30

—Mal amor. La hipocresía —dijo Robin.

—El muy bastardo acuña un término para describir la mala educación infantil, pero le da un significado propio.

—Convertir en víctimas a los niños —sus manos se apretaron alrededor del mango de una escofina de madera. La cuchilla cortó una pieza de palo rosa y ella la soltó y la dejó caer.

—Y —añadí— si la experiencia de esa mujer era la típica, la conversión era perfectamente legal. De Bosch no atacaba sexualmente a nadie, y ninguna de las acciones físicas que llevaba a cabo podría entrar dentro de ningún estatuto de abuso de la infancia excepto en Suecia.

—¿Ni el golpear con el dedo y abofetear?

—No hay lesiones, no hay caso, y normalmente se necesitan heridas profundas y huesos rotos para atacar a alguien legalmente. Los castigos corporales todavía están permitidos en muchas escuelas. Y entonces era un procedimiento aceptado. Y no hay ninguna ley en contra del poder mental o del abuso psicológico… ¿Cómo se pueden establecer los criterios? Básicamente, De Bosch se comportaba como un padre pésimo, y eso no es un crimen.

Robin sacudió la cabeza.

—Y nadie dijo nunca ni una palabra.

—Quizás algunos de los niños lo hicieron, pero dudo que nadie les, creyera. Eran niños con problemas. Su credibilidad era baja y sus padres estaban furiosos. En algunos casos, De Bosch era probablemente el tribunal del último recurso. Esa niña volvió a su familia traumatizada pero perfectamente dócil. Ellos nunca sospecharon que el verano en aquella escuela tuera otra cosa que un éxito.

—Vaya éxito.

—Estamos hablando de niveles muy altos de frustración paternal, Rob. Aunque lo que hacía De Bosch hubiera salido a la luz y algunos padres hubieran sacado a sus hijos, apuesto a que otros se hubieran apresurado a meter a los suyos. Las víctimas de De Bosch nunca tuvieron ningún recurso legal. Ahora, una de ellas está vengando las pasadas ofensas por sus propios medios.

—La misma vieja cadena —dijo ella—. Víctimas y verdugos.

—Lo que más me extraña, con todo, es por qué el asesino no actuó contra De Bosch, sino sólo contra los discípulos. A menos que De Bosch muriera antes de que el asesino fuera lo bastante mayor (o lo bastante agresivo) para organizar un plan de venganza.

—O lo bastante loco.

—Eso también puede ser. Si tengo razón acerca de que el asesino se traumatizó directamente debido al accidente de Delmar Parker, estamos hablando de alguien que era alumno de la escuela en 1973. De Bosch murió siete años después, así que el asesino podía haber sido todavía un niño. Los jóvenes raramente cometen crímenes cuidadosamente planeados. Se inclinan más por las cosas impulsivas. Otra cosa que pudo haberle impedido ir contra De Bosch fue estar encerrado. La cárcel o una institución mental. Eso cuadra con nuestro señor Gritz… los diez años inexplicados entre su salida de Georgia y su arresto aquí.

—Más frustración —dijo Robin.

—Exactamente. No ser capaz de castigar a De Bosch directamente pudo haberle calentado incluso más aún. El primer asesinato ocurrió hace cinco años. Myra Paprock. Quizá fue el año en que fue liberado. Myra pudo haber sido un buen objetivo para él. Una discípula con fe, dictatorial.

—Tiene sentido —dijo, mirando hacia su banco de trabajo y arreglando algunas cosas—, si De Bosch realmente se suicidó. Pero ¿y si fue asesinado y se simuló un suicidio?

—No lo creo —negué—. Su muerte fue demasiado pacífica… una sobredosis de medicamentos. ¿Por qué iba el asesino a despedazar a los subordinados y permitir al jefe morir de forma tan fácil? Y el acercamiento ritual (uno que cumpliera una necesidad psicológica) podía haber representado dejar al mejor para el final, no empezar por De Bosch primero e ir hacia atrás.

