencer y dominar a la víctima.
Mal amor.
Myra Evans Paprock.
Rodney Shipler.
Katarina.
Sólo en esas tres escenas del crimen había dejado impresas aquellas palabras.
Tres sangrientos asesinatos no disimulados. Ningún intento de presentarlos como alguna otra cosa.
Stoumen, Lerner y Rosenblatt, por otra parte, habían sido despachados como falsos accidentes.
Dos clases de víctimas… ¿dos tipos de venganza?
Carnicería para los no profesionales, caídas para los terapeutas.
Pero Katarina había sido terapeuta…
Entonces me di cuenta de que en la época del trauma del señor Seda (en algún momento antes del setenta y nueve, probablemente cerca del setenta y tres, el año en que Delmar Parker había caído por la montaña) ella todavía no se había licenciado. Con apenas veinte años, ella era sólo una estudiante.
Dos modelos… ¿parte de una fantasía elaborada de un furor que una mente sana nunca podría llegar a entender?
¿Y dónde cuadraba Becky Basille en todo esto?
Dos asesinos…
Recordaba la limpia, bulliciosa calle donde Harvey Rosenblatt había aterrizado: restaurantes franceses, jardineras con flores, y grandes limusinas.
¿Cuánto tiempo había tardado el pobre hombre en darse cuenta de lo que significaba el rápido, súbito empujón a su espalda?
Esperaba que no lo hubiera averiguado. Esperaba, contra toda lógica, que no hubiera sentido nada sino el puro placer de volar de Icaro.
Una caída, siempre una caída.
Delmar Parker. Tenía que ser eso.
¿Vengaba a un niño del que habían abusado?
Seguramente si De Bosch hubiera cometido abusos, alguien lo recordaría.
¿Por qué nadie había hablado de ello después de todos esos años?
Pero no había ningún rompecabezas ahí: sin pruebas, ¿quién podría creerlos? ¿Y por qué descubrir la suciedad en torno a la tumba de un hombre muerto si eso significaba resucitar los propios demonios infantiles?
Aun así, alguien tenía que saber lo que le ocurrió al chico del camión robado, y por qué eso había hecho estallar a un asesino.
Me senté allí durante mucho rato, mirando unas pequeñas palabras microfilmadas.
Alumnos de la Escuela Correctiva… cómo ponerse en contacto con ellos. Entonces pensé en uno. Alguien a quien nunca conocí, cuyo nombre nunca supe.
Devolví las bobinas de microfilmes y corrí hacia el teléfono público del vestíbulo de la biblioteca, tratando de pensar a quién llamar.
El Pediátrico Western, finales de los setenta…
El hospital había sufrido una reestructuración financiera y profesional radical durante el año anterior. Mucha gente se fue.
Pero una persona notable había vuelto.
Reuben Eagle había sido jefe residente cuando yo empecé como psicólogo de plantilla. Había aceptado un cargo de profesor en la escuela médica universitaria, un profesor dotado, especializado en educación médica. La nueva dirección del Pediátrico Western acababa de atraerlo como jefe de la división pediátrica general. Acababa de ver su foto en el boletín del hospital: las mismas gafas de carey, el ligero cabello castaño más fino, más gris, la delgada, rubicunda cara de hombre que vive al aire libre, adornada por una recortada barba grisácea.
Su secretaria me dijo que estaba en las salas y le pedí que le buscase. Respondió unos pocos momentos después, diciendo:
—Rube Eagle —con una voz suave, agradable.
—Rube, soy Alex Delaware.
—Alex… guau, qué sorpresa.
—¿Cómo te van las cosas?
—No del todo mal, ¿y a ti?
—Vamos tirando. Escucha, Rube, necesito un pequeño favor. Estoy tratando de localizar a una de las hijas de Henry Bork y me preguntaba si tú tenías alguna idea de cómo ponerme en contacto con ella.
—¿Qué hija? Henry y Mo tienen unas cuantas… tres o cuatro, creo.
—La más joven. Tuvo problemas de aprendizaje, fue enviada a una escuela especial en Santa Bárbara hacia el setenta y seis o setenta y siete. Ahora debe de tener unos veintiocho o veintinueve años.
—Esa debe de ser Meredith —dijo él—. A ella la recuerdo porque un año Henry dio la fiesta para los internos en su casa y ella estaba allí… muy guapa, una verdadera coqueta. Yo pensaba que era mayor y estuve hablando con ella. Entonces alguien me advirtió y me aparté rápidamente.
—¿Te advirtió de su edad?
—De eso y de sus problemas. Se suponía que era una chica salvaje. Recuerdo haber oído algo acerca de ingresarla en una institución. Parece que ella les causó muchos problemas a Henry y Mo… ¿sabías que él había muerto?
—Sí —dije.
—Ben Wardley también. Y Milt Chenier… ¿cómo es que estás buscando a Meredith?
—Es una larga historia, Rube. Tiene que ver con la escuela a la que la enviaron.
—¿Qué pasa con ella?
—Pueden haber ocurrido algunas cosas.
—¿Ocurrido? ¿Otro lío? —parecía más triste que sorprendido.
—Es posible.
—¿Hay algo que yo pueda saber?
—No, a menos que tuvieras algo que ver con la escuela… la Escuela Correctiva fundada por un psicólogo llamado Andres de Bosch.
—No —dijo él—. Bueno, espero que arregles eso. Y en lo que concierne a Meredith, creo que todavía vive en Los Ángeles. Tiene algo que ver con el negocio del cine.
—¿Se llama Bork todavía?
—Humm… no lo sé… si quieres puedo llamar a Mo y averiguarlo. Ella todavía está bastante implicada en el hospital…, puedo decirle que estoy comprobando las direcciones de envío o algo parecido.
—Te lo agradecería mucho, Rube.
—Espera en la línea, voy a ver si puedo encontrarla.
Esperé quince minutos con el auricular junto a la boca. Simulaba estar ocupado cada vez que alguien venía a usar el teléfono. Finalmente, Rube volvió al teléfono.
—¿Alex?
—Estoy aquí.
—Sí, Meredith está en Los Ángeles. Tiene una empresa de relaciones públicas. No sé si se ha casado alguna vez, pero todavía lleva el nombre de Bork.
