25
Milo ya no estaba en Registros, y el número de Sally Grayson lo recogía un detective masculino que no la había visto en toda la mañana y no tenía ni idea de dónde estaba Milo. Dejé un mensaje y me pregunté por qué Joshua Rosenblatt había estado tan seguro de que la policía no podría ayudar.
Mi oferta de ir a Nueva York había sido impulsiva (probablemente un reflejo de huida) pero quizá saliera algo de mi conversación con Shirley Rosenblatt.
Tendría que viajar lo antes posible; Robin tendría que irse inmediatamente.
Miré a la piscina, todavía como una lámina de turquesa. Unas pocas hojas flotaban en la superficie.
¿Quién la limpiaba? ¿Con qué frecuencia?
No sabía mucho de aquella casa.
No sabía cuándo podría abandonarla.
Me levanté, listo para conducir hasta Beverly Hills para encontrar un servicio de fax. Cuando me metí la cartera en el bolsillo de los pantalones, el teléfono sonó y la operadora de mi servicio dijo:
—El señor Bucklear quiere hablar con usted, doctor.
—Póngame.
Clic.
—¿Doctor? Soy Sherman Bucklear.
—Hola.
—¿Ha recibido mi carta?
—Sí, la he recibido.
—No he recibido ninguna respuesta, doctor.
—No sabía que hubiera que responder a nada.
—Tengo razones para creer que usted tiene conocimiento del paradero…
—No.
—¿Puede probarlo?
—¿Tengo que hacerlo?
—Doctor, podemos tratar este tema civilizadamente o las cosas se complicarán.
—Complíquese, Sherman.
—No, espere un seg…
Colgué. Me sentó bien ser malo. Antes de que pudiera dejar el teléfono, el servicio me reclamó otra vez con una llamada desde Nueva York.
—¿Doctor Delaware? Josh Rosenblatt otra vez. La voluntad de mi madre es hablar con usted, pero debo advertirle que ella no puede aguantar mucho rato… sólo unos minutos cada vez. No he discutido todos los detalles con ella. Todo lo que sabe es que usted conocía a mi padre y que piensa que fue asesinado. Quizá no tenga nada que decirle. Puede acabar perdiendo el tiempo.
—Correré ese riesgo. ¿Cuándo quieren que vaya?
—¿Qué día es hoy? Martes… el viernes no, ella necesita los fines de semana enteros para descansar en cama… el jueves, creo.
—¿Si puedo coger un vuelo esta noche, qué tal iría mañana?
—¿Mañana? Puede ser. Pero tendría que ser por la tarde. Por la mañana ella tiene su terapia, después echa una siesta. Venga primero a mi oficina… 500 de la Quinta Avenida. Schechter, Mohl y Trimmer. El piso treinta y tres. ¿Me ha enviado ya las credenciales por fax?
—Justamente ahora iba a hacerlo.
—Bien, porque eso será un requisito previo. Mándeme también una foto. Si todo es correcto, le veré, digamos, a las dos y media.
Encontré una imprenta rápida en Canyon Drive y envié mis documentos por fax a Nueva York. Volviendo a casa, pospuse contárselo a Robin; llamé a una compañía aérea y reservé un pasaje en un vuelo que salía a las diez de Los Angeles. También le pregunté por algún hotel a la agente de venta de billetes.
Ella dijo:
—¿Midtown? Realmente no lo sé, señor, pero puede intentarlo en el Middleton. Los ejecutivos de nuestra compañía se alojan allí, pero es caro. Por supuesto, todo lo es en Nueva York, a menos que quiera un tugurio.
Le di las gracias y llamé al hotel. Un hombre cuya voz sonaba muy aburrida tomó los datos de mi tarjeta de crédito, después de mala gana accedió a darme una habitación individual por doscientos veinte dólares por noche. Cuando indicó el precio, reprimió un bostezo.
Primero le conté a Robin lo de Rosenblatt. Ella movió la cabeza y me cogió la mano.
—Hace cuatro años —dije—. Otro hueco relleno.
—¿Cómo murió?
—El hijo no entró en detalles. Pero si el asesino está siendo coherente, probablemente tiene algo que ver con un coche o una caída.
—Todas esas personas. Dios mío —apretando mi mano contra su mejilla, cerró los ojos. El olor a cola invadía el garaje, junto con el de café y polvo y el sonido de la respiración del perro.
Noté que este estaba restregando la nariz contra mi pierna. Miré su ancha, plana cara. Él parpadeó un par de veces y me lamió la mano.
Le conté a Robin mi plan de volar al este y le ofrecí llevarla conmigo.
—Sería absurdo, ¿verdad? —dijo escueta.
—No van a ser unas vacaciones, sino seguir ahondando en la miseria de la gente. Estoy empezando a sentirme como un profanador de tumbas.
Robin miró a otro lado, a sus herramientas y sus moldes.
—La única vez que estuve en Nueva York fue un viaje familiar. Fuimos al norte, a las cataratas del Niágara, mamá y papá discutiendo todo el tiempo.