—Lo mejor para el final —dijo ella, con una voz trémula—. ¿Y dónde encajas tú?

—En lo único que puedo pensar es en ese condenado simposio.

Robin empezó a desconectar sus herramientas. El perro andaba detrás de ella, deteniéndose cada vez que ella lo hacía, mirando hacia arriba, como si buscase aprobación.

—Alex —continuó, quitándose el delantal—, si De Bosch cometió suicidio, ¿crees que pudo haber sido debido a los remordimientos? Eso no tiene demasiada importancia, pero estaría bien pensar que tuvo algunas dudas de su propia capacidad.

—Aquella mujer me preguntó lo mismo. Me hubiera gustado decir que sí… a ella le hubiera gustado oírlo, pero no se lo hubiera creído. El hombre que ella describió no parecía muy abrumado por la conciencia. Mi idea es que sus motivos fueron justamente los que dijeron en los periódicos: abatimiento por su mala salud. Las diapositivas que proyectó su hija en el simposio mostraban un verdadero naufragio físico.

—Él, que causaba naufragios —comentó Robin.

—Sí. ¿Quién sabe a cuántos niños maltrató a lo largo de los años?

El perro notó la tensión en mi voz y levantó la cabeza. Yo le acaricié y dije:

—Así que ¿quién es la forma de vida superior, de cualquier forma, amiguito?

Robin cogió una escoba y empezó a barrer las virutas de madera.

—¿Ha llamado alguien más? —pregunté, sujetando el recogedor.

—No. —Acabó y se secó las manos. Salimos del garaje y ella empujó la puerta. Las montañas al otro lado del cañón eran claras y verdeantes. Los retoños, muertos de sed, esperaban otra estación.

De repente la casa grande y baja parecía más rara que nunca. Entramos. Los muebles parecían extraños.

En el dormitorio, Robin se desabrochó su camisa de trabajo y yo desabroché su sujetador y puse mis manos en torno a sus pechos. Estaban cálidos y pesados en mis palmas y mientras la acariciaba, arqueó la espalda. Luego se separó de mí y cruzó los brazos por encima del pecho.

—Vámonos lejos de aquí, Alex… fuera de la ciudad.

—Claro —dije, mirando al perro que embestía con la cabeza la ropa de cama—. ¿Le llevamos con nosotros?

—No estoy hablando de unas vacaciones de verano, sólo a cenar. A un sitio lo bastante alejado como para sentirnos diferentes. Él estará bien. Le dejaremos comida y agua, el aire acondicionado encendido, y le daremos un par de huesos para masticar.

—Está bien, ¿adónde te gustaría ir?

Su sonrisa era deslucida.

—Normalmente hubiera dicho que a Santa Bárbara.

Yo me forcé a mí mismo a reír.

—¿Qué tal en la otra dirección… a Laguna Beach?

—Laguna sería perfecto —Robin se acercó y puso mis manos en sus caderas—. ¿Recuerdas aquel sitio con vistas al océano?

—Sí —asentí—. Calamares y cuadros de payasos llorando… ¿todavía estará abierto?

—Si no, encontraremos otro sitio. Lo más importante es salir de aquí.

Nos fuimos a las siete y media, para evitar los embotellamientos en la autopista, en la furgoneta, porque el depósito de gasolina estaba más lleno. Conduje yo, disfrutando la altura y el esfuerzo y el poder. En el radiocaset sonaba una cinta que había recogido Robin de McCabe: una adolescente llamada Allison Krause cantando blues con una voz tan dulce y tan limpia como un primer amor, y derramando solos de violín que tenían la admirable facilidad del prodigio.

Yo no había llamado a Milo para contarle lo de Meredith.

«Otra malhechora», hubiera dicho él, cansado de la vida. Y se hubiera frotado la cara…

Pensé en el hombre de la cinta, canturreando como un niño, reviviendo el pasado…

Malos pensamientos que se entrometían.

