18

Cenamos en un restaurante indio cerca de la frontera oeste de Beverly Hills con Los Angeles, remojando la comida con té de clavo, luego conduje hasta casa. Me encontraba bien. Robin fue a tomar un baño y yo llamé a Milo a su casa y le hablé de la llamada de Jean.

—Tiene algo que decirme, pero no ha querido explicarlo en detalle por teléfono… parecía nerviosa. Creo que ha averiguado algo sobre Hewitt que la asusta. Me encontraré con ella a la una, y le preguntaré acerca de Gritz. ¿Cuándo piensas ver a Ralph Paprock?

—Alrededor de las diez.

—¿Te importaría hacerlo más temprano?

—La tienda no estará abierta. Supongo que podemos cogerlo justo cuando abran.

—Pasaré a recogerte.

El domingo por la mañana conduje hacia Hollywood Oeste. El hogar de Milo y Rick era una pequeña casa española perfectamente conservada al final de una de esas cortas y oscuras calles que se esconden a la fantástica sombra de la masa azul verdosa del Design Center. El hospital Cedars-Sinai estaba a la distancia de un corto paseo. A veces Rick iba corriendo a trabajar. Ese día no: el Porsche blanco no estaba.

Milo me esperaba fuera. El pequeño césped delantero había sido reemplazado por una capa de tierra y plantas con flores de un brillante naranja.

Me vio mirarlas y dijo:

—Resistentes a la sequía —mientras se metía en el coche—. Aquel «diseñador ambiental» del que te hablé. Guy tapizaría el mundo de cactus si pudiera.

Tomé Laurel Canyon hacia el Valley, pasé casas sobre pilares y cabañas postmodernas, el deteriorado Palladian donde Houdini había hecho trucos para Jean Harlow. Un gobernador vivió una vez por allí. Su magia no había desaparecido.

En Ventura, giré hacia la izquierda y viajé tres kilómetros hacia Valley Vista Cadillac. La sala de exhibición tenía en la fachada unas lunas de cristal de seis metros y estaba bordeada por un amplio terreno exterior. Colgaban unas banderolas en el cable de alta tensión. Las luces estaban apagadas, pero el sol de la mañana incidía sobre los brillantes cuerpos de cupés y sedanes flamantes. Los coches del exterior eran deslumbrantes.

Un hombre negro ataviado con un traje azul marino bien cortado estaba de pie junto a un Seville de color humo. Cuando nos vio salir de mi setenta y nueve, fue hacia la puerta principal y la abrió, aunque todavía no era horario de apertura. Cuando Milo y yo entramos, su mano estaba extendida y su sonrisa florecía más brillante que las plantas de Milo.

Tenía un bigote perfectamente atusado y una camisa de cuello abrochado tan blanca como un alud de nieve. Fuera, junto a la sala de exhibición, entre los coches, había un recinto con unos cubículos, y pude oír a alguien hablando por teléfono. Los coches estaban limpios y cuidados al detalle. Todo aquel lugar olía a cuero y goma y a llamativo consumo. Mi coche había olido así una vez, aunque yo lo compré ya usado. Alguien me había dicho que esa fragancia viene en botes de aerosol.

—Es un clásico el que tiene usted —dijo el hombre, mirando por la ventana.

—Me ha ido bien —le dije.

—Conservarlo y tenerlo en un garaje, eso es lo que yo hubiera hecho. Uno de estos días verá cómo se revaloriza, como el dinero en el banco. Mientras tanto, puede conducir otro nuevo para cada día. Bonitos modelos los de este año, ¿no cree?

—Muy bonitos.

—Tienen todos esos detalles curiosos que los hacen tan cómodos. Algunos amigos que los han probado de verdad, conduciéndolos, se han dado cuenta. ¿Es usted abogado?

—Psicólogo.

Sonrió de forma incierta y yo encontré una tarjeta de visita en mi mano.