—Yo tampoco he estado allí desde la universidad.
Ella asintió, tocó mis bíceps, los masajeó.
—Tienes que ir… las cosas se están poniendo cada vez más feas aquí. ¿Cuándo te vas?
—Pensaba hacerlo esta noche.
—Te llevaré al aeropuerto. ¿Cuándo volverás a casa, para que pueda recogerte?
—Depende de lo que encuentre… probablemente un día o dos.
—¿Tienes un sitio donde alojarte?
—He encontrado un hotel.
—Un hotel —dijo—. Tú solo en alguna habitación… —meneó la cabeza.
—¿Podrías quedarte con Milo y Rick mientras yo esté fuera? Ya sé que te desorganiza y es innecesario, pero me iría mucho más tranquilo.
Ella me tocó la cara otra vez.
—No lo has estado mucho últimamente, ¿verdad? Claro, por qué no. Iré.
Intenté un par de veces más establecer contacto con Milo sin éxito. Queriendo dejar a Robin instalada tan pronto como fuera posible, llamé a su casa. Rick estaba allí y le conté brevemente lo que estaba pasando.
—La cuidaremos bien, Alex. Realmente siento mucho todo este disparate que estás pasando. Estoy seguro de que el gordo te llevará hasta el fondo de esto.
—Yo también estoy seguro. ¿Será un problema lo del perro?
—No, no lo creo. Milo me ha dicho que es muy mono.
—Milo nunca ha expresado ningún afecto por él en mi presencia.
—¿Eso te sorprende?
—No —dije.
Él rio.
—¿Eres alérgico, Rick?
—No lo sé, nunca he tenido perro. Pero no te preocupes, cogeré algún Seldane en la sala de urgencias, o me haré una receta a mí mismo. Hablando de eso, tengo que irme a Cedars muy pronto. ¿Cuándo pensáis venir?
—Esta noche. ¿Tienes idea de cuándo volverá Milo?
—Tienes tanta idea como yo… Sabes, te dejaré una llave en la parte de atrás de la casa. Hay dos palmeras sago que crecen junto a la pared de atrás… no has estado aquí desde que lo arreglamos, ¿verdad?
—Sólo para recoger a Milo.
—Ha resultado estupendo, nuestro consumo diario de agua está bajando mucho… las palmeras sago… ¿sabes lo que son?
—¿Unas cosas regordetas con hojas que parecen abanicos de cuchillas?
—Exactamente. Te dejaré la llave debajo de las ramas de la más pequeña… la de la derecha. Milo me mataría si lo supiera —más risas—. Tenemos un nuevo código de alarma, también…, lo cambia cada dos meses.
Recitó cinco números. Los copié y se lo agradecí de nuevo.
—Es un placer —dijo—. Será divertido, nunca hemos tenido animales.
Preparé mi bolsa de viaje y Robin la suya. Llevamos al perro a dar un paseo alrededor de la casa, jugamos con él, y finalmente se quedó medio dormido. Le dejamos durmiendo y fuimos a la ciudad en la furgoneta de Robin para tomar una cena temprana. El palacio del Colesterol al sur de Beverly Drive: gruesos bistecs y patatas fritas caseras servidas en raciones para leñador y precios que ningún leñador podría permitirse. La comida era buena y olía bien, y mis papilas gustativas me dijeron que probablemente tenía buen sabor también. Pero en alguna parte el circuito entre mi lengua y mi cerebro chisporroteó y me encontré masticando mecánicamente, forzando a la carne a bajar por una seca, tirante garganta.
A las siete, limpiamos la casa de Benedict, recogimos al perro, cerramos y condujimos hasta West Hollywood. La llave estaba donde Rick me había dicho, situada en el suelo precisamente delante del arrugado tronco de la palmera. El resto del patio estaba desierto y arreglado, plantas adecuadas para la sequía se extendían sabiamente en el pequeño espacio. Las paredes eran altas y coronadas con piedras irregulares.
Por dentro, la casa también estaba cambiada: suelos de madera dura blanca, grandes sillones de cuero, mesas de cristal, paredes de ladrillos grises. La habitación de los invitados era de madera de pino. Una vieja cama de hierro estaba recién pintada. Había una solitaria rosa blanca en la almohada y una tableta de chocolate suizo en la mesilla en un plato.
—Qué amable —dijo Robin, cogiendo la flor y haciéndola girar. Miró a su alrededor—. Es como un gran albergue.
Había unas hojas de periódico extendidas en el suelo cerca de la cama. Sobre ellas había un cuenco de cerámica lleno de agua, un buen pedazo de queso cheddar envuelto en plástico y un cartón escrito a rotulador con la perfecta mano de cirujano de Rick: RINCÓN DEL PERRO.
El perro fue directo al queso, lo olisqueó y encontró algunos problemas para desenvolver el plástico. Yo se lo desenvolví y le di el queso a trocitos.
Le dejamos explorar el patio un rato, después volvimos dentro.