Noté cómo Robin se ponía tensa. Sus dedos habían estado dando golpecitos en mi muslo a ritmo de la música, ahora se detuvieron. Yo los apreté. Moví las yemas de los dedos, dejé mi mano deslizarse hacia su estrecha, apretada cintura mientras la furgoneta rugía con la marcha más rápida.

Vestía unos leotardos negros debajo de una corta falda de tela vaquera. Llevaba el pelo recogido, mostrando su cuello, suave como la seda. Un hombre con un cerebro que funcionase habría dado gracias a Dios por estar sentado junto a ella.

Apreté mi mejilla contra la suya. Dejé caer mis hombros y moví la cabeza al ritmo de la música. No la buscaba, pero ella sabía que lo estaba intentando y puso su mano más arriba en mi muslo.

Mi chica y un coche y la carretera.

Cuando llegamos a Laguna, todo empezó a parecer real.

Laguna estaba más tranquila y oscura de lo que yo recordaba, la feria de arte había desaparecido y casi todas las trampas para turistas y las galerías estaban cerradas.

Aquel lugar de los calamares y los payasos ya no existía; un bar con karaoke había ocupado su lugar… La gente se quedaba noqueada a base de «margaritas» y pretendían ser los Righteous Brothers. Los penosos sonidos llegaban hasta la acera.

Encontramos un café de aspecto agradable más arriba en la misma calle, comimos mucho, ensalada fría, pez espada y excelente róbalo chileno con patatas y ensalada de col; bebimos mucho vino y luego café negro.

Salimos de allí y nos fuimos lo bastante lejos pasada la zona comercial para echar una ojeada al océano a nuestro aire. El agua eran dos mil kilómetros de negro más allá de una blanca veta de arena. Las olas rodaban ebriamente, enviando salpicaduras heladas de espuma y un rugido ocasional que sonaba como un aplauso. Nos cogimos de las manos, tan fuerte que nos dolían los dedos, agarrados uno al otro, y nos besamos hasta que las lenguas nos palpitaban.

Apenas había luz suficiente para ver los oscuros ojos de Robin, estrechándose.

Ella me mordió el labio inferior y yo supe que en parte era pasión, pero también en parte era rabia. Yo la besé detrás de la oreja y nos abrazamos durante mucho tiempo, luego volvimos a la furgoneta y condujimos hacia el norte, fuera de la ciudad.

—No entremos en la autopista —dijo ella—. Vamos por ahí un rato.

Me metí en la carretera de Laguna Canyon, recorrimos unos cuantos kilómetros y anduvimos al azar bordeando una franja sin marcas que serpenteaba hacia arriba en las montañas.

Sin hablar y sin oír música. Sus manos en mi cuerpo mientras ella expresaba su tensión. Pasamos por un taller de cerámica, con su letrero de madera iluminado por una polvorienta bombilla. Un vislumbre de tela metálica. Un par de ranchos de caballos, una cabaña sin letreros. Luego nada durante largo rato; la carretera acababa por fin en el sotobosque.

Grillos y sombras, el océano no estaba a la vista por ninguna parte.

Di la vuelta a la furgoneta. Robin me detuvo y apagó el motor.

Cerramos los ojos y nos besamos, manipulando desmañadamente cada uno la ropa del otro.

Nos quedamos completamente desnudos, nos agarramos el uno al otro, estremeciéndonos, entrelazando nuestros miembros. Respirando el uno en el otro, luchando por olvidar.

El camino de vuelta fue lento y silencioso, y yo me las arreglé para mantener la realidad a raya hasta que salimos a la autopista. Robin dormía, como lo había venido haciendo desde que cruzamos la línea del condado de Los Ángeles, abajo en el asiento, medio sonriendo.