JOHN ALLBRIGHT

Ejecutivo de Ventas

—Este año tienen una suspensión realmente buena —dijo—. Con el debido respeto a su clásico, creo que usted encontrará aquí otro mundo totalmente diferente, en la forma de conducir. Estupendo sistema de sonido, también, si prefiere la opción Bose, y…

—Estamos buscando a Ralph Paprock —dijo Milo.

Allbright le miró. Bizqueó. Se puso la mano en la boca y se borró la sonrisa manualmente.

—Ralph —dijo—. Claro. Ralph está por ahí.

Señalando hacia los cubículos, se alejó rápidamente, se paró en una esquina de cristal, donde encendió un cigarrillo y se quedó mirando el terreno.

Los primeros dos compartimentos estaban vacíos. Ralph Paprock estaba sentado detrás de un escritorio en el tercero. Tenía cerca de cincuenta años, delgado y bronceado, con un cabello rubio ceniza ralo en la parte de arriba y un poco más espeso a los lados, peinado por encima de las orejas. Su traje cruzado era del mismo corte del de Allbright, de color verde oliva, un poco demasiado claro. La camisa era de color crema con un cuello de largas puntas, la corbata llena de loros y palmeras.

Estaba encorvado encima de algunos papeles. La punta de la lengua sobresalía de una esquina de su estrecha boca. El bolígrafo de su mano derecha golpeaba el cuaderno muy rápido. Tenía las uñas brillantes.

Cuando Milo carraspeó, la lengua se metió hacia adentro y una mueca de anhelo se apoderó de la cara de Paprock. A pesar de la sonrisa, su rostro parecía cansado, los músculos sueltos y fláccidos. Los ojos eran pequeños y color ámbar. El traje les daba un tono caqui.

—Caballeros. ¿En qué puedo servirles?

Milo dijo:

—Señor Paprock, soy el detective Sturgis, de la policía de Los Ángeles —y le tendió una tarjeta.

La expresión que invadió al vendedor a continuación (¿Con qué me van a salir esta vez?) me hizo sentir despreciable. No teníamos nada que ofrecerle y sí mucho que tomar.

Dejó el bolígrafo.

Vi de refilón una foto en su escritorio, apoyada en un bote que llevaba impresa la insignia de un Cadillac. Dos niños rubios de caras redondas. La más joven, una niña, sonreía, pero el niño parecía estar al borde de las lágrimas. Detrás de ellos estaba una mujer de unos setenta años con gafas en forma de mariposa y cabello blanco ondulado con una permanente. Se parecía a Paprock, pero tenía una mandíbula más potente.

Milo dijo:

—Sentimos mucho molestarle, señor Paprock, pero estamos investigando otro homicidio que puede estar relacionado con el de su esposa, y nos preguntábamos si podríamos hacerle un par de preguntas.

—¿Otro… uno nuevo? —dijo Paprock—. No he visto nada en los periódicos.

—No exactamente, señor. Este crimen ocurrió hace tres años…

—¿Tres años? ¿Tres años y ustedes lo están investigando ahora? ¿Lo han cogido finalmente?

—No, señor.

—Dios mío —las manos de Paprock estaban planas sobre el escritorio y su frente se había llenado de sudor. Se lo secó con el dorso de una mano—. Justo lo que necesitaba para empezar la semana.

Había dos sillas frente a su escritorio. Las miró pero no dijo nada. No nos invitó a entrar.

Milo me empujó dentro de la oficina y cerró la puerta detrás de nosotros. Quedaba poca habitación para estar de pie. Paprock señaló las sillas con una mano y nos sentamos. Un certificado encima del escritorio decía que había ganado un premio como vendedor. La fecha era de hacía tres veranos.

—¿Quién es la otra víctima? —dijo.

—Un hombre llamado Rodney Shipler.

—¿Un hombre?

—Sí, señor.

—Un hombre… No lo entiendo.

—¿No le suena el nombre?

—No. Y si es un hombre, ¿qué es lo que les hace pensar que tiene algo que ver con lo de Myra?