—Cada vez que vengo aquí, han hecho alguna cosa nueva —dijo Robin.
—¿Los dos? No lo creo, Robin.
—Es verdad. Sabes, a veces me cuesta imaginar que Milo vive aquí.
—Apuesto a que le encanta. Un refugio de toda la fealdad, y alguien que se preocupe de todos los detalles, para variar.
—Probablemente tienes razón… todos deseamos tener un refugio, ¿verdad?
A las ocho, ella me llevó al aeropuerto. El edificio había sido remodelado hacía unos años para los Juegos Olímpicos y era mucho más practicable, pero las carreteras que conducían a él todavía estaban embotelladas y tuvimos que esperar para poder entrar en los vestíbulos de salida.
La ciudad entera había sido renovada para los Juegos: más energía y creatividad reunida durante un verano de la que el inútil del alcalde y los quejicas del consistorio habían mostrado en dos décadas. Ahora habían vuelto ya a su antigua rutina de apatía y mezquindad, y la ciudad se pudría allí donde no vivían los ricos.
Robin se subió al bordillo. El perro no podía entrar en la terminal, así que nos despedimos allí, y sintiéndome perdido e inquieto, entré en el edificio.
El vestíbulo principal era un brillante templo de la transición. La gente parecía cansada hasta los huesos o nerviosa. El control de seguridad fue lento porque el hombre que tenía delante, vestido al estilo del oeste, continuaba haciendo que se disparase el detector de metales. Finalmente, alguien imaginó que era debido a las canillas de metal de sus botas de piel de serpiente, y avanzamos por fin otra vez.
Me dirigí hacia la puerta de salida a las nueve y cuarto. Obtuve mi tarjeta de embarque, esperé durante media hora, luego me puse en fila y finalmente llegué a mi asiento. El avión empezó a rodar a las diez y diez, luego se detuvo. Nos quedamos en la pista durante un rato y finalmente despegamos. A unos seiscientos metros, Los Ángeles era todavía un circuito electrónico gigante. Luego un banco de nubes. Luego la oscuridad.
Me dormí a intervalos durante la mayor parte del vuelo, y me desperté bañado en sudor.
El aeropuerto Kennedy estaba atestado de gente y parecía hostil. Yo arrastré mi bolsa de viaje a través de las multitudes y los carritos de equipaje y cogí un taxi en la acera. El coche olía a col hervida y estaba empapelado con señales de «no fumar» en inglés, español y japonés. El conductor tenía un nombre impronunciable y llevaba una camiseta azul sin mangas y una gorra blanca de esquiador. La gorra estaba enrollada tres veces sobre el borde, creando un ala. Parecía un jugador de bolos.
Le indiqué:
—Hotel Middleton, en la calle Cincuenta y dos Oeste.
Él gruñó algo y arrancamos, muy lentamente. Lo poco que vi de Queens desde la autopista eran edificios viejos y de poca altura, ladrillos, cromo y pintadas. Pero cuando entramos en el puente de Queensboro, el agua estaba tranquila y encantadora, y la skyline de Manhattan se vislumbraba llena de amenazas y promesas.
El Middleton eran veinte pisos de granito negro embutido entre edificios de oficinas que lo convertían en enano. El portero parecía a punto para la jubilación y el vestíbulo estaba raído, elegante y vacío.
Mi habitación estaba en el piso diez, pequeña como una celda del corredor de la muerte, llena de muebles coloniales y sellada con cortinas opacas. Limpia y ordenada, pero olía a moho y polvos contra las cucarachas. Un grabado de caza con una codorniz muerta colgaba sobre el lecho. El acondicionador de aire era un instrumento de música heavy metal. El ruido de la calle se añadía con pequeña pérdida de volumen.
No había ninguna rosa en mi almohada.
Deshice la maleta, me puse unos pantalones cortos y una camiseta, pedí un bocadillo de tres dólares y unos huevos de cinco dólares, después marqué el número de la operadora y pedí que me despertaran a la una. La comida llegó sorprendentemente rápida y, todavía más sorprendente, era apetitosa.
Cuando acabé, dejé la bandeja en un escritorio con encimera de cristal, eché hacia atrás las mantas y me metí en la cama. El mando a distancia de la televisión estaba atornillado a la mesilla de noche. Una guía de cartón enumeraba treinta o más emisoras de televisión por cable. La elección final fue un espectáculo público de madrugada en el que aparecía un hombre desnudo, estúpido y rechoncho, entrevistando a estúpidas mujeres desnudas. Él tenía unos hombros estrechos, de mujer, y un cuerpo muy peludo.
—Bueno, Velvet —decía él, con una mirada socarrona—. Así… ¿qué haces tú para… uh… para divertirte?
Una rubia penosamente delgada con la nariz ganchuda y el cabello rizado, se tocaba un pezón y decía:
—Macramé.
Apagué el televisor.
Apagué las luces. Las cortinas opacas hacían bien su trabajo.
Mi corazón estaba tan oscuro como la habitación.