Era la una y cuarenta y dos de la madrugada y Sunset estaba casi desnudo de coches. El familiar cruce hacia el este estaba solitario y pacífico. Mientras nos aproximábamos a la intersección de Beverly Glen, me preparé para salir disparado con la luz verde. Después, unas aullantes sirenas sonaron desde alguna parte que yo no podía precisar y me rodearon, sonando cada vez más fuertes.

Aminoré la marcha y me detuve. Robin estaba sobresaltada, sentada derecha mientras unas luces rojas relampagueantes aparecían desde detrás de la curva, y las sirenas se hicieron insoportables. Un coche de bomberos con escaleras llegó hasta nosotros por el este, echándosenos encima; por un instante me sentí atrapado. Después la máquina de fuego dio un agudo giro a la derecha, hacia el norte, hacia el Glen, seguida de cerca por otro coche de bomberos, y después otra unidad más pequeña. Un sedán con techo color cereza presentó la parte trasera mientras las sirenas disminuían hasta un silbido distante.

Robin se agarró fuertemente al brazo del asiento. Sus ojos estaban agigantados, como si los párpados hubieran sido grapados hacia atrás.

Nos miramos uno al otro.

Ciré a la izquierda y seguí a la caravana gritando.

Unos cien metros más allá pude olerlo. Una olla que se había quedado demasiado tiempo en el fuego, y gasolina.

Aceleré, a tiempo para ver las luces de cola del coche de bomberos. Esperaba que la caravana continuase hacia arriba, hacia Mulholland y más allá. Pero giraron hacia el oeste.

Subieron un viejo sendero de herradura que conducía a una solitaria propiedad.

Robin se sujetaba la cabeza y gemía mientras yo aceleraba la furgoneta. Llegando hasta mi calle, subimos la cuesta. La carretera estaba bloqueada por los coches de bomberos recién llegados y tuve que frenar y aparcar.

Habían diseminado por allí unas luces, que iluminaban los cascos amarillos de los bomberos. Mucho movimiento, pero la noche difuminaba los detalles.

Robin y yo saltamos fuera y empezamos a correr colina arriba. El olor a quemado era más fuerte ahora, el cielo un negro ejército de camuflaje por los penachos de oscuro humo que subían en sucias espirales grises. Podía notar el fuego (el calor cáustico) mejor de lo que podía verlo. Mi cuerpo estaba empapado de sudor. También estaba helado hasta la médula.

Los bomberos desenrollaban mangueras y gritaban, demasiado ocupados para hacernos caso.

Lo que una vez había sido la cancela de mi estanque era sólo carbón. El garaje se había derrumbado y toda la parte derecha de mi casa ardía en rescoldo. La parte trasera del edificio tenía un halo naranja. Lenguas de fuego lamían el cielo. Las chispas saltaban y morían, la madera crujía y estallaba con estrépito.

Un bombero alto le entregó una manguera a otro hombre y se quitó los guantes. Nos vio y vino hacia nosotros, haciéndonos gestos de que nos retiráramos.

Fuimos hacia él.

—Es nuestra casa —dije yo.

La mirada de compasión en su cara me hirió profundamente. Era negro, con una fuerte mandíbula y un amplio, oscuro bigote.

—Lo siento, amigos… estamos trabajando duro en esto, llegamos tan pronto como pudimos de la subestación de Mulholland. Están viniendo refuerzos de Beverly Hills.

Robin dijo:

—¿Se ha perdido todo?

Él se quitó el casco y se secó la frente, exhalando aire.

—No lo estaba hace unos minutos, señora, y lo hemos controlado… ya puede empezar a ver que el humo se vuelve blanco en seguida.

—¿Cómo es de malo?

El bombero dudó.

—Para serle sincero, señora, han sufrido algunos daños estructurales graves en la parte de atrás. Y con la sequía y toda esa madera que lo forraba… la mitad de su tejado ha desaparecido, debía de estar todo muy seco. ¿Qué eran, tejas de cerámica?