Me dio la dirección y el teléfono y se lo agradecí de nuevo.
—Apuesta segura… otro lío. Qué desgracia. ¿Cómo te has visto implicado, Alex? ¿A través de un paciente?
—No —dije—. Alguien me envió un mensaje.
Bork y Hoffman Relaciones Públicas, 8845 del Wilshire Boulevard, Suite 304. El extremo este de Beverly Hills. A cinco minutos en coche de la biblioteca.
La recepcionista dijo:
—La señora Bork está hablando por otra línea.
—Esperaré.
—¿Y cuál era su nombre?
—Doctor Alex Delaware. Trabajé con su padre en el Centro Médico Pediátrico Western.
—Un momento, señor.
Pocos minutos después:
—¿Señor? La señora Bork le atenderá ahora.
Entonces una voz femenina ronca de tabaco:
—Meredith Bork.
Me presenté.
Ella dijo:
—Estoy especializada en la industria del entretenimiento, doctor… películas, teatro. Tenemos pocos doctores, sólo cuando escriben libros. ¿Ha escrito usted un libro?
—No…
—¿Quiere usted fortalecer sus negocios, anunciarse un poco en la prensa? Buena idea en la economía de hoy, pero no es nuestra especialidad. Lo siento. Me alegrará mucho darle el nombre de alguien que hace publicidad médica, aunque…
—Gracias, pero no estoy buscando publicista.
—¿No?
—Señora Bork, siento molestarla, pero lo que yo busco es información sobre Andres de Bosch y la Escuela Correctiva en Santa Bárbara.
Silencio.
—¿Señora Bork?
—¿Esto va en serio?
—Han surgido algunas sospechas acerca de malos tratos en la escuela. Cosas que ocurrieron a principios de los setenta. Un accidente que implicó a un chico llamado Delmar Parker.
No hubo respuesta.
—Mayo de mil novecientos setenta y tres —insistí—. Delmar Parker cayó desde una carretera de montaña y murió. ¿Recuerda haber oído hablar a alguien de él? ¿O algo acerca de malos tratos?
—Esto es demasiado —dijo ella—. ¿A usted qué demonios le importa nada de eso?
—Trabajo como consejero para la policía.
—¿La policía está investigando la escuela?
—Están haciendo una investigación preliminar.
Bronca risa.
—Me está tomando el pelo.
—No —le di el nombre de Milo como referencia.
—Está bien, ¿y qué? ¿Qué le hace pensar que yo asistí alguna vez a esa escuela? —replicó airada.
—Yo trabajaba en el Centro Médico Pediátrico Western cuando su padre era jefe de personal y…
—Corrieron voces por allí. Oh, apuesto a que sí. Dios.
—Señora Bork, realmente siento…
—Apuesto a que sí… La Escuela Correctiva —otra risa colérica—. Finalmente.
Silencio.
—Después de todos estos años. Vaya viaje… la Escuela Correctiva. Para pequeños niños malos que necesitan corrección. Sí, yo fui corregida, de acuerdo. Me corrigieron el ying y el yang.
—¿Fue maltratada?
—¿Maltratada? —retumbos de risa tan baja que yo me aparté del receptor—. Qué forma de expresarlo más delicada, doctor. ¿Es usted un hombre delicado? ¿Uno de esos chicos sensibles realmente conectados con los sentimientos de la gente?
—Lo intento.
—Bien, bien por usted… Lo siento, esto es serio, verdad. Mi problema… siempre fue ese. No tomar las cosas seriamente. No ser madura. Ser madura es una pesadez, ¿verdad, doctor? Yo simplemente me niego. Por eso trabajo en el espectáculo. Nadie en el mundo del espectáculo crece. ¿Por qué hace usted lo que hace?
—Fama y fortuna —dije.
Ella rio, más fuerte y más grave.
—Psicólogos, psiquiatras, he conocido a un asqueroso montón de ellos… ¿cómo sé que usted habla en serio? Hey, no será esto alguna broma, ¿verdad? ¿Le ha metido Ron en esto?
—¿Quién es Ron?
—Otro chico sensible.
—No le conozco.
—Apostaría que sí.
—Tendría mucho gusto en enseñarle mis credenciales.
—Claro, métalas por el teléfono.
—¿Quiere que se las envíe por fax?
—No… ¿cuál es la diferencia? ¿Qué es lo que quiere usted realmente?
—Sólo hablar con usted un poco sobre la escuela.
—La vieja y buena escuela… Los días de escuela, crueles días… espere… —clic. Silencio. Clic—. ¿Desde dónde llama?
—No lejos de su oficina.
—¿Qué, la cabina de abajo, como en las películas?
—A un kilómetro. Puedo estar ahí en cinco minutos.
—Qué adecuado. No, no quiero meter mis historias personales en la oficina. Encontrémonos en el Café Mocha dentro de una hora, o nada. ¿Sabe dónde está?
—No.
—En Wilshire cerca de Crescent Heights. Un pequeño y chillón centro comercial en la… esquina sureste. Buen café, la gente pretende ser artista. Estaré en un reservado de atrás. Si llega tarde, no le esperaré.
El restaurante era un estrecho local cerrado por cortinas azules que daba a la calle. Mesas de pino y reservados, la mitad de ellos vacíos. Sacos de café amontonados en el suelo cerca de la entrada, inclinados como hombres de nieve medio derretidos. Unos cuantos tipos de aspecto desesperado se sentaban lejos unos de otros, examinando atentamente unos libretos.
Meredith Bork estaba en el último reservado, de espaldas a la pared, con una taza en la mano izquierda. Una mujer alta, hermosa, de cabello oscuro, sentada muy derecha. En el momento en que llegué junto a ella, sus ojos se dirigieron hacia mí y no hizo ninguna señal mientras me acercaba.
Su cabello era negro y brillante, cepillado hacia atrás y suelto, sobre los hombros. La cara era de tinte oliva como la de Robin, sólo un poco más redonda que oval, con amplios y gruesos labios, una nariz estrecha y recta y un mentón perfecto. Pómulos perfectos también, bajo unos grandes ojos de un azul gris. El esmalte de las uñas era azul plateado para hacer juego con su blusa de seda. Dos botones desabrochados, pecoso pecho, dos centímetros de surco entre los senos. Fuertes hombros cuadrados, muchas pulseras alrededor de unas muñecas sorprendentemente esbeltas. Mucho oro, por todas partes. Incluso con aquella débil luz, resplandecía.
—Bien. Es usted guapo. Le permito que se siente —fue su saludo.
Dejó la taza junto a un plato que tenía un bollo enorme.
—Fibra —dijo—. La religión de los noventa.
Una camarera vino y me informó de que el café del día era etíope. Le dije que estaba bien y recibí una taza.
—Etíope —dijo Meredith Bork—. Se están muriendo de hambre allí, ¿no? Pero exportan café de diseño. ¿No cree que es extraño?
—Siempre hay alguien que se las arregla bien —corroboré—. No importa lo mal que vayan las cosas.
—Muy cierto, muy cierto —sonrió—. Me gusta su tipo. Una mezcla perfecta de sinceridad y cinismo. A muchas mujeres les gusta, ¿verdad? Usted probablemente suele tirárselas, después se aburre y las deja llorando, ¿no?
Yo reí involuntariamente.
—No.
—¿No, usted no se acuesta con ellas, o no, usted no se aburre?
—No, no voy engañando mujeres.
—¿Es gay?
—No.
—¿Cuál es su problema, entonces?
—¿Tenemos que discutir esto?
—¿Por qué no? —sonrisa gigante. Dientes con fundas—. Usted quiere discutir mis problemas, amiguito, lo justo es lo justo.
Llevé mi taza a los labios.
—¿Qué tal es el café? —dijo ella—. ¿Esos etíopes hambrientos saben cómo cultivarlo?
—Muy bien.
—Me encanta. El mío es colombiano. El que suelo tomar. Sigo esperando que haya un error de envío y que me manden un poco de algo para aspirar mezclado con el café molido.
Se frotó la nariz y pestañeó, se inclinó hacia delante y mostró más pecho. Un sujetador negro de encaje sobre una suave carne pecosa. Llevaba un perfume que nunca había olido antes. Mucha hierba, muchas flores, un poco de su propio sudor.
Meredith se rio tontamente.
—No, no estoy tomándole el pelo, señor… lo siento, doctor Que No Engaña. Sé lo muy susceptibles que son ustedes los tipos de la salud con esto. Papá siempre se ponía como una cabra cuando alguien le llamaba señor.
—Alex está bien.
—Alex. El Grande. ¿La tiene grande? ¿Quiere follar un poco?
Antes de que pudiera abrir la boca, continuó:
—Pero seamos serios, amigos.
Su sonrisa era todavía enorme, y sus pechos empujaban hacia adelante. Pero ella había enrojecido y los músculos bajo uno de los encantadores pómulos estaban crispados.
—Qué cosa más vulgar, ¿verdad? Estúpida, también, en la era del virus. Así que olvidemos lo de quitarme la ropa y concentrémonos en desnudar mi psiquis, ¿de acuerdo?
—Meredith…
—Ese es el nombre, no lo gaste —su mano rozó la taza y unas gotas salpicaron la mesa—. Mierda —exclamó, cogiendo una servilleta y secándose—. Ahora me ha alterado usted realmente.
—No necesitamos hablar de usted, personalmente —dije—. Sólo de la escuela.
—¿No quiere hablar de mí? Ese es mi tema favorito, Alex, el psiquiatra sincero. He gastado Dios-sabe-cuánto dinero hablando a los de su clase de mí. Todos ellos pretendían estar absolutamente fascinados, al menos podría usted fingirlo también.
Me eché hacia atrás y sonreí.
—No me gusta usted —dijo ella—. Demasiado agradable. Puede obtener una erección a solicitud… no, tache eso, dejemos las guarrerías. Esta va a ser una discusión platónica, asexual, aséptica… La Escuela Correctiva. Cómo pasé mis vacaciones de verano, por Meredith Derrama-El-Café Bork.
—¿Sólo estuvo allí un verano?
—Tuve suficiente, créame.
La camarera volvió y nos preguntó si queríamos algo más.
—No, querida, estamos enamorados, no necesitamos nada más —respondió Meredith, y la despidió.
Había una carta de vinos sujeta entre el salero y el pimentero. La sacó y la estudió. Moviendo los labios. Se habían formado pequeñas gotitas bajo ellos. Sus suaves cejas castañas se arrugaron.
Dejó la lista y se limpió el sudor de la boca.
—Me ha pillado —dijo—. Dislexia. No soy analfabeta… probablemente sé más de lo que está pasando que cualquier senador gilipollas promedio. Pero me cuesta un esfuerzo… pequeños trucos para que las palabras tengan sentido —otra gran sonrisa—. Por eso me gusta trabajar con idiotas de Hollywood. Ninguno de ellos lee.
—¿Es la dislexia la razón por la que fue a la Escuela Correctiva?
—Yo no fui, Alex. Me llevaron. Y no, esa no fue la razón oficial. La razón oficial fue que yo estaba actuando negativamente. Uno de sus pintorescos términos para indicar que yo era una mala chica… ¿quiere saber cómo?
—Si quiere contármelo.
—Claro que sí, soy una exhibicionista. No, tache eso. ¿A usted qué le importa? —se humedeció los labios y sonrió—. Basta saber que conocí las pollas cuando era demasiado joven para apreciarlas —levantó su taza hacia mí, como si fuera un micrófono—. ¿Y por qué fue eso, concursante número uno? ¿Por qué, a cambio de un lavavajillas y un viaje a Hawai, esa dulce pequeñuela de Sierra Madre se mancilló a sí misma?
No dije nada esperé que continuara.
—Buzz —dijo ella—. Lo siento, número uno, no ha sido lo bastante rápido. La respuesta correcta es: escasa autoestima. Las raíces de todo el mal del siglo veinte, ¿verdad? Tenía catorce años y apenas sabía leer, así que en lugar de eso, aprendí a hacer unas mamadas de pura dinamita.
Miré hacia mi café.
—Oh, mira, le hemos avergonzado… no se preocupe, estoy bien. Maldito orgullo de mis mamadas. Uno está orgulloso de lo que ha conseguido —su mueca fue grande pero difícil de apreciar—. Una fatídica mañana, mamá descubrió extrañas, repugnantes manchas en mi vestido juvenil de baile de fin de curso. Mamá consultó con el sabio doctor papá y los dos se enfurecieron mucho. Acabó el día escolar y yo fui despachada a las salvajes y rudas colinas de Santa Bárbara. Pequeños uniformes marrones, feos zapatos, literas de chicas separadas de las literas de chicos por un asqueroso jardín vegetal. El doctor Botch[10] acariciando su pequeña perilla y diciéndonos que ese podía ser el mejor verano que tuviéramos nunca.
Meredith escondió su cara detrás de la taza, rompió un trozo de bollo y lo deshizo en migas entre sus dedos.
—Yo no sabía leer, así que me mandaron a Buchenwald del Pacífico. Ahí está la justicia juvenil para usted.
—¿Diagnosticó De Bosch su dislexia? —le pregunté.
—¿Está bromeando? Todo lo que hizo fue arrojarme encima toda su mierda freudiana: yo estaba frustrada porque mamá tenía a papá y yo lo quería para mí. Así que intentaba ser una mujer, más que una chica (actuando negativamente) para desplazarla. Créame, yo sé lo que yo quería, y no era a papá. Eran esbeltos, jóvenes cuerpos bien dotados y caras a lo James Dean. Y tenía el poder de conseguirlos todos por entonces. Yo creía en mí misma hasta que Botch me desgració.
De golpe su cara cambió, se aflojó y palideció. Dejó de jugar con el bollo, sacudió el cabello como un cachorro húmedo, y se frotó las sienes.
—¿Qué es lo que le hizo? —pregunté.
—Me arrancó el alma —replicó ella prontamente. Pero mientras hablaba se llevó mechones de cabello hacia delante y escondió la cara.
Un largo silencio.
—Mierda —dijo finalmente—. Esto es más duro de lo que pensé que sería. ¿Cómo me lio él? Sutilmente. Nada por lo que pudiera ir a la cárcel, querido. Así que dígales a sus compañeros polis que vuelvan a poner multas de aparcamiento, nunca le cogerán. Además, debe ser muy viejo ahora. ¿Quién va a arrastrar a un pobre vejestorio a los tribunales?
—El doctor De Bosch murió.
El cabello cayó. Sus ojos estaban todavía quietos.
—Oh… bueno, eso es estupendo para mí, chico. ¿Fue largo y doloroso, por suerte?
—Se suicidó. Había estado enfermo durante mucho tiempo. Varios ataques.
—¿Cómo se mató?
—Con píldoras.
—¿Cuándo?
—En el ochenta.
Sus ojos se estrecharon.
—¿En el ochenta? ¿Y qué es entonces toda esta mierda de una investigación?
Su brazo se disparó hacia adelante y cogió mi muñeca. Gran mujer, fuerte.
—Confiesa, psico-man: ¿quién eres realmente y de qué se trata?
Unas pocas cabezas se volvieron. Ella dejó mi brazo.
Saqué el carnet de identificación, se lo enseñé y dije:
—Le he dicho la verdad, y se trata de venganza.
Resumí los crímenes del «mal amor», sin citar los nombres de las víctimas.
Cuando acabé, ella estaba sonriendo.
—Bueno, lo siento por esos otros, pero…
—¿Pero qué?
—Mal amor —dijo—. Volver su propia insensatez contra él. Me gusta eso.
—¿El mal amor era algo que él hizo?
—Oh, sí —dijo ella, a través de unas mandíbulas apretadas—. Mal amor significaba que tú eras un trozo de mierda sin valor que merecía ser maltratada. Mal amor para los niños malos… como la acupuntura psicológica, esas finas y pequeñas agujas, pinchando, retorciendo.
Movió sus manos. Las joyas brillaron.
—Pero sin cicatrices. No, no queremos dejar ninguna marca en los pequeños niños lindos.
—¿Qué era lo que hacía realmente?
—Nos hacía rebotar de un lado a otro. Buen amor un día, mal amor al siguiente. Públicamente (cuando estábamos todos juntos, en el comedor, en asamblea) él era Joe el Divertido. Cuando llegaban los visitante, también. Joe el Risueño, riendo, haciendo bromas, muchas bromas. Nos despeinaba el pelo, se unía a nuestros juegos… era viejo pero atlético. Le gustaba jugar a algún juego de pelota. Cuando alguien se hacía daño en la mano, él hacía grandes aspavientos, lo abrazaba y besaba la contusión. El señor Compasivo… el doctor Compasivo. Nos decía que éramos los niños más hermosos del mundo, que la escuela era la más hermosa del mundo, los profesores los más hermosos profesores. El maldito huerto era hermoso, incluso las porquerías que plantábamos, que siempre resultaban fibrosas y teníamos que comérnoslas de todos modos. Éramos una gran familia feliz, al estilo de los sesenta… a veces él incluso llevaba aquellos collares de conchas hawaianos alrededor del cuello, por encima de su vomitiva corbata.
—Eso era el buen amor —dije yo.
Ella asintió y emitió una pequeña, fea risita.
—Una gran familia, pero si ibas al lado malo… si actuabas negativamente, entonces te daba una sesión privada. Y de repente tú ya no eras hermoso, de repente el mundo se volvía realmente feo.
Aspiró por la nariz y usó la servilleta para sonarse. Pensando en su comentario sobre el café de Colombia, me pregunté si se habría dado fuerzas antes de nuestra cita. Me cortó a mitad del pensamiento.
—No se preocupe, no son polvos para la nariz, es sólo vieja emoción. Y la emoción que siento por ese bastardo, incluso ahora que está muerto, es puro aborrecimiento. ¿No es sorprendente… después de todos estos años? Me sorprende a mí misma cuánto le odio. Porque hizo que me odiara a mí misma… me costó años salir de debajo de ese jodido mal amor.
—Las sesiones privadas —dije incitándola a continuar.
—Realmente privadas… él me golpeaba donde más dolía. No necesitaba que nadie me arrancara mi autoestima… yo ya estaba lo bastante jodida, sin ser capaz de leer a los trece años. Todo el mundo me echaba la culpa, yo misma me echaba la culpa… mis hermanas eran todas estudiantes de primera. Yo suspendía siempre. Fui una niña prematura. Un parto difícil. Quizás eso afectó mi cerebro… la dislexia, mi otro problema… —Levantó las manos y agitó los dedos—. Ahora se acabó —continuó, sonriendo—. Ahora tengo otro problema, ¿quiere hacer una conjetura de este diagnóstico, concursante número uno?
Sacudí la cabeza.
—¿No es jugador? Oh, bueno, no hay razón para que deba avergonzarme, es algo químico… eso era lo mío, ¿no? Desorden afectivo bipolar. Su variedad básica de jardín de maníacodepresiva. Le dices a la gente que eres depresiva y dicen, ah, sí, yo también me siento muy deprimido. Y tú dices no, no, esto es diferente. Esto es real, mis queridos pequeños.
—¿Toma litio?
Asintió.
—A menos que el trabajo se acumule y necesite un pequeño empujón extra. Finalmente encontré a un psiquiatra que sabía qué demonios estaba haciendo. Todos los demás eran gilipollas ignorantes como el doctor Botch. Analizándome, culpabilizándome. Botch casi me convenció de que yo realmente deseaba tirarme a mi padre. Me convenció por completo de que yo era mala.
—¿Con el mal amor?
Meredith se puso de pie de repente y agarró su bolso. Medía un metro ochenta de alto, con una estrecha cintura, estrechas caderas y largas piernas bajo una minifalda de seda color antracita. La falda se había arrugado, revelando un suave muslo. Si ella se dio cuenta, no quiso arreglarlo.
—Él se preocupa porque yo me voy —rio—. Tranquilo, hijo. Sólo voy a mear.
Dio media vuelta abruptamente y caminó con afectación hacia la parte de atrás del restaurante. Unos momentos después, yo me levanté y comprobé que los servicios realmente estaban allí, y que la única salida era una sucia puerta gris con una barra que la cruzaba que estaba marcada EMERGENCIA.
Volvió unos minutos más tarde, con el pelo ahuecado, los ojos hinchados pero recién sombreados. Se sentó, tocó ligeramente mi barbilla con el pulgar y sonrió débilmente. Haciendo una seña a la camarera, pidió más café y se bebió media taza, tomando largos y silenciosos sorbos.
Parecía a punto de ahogarse. Mi impulso terapéutico fue darle una palmada en la mano. Lo resistí.
—Mal amor —dijo ella suavemente—. Pequeñas habitaciones. Pequeñas celdas cerradas. Bombillas desnudas… o a veces hasta una vela solamente. Las velas que hacíamos nosotros como trabajos manuales. Velas «hermosas»… realmente eran horrorosas, con ese olor asqueroso. Nada en la celda sino dos sillas. Él se sentaba frente a ti, con las rodillas casi tocándose. Nada entre los dos. Entonces te miraba fijamente durante mucho rato. Mucho rato. Luego empezaba a hablar con su voz baja, relajada… como si fuera una charla, como si fueran dos personas que tienen una conversación agradable, civilizada. Y al principio pensabas que ibas a escapar fácilmente, sonaba tan agradable. Él sonreía, jugaba con aquella estúpida pequeña barba o sus collares de conchas.
Se interrumpió y exclamó:
—Mierda —y bebió más café.
—¿De qué hablaban?
—Empezaba dando lecciones acerca de la naturaleza humana. Cómo cada uno tiene partes buenas de su carácter y partes malas y que la diferencia entre la gente de éxito y la que no lo tiene era la parte que usarás. Y que nosotros, niños, estábamos allí porque estábamos usando demasiada parte mala y no la suficiente parte buena. Porque nos habíamos pervertido de algún modo («deteriorado» es la forma en que él lo decía) por querer dormir con nuestras mamás o nuestros papás. Pero todo el mundo en la escuela ahora lo estaba haciendo bien. Todo el mundo excepto tú, jovencita, está controlando sus impulsos y aprendiendo a usar la parte buena. Ellos se van a poner bien. Ellos merecen el buen amor y van a vivir felices.
Cerró los ojos. Respiró profundamente. Puso sus labios en forma de embudo en un agujero minúsculo y soltó el aire a través de él. Continuó:
—Entonces se detenía. Para dejar que todo aquello penetrara bien. Y te miraba un poco más. Y se acercaba aún más. Su aliento siempre apestando a col…, la habitación era tan pequeña que el olor la llenaba…, él la llenaba. No era un hombre grande, pero allí parecía enorme. Te sentías como una hormiga, como si estuvieras abrumada… como si faltara el aire en la habitación y te fueras a ahogar…, la forma en que te miraba (los ojos eran como taladros). Y la mirada… cuando te daba el mal amor. Después se acababa la charla suave. Ese odio… te hacía saber lo malvado que eras.
»Tú, decía. Y lo repetía: tú, tú, tú. Y entonces empezaba: tú eres la única que no lo está haciendo bien. Tú no puedes controlar tus impulsos, tú no lo estás intentando…, tú estás obrando como un animal. Como un sucio, asqueroso animal… una sabandija. Era uno de sus favoritos. Sabandija… Con su tenebroso acento de Inspector Clouseau. “Eges una sabandija”. Y entonces empezaba a llamarte por otros nombres. Tonta, idiota, canija, retrasada, salvaje, excremento. No palabrotas, sólo insultos uno tras otro, a veces en francés. Diciéndolos tan bajito que apenas los podías oír. Pero tenías que oírlos porque no se podía oír nada más en aquella habitación. Sólo la cera que goteaba, a veces una tubería que retumbaba, pero la mayor parte de las veces el silencio. Tenías que escuchar.
Una mirada perdida apareció en sus ojos. Ella se deslizó tan lejos de mí como el reservado le permitía. Cuando volvió a hablar, su voz era más suave aún, pero más profunda, casi masculina.
—«Estás actuando como una sabandija, jovencita. Vas a vivir como una sabandija y acabarás muriendo como una sabandija».
»Y después empezaba con esas descripciones detalladas de cómo vivían y morían las sabandijas y cómo no las quería nadie y nadie les daba buen amor porque ellas no se lo merecían y cómo la única cosa que se merecían era el mal amor y la inmundicia y la humillación.
Cogió su taza. Su mano temblaba y ella la asió con fuerza con la otra antes de llevársela a los labios.
—Seguía así. No me pregunte durante cuánto tiempo, porque no lo sé… parecían años. Canturreando. Una vez y otra y otra… Tendrás el mal amor, tendrás el mal amor… dolor, y sufrimiento y soledad que nunca acabarán… prisión, donde la gente te violará y te cortará y te atará para que no puedas moverte. Cogerás horribles enfermedades… y describía los síntomas. Hablaba de la soledad, cómo estarías siempre sola. Como un cadáver que se deja en el desierto para que se seque. Como un trozo de basura en algún frío, distante planeta… Estaba lleno de imágenes el doctor B., jugaba con la soledad como un instrumento. «Tu vida estará tan vacía y oscura como esta habitación en la que estamos sentados, jovencita. Tu futuro entero será desolador. No tendrás buen amor de nadie… no habrá buen amor, sólo mal amor, inmundicia y degradación. Porque eso es lo que merecen los niños malos. Un frío, solitario mundo para los niños que actúan como sabandijas». Y entonces te enseñaba fotos. Cuerpos muertos, fotos de los campos de concentración. «¡Así es como acabarás tú!» Ella se acercó un poco más.
—Él cantaba… —continuó, tocando mi puño—. Como un sacerdote… sacando aquellas imágenes. No te daba ninguna oportunidad de hablar. Te hacía sentir como si fueses la única persona mala en un mundo hermoso… una mancha de mierda entre la seda. Y tú le creías. Creías que todo el mundo estaba cambiando para mejorar, aprendiendo a controlarse. Todo el mundo estaba de su lado, tú eras la única mierda.
—La aislaba —dije—, para que no pudiera confiar en los otros niños.
—Funcionaba: nunca confié en ninguno. Más tarde, cuando salí de allí (años después) me di cuenta de que era estúpido, no podía haber sido la única. Vi a otros niños entrar en las habitaciones… parece ridículamente lógico ahora. Pero entonces, yo no podía… él me concentraba en mí misma. En las partes malas de mí. Las partes de sabandija.
—Estuvo aislada desde el principio. Nuevo entorno, nueva rutina.
—¡Exactamente! —dijo ella, apretando mi brazo—. Yo estaba asustada de muerte. Mis padres no me dijeron adónde íbamos, sólo me empujaron al coche y atrojaron una maleta. Todo el camino hasta allí, no hablaron conmigo. Cuando llegamos, entraron decididos y me abandonaron a mi suerte en la oficina, me dejaron allí y se fueron. Después supe que él les había dicho que lo hicieran así. Que tengas un buen verano, Meredith… —Sus ojos se humedecieron—. Yo acababa de repetir el séptimo curso. Finalmente fingí lo suficiente para pasar a duras penas y esperaba con ilusión las vacaciones. Pensaba que el verano sería la playa y el lago Arrowhead (teníamos una cabaña, siempre íbamos allí toda la familia). Ellos me abandonaron y se fueron sin mí… sin disculpas, sin explicaciones. Yo pensé que iba a morir y que iría al infierno… sentada en aquella oficina, todos aquellos uniformes marrones, nadie me hablaba. Entonces llegó él, sonriendo como un payaso, diciendo, qué niña más guapa, diciéndome que fuera con él, que él cuidaría de mí. Pensé: qué idiota, no habrá problemas en aprovecharse de él. La primera vez que yo me salté las normas, lo dejó pasar. La segunda vez, me llevó a una habitación y me dio el mal amor. Salí de allí en un estado de semicoma… devastada, desolada… es difícil de explicar pero me sentía casi morir. Como un mal viaje… me sentía como en una isla rocosa en medio de una tormenta. Ese loco, oscuro, rugiente mar, con tiburones todo alrededor… no había escapatoria, con él hurgando en mis partes malas… ¡triturándome!
—Qué pesadilla —exclamé yo.
—La primera semana apenas pude dormir o comer. Perdí cinco kilos. Lo peor de aquello es que tú le creías. Tenía una forma de apoderarse de tu cabeza… como si estuviera sentado en tu cráneo, desmontando tu cerebro. Realmente te sentías fatal, como si pertenecieras al infierno.
—¿Ninguno de los niños habló nunca con otro?
—Quizás alguno lo hiciera, yo no. Quizá pude haberlo hecho, no lo sé… lo que sé es que creía que no podía. Todo el mundo andaba y sonreía, diciendo lo estupendo que era el doctor B. Qué hermoso tipo. Te encontrabas a ti misma diciéndolo también, moviendo la boca sin pensar, como una de esas cancioncillas estúpidas de moda. Allí había aquella… aquella atmósfera febril. Idiotas sonrientes. Como un culto. Sentías que si hablabas en contra de él, alguien vertería veneno en tu garganta.
—¿Fue alguna vez el castigo físico parte del mal amor?
—De vez en cuando… usualmente una palmada, un pellizco, nada que doliera demasiado. Era sobre todo la humillación… la sorpresa. Cuando él quería herirte, te golpeaba en el codo o en el hombro. Golpeaba con su dedo en el hueso. Conocía todos los lugares… nada que pudiera dejar una cicatriz, aunque nadie nos hubiera creído, de todos modos. ¿Quiénes éramos? Tunantes, holgazanes, desechos. Incluso ahora, ¿sería yo creíble? ¿Cuatro abortos, Valium, Librium, Thorazine, Elavil, litio? ¿Todas las otras cosas que he hecho? ¿Sacaría a la luz eso algún abogado y me llevaría a mí a testificar en un juicio? ¿No sería otra vez un trozo de mierda?
—Probablemente.
Su sonrisa estaba llena de amargura.
—Me alegro de que esté muerto… doblemente contenta de que lo hiciera él mismo… su turno para la humillación.
Ella levantó la mirada hacia el techo.
—¿Qué pasa? —dije yo.
—Matarse… ¿cree que debe de haber sentido alguna culpabilidad?
—Con todo lo que me ha contado, es difícil de imaginar.
—Sí. Probablemente tenga razón…, Sí, él me dio bofetones muchas veces, pero el dolor era bienvenido. Porque cuando era físico, no hablaba. Su voz. Sus palabras. Podía llegar hasta el centro de ti y sacar a la fuerza la vida fuera de ti… ¿Sabe que solía escribir artículos en los periódicos… educación infantil humanitaria? ¿Que la gente le contaba sus problemas y él ofrecía jodidas soluciones?
Yo suspiré.
—Sí —dijo ella—. Mi triste, triste historia… como un pathos. —Mirando en torno al restaurante, se puso una mano alrededor del oído—. ¿No hay gente de ningún culebrón escuchando? Tengo un guión de puta madre para usted.
—¿Nunca se lo contó a nadie?
—No hasta que llegó usted, querido —sonrisa—. ¿No está halagado? Todos esos psiquiatras y usted es el primero, verdaderamente… vaya, usted me ha desflorado… ha forzado mi flor psicológica.
—Una forma interesante de verlo.
—Pero adecuada, ¿verdad? La terapia es como joder… te abres a ti misma a un extraño y esperas lo mejor.
—Dijo que vio a otros niños ir hacia las habitaciones. ¿Los llevaban otras personas, o sólo De Bosch? —Le interrumpí.
—La mayoría los llevaba él, a veces esa rastrera hija suya. Yo siempre obtuve una atención personal del gran queso…, la posición social de papá y todo eso.
—¿Katarina participaba en el tratamiento? ¿Cuándo estuvo allí exactamente usted?
—En el setenta y seis.
—Sólo tenía veintitrés años. Era sólo una estudiante.
Encogimiento de hombros.
—Todo el mundo la trataba como si fuera psiquiatra. Realmente era una zorra. Caminando por allí con aquella presumida mirada en su cara… papá era el rey y ella la princesa. Ahí sí que había una respetuosa hija que realmente quería tirarse a papá.
—¿Tuvo usted algún trato directo con ella?
—¿Aparte de hacerle un ademán despectivo en el vestíbulo? No.
—¿Y los demás miembros del personal? ¿Vio a alguno de ellos haciendo sesiones privadas?
—No.
—¿Ninguno de los nombres que mencioné le sonaba?
Meredith dirigió una mirada apenada.
—Todo está borroso… He cambiado mucho, mi vida entera hasta hace unos años está borrosa.
—¿Puedo repetirle de nuevo esos nombres?
—Claro, por qué no —cogió su taza y bebió.
—Grant Stoumen.
Movimiento negativo de cabeza.
—Mitchell Lerner.
—Quizá… me suena, pero no veo la cara que podría acompañarlo.
Le di algún tiempo para pensar.
—No —dijo después de unos segundos.
—Harvey Rosenblatt.
—No.
—Wilbert Harrison.
—No.
—Es un hombrecito que llevaba ropa púrpura siempre.
—¿Conduce un elefante rosa? —mueca.
—Myra Evans.
Parpadeo. Fruncimiento de ceño.
Le repetí el nombre.
—Usted dijo otro nombre antes —dijo—. Myra y algo con guión.
—Evans-Paprock… Paprock era su nombre de casada.
—Evans —otra sonrisa, nada feliz—. Myra Evans… Myra la Zorra. Era una profesora, ¿verdad? Una pequeña rubia con un trasero tieso y una actitud… ¿es eso?
Asentí.
—Sí —dijo ella—. Myra la Zorra. Estaba asignada para trabajar donde los otros habían fallado. Como enseñarme a «mí» a leer. Ella me taladraba, me atormentaba, obligándome a hacer estúpidos ejercicios que no servían para nada porque las palabras seguían todas embarulladas. Cuando hacía algo mal, daba una palmada y decía «no» con su voz baja. Como si entrenara a un perro. Me decía que era una estúpida, una retrasada, que no prestaba atención…, solía dar palmadas delante de mi cara y obligarme a mirarla a los ojos.
Puso sus manos en mis mejillas y las apretó, fuerte. Sus palmas estaban húmedas y sus labios estaban separados. Me atrajo hacia delante y yo pensé que iba a besarme. Pero en lugar de eso, dijo:
—¡Atiende! ¡Deja de remolonear, estúpida! ¡Esto es importante! ¡Tienes que aprender esto! ¡Si no atiendes, no aprenderás! —Apretó más fuerte. Luego me soltó. Sonrió otra vez—. Pastillas de menta… a eso olía ella. ¿No es curioso cómo recuerda uno los olores? A menta, pero su aliento seguía siendo asqueroso. Ella pensaba que era cálido. Una especie de chica joven, pequeñas minifaldas, grandes pechos…, quizá dejaba al doctor B. que se acostara con ella.
—¿Por qué dice eso?
—Por la forma en que actuaba con él. Las miradas. Le seguía a todas partes. Le informaba a él directamente. Una cosa con la que podías contar, después de una sesión difícil con la señorita Zorra, es que pronto estarías con el doctor Botch y las velas y las agujas hurgando. Así que la mataron, ¿eh?
—De una forma horrorosa.
—Qué mal —hizo un puchero, luego sonrió levemente—. Mire, yo también puedo ser una hipócrita. A eso se le llama actuar, y yo trabajo con gente que lo hace para vivir… todos lo hacemos, en realidad, ¿no?
—¿Y Rodney Shipler? ¿Le dice algo ese nombre?
—No.
—Delmar Parker… el chico que le nombré por teléfono.
—Ah, sí, el camión. Así es como supe que lo suyo era de verdad. Fue antes de que yo estuviera allí.
—En mayo del setenta y tres. ¿Oyó hablar de aquello?
—Se lo oí decir a Botch. Chico, ya lo creo que sí.
—¿Durante una sesión de mal amor?
Asentimiento.
—El fruto del pecado. Yo había cometido algún crimen grave (creo que era no llevar ropa interior, o algo así). O quizá me cogió con un chico… no lo recuerdo. Me dijo que yo era una sabandija y una estúpida, después me soltó toda la perorata completa sobre un chico sabandija que había recibido el último castigo por su estupidez. «La muerte, jovencita. La muerte».
—¿Qué dijo él que ocurrió?
—El chico robó una camioneta, se salió de la carretera y resultó muerto. Prueba positiva de lo que les ocurre a las sabandijas niños retrasados mentales. Botch se pasó un buen rato con eso… burlándose del chico, riéndose mucho, como si fuera una buena broma. «¿Comprendes, chica mala, estúpida? ¿Un chico tan estúpido que roba una camioneta aunque no sabe cómo conducirla? Ja, ja, ja. ¿Un chico tan estúpido que virtualmente coreografía su propia muerte? Ja, ja, ja».
—¿Usó esa palabra? ¿«Coreografía»?
—Sí —dijo ella, pareciendo sorprendida—. Creo que sí lo hizo.
—¿Qué más dijo acerca del accidente?
—Detalles desagradables… eso era parte del mal amor. Darte náuseas. Se lo pasó muy bien con eso. Cómo encontraron al chico allá abajo y que cuando lo hicieron había gusanos en su boca y metiéndosele en los ojos… «Ahora se lo están comiendo los gusanos, querida Meredith. Se están dando un festín con él. Consumiéndolo. Y los animales también se habían dado un festín. Se le comieron casi toda la cara (es una auténtica desgracia) exactamente igual que tu carácter, estúpida Meredith. No estás escuchando, no te estás concentrando, tú, chica mala, estúpida. Estamos intentando moldearte para convertirte en algo decente, pero tú te niegas a colaborar. Piensa, Meredith. Piensa en aquel chico estúpido. El mal amor que recibió de los gusanos. Que es lo que ocurre cuando las sabandijas no cambian su comportamiento».
Meredith rio con una risa fuerte, grave, y se tocó ligeramente la nariz otra vez.
—Puede que no sea una cita exacta, pero es condenadamente parecida. También continuó con su eterna charla racista… Dijo que el chico de la camioneta era negro. «Un salvaje, Meredith. Un nativo de la selva. ¿Por qué íbamos a desear imitar a los salvajes cuando aquí hay un mundo civilizado?» Encima de todo lo demás, también era un racista. Incluso sin la charla, se podía saber. Sólo por las miradas que dedicaba a los chicos de las minorías.
—¿Había muchos chicos de minorías?
Movió la cabeza negativamente.
—Sólo unos pocos. Simbólicos, probablemente… Parte de la imagen pública. En público él era el Señor Liberal… fotos de Marlin Luther King y de Gandhi y de los Kennedy por todas partes. Como ya dije, todo es actuación… el mundo es un jodido escenario.
Colocó las manos planas sobre la mesa, pareciendo lista para levantarse otra vez.
—Un par de nombres más —dije—. Seda.
Negó con la cabeza.
—Merino.
—¿Qué es esto, una exhibición de telas? Ja, ja.
—¿Lyle Gritz?
—Maíz y tostadas —dijo ella—. No. ¿Cuánta gente ha sido asesinada, de todos modos?
—Muchos. Yo también estoy en la lista.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Usted? ¿Por qué?
—Yo codirigí un simposio sobre el trabajo de De Bosch. En el Pediátrico Western.
—¿Por qué? —dijo ella fríamente—. ¿Era admirador suyo?
—No. Realmente, su padre me lo requirió.
—Se lo requirió, ¿eh? ¿Con qué aproximación? ¿Retorciéndole las pelotas o besándole el culo?
—Retorciendo. Lo hizo como un favor a Katarina.
—Un simposio, ¿eh? Vaya, gracias, papá. El tipo me tortura, así que tú le montas una fiesta… ¿cuándo tuvo lugar eso?
—En el setenta y nueve.
Se quedó pensativa un momento.
—Setenta y nueve… yo estaba en Boston en el setenta y nueve. En una escuela católica para chicas, aunque nosotros no éramos católicos… Un simposio —rio ella.
—¿Nunca les contó a sus padres nada de lo que ocurrió en la Escuela Correctiva?
—Nada… Estaba demasiado aturdida, y ellos tampoco me hubieran escuchado, de todos modos. Después de aquel verano, ya no hablé nunca con nadie, sólo continuaba, como un robot. Ellos le entregaron a Botch a una chica mala actuando negativamente y les devolvieron aquella sumisa pequeña zombie. Pensaron que había sido una cura milagrosa. Años después, seguían diciendo que fue la mejor decisión que tomaron nunca. Yo sólo les miraba, deseaba matarles, y me guardaba mis sentimientos.
Los ojos claros estaban húmedos.
—¿Cuánto tiempo pasó en ese estado? —le dije suavemente.
—No lo sé… meses, años… como ya le he contado, todo está borroso. Todo lo que sé es que me costó mucho tiempo volver a mi verdadero yo, volverme lo suficientemente lista para hacer cosas y luego cubrir mis huellas. No hubo más manchas pegajosas en la ropa.
Se lamió los labios e hizo una mueca. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Se la secó furiosamente.
—Cuando tenía dieciocho años, les dije: «Joderos»… y me fui con un chico que vino a desatascar el lavabo.
—Parece que se las ha arreglado muy bien desde entonces.
—Qué amable por decir eso, querido… Oh, sí, he ido a toda marcha. Las relaciones públicas es un negocio de mierda, así que yo soy perfecta para él. Hacer fiestas, preparar promociones. Alimentar rumores para la prensa idiota. Bueno, el espectáculo debe continuar. Chao. Ha estado muy bien, amigo.
Se puso de pie y prácticamente salió corriendo del restaurante.
Dejé el dinero en la mesa y la seguí, y la atrapé cuando se estaba metiendo en un Mustang rojo descapotable. El coche parecía nuevo, pero había abolladuras y mellas por todas partes en el lado del conductor.
—Eh, eh, ya basta —dijo, poniendo en marcha el motor—. Ha obtenido un rápido polvo mental por sus diez pavos, y eso es todo.
—Sólo quería darle las gracias —dije.
—Educado también —replicó—. Realmente, usted no me gusta.