—Las palabras «mal amor» estaban escritas en la escena del crimen.

—«Mal amor» —dijo Paprock—. Solía soñar con eso. Imaginar diferentes sentidos posibles. Pero aun así…

Cerró los ojos, los abrió, sacó un botecito de un cajón de su mesa. Pastillas para el ardor de estómago. Sacó un par de tabletas, dejó caer el bote en el bolsillo de su pecho, detrás del pañuelo de colores.

—¿Qué tipo de sentidos? —dijo Milo.

Paprock le miró.

—Locuras… trataba de averiguar qué demonios significaba aquello. No lo recuerdo. ¿Qué importa?

Empezó a mover las manos, agitando el aire muy rápido, como si buscara algo que agarrar.

—¿Hubo algún… algún signo de… fue ese Shipler… lo que trato de decir es: hubo algo sexual?

—No, señor.

Paprock dijo:

—Porque eso es lo que ellos pensaban que podía significar. Los primeros policías. Alguna cosa psicótica… un uso… del sexo en una forma pervertida, de locos. Una forma del pervertido de alardear sobre lo que hizo… mal amor.

Nada de eso aparecía en el expediente de Myra Paprock.

Milo asintió.

—Un hombre —dijo Paprock—. ¿Qué me están diciendo ahora? ¿Que los primeros policías estaban equivocados? ¿Estuvieron buscando algo equivocado?

—Realmente no sabemos mucho de este tema, señor. Sólo que alguien escribió «mal amor» en el escenario del homicidio del señor Shipler.

—Shipler —Paprock miró de soslayo—. ¿Están abriendo todo el asunto otra vez a causa de él?

—Sólo estamos revisando los hechos, señor Paprock.

Paprock cerró los ojos, los abrió y respiró profundamente.

—Mi Myra fue destrozada. Tuve que identificarla. Para usted esas cosas probablemente son algo rutinario, pero… —sacudió la cabeza.

—Nunca se convierten en rutina, señor.

Paprock le dirigió una mirada dubitativa.

—Después de hacerlo, de identificarla, me costó mucho tiempo ser capaz de recordarla tal como era antes… incluso ahora… los primeros policías dijeron que quienquiera… que le hiciera esas cosas, se las hizo después de muerta —la alarma brilló en sus ojos—. Tenían razón en eso, ¿verdad?

—Sí, señor.

Las manos de Paprock agarraron el borde de su mesa y se inclinó hacia adelante.

—Dígame la verdad, detective… lo necesito. No quiero pensar en ella sufriendo, pero si… no, olvídelo, no me diga nada, no quiero saberlo.

—Ella no sufrió, señor. Lo único nuevo es el asesinato del señor Shipler.

Más sudor. Se lo volvió a secar.

—Después —dijo Paprock—. Después de identificarla… tenía que decírselo a mis hijos. Al mayor, por lo menos… la pequeña era sólo un bebé. Realmente, el mayor tampoco era mucho más que un bebé, pero preguntaba por ella, y tuve que decirle algo.

Golpeó entre sí los nudillos de ambas manos. Sacudió la cabeza, dio golpecitos en el escritorio.

—Me costó mucho tiempo que me entrara en la cabeza… lo que había ocurrido. Cuando fui a contárselo a mi chico, todo lo que podía pensar era en lo que había visto en la morgue… imaginándola… y aquí estaba él preguntando por marni. «Marni, marni»… tenía dos años y medio. Le dije que marni se había puesto enferma y se había dormido para siempre. Cuando su hermana fue lo suficientemente mayor, le dejé a él el trabajo de contárselo a ella. Son unos chicos estupendos, mi madre me ayuda a cuidarlos, ella tiene casi ochenta años y ellos no le dan ningún problema. Así que, ¿por qué cambiar eso? ¿Quién necesita el nombre de Myra en los periódicos y sacar otra vez todo a la luz? Durante un tiempo, descubrir quién lo hizo era lo único que me importaba, pero eso ya pasó. ¿Y qué importa, de todos modos? Ella no volverá, ¿verdad?

Yo asentí. Milo no se movió.

Paprock se tocó las cejas y abrió los ojos de par en par, como si estuviera ejercitando los párpados.

—¿Entonces qué?

—Sólo unas pocas preguntas acerca de los antecedentes de su esposa —di jo Milo.

—¿Sus antecedentes?

—Laborales, señor Paprock. Antes de convertirse en agente de la propiedad inmobiliaria, ¿trabajó en alguna otra cosa?

—¿Por qué?

—Sólo estamos recopilando datos, señor.

—Trabajó en un banco, ¿de acuerdo? ¿Qué tipo de trabajo hacía ese Shipler?

—Era conserje. ¿Para qué banco trabajó ella?

—Trust Federal, en Encino. Trabajaba en préstamos… así la conocí yo. Tramitábamos nuestros créditos allí; un día yo fui con una gran flota de coches vendidos y ella estaba en el mostrador de los créditos.

Milo sacó su bloc de notas y escribió.

—Probablemente, la hubieran hecho vicepresidenta —dijo Paprock—. Era muy inteligente. Pero quería trabajar por su cuenta, estaba harta de burocracias. Así que estudió para sacar la licencia de corredor por la noche, y luego se fue. Lo estaba haciendo muy bien, vendía mucho…

Miró hacia un lado, fijando su vista en un póster. Dos personas de magnífico aspecto, con ropas de tenis, entrando en un Coupe de Ville turquesa con medas brillantes como diamantes. Detrás del coche, la fachada de mármol y cristal de un hotel de veraneo. Una araña de cristal. Un portero de aspecto perfecto les sonreía.

—Burocracia —dijo Milo—. ¿Trabajó en algún otro sitio antes del banco?

—Sí —dijo Paprock, todavía mirando a otro lado—. Enseñaba en una escuela… pero eso fue antes de conocerla.

—¿Aquí, en Los Ángeles?

—No, cerca de Santa Bárbara… en Goleta.

—Goleta —dijo Milo—. ¿Recuerda el nombre de la escuela?

Paprock nos miró de nuevo.

—Alguna escuela pública… ¿por qué? ¿Qué tiene que ver su trabajo con todo esto?

—Quizá nada, señor, pero por favor, tenga paciencia conmigo. ¿Enseñó alguna vez en Los Ángeles?

—No que yo sepa. Cuando se trasladó aquí, estaba harta de la enseñanza.

—¿Por qué?

—Toda la situación… los niños no estaban interesados en aprender, paga miserable… ¿qué hay de bueno en todo eso?

—Una escuela pública —dije.

—Sí.

Milo dijo:

—¿Qué materias enseñaba?

—Todas, supongo. Ella daba quinto curso, o cuarto quizá, no sé. En la escuela primaria uno enseña todas las asignaturas, ¿verdad? Realmente, nunca hablábamos mucho de aquello.

—¿Enseñó ella en algún sitio más antes de Goleta? —dijo Milo.

—No por lo que yo sé. Creo que fue su primer trabajo después de acabar sus estudios.

—¿Cuándo debió de ser?

—Déjeme pensar, ella se graduó a los veintidós años, y hubiera cumplido los cuarenta este mayo —se echó hacia atrás—. Así que tuvo que haber sido, veamos, hace dieciocho años. Creo que estuvo enseñando durante unos cuatro o cinco años, después se cambió al banco.

Miró al póster de nuevo y se secó la frente.

Milo cerró su bloc. El ruido hizo saltar a Paprock. Sus ojos se encontraron con los de Milo. Milo le dirigió la sonrisa más amable que yo le había visto mostrar nunca.

—Gracias por dedicarnos su tiempo, señor Paprock. ¿Hay algo más que quiera decirnos?

—Claro —dijo Paprock—. Quiero decirles que encuentren al asqueroso hijo de puta que mató a mi mujer y me dejen a solas en una habitación con él —se frotó los ojos. Apretó los dos puños y los abrió y nos dirigió una sonrisa enfermiza—. Ni en sueños.

Milo y yo nos pusimos de pie. Un segundo después, Paprock se levantó también. Era de estatura media, ligeramente cargado de espaldas, casi delicado.

Se dio una palmada en el pecho, sacó el bote de pastillas del bolsillo de su pecho y se lo pasó de una mano a otra. Dio la vuelta al escritorio y abrió la puerta y la sujetó para que pasáramos. No había señales de John Allbright ni de nadie más. Paprock nos acompañó a través de la sala de exhibiciones, tocando los costados de un Eldorado color oro al pasar.

—¿Por qué no compran un coche, ya que están aquí? —dijo. Entonces se sonrojó a través de su bronceado y se detuvo.

Milo extendió su mano.

Paprock se la estrechó, y luego la mía.

Le agradecimos otra vez su tiempo.

—Miren —dijo—, lo que dije antes… acerca de que no quería saber… Eso eran tonterías. Todavía pienso en ella. Me volví a casar y sólo duró tres meses, mis niños odiaban a esa zorra. Myra era… especial. Los niños, algún día tendrán que saber. Podré soportarlo. Puedo soportarlo. Así que si encuentran algo, díganmelo, ¿de acuerdo? Cualquier cosa que averigüen, díganmela.

Me dirigí a Coldwater Canyon y de vuelta a la ciudad.

—Una escuela pública cerca de Santa Bárbara —dije—. Salario bajo, así que quizá ella hiciera pluriempleo en una escuela privada.

—Una razonable suposición —dijo Milo. Bajó la ventanilla del pasajero del Seville, encendió un cigarro y lanzó el humo fuera, al caliente aire del valle. El ayuntamiento estaba haciendo obras en Ventura Boulevard y había unas vallas que bloqueaban uno de los carriles. El mal tráfico usualmente hacía maldecir a Milo. Pero esta vez se quedó tranquilo, resoplando y pensando.

Yo dije:

—Shipler era conserje de una escuela. Quizá trabajó en la escuela de De Bosch también. Ese puede ser nuestro nexo: ambos pudieron ser empleados, no pacientes.

—Hace veinte años… Me pregunto cuánto tiempo guarda los archivos la escuela del distrito. Lo comprobaré, veré si Shipler se trasladó desde Santa Bárbara.

—Más razones para ir allí —dije.

—¿Cuándo vais a hacerlo?

—Mañana. Robin no puede venir… quizá sea lo mejor. Entre tratar de encontrar algún rastro de la escuela y buscar a Wilbert Harrison en Ojai, no sería un viaje de placer.

—Esos otros tipos (los terapeutas del simposio), ¿trabajaban también en la escuela, verdad?

—Harrison y Lerner sí. Pero Rosenblatt no… él estuvo con De Bosch en Inglaterra. No estoy seguro acerca de Stoumen, pero era contemporáneo de De Bosch, y Katarina le pidió que hablase, así que probablemente había algún tipo de relación.

—Así que, de un modo u otro, todo va a parar a los De Bosch… Cualquiera que aparezca como cercano a ellos es caza no vedada para ese loco… Mal amor… destruir la confianza de un niño, ¿eh?

—Esa es la idea.

Llegué a Coldwater y empecé a subir. Milo se acercó su cigarro a la boca y dijo:

—Paprock tenía razón acerca de su mujer. Viste las fotos… ella fue descuartizada.

—Pobre tipo —dije—. Está muy herido.

—Lo que le dije acerca de que estaba muerta antes de que la violasen… Es verdad. Pero ella sufrió, Alex. Sesenta y cuatro heridas de puñal, y muchas de ellas se las asestaron antes de que muriera. Ese tipo de venganza… ¿ira? Alguien ha tenido que estar jodido de lo lindo.