—Tejas de alguna clase —contesté—. Estaban ya en la casa, no lo sé.

—Esos tejados viejos… den gracias de que no eran tejas de madera, o hubiera sido como una pila de leña.

Robin le estaba mirando pero no le escuchaba. Él se mordió el labio, empezó a ponerle una mano en el hombro, pero luego se detuvo. Volviéndose a poner el guante, se volvió hacia mí.

—Si el viento no hace cosas extrañas, podremos salvar algo. Entren lo más pronto posible para empezar a echar un vistazo.

Robin empezó a llorar.

El bombero dijo:

—Lo siento mucho, señora… si necesita una manta, tenemos algunas en el camión.

—No —dijo ella—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sabemos exactamente, todavía… ¿por qué no hablan con el capitán… ese caballero de ahí? Es el capitán Gillespie. Él podrá ayudarles.

Después de señalar a un hombre de mediana estatura cerca del garaje, se fue corriendo. Nos dirigimos al capitán. Nos estaba dando la espalda y yo le di unos golpecitos en el hombro. Él se volvió rápidamente, como dispuesto a contestar bruscamente. Nos echó una mirada y cerró la boca. Tenía unos cincuenta años y una cara recortada que era casi un cuadrado perfecto.

Dijo, luchando con su barboquejo:

—¿Los propietarios?

Dos asentimientos.

—Lo siento, amigos… ¿habían salido a pasar la noche fuera?

Más asentimientos. Me sentí como encajonado en arena. Cada movimiento era una experiencia penosa.

—Bueno, hemos llegado aquí hace una media hora, y creo que hemos ido relativamente rápido después de la ignición. Afortunadamente, alguien que conducía por el Glen olió el humo y nos telefoneó con un celular. Hemos extinguido la mayoría de las zonas realmente calientes. Esperamos un poco de humo blanco pronto, ¿señor…?

—Alex Delaware. Ella es Robin Castagna.

—Ron Gillespie, señor Delaware. ¿Son ustedes los propietarios legales o inquilinos?

—Propietarios.

Otra mirada compasiva. Un sonido silbante llegó desde la casa. Él miró por encima de su hombro, después bajó la vista.

—Podremos salvar al menos la mitad de la casa, pero el agua producirá también algunos daños —volvió a bajar la vista. Algo arrugó su frente—. Un minuto —corriendo hacia un grupo de recién llegados, señaló a mi tejado en llamas y separó los brazos como un predicador.

Cuando volvió, dijo:

—¿Quieren tomar algo, amigos? Vamos, alejémonos del calor.

Le seguimos por la carretera abajo un trecho. La casa todavía estaba a la vista. Parte del humo había empezado a aligerarse, brotando hacia el interior como una nube que surgiera de la tierra.

Sacó una cantimplora de su chaqueta y nos la tendió.

Robin meneó la cabeza.

Yo dije:

—No, gracias.

Gillespie abrió la botella y bebió. Volviendo a enroscar el tapón, dijo:

—¿Saben de alguien que haya querido hacerles esto?

—¿Por qué?

Él se quedó mirándome fijamente.

—Normalmente, la gente dice que no.

—Sí que hay alguien —dije yo—. No sé quién es… es una historia muy larga… Hay un detective de la policía con quien puede hablar.

Le di el nombre de Milo y él lo apuntó.

—Será mejor que le llame ahora mismo —dijo él—. Nuestros investigadores de fuegos provocados van a meterse ahora en esto. Es un incendio provocado claramente, hemos encontrado tres puntos separados de origen y una lata de gasolina fuera que probablemente es el acelerador… parece como si ese bastardo ni siquiera hubiera intentado ocultarla.

—No —dije—. No creo que quisiera hacerlo.

Él me miró otra vez fijamente. Yo miré hacia atrás sin enfocar la vista.

Gillespie dijo:

—Voy a llamar al